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Sus habituales fuentes oficiales en la Casa Blanca negaron todo conocimiento del informe Pelícano. Sarge nunca había oído hablar del mismo. Algunas llamadas tentativas al FBI fueron también infructuosas. Un amigo del Departamento de Justicia negó haber oído algo al respecto. Después de un fin de semana de investigación, no había descubierto nada. Comprobó lo ocurrido a Callahan, con un ejemplar del periódico de Nueva Orleans. Cuando el lunes ella le llamó a la redacción, él no tenía nada nuevo que contarle. Pero por lo menos llamó.

Pelícano dijo que no se molestara en localizar la llamada, porque estaba en un teléfono público.

—Sigo investigando. Si existe dicho informe en la ciudad, está cuidadosamente protegido.

—No le quepa la menor duda de que está ahí y comprendo que lo oculten.

—Estoy seguro de que puede contarme algo más.

—Mucho más. Ayer estuvieron a punto de matarme a causa del informe y, por consiguiente, puede que esté dispuesta a hablar antes de lo que pensaba. Debo aprovechar que sigo viva para desahogarme.

—¿Quién pretende matarla?

—La misma gente que mató a Rosenberg, Jensen y Thomas Callahan.

—¿Conoce sus nombres?

—No, pero he visto por lo menos a cuatro de ellos desde el miércoles. Están aquí, en Nueva Orleans, husmeando, a la espera de que cometa algún estúpido error y puedan matarme.

—¿Cuánta gente conoce la existencia del informe Pelícano?

—Buena pregunta. Callahan se lo entregó al FBI y creo que de allí pasó a la Casa Blanca, donde evidentemente provocó un escándalo, y a partir de ahí quién sabe dónde. Dos días después de entregárselo al FBI, Callahan estaba muerto. Yo, por supuesto, debía haber muerto con él.

—¿Estaban juntos?

—Yo estaba cerca, pero no lo suficiente.

—¿De modo que usted es la mujer no identificada en la escena del crimen?

—Así es como me ha descrito el periódico.

—¿Entonces la policía tiene su nombre?

—Me llamo Darby Shaw. Soy estudiante de segundo curso en la facultad de Derecho de Tulane. Thomas Callahan era mi profesor y mi amante. Escribí el informe, se lo entregué a él y ya conoce el resto de la historia. ¿Toma nota?

—Sí —respondió, mientras escribía afanosamente—. La escucho.

—Estoy bastante harta del barrio francés y hoy pienso marcharme. Mañana le llamaré desde algún otro lugar. ¿Tiene usted acceso a la documentación de la campaña presidencial?

—Esa documentación es pública.

—Lo sé. ¿Pero con qué rapidez puede conseguir la información?

—¿Qué información?

—Una lista de los principales contribuyentes a la última elección presidencial.

—Es fácil. Puedo tenerla esta misma tarde.

—Hágalo y le llamaré por la mañana.

—De acuerdo. ¿Tiene una copia del informe?

—No —titubeó—, pero está grabado en mi memoria.

—¿Y sabe quién comete los asesinatos?

—Sí, y tan pronto como se lo diga, le incluirán en la lista de las víctimas.

—Dígamelo ahora.

—Tranquilícese. Le llamaré mañana.

Grantham escuchó atentamente, hasta que colgó el teléfono. Entonces cogió su cuaderno de notas y zigzagueó entre un laberinto de escritorios, hasta llegar al despacho de cristal de su redactor, Smith Keen. Keen era un individuo sano y robusto, que insistía en que la puerta de su despacho permaneciera abierta, con lo que garantizaba un caos permanente en el mismo. Acababa de colgar el teléfono cuando Grantham irrumpió en el despacho y cerró la puerta.

—Deje la puerta abierta —ordenó Keen.

—Hemos de hablar, Smith.

—Hablaremos con la puerta abierta. Abra esa maldita puerta.

—La abriré dentro de un momento —respondió Grantham, al tiempo que le mostraba las palmas de ambas manos a su redactor, para indicar la gravedad del caso—. Hemos de hablar.

—De acuerdo. ¿De qué se trata?

—Es gordo, Smith.

—Ya sé que es gordo. Ha cerrado esa maldita puerta, debe ser muy gordo.

—Acabo de mantener mi segunda conversación telefónica con una joven llamada Darby Shaw, que sabe quién mató a Rosenberg y Jensen.

Keen se sentó lentamente, con la mirada fija en Grantham.

—Sí, hijo, es gordo. ¿Pero cómo lo sabe? ¿Cómo lo sabe ella? ¿Cómo puede demostrarlo?

—Todavía no tengo pruebas, Smith, pero habla conmigo. Lea eso —dijo Grantham, al tiempo que le entregaba un ejemplar del periódico donde se describía la muerte de Callaban.

Keen lo leyó lentamente.

—Bien, ¿quién es Callahan?

—Hoy hace una semana que entregó un pequeño documento conocido como informe Pelícano al FBI, aquí en la capital. Evidentemente, el informe implica a un oscuro personaje en los asesinatos. El informe pasó de mano en mano, luego acabó en la Casa Blanca y de allí nadie sabe dónde. Al cabo de dos días, Callahan arrancó su Porsche por última vez. Darby Shaw asegura ser la mujer sin identificar que se menciona en el artículo. Estaba con Callahan y se suponía que debía morir con él.

—¿Por qué se suponía que debía morir?

—Ella fue quien escribió el informe, Smith. O, por lo menos, eso afirma.

Keen se acomodó en su sillón y colocó los pies sobre la mesa, mientras observaba la fotografía de Callaban.

—¿Dónde está el informe?

—No lo sé.

—¿Qué contiene?

—Tampoco lo sé.

—Entonces no tenemos nada, ¿no es cierto?

—Todavía no. ¿Pero y si me cuenta todo el contenido del informe?

—¿Cuándo lo hará?

—Creo que pronto. Muy pronto —titubeó Grantham.

Keen movió la cabeza y arrojó el periódico sobre la mesa.

—Si tuviéramos el informe, Gray, tendríamos un artículo extraordinario, pero no podríamos publicarlo. Será preciso verificarlo escrupulosamente y con toda suerte de detalles antes de poder hacerlo.

—¿Pero cuento con luz verde?

—Sí, a condición de que me mantenga permanentemente informado. No escriba una palabra sin hablar conmigo.

Grantham sonrió y abrió la puerta.

Aquel no era un trabajo de cuarenta dólares por hora. Ni siquiera de treinta, ni de veinte. Croft sabía que tendría suerte de sacarle quince a Grantham, por esa menudencia que era como buscar una aguja en un pajar. Si hubiera tenido otro trabajo, le habría dicho a Grantham que se buscara a otro, o todavía mejor, que lo hiciera él mismo.

Pero andaba escaso de trabajo y no estaba en condiciones de rechazar quince dólares por hora. Acabó de fumarse un porro en el último retrete, tiró de la cadena y abrió la puerta. Se colocó las gafas oscuras sobre las orejas y salió al vestíbulo que conducía a la plataforma, desde donde cuatro escaleras automáticas transportaban un millar de abogados a sus pequeños despachos, en los que pasarían el día discutiendo y amenazando a tanto la hora. Había grabado el rostro de García en su mente. Veía incluso en sueños la cara despierta y atractiva de aquel muchacho, así como su esbelto cuerpo con su costoso traje. Le reconocería si le veía.

Estaba junto a una columna, con un periódico en las manos, procurando observar a todo el mundo tras sus gafas oscuras. Estaba todo lleno de abogados, que subían apresuradamente con sus afectados rostros y afectados maletines. Cuánto odiaba a los abogados. ¿Por qué vestían todos del mismo modo? Traje oscuro. Zapatos oscuros. Mirada lúgubre. De vez en cuando algún inconformista con una atrevida pajarita. ¿De dónde salían todos? Poco después de su detención por posesión de drogas, sus abogados habían sido un grupo de enojados chillones, contratados por el Post. Luego contrató a su propio abogado, un cretino que cobraba honorarios abusivos y era incapaz de encontrar la sala de la audiencia. El fiscal, evidentemente, también era abogado. Abogados, abogados.

Dos horas por la mañana, dos horas al mediodía, dos horas por la tarde, y luego Grantham le encargó vigilar otro edificio. Noventa dólares diarios era barato y lo dejaría cuando encontrara algo mejor. Le dijo a Grantham que aquello era perder el tiempo, andar a tientas en la oscuridad. Grantham estaba de acuerdo, pero insistió en que persistiera. Era lo único que podían hacer. Dijo que García estaba asustado y no volvería a llamar. Tenían que encontrarle.

Llevaba dos fotografías en el bolsillo, por si acaso, y después de consultar la guía telefónica, había confeccionado una lista de todos los bufetes del edificio. Era una larga lista. El edificio tenía doce plantas, predominantemente llenas de despachos ocupados por letrados. Estaba en una madriguera de víboras.

A las nueve y media había acabado la aglomeración y algunos rostros familiares descendían por las escaleras automáticas, de camino sin duda a los juzgados, agencias y comisiones. Croft salió por la puerta giratoria y se limpió los pies en la acera.

A cuatro manzanas, Fletcher Coal paseaba frente al escritorio del presidente y escuchaba atentamente con el teléfono pegado a la oreja. Frunció el entrecejo, cerró los ojos y a continuación miró fijamente al presidente, como para decirle: «Malas noticias, jefe, muy malas noticias». El presidente tenía una carta en las manos y miraba a Coal por encima de las gafas. El hecho de que Coal paseara como el Führer realmente le irritaba y decidió mentalmente comentárselo.

Coal colgó violentamente el teléfono.

—¡No golpee los malditos teléfonos! —exclamó el presidente.

—Lo siento —respondió Coal imperturbable—. Era Zikman. Gray Grantham ha llamado hace treinta minutos para preguntarle si sabía algo acerca del informe Pelícano.

—Fabuloso. Maravilloso. ¿Cómo se las ha arreglado para conseguir una copia?

—Zikman no sabe nada sobre el mismo —respondió Coal, sin dejar de pasear—, de modo que su ignorancia era sincera.

—Su ignorancia siempre es sincera. Es el más imbécil de mis empleados, Fletcher, y quiero que se largue.

—Lo que usted mande —dijo Coal después de sentarse frente al escritorio y juntar las manos en forma de pirámide bajo la barbilla.

Estaba plenamente inmerso en sus pensamientos y el presidente intentaba ignorarlo. Reflexionaron durante unos instantes.

—¿Lo ha divulgado Voyles? —dijo finalmente el presidente.

—Tal vez, si se ha divulgado. A Grantham se le conoce por sus faroles. No podemos estar seguros de que haya visto el informe. Puede que sólo haya oído hablar del mismo y esté pescando.

—Y una mierda. ¿Qué ocurrirá si publican algún artículo descabellado sobre ese maldito asunto? ¿Qué ocurrirá entonces? —exclamó el presidente, al tiempo que daba un manotazo sobre la mesa y se ponía de pie—. ¿Qué ocurrirá, Fletcher? ¡Ese periódico me odia! —se lamentó frente a la ventana.

—No pueden publicarlo sin otra fuente y no puede haber otra fuente porque es falso. Es una idea descabellada, que no ha ido mucho más allá de lo que merece.

—¿Cómo ha llegado a oídos de Grantham? —preguntó el presidente, después de amorrarse un rato a la ventana.

Coal se levantó y empezó de nuevo a pasear, aunque ahora mucho más despacio. Estaba todavía profundamente inmerso en sus pensamientos.

—Quién sabe. Aquí nadie lo sabe, a excepción de usted y yo. Trajeron una copia y está bajo llave en mi despacho. Yo hice personalmente la fotocopia que le entregué a Gminski. Le obligué a jurar que guardaría el secreto.

El presidente hizo una mueca frente a la ventana.

—De acuerdo, tiene usted razón —prosiguió Coal—. Ahora podría circular un millar de copias. Pero es inofensivo, a no ser, claro está, que nuestro amigo haya cometido realmente esas fechorías, en cuyo caso…

—En cuyo caso estoy metido en un buen lío.

—Efectivamente, están metidos en un buen lío.

—¿Cuánto dinero recibimos?

—Directa e indirectamente, varios millones.

Así como legal e ilegalmente, aunque el presidente tenía escaso conocimiento de dichas transacciones y Coal decidió guardar silencio.

—¿Por qué no llama a Grantham? —preguntó el presidente, después de acercarse lentamente al sofá—. Hágale preguntas. Averigüe lo que sabe. Si se trata de un farol, será evidente. ¿Qué le parece?

—No lo sé.

—Ha hablado con él en otras ocasiones, ¿no es cierto? Todo el mundo conoce a Grantham.

—Sí, he hablado con él en otras ocasiones —respondió Coal, que ahora paseaba por detrás del sofá—. Pero si ahora le llamo inesperadamente, sospechará.

—Sí, supongo que tiene razón —dijo el presidente, que paseaba por el otro lado del sofá—. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? —preguntó finalmente.

—Que nuestro amigo esté involucrado. Usted le pidió a Voyles que no le molestará. La prensa podría exponer a nuestro amigo. Voyles se cubriría las espaldas y declararía que usted le ordenó no meterse con nuestro amigo, para concentrarse en otros sospechosos. El Post se pondría las botas con otra operación de tapadera. Y podríamos olvidar la reelección.

—¿Eso es todo?

—Sí, pero es descabellado —respondió Coal, después de unos instantes de reflexión—. El informe es una fantasía. Grantham no encontrará nada y yo voy a llegar tarde a una reunión de personal —agregó mientras se dirigía a la puerta—. Voy a jugar una partida de squash a la hora del almuerzo. Regresaré a la una.

El presidente vio cómo se cerraba la puerta y respiró hondo. Tenía planeado dieciocho agujeros por la tarde y por tanto no se preocuparía de ese asunto pelícano. Si Coal no estaba intranquilo, tampoco él.

Pulsó unos números en su teléfono, esperó pacientemente, y por fin oyó la voz de Bob Gminski por la línea. El director de la CIA era un terrible jugador de golf, uno de los pocos a los que el presidente podía humillar y le invitó a jugar por la tarde. Por supuesto, respondió Gminski, que tenía un montón de cosas que hacer pero, claro, tratándose del presidente, estaría encantado de jugar con él.

—A propósito, Bob, ¿qué me dice de ese asunto pelícano en Nueva Orleans?

Gminski se aclaró la garganta y procuró parecer relajado.

—Bien, jefe, el viernes le dije a Fletcher Coal que es un asunto muy imaginativo y repleto de ficción. Creo que su autora debería olvidarse del Derecho y consagrarse a la literatura —concluyó, con una carcajada.

—Me alegro, Bob. Entonces no hay nada de verdad en ello.

—Seguimos investigando.

—Nos veremos a las tres.

El presidente colgó el teléfono y fue inmediatamente a por su putter.