26

El director Voyles estaba de pie, detrás de su sillón giratorio de ejecutivo. Iba sin chaqueta, y la mayoría de los botones de su camisa arrugada estaban desabrochados. Eran las nueve de la noche y, a juzgar por su aspecto, hacía por lo menos quince horas que no salía de la oficina. Ni tenía previsto hacerlo.

Escuchó la voz del teléfono, susurró algunas instrucciones y colgó. K. O. Lewis estaba sentado frente al escritorio. La puerta estaba abierta, las luces encendidas y todos seguían ahí. Los ánimos eran sombríos y sólo se oían pequeños susurros.

—Era Eric East —dijo Voyles, después de sentarse suavemente en su sillón—. Llegó hace un par de horas y ahora han acabado con la autopsia. Es la primera que ha presenciado. Una sola bala en la sien derecha, pero la muerte la había causado un solo golpe en las vértebras segunda y tercera cervicales, que quedaron desmenuzadas. No tenía quemaduras de pólvora en la mano. Otro golpe le había lesionado gravemente la laringe, pero no le había causado la muerte. Estaba desnudo. Se calcula que falleció anoche, entre las diez y las once.

—¿Quién descubrió el cadáver? —preguntó Lewis.

—Las camareras entraron en la habitación, aproximadamente a las diez de esta mañana. ¿Se lo comunicará usted a su esposa?

—Sí, claro —respondió K. O—. ¿Cuándo traerán el cadáver?

—East dice que lo librarán en un par de horas y debería estar aquí a eso de las dos de la tarde. Dígale que haremos todo lo que desee. Dígale que mañana mandaré a un centenar de agentes para que cubran toda la ciudad. Dígale que encontraremos al asesino, etcétera, etcétera.

—¿Alguna prueba?

—Probablemente ninguna. East dice que han inspeccionado la habitación desde las tres de la tarde y parece un trabajo limpio. Nada forzado. Ningún signo de resistencia. Nada que pudiera servirnos de ayuda, pero todavía es pronto —respondió Voyles, mientras se frotaba los ojos irritados y reflexionaba.

—¿Cómo es posible que viajara para asistir a un simple funeral y acabara muerto? —preguntó Lewis.

—Se dedicaba a husmear en el asunto pelícano. Uno de nuestros agentes llamado Carlton le ha dicho a East que Gavin intentaba encontrar a la muchacha, que ella le había llamado, y que tal vez necesitaría ayuda para traerla consigo. Carlton habló con él varias veces y le dio los nombres de algunos lugares de la ciudad, frecuentados por estudiantes. Según él, eso fue todo. Carlton dice que estaba un poco preocupado, por el hecho de que Gavin se jactara de pertenecer al FBI. Dice que se portaba como un imbécil.

—¿Ha visto alguien a la chica?

—Probablemente esté muerta. He ordenado a Nueva Orleans que procuren encontrarla.

—Su pequeño informe está causando muertes a diestro y siniestro. ¿Cuándo vamos a tomárnoslo en serio?

Voyles movió la cabeza en dirección a la puerta y Lewis se levantó para cerrarla. El director se había puesto nuevamente de pie, hacía crujir sus articulaciones y pensaba en voz alta.

—Debemos cubrirnos las espaldas. Creo que deberíamos destinar por lo menos doscientos agentes a pelícano, pero procurar por todos los medios mantenerlo discreto. Ahí hay algo, K. O., algo realmente perverso. Pero por otra parte, le he prometido al presidente que no lo investigaríamos. Recuerde que él me pidió personalmente que nos despreocupáramos del informe Pelícano y yo accedí, en parte porque todos creíamos que era una broma —forzó una pequeña sonrisa—. Pues bien, grabé la conversación en la que me pidió que lo abandonáramos. Pensé que si él y Coal lo graban todo en un radio de un kilómetro de la Casa Blanca, ¿por qué no puedo hacerlo yo? Utilicé el mejor grabador en miniatura y he escuchado la cinta. Es de una claridad extraordinaria.

—No le sigo.

—Es muy simple. Nos concentramos plenamente en la investigación. Si van por ahí los tiros, resolvemos el caso, conseguimos los autos de procesamiento y todo el mundo contento. Pero va a ser muy difícil resolverlo con rapidez. Entretanto, a ese idiota y a Coal no se les dice nada de la investigación. Si la prensa oye tocar campanas y el informe Pelícano está en el punto de mira, me aseguraré de que el país sepa que el presidente nos pidió que no lo investigáramos, por tratarse de uno de sus amigos.

—Acabará con él —sonrió Lewis.

—¡Sí! Coal se desangrará y el presidente no logrará recuperarse. Las elecciones son el próximo año, K. O.

—Me gusta, Denton, pero debemos resolver el caso.

Denton caminó lentamente tras su sillón y se quitó los zapatos. Ahora era todavía más bajo.

—No dejaremos piedra sin remover, K. O., pero no será fácil. Si se trata de Mattiece nos encontramos ante alguien muy opulento en una confabulación muy sofisticada para eliminar a dos jueces con asesinos de mucho talento. Esa gente no habla, ni deja huellas. Fíjese en nuestro amigo Gavin. Pasaremos dos mil horas inspeccionando el hotel y apuesto a que no encontraremos una sola prueba utilizable. Al igual que con Rosenberg y Jensen.

—Y Callahan.

—Y Callahan. Y probablemente la chica, si algún día encontramos su cadáver.

—Me siento parcialmente responsable, Denton. Gavin acudió a mí el jueves por la mañana, cuando se enteró de lo de Callahan, y no quise escucharle. Sabía que iba a Nueva Orleans, pero no le hice caso.

—Lamento que haya muerto. Era un buen abogado y me era fiel. Para mí tiene mucho valor. Confiaba en Gavin. Pero logró que le mataran por actuar fuera de sus límites. No le correspondía actuar como un policía, e intentar encontrar a la muchacha.

—Será mejor que vaya a ver a la señora Verheek —dijo Lewis después de ponerse de pie y desperezarse—. ¿Qué le cuento?

—Dígale que parece un robo, que la policía local no está segura, que sigue investigando, que mañana sabremos algo más, etcétera. Dígale que estoy desolado y que haremos lo que desee.

La limusina de Coal paró de pronto junto a la acera, para ceder el paso a una ambulancia. El lujoso vehículo circulaba sin rumbo fijo por la ciudad, como solía hacerlo cuando Coal y Matthew Barr se reunían para hablar de negocios sucios. Estaban ambos cómodamente sentados en la parte posterior, con bebidas en la mano. Coal tomaba agua mineral y Barr consumía una botella de Bud, que habían comprado en una tienda de comestibles.

Hicieron caso omiso de la ambulancia.

—Debo saber cuánto sabe Grantham —decía Coal—. Hoy ha llamado a Zikman, a su ayudante Trandell, y a Nelson DeVan, uno de mis antiguos ayudantes, que ahora forma parte de la junta de reelección. Y esas son sólo las llamadas de las que estoy al corriente. Sigue con mucho interés lo del informe Pelícano.

—¿Cree que lo ha visto? —preguntó, mientras circulaba la limusina.

—No. En absoluto. Si conociera su contenido, no andaría haciendo preguntas. Pero, maldita sea, sabe que existe.

—Es bueno. Hace muchos años que le observo. Parece moverse en las tinieblas y se mantiene en contacto con una curiosa red de fuentes diversas. Ha escrito algunas cosas muy extrañas, pero generalmente da en el clavo.

—Eso es lo que me preocupa. Es tenaz y en este caso huele a sangre.

—Supongo que sería pedir demasiado que me dijera lo que contiene el informe —dijo Barr, al tiempo que tomaba un trago de la botella.

—No me lo pregunte. Es tan confidencial, que da miedo.

—¿Entonces cómo se ha enterado Grantham?

—Magnífica pregunta. Y eso es precisamente lo que quiero saber. ¿Cómo lo ha averiguado y cuánto sabe? ¿Cuáles son sus fuentes?

—Hemos pinchado el teléfono de su coche, pero no hemos entrado todavía en su casa.

—¿Por qué no?

—Esta mañana ha estado a punto de descubrirnos la mujer de la limpieza. Mañana lo intentaremos de nuevo.

—No se dejen atrapar, Barr. Recuerde Watergate.

—Eran muy torpes, Fletcher. Sin embargo, nosotros tenemos mucho talento.

—Cierto. Entonces, dígame, ¿cómo se las arreglarán usted y sus ingeniosos amigos para pinchar el teléfono de Grantham en el Post?

Barr volvió la cabeza y miró a Coal con el entrecejo fruncido.

—¿Se ha vuelto usted loco? Es imposible. En ese lugar trabajan veinticuatro horas al día. Tienen guardias de seguridad. De todo.

—Es posible hacerlo.

—Entonces hágalo, Coal. Si tanto sabe, hágalo usted mismo.

—Empiece a pensar en cómo hacerlo, ¿de acuerdo? Piénselo.

—De acuerdo. Ya lo he pensado. Es imposible.

A Coal la idea le parecía divertida y Barr se sentía molesto. La limusina se dirigió hacia el centro de la ciudad.

—Pinchen los teléfonos de su casa —ordenó Coal—. Quiero un informe dos veces al día de sus llamadas.

La limusina paró y Barr se apeó.