25

Riverwalk ocupa medio kilómetro a lo largo del río y siempre está lleno de gente. En el mismo hay dos centenares de tiendas y restaurantes en diversas plantas, la mayoría bajo el mismo techo, y bastantes con la entrada por el amplio paseo junto al río. Se encuentra al fondo de Poydras Street y a cuatro pasos del barrio francés.

Llegó a las once y se tomó un expreso al fondo de un pequeño café, mientras intentaba leer un periódico y aparentar tranquilidad. Frenchmen’s Bend estaba a la vuelta de la esquina, en la planta inferior. Estaba muy nerviosa y el expreso no contribuyó a mejorar su condición.

Llevaba una lista en el bolsillo de cosas que debía hacer, pasos específicos en momentos concretos, incluso palabras y frases que había memorizado por si las cosas se ponían realmente feas y Verheek perdía el control de la situación. Había dormido sólo dos horas y pasado el resto del tiempo con un cuaderno en las manos, formulando planes y diagramas. Si moría, no sería por falta de preparación.

No podía confiar en Gavin Verheek. Trabajaba para una agencia de seguridad gubernamental, que a veces operaba según sus propias normas. El hombre de quien recibía órdenes tenía un historial de paranoia y juego sucio. Su jefe era responsable ante el presidente, al frente de una administración dirigida por imbéciles. El presidente tenía amigos ricos y poco escrupulosos, que le daban montones de dinero.

En aquel momento, no había nadie más en quien confiar. Después de cinco días y de haber estado dos veces a punto de perder la vida, había decidido tirar la toalla. Nueva Orleans había perdido su encanto. Necesitaba ayuda y si tenía que confiar en la policía, la federal era tan buena como cualquiera.

Las once cuarenta y cinco. Pagó el café, esperó a que pasara un grupo de gente y se unió al mismo. Había una docena de personas que circulaban por Frenchmen’s Bend cuando pasó junto a la puerta, donde su amigo debería encontrarse dentro de unos diez minutos. Entró en la librería, dos puertas más allá. Había por lo menos tres tiendas en la zona, en las que podía comprar, ocultarse y vigilar la puerta de Frenchmen’s Bend. Eligió la librería, porque los dependientes no presionaban a los clientes que se esperaba circularan a sus anchas. Examinó primero las revistas, a continuación, cuando faltaban todavía tres minutos, se colocó entre dos estanterías de libros de cocina para observar la llegada de Gavin.

Thomas le había dicho que siempre llegaba tarde. Una hora de retraso era temprano para él, pero sólo estaba dispuesta a esperarle quince minutos.

Se suponía que debía llegar a las doce en punto y ahí estaba. Jersey negro, gorra roja de béisbol y un periódico doblado bajo el brazo. Era un poco más delgado de lo que imaginaba, pero podía perder unos kilos. Se le aceleró el pulso. Tranquilízate, se dijo a sí misma. Maldita sea, tranquilízate.

Levantó un libro de cocina y miró por encima del mismo. Tenía el pelo gris y la piel oscura. Unas gafas de sol ocultaban sus ojos. Se movía como si estuviera irritado, al igual que cuando hablaba por teléfono. Se pasaba el periódico de una mano a otra, levantaba alternativamente los pies y miraba con nerviosismo a su alrededor.

Parecía un buen tipo. Le gustaba su aspecto. Manifestaba una actitud vulnerable y poco profesional, que indicaba que también estaba asustado.

Al cabo de cinco minutos entró en la tienda, tal como se le había ordenado, y se dirigió al fondo a la derecha.

Khamel había sido entrenado para galantear con la muerte. Muchas veces había estado cerca de ella, pero nunca la había temido. Y después de treinta años a la expectativa nada, absolutamente nada, le ponía nervioso. Le emocionaba un poco el sexo, pero eso era todo. Su nerviosismo era fingido. Los pequeños movimientos estudiados. Había sobrevivido en situaciones fingidas con individuos de casi tanto talento como él y no tendría ninguna dificultad en controlar aquel encuentro con una niña desesperada. Examinó las cazadoras y procuró parecer nervioso.

Llevaba un pañuelo en el bolsillo, porque de pronto se había resfriado y tenía la voz un poco ronca y carrasposa. Había escuchado la grabación un centenar de veces y estaba seguro de poder imitar la inflexión, el ritmo y el ligero acento del medio oeste septentrional. Pero la voz de Verheek era un poco más nasal, de ahí el pañuelo para el resfriado.

Era difícil permitir que alguien se le acercara por la espalda, pero sabía que debía hacerlo. No la vio llegar. Estaba a su espalda, muy cerca de él, cuando dijo:

—Gavin.

Se dio inmediatamente la vuelta. Ella tenía un sombrero de fieltro blanco en las manos, con el que parecía estar hablando.

—Darby —respondió, al tiempo que se sacaba el pañuelo y fingía un estornudo.

Tosió y estornudó. El cabello de Darby era dorado y más corto que el suyo.

—Larguémonos de aquí —agregó—. Esto no me gusta.

A Darby tampoco le gustaba. Era lunes, y mientras sus compañeros se esforzaban para seguir penosamente sus estudios en la facultad, ella estaba ahí disfrazada, practicando juegos de capa y espada, con un individuo que podía conducirla a la muerte.

—Limítate a hacer lo que te diga, ¿de acuerdo? ¿Cómo te has resfriado?

Se llevó el pañuelo a la boca, estornudó y habló tan bajo como pudo, como si le doliera.

—Fue anoche. Dejé el aire acondicionado demasiado bajo. Larguémonos de aquí.

—Sígueme.

Salieron de la tienda. Darby le cogió de la mano y bajaron rápidamente por la escalera que llegaba junto al río.

—¿Los has visto? —preguntó él.

—No. Todavía no. Pero estoy segura de que están ahí.

—¿Adónde diablos nos dirigimos? —preguntó con la voz carrasposa.

Avanzaban por el paseo junto a la orilla, casi al trote, sin mirarse.

—Ven conmigo sin hacer preguntas.

—Vas demasiado de prisa, Darby. Llamamos la atención. Anda más despacio. Esto es una locura. Déjame llamar por teléfono y estaremos seguros. Puedo tener aquí tres agentes en diez minutos.

Era convincente. Funcionaba. Corrían cogidos de la mano, como si la vida de ambos corriera peligro.

—No —respondió Darby, después de aflojar el paso.

El paseo estaba lleno de gente y se había formado una cola junto al Bayou Queen, un transbordador de ruedas. Se pusieron en la cola.

—¿Qué diablos es esto?

—¿No dejas nunca de quejarte? —casi susurró Darby.

—No. Especialmente ante las estupideces y esto lo es. ¿Vamos a embarcar en ese buque?

—Sí.

—¿Por qué? —estornudó de nuevo, antes de toser involuntariamente.

Podría liquidarla ahora mismo con una sola mano, pero estaba todo lleno de gente, delante y detrás. Él presumía de su pulcritud y aquel era un lugar poco indicado para llevar a cabo su misión. Subirían a bordo, le seguiría la corriente unos minutos y vería cómo se desenvolvían los acontecimientos. Podría llevarla a la cubierta superior, matarla, tirarla por la borda y empezar a chillar. Otro terrible accidente en el río. Puede que funcionara. De lo contrario, tendría paciencia. Habría muerto en menos de una hora. Gavin era un importuno, de modo que no debía dejar de fastidiar.

—Porque tengo un coche en un aparcamiento junto al río, a dos kilómetros de aquí, donde nos detendremos en treinta minutos —explicó en voz baja—. Desembarcaremos, cogeremos el coche y nos largaremos.

—No me gustan los buques —dijo mientras avanzaba la cola—. Me mareo. Esto es peligroso, Darby —tosió y miró a su espalda, como si le persiguieran.

—Tranquilízate, Gavin. Todo saldrá bien.

Khamel tiró de sus pantalones. Medían noventa y un centímetros de cintura y cubrían ocho pares de calzoncillos y pantalones deportivos. Su jersey era desmesuradamente grande y, en lugar de sesenta y ocho kilos, parecía que pesara ochenta y seis. No obstante, parecía que funcionaba.

Estaban a punto de embarcar en el Bayou Queen.

—Esto no me gusta —susurró lo suficientemente alto para que ella lo oyera.

—Cállate.

El individuo de la pistola corrió hasta llegar a la cola, y se abrió paso con los codos entre la gente cargada con bolsos y cámaras. Los turistas estaban apretujados, como si un paseo por el río fuera lo más emocionante del mundo. No era la primera vez que asesinaba, pero nunca lo había hecho en un lugar tan público. La nuca de Darby era visible entre la muchedumbre. Él se abría desesperadamente paso entre la gente. Recibía algunos insultos, pero no le importaba. Llevaba la pistola en el bolsillo, pero al acercarse a la chica, se la sacó y la sujetó junto a la pierna derecha. Estaba a punto de embarcarse. Avanzó con mayor rapidez y empujó a unas cuantas personas, que protestaron hasta que vieron la pistola y empezaron a chillar. La chica iba cogida de la mano de un individuo, que no dejaba de hablar. Ella estaba a punto de subir al buque, cuando él quitó de en medio a la última persona de un empujón y colocó rápidamente el cañón de la pistola en la nuca, bajo la gorra roja de béisbol. Hizo un solo disparo. La gente gritó y se arrojó al suelo.

Gavin se desplomó sobre la pasarela. Darby chilló y se retiró horrorizada. Había quedado ensordecida del disparo y la gente chillaba y señalaba. El individuo de la pistola corría velozmente hacia una hilera de tiendas llenas de gente. Un corpulento individuo con una cámara le chillaba y Darby le observó, hasta que se perdió entre la muchedumbre. Tal vez le había visto antes, pero no estaba segura. No podía parar de gritar.

—¡Tiene una pistola! —chilló una mujer cerca del buque.

La gente se alejó de Gavin, que estaba a cuatro patas con una pequeña pistola en la mano derecha. Se balanceaba tristemente hacia delante y hacia atrás, como un bebé que intentara andar a gatas. De su barbilla goteaba sangre, que formaba un charco bajo su cabeza casi a ras del suelo. Logró avanzar unos centímetros, hasta llegar con las rodillas al charco rojo oscuro.

La gente siguió retrocediendo, horrorizada ante aquel herido que luchaba con la muerte. Entre temblores y estremecimientos siguió avanzando, sin dirigirse a ningún lugar pero con el anhelo de moverse, de vivir. Empezó a chillar. Emitía unos dolorosos quejidos en un idioma que Darby no reconoció.

No dejaba de brotar la sangre de su nariz y barbilla. Gemía en un lenguaje desconocido. Dos miembros de la tripulación del buque se acercaron a la pasarela, desde donde observaban sin atreverse a mover un dedo. Les preocupaba la pistola.

Una mujer empezó a llorar, luego otra. Darby retrocedió.

—Es egipcio —exclamó una mujer baja y morena.

La noticia no significaba nada para la muchedumbre, ahora magnetizada.

Avanzó hasta llegar al borde del embarcadero. La pistola cayó al agua. Se desplomó en el suelo, con la cabeza, de la que no dejaba de gotear sangre, colgando sobre el agua. Se oyeron unos gritos y dos policías se le aproximaron.

Un centenar de personas se acercaban ahora para contemplar al muerto. Darby retrocedió, y abandonó el lugar. La policía formularía preguntas y, puesto que no tenía respuestas, prefería no hablar. Se sentía débil y necesitaba sentarse un rato, y reflexionar. Había una marisquería en Riverwalk. Estaba llena a la hora del almuerzo y fue directamente a los servicios en la parte trasera. Cerró la puerta y se sentó en el retrete.

Poco después de oscurecer, abandonó Riverwalk. El hotel Westin se encontraba a dos manzanas y esperaba poder llegar al mismo sin que la abatieran a tiros en la acera. Su ropa era distinta y la ocultaba una gabardina negra. Las gafas y el sombrero también eran nuevos. Estaba harta de gastar dinero en ropa, para tirarla. Estaba harta de muchas cosas.

Llegó al Westin sana y salva. No tenían habitaciones y se quedó una hora en el bien iluminado salón, tomando café. Había llegado el momento de moverse, pero no podía permitirse errores. Debía reflexionar.

Tal vez reflexionaba demasiado. Puede que ahora pensaran en ella como alguien que siempre reflexionaba, y actuaran en consecuencia.

Salió del Westin para dirigirse a Poydras, donde llamó un taxi. La cabeza del viejo negro estaba un poco por encima del volante.

—Tengo que ir a Baton Rouge —dijo Darby.

—Válgame Dios, querida, es un camino muy largo.

—¿Cuánto? —preguntó apresuradamente.

—Ciento cincuenta —respondió el taxista, después de un momento de reflexión.

Se instaló en el asiento posterior y arrojó un par de billetes junto al conductor.

—Aquí tiene doscientos. Procure llegar cuanto antes y vigile por el retrovisor. Puede que nos sigan.

Paró el taxímetro y se guardó el dinero en el bolsillo de la camisa. Darby se acomodó en el asiento trasero y cerró los ojos. Aquel no era un acto inteligente, pero la sensatez no conducía a nada. El anciano conducía de prisa y en pocos minutos llegaron a la autopista.

Habían dejado de silbarle los oídos, pero todavía oía el disparo y le veía a gatas, balanceándose, intentando prolongar un momento la vida. Thomas le había llamado en una ocasión el holandés Verheek, pero dijo que había abandonado el apodo al salir de la facultad y concentrarse en su carrera. El holandés Verheek no era egipcio.

Sólo había logrado ver de refilón al asesino cuando huía. Tenía algo de familiar. Había vuelto la cabeza a la derecha una sola vez cuando corría y algo le había sonado. Pero en aquel momento ella chillaba histérica y lo veía todo borroso.

Todo borroso. A mitad de camino de Baton Rouge, cayó en un profundo sueño.