23

Gavin optó por abandonar los bares el domingo. No sacaba nada en limpio. Qué diablos, ella le había llamado y era evidente que no circulaba por esos lugares. Por otra parte, bebía demasiado, comía demasiado y estaba harto de Nueva Orleans. Había reservado ya un vuelo para el lunes por la tarde y, aunque no volviera a llamarle, estaba harto de jugar a detectives.

No era capaz de encontrarla y no era culpa suya. Incluso los taxistas se perdían en esa ciudad. A las doce del mediodía, Voyles pondría el grito en el cielo. Había hecho cuanto estaba en su mano.

Se tumbó sobre la cama en calzoncillos, con una revista en las manos y haciendo caso omiso de la televisión. Eran casi las once. Esperaría hasta las doce y luego procuraría dormir.

Sonó exactamente a las once. Pulsó un botón y apagó el televisor con el mando a distancia.

—Diga.

—Soy yo, Gavin.

Era ella.

—De modo que sigues viva.

—Por los pelos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, sentado al borde de la cama.

—Hoy me han visto y uno de sus esbirros, mi amigo Tocón, me ha perseguido por el barrio francés. Tú no le conoces, pero es el que os vigilaba, a ti y a todos los demás, cuando entrabais en la iglesia.

—Pero has logrado escapar.

—Casi por milagro, pero lo he conseguido.

—¿Qué le ha ocurrido a Tocón?

—Está gravemente herido. Probablemente está en cama, con una bolsa de hielo en los calzoncillos. Estaba a pocos pasos de mí, cuando le dio por pelearse con unos individuos de muy malas pulgas. Tengo miedo, Gavin.

—¿Te siguió desde algún lugar?

—No. Se puede decir que nos cruzamos por la calle.

Verheek hizo una pausa momentánea. A Darby le temblaba la voz, aunque todavía la controlaba. Empezaba a perder la serenidad.

—Escúchame, Darby, he reservado plaza en un vuelo para marcharme de aquí mañana por la tarde. Tengo trabajo y mi jefe quiere que regrese a la oficina. De modo que no puedo quedarme un mes entero en Nueva Orleans, con la esperanza de que no te maten, que recuperes el sentido común y decidas confiar en mí. Me marcho mañana y creo que te conviene venir conmigo.

—¿Dónde?

—A Washington. A mi casa. A cualquier lugar alejado de donde estás ahora.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—Para empezar, conservarás la vida. Se lo suplicaré al director y te prometo que estarás a salvo. Maldita sea, algo haremos. Cualquier cosa es mejor que esto.

—¿Qué te hace suponer que podremos salir de aquí tranquilamente en un avión?

—Porque te escoltarán tres agentes del FBI. Porque no estoy completamente tarado. Escúchame, Darby, dime dónde quieres que nos reunamos ahora mismo y en menos de quince minutos vendré a recogerte con tres agentes. Esos muchachos van armados y no le temen a tu pequeño Tocón, ni a sus amigos. Te sacaremos de la ciudad esta noche y te llevaremos a Washington mañana. Te prometo que mañana mismo me entrevistaré personalmente con mi jefe, el excelentísimo F. Denton Voyles, y lo solventaremos sobre la marcha.

—Tenía entendido que el FBI había abandonado el caso.

—Lo ha hecho, pero puede que cambie.

—Entonces ¿de dónde van a salir los tres agentes?

—Tengo amigos.

Reflexionó unos instantes y de pronto su voz cobró vigor.

—Detrás de tu hotel hay un lugar llamado Riverwalk. Son unas galerías con tiendas, restaurantes y…

—Esta tarde he pasado allí un par de horas.

—Perfecto. En la segunda planta hay una tienda de confección llamada Frenchmen’s Bend.

—La he visto.

—A las doce en punto del mediodía de mañana, quiero que estés junto a la puerta y esperes cinco minutos.

—Por Dios, Darby. Mañana al mediodía puedes estar muerta. Ya basta de jugar al gato y el ratón.

—Haz lo que te digo, Gavin. Puesto que nunca nos hemos visto, no sé qué aspecto tienes. Ponte una camisa negra y una gorra roja de béisbol.

—¿Dónde voy a encontrar semejantes prendas?

—Búscalas.

—De acuerdo, de acuerdo, las encontraré. Supongo que querrás que me hurgue la nariz con una pala, o algo por el estilo. Esto es absurdo.

—No estoy de humor para bromas y si no te callas lo olvidamos todo.

—Es tu cabeza la que está en juego.

—Por favor, Gavin.

—Lo siento. Seguiré tus instrucciones. Has elegido un lugar muy transitado.

—Sí, lo sé. Me siento más segura entre la gente. Quédate junto a la puerta unos cinco minutos, con un periódico doblado bajo el brazo. Te estaré observando. Al cabo de cinco minutos, entra en la tienda y dirígete al fondo a la derecha, donde verás una estantería de cazadoras. Dedícate a mirarlas un poco y yo te encontraré.

—¿Cómo irás vestida?

—No te preocupes por mí.

—De acuerdo. ¿Entonces qué haremos?

—Tú y yo, y sólo tú y yo, saldremos de la ciudad. No quiero que nadie más lo sepa. ¿Comprendes?

—No, no lo comprendo. Puedo tomar medidas de seguridad.

—No, Gavin. Las decisiones las tomo yo, ¿de acuerdo? Nadie más. Olvida a tus tres agentes con los que tienes amistad. ¿Me lo prometes?

—Prometido. ¿Cómo propones que salgamos de la ciudad?

—Tengo un plan.

—No me gustan tus planes, Darby. Esos malvados te siguen de cerca y ahora me metes también a mí en el atolladero. Eso no es lo que me proponía. Es mucho más seguro hacerlo a mi estilo. Tanto para ti como para mí.

—Pero estarás allí a las doce, ¿no es cierto?

—Sí, allí estaré —respondió con los ojos cerrados, después de levantarse de la cama—. Espero que tú también.

—¿Cuánto mides de altura?

—Metro setenta y ocho.

—¿Cuánto pesas?

—Me lo temía. Generalmente miento. Noventa kilos, pero pienso perder peso. Te lo juro.

—Nos veremos mañana, Gavin.

—Eso espero, querida.

Darby ya se había ido, cuando Gavin colgó el teléfono.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Maldita sea!

Cruzó un par de veces la habitación de un lado para otro, antes de dirigirse al cuarto de baño, cerrar la puerta y abrir el grifo de la ducha.

Sin dejar de pensar en Darby, echó unas cuantas maldiciones mientras se duchaba y, al cabo de diez minutos, cerró la ducha y se secó. Su peso era más bien de unos ciento diez kilos, repartidos por su metro setenta y seis. Tenía un aspecto lamentable. Estaba a punto de conocer a esa hermosa mujer, que de pronto ponía su vida en sus manos, y no era más que una piltrafa humana.

Abrió la puerta. La habitación estaba a oscuras. ¿A oscuras? Había dejado las luces encendidas. ¿Qué diablos? Se dirigió al interruptor, situado junto a la cómoda.

El primer golpe le aplastó la laringe. Fue un golpe perfecto procedente de un costado, de algún lugar cerca de la pared. Emitió un doloroso quejido y cayó sobre una rodilla, lo cual facilitó el segundo golpe, como un hachazo sobre un grueso tronco. Cayó como una roca sobre su nuca y Gavin había fallecido.

Khamel encendió la luz y contempló aquel lamentable cuerpo paralizado en el suelo. No era de los que admiran su trabajo. A fin de no dañar la moqueta, lo levantó sobre sus hombros y lo depositó en la cama. Con rapidez y sin desperdiciar ningún movimiento, Khamel encendió la televisión, subió el volumen, abrió su bolsa, sacó un revólver barato calibre veinticinco y lo colocó junto a la sien derecha del difunto Gavin Verheek. Cubrió el arma y la cabeza con dos almohadas, y apretó el gatillo. Ahora venía lo más delicado: colocó una de las almohadas cuidadosamente bajo la cabeza del difunto, arrojó la segunda al suelo, dobló meticulosamente los dedos de su mano derecha sobre la empuñadura del revólver y la colocó a veinte centímetros de la cabeza.

Recogió el magnetófono de debajo de la cama y conectó directamente el teléfono. Pulsó un botón, escuchó y ahí estaba. Apagó el televisor.

Todos los trabajos eran distintos. En una ocasión había acechado a su víctima tres semanas en Ciudad de México y finalmente la había atrapado en la cama, con dos prostitutas. Había cometido un error estúpido y, a lo largo de su carrera, se había aprovechado varias veces de las equivocaciones de sus enemigos. Ese individuo era un error estúpido. Un abogado imbécil que hablaba demasiado y por todas partes dejaba tarjetas con el número de su habitación. Se había asomado al mundo de los asesinos de primera división y ahí estaba ahora.

Con un poco de suerte, la policía echaría un breve vistazo a la habitación y decidiría que se trataba de un suicidio. De acuerdo con sus normas, se formularían un par de preguntas que no podrían responder, pero que siempre se hacían. Por tratarse de un abogado importante del FBI, en un día o dos se le practicaría una autopsia y, probablemente el martes, alguien descubriría que no se trataba de un suicidio.

El martes la chica estaría muerta y él se encontraría en Managua.