22
Su segunda noche en la pensión fue mejor que la primera. Durmió hasta media mañana. Tal vez se había acostumbrado. Contempló las cortinas de la diminuta ventana y decidió que no había tenido ninguna pesadilla, no había habido ningún movimiento en la oscuridad con pistolas ni puñales dispuestos a atacarla. Había dormido como un tronco y, durante mucho rato, observó las cortinas mientras despertaba su cerebro.
Intentó ordenar sus pensamientos. Este era su cuarto día como Pelícano y si deseaba ver el quinto, tendría que pensar como un meticuloso asesino. Era el cuarto día del resto de su vida. Se suponía que debía estar muerta.
Pero después de abrir los ojos y percatarse de que estaba viva y a salvo, de que la puerta no crujía ni rechinaba el suelo, y de que no había ningún pistolero al acecho en el armario, lo primero en lo que siempre pensaba era Thomas. Empezaba a pasarle el susto de su muerte, y tanto el ruido de la explosión como el rugido de las llamas estaban cada vez más lejanos en su mente. Sabía que la bomba le había hecho pedazos y que su muerte había sido instantánea. Sabía que no había sufrido.
Por consiguiente pensaba en otras cosas, como el contacto de su cuerpo, sus susurros y caricias en la cama después de hacer el amor, cuando quería abrazarla. Le gustaban las caricias, e insistía en jugar, besar y mimar después del sexo. Y reírse. La amaba locamente, se había enamorado como un adolescente, y por primera vez en su vida podía actuar cándidamente con una mujer. Muchas veces en clase había pensado en sus susurros y caricias, y había tenido que morderse el labio para no sonreírse.
Ella también le quería. Y estaba profundamente apenada. Le apetecía quedarse en cama llorando una semana. Al día siguiente del funeral de su padre, un psiquiatra le había explicado que el alma necesita un período breve pero muy intenso de aflicción, antes de pasar a una nueva fase. Pero debía experimentar el dolor, sufrir sin restricciones para poder realmente avanzar. Siguió su consejo y, después de dos semanas de profunda aflicción, se hartó y pasó a la próxima etapa. Funcionó.
Pero no funcionaba en el caso de Thomas. No podía llorar ni desahogarse como le apetecía. Rupert, el Delgado y el resto de los muchachos se lo impedían.
Después de pensar en Thomas unos minutos, ellos eran quienes ocupaban su mente. ¿Dónde estarían hoy? ¿Dónde podría ir sin ser vista? ¿Le convenía trasladarse a otro lugar, después de dos noches en la misma habitación? Sí, lo haría. Al oscurecer. Llamaría para reservar una habitación en otra pequeña pensión. ¿Dónde se hospedaban los muchachos? ¿Circulaban por las calles con la esperanza de tropezarse con ella? ¿Sabían dónde se encontraba ahora? No. Estaría muerta. ¿Sabían que ahora era rubia?
El cabello hizo que se levantara. Se acercó a la mesa y se miró al espejo situado sobre la misma. Ahora era todavía más corto y muy blanco. No estaba mal. Anoche le había dedicado tres horas. Si vivía una semana más, posiblemente sería calva.
Sintió un pinchazo en el estómago y, momentáneamente, tuvo hambre. No comía y tendría que empezar a hacerlo. Eran casi las diez. Curiosamente, en aquella pensión no se servía desayuno los domingos por la mañana. Se aventuraría a salir a la calle en busca de comida y de un Post dominical, y al mismo tiempo comprobaría si eran capaces de reconocerla, ahora que se había convertido en una rubia hombruna.
Se duchó velozmente y tardó menos de un minuto en lavarse el pelo. Nada de maquillaje. Se puso un nuevo pantalón militar, una chaqueta nueva de piloto y estaba lista para entrar en batalla. Unas gafas oscuras de aviador le cubrían los ojos.
A pesar de que había salido varias veces, nunca lo había hecho por la puerta principal. Se escabullía a través de una oscura cocina, abría la puerta posterior y salía a un callejón detrás de la posada. Hacía el suficiente frío para usar chaqueta sin llamar la atención. «Vaya bobada», pensó. En el barrio francés podría vestir con una piel de oso sin alarmar a nadie. Avanzó rápidamente por el callejón, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y los ojos atentos tras sus gafas oscuras.
La vio al subirse a la acera junto a Burgundy Street. El cabello bajo la gorra era distinto, pero seguía midiendo ineludiblemente metro setenta y dos. Sus piernas eran largas, tenía cierto modo de caminar y, después de cuatro días, era capaz de reconocerla entre la muchedumbre independientemente de su rostro y su cabello. Las botas de vaquero, puntiagudas y de piel de serpiente, empezaron a seguirla.
Era una chica inteligente, que no dejaba de doblar esquinas, cambiar de calle a cada manzana y caminar de prisa sin exagerar. Calculó que se dirigía a Jackson Square, donde se reunía mucha gente los domingos, entre la que creía poder desaparecer. Se mezclaría con los turistas y residentes locales para dar un paseo, tal vez comer algo, disfrutar del sol y comprar un periódico.
Darby encendió tranquilamente un cigarrillo y dio unas caladas sin dejar de caminar. No podía tragarse el humo. Lo había probado tres días antes y se había mareado. Era una costumbre muy desagradable. Menuda paradoja si ahora lograra sobrevivir para morir más adelante de cáncer pulmonar. Ojalá lograra morir de cáncer.
Estaba sentado en la terraza de un abarrotado café en la esquina de Saint Peter y Chartres, a menos de tres metros cuando ella le vio. Al cabo de una fracción de segundo, él la vio a ella, y tal vez habría pasado inadvertida, de no haber sido porque titubeó momentáneamente al verle. Con toda probabilidad él se habría limitado a sospechar, a no ser por la incertidumbre y curiosidad de su mirada que la delató. Siguió caminando, pero a un ritmo más acelerado.
Se trataba de Tocón. Se había levantado y caminaba entre las mesas, cuando le vio por última vez. A ras de suelo, no tenía nada de rechoncho. Parecía ágil y musculoso. Le perdió momentáneamente en Chartres, cuando se agachó por debajo de los arcos de la catedral de Saint Louis. La iglesia estaba abierta y pensó que tal vez le convendría entrar en la misma, como si se tratara de un santuario donde no la mataría. Pero estaba convencida de que lo haría allí, en la calle, o entre la gente. La liquidaría donde la alcanzara. Volvía a seguirla y Darby quería saber con qué rapidez se le acercaba. ¿Se limitaba a caminar de prisa y disimular? ¿Había echado a correr? ¿O avanzaba velozmente por los callejones, con el propósito de echársele encima cuando la viera? Siguió avanzando.
Dobló a la izquierda en Saint Ann, cruzó la calle, y había llegado casi a Royal cuando volvió fugazmente la cabeza. La seguía. Estaba al otro lado de la calle, pero sin duda tras ella.
El hecho de volver nerviosamente la cabeza acabó de delatarla. Fue un signo inequívoco y él echó a correr.
Darby decidió que intentaría llegar a Bourbon Street. Faltaban cuatro horas para el comienzo del partido y los forofos de los Saints habían salido en masa a celebrarlo antes del acontecimiento, porque no tendrían de qué alegrarse cuando hubiera terminado. Entró en Royal y corrió unos pasos, antes de volver a caminar a paso ligero. Él entró en Royal al trote, preparado para echar a correr en cualquier momento. Darby se dirigió al centro de la calle, por donde circulaba un grupo de forofos para pasar el tiempo. Estaba cerca de Bourbon y había gente por todas partes.
Ahora podía incluso oírle. De nada servía volver la cabeza. Estaba ahí, corriendo, cada vez más cerca. Cuando llegó a Bourbon, el señor Tocón estaba dieciséis metros a su espalda y la carrera había terminado. Vio a sus ángeles protectores, cuando salían dando voces de un bar. Tres jóvenes robustos y con exceso de peso, que llevaban una curiosa combinación de prendas negras y doradas de los Saints, acababan de aparecer en medio de la calle cuando Darby se les acercó.
—¡Socorro! —chilló histérica, al tiempo que señalaba a Tocón—. ¡Socorro! ¡Este hombre me persigue! ¡Pretende violarme!
No es que el sexo en las calles de Nueva Orleans tuviera nada de extraordinario, pero no iban a permitir que alguien abusara de esa chica.
—¡Por favor, ayudadme! —suplicó.
De pronto se hizo un silencio en la calle. Todo el mundo quedó paralizado, incluido Tocón, que se detuvo unos instantes antes de volver a avanzar. Los tres Saints se le pusieron delante, con los brazos cruzados y fuego en la mirada. Sólo duró unos segundos. Tocón usó ambas manos al mismo tiempo, con la derecha golpeó al primero en la garganta y con la izquierda al segundo en la boca. Ambos gimieron y se desplomaron. El tercero no estaba dispuesto a echar a correr. Sus compañeros estaban lastimados y eso le molestó. Habría sido pan comido para Tocón, pero el primero se había desplomado sobre su pie derecho y eso le hizo perder el equilibrio. Cuando daba un tirón para retirar el pie, el señor Benjamin Chop de Thibodaux, Louisiana, el número tres, le propinó una soberana patada en la entrepierna y Tocón pasó a la historia. Cuando Darby se perdía entre la muchedumbre, le oyó que chillaba de dolor.
Mientras caía, el señor Chop le dio un puntapié en las costillas. El número dos, con la cara ensangrentada, cargó ferozmente contra Tocón y empezó la carnicería. Se retorcía, con las manos protegía sus doloridos testículos, mientras le pateaban y maldecían, hasta que alguien chilló:
—¡Policía!
Esto le salvó la vida. Entre el señor Chop y el número dos ayudaron al número uno a levantarse, y se les vio por última vez cuando entraban en un bar. Tocón logró levantarse y se tambaleó como un perro que hubiera sobrevivido después de chocar contra un enorme camión, decidido a morir en casa.
Darby se ocultó en un rincón oscuro de un bar de Decatur, donde tomó un café seguido de una cerveza, luego otro café y a continuación otra cerveza. Le temblaban las manos y tenía un nudo en el estómago. La comida olía de maravilla, pero era incapaz de tragar un bocado. Después de tres horas y tres cervezas, pidió un plato de gambas al vapor y una botella de agua mineral.
El alcohol la había tranquilizado y las gambas la dejaron como nueva. Puesto que creía sentirse a salvo donde estaba, por qué no mirar el partido y quedarse, tal vez, hasta que cerraran.
El bar estaba lleno cuando salieron los jugadores al campo. Los clientes contemplaban la pantalla gigante situada por encima de la barra y se emborrachaban. Darby se había convertido ahora en una entusiasta de los Saints. Esperaba que sus tres compañeros estuvieran bien y disfrutaran del partido. El público silbaba y maldecía a los Redskins.
Darby se quedó en su pequeño rincón hasta mucho después de terminado el partido, y se deslizó en la oscuridad de la noche.
En algún momento del cuarto tiempo, cuando los Saints perdían por cuatro goles, Edwin Sneller colgó el teléfono y apagó la televisión. Estiró las piernas, levantó de nuevo el teléfono y llamó a Khamel a la habitación contigua.
—Fíjese en mi inglés —dijo el asesino—. Dígame si detecta algún acento.
—De acuerdo. Está aquí —respondió Sneller—. Uno de nuestros hombres la ha visto esta mañana en Jackson Square. Después de seguirla tres manzanas, la ha perdido.
—¿Cómo la ha perdido?
—No importa, ¿no le parece? Se ha escabullido, pero está aquí. Su cabello es muy corto y casi blanco.
—¿Blanco?
Sneller odiaba repetirse, especialmente con ese mestizo.
—Ha dicho que no era rubio sino blanco, y que vestía pantalón verde de combate y una chaqueta de piloto color castaño. De algún modo le reconoció y se dio a la fuga.
—¿Cómo podía reconocerle? ¿Le había visto antes?
Qué estupidez de preguntas. Era difícil creer que se le considerara un superhombre.
—No puedo responderle.
—¿Qué le parece mi inglés?
—Perfecto. Hay una pequeña tarjeta bajo su puerta. Debe verla.
Khamel dejó el teléfono sobre la almohada y se acercó a la puerta. Al cabo de un momento, levantó de nuevo el teléfono.
—¿Quién es ese?
—Se llama Verheek. Norteamericano de origen holandés. Trabaja para el FBI en Washington. Evidentemente era amigo de Callahan. Se licenciaron juntos en Georgetown y Verheek participó oficialmente en el luto ayer en el funeral. Anoche estaba en un bar cerca del campus y formulaba preguntas sobre la chica. Hace un par de horas, uno de nuestros hombres que suplantaba a un agente del FBI, estaba en el mismo bar y ha entablado una conversación con el barman, que ha resultado ser un estudiante de Derecho que conoce a la chica. Después de mirar juntos el partido y charlar un rato, el joven le ha mostrado la tarjeta. Mire el reverso de la misma. Está en la habitación 1909 del Hilton.
—Eso está a cinco minutos andando —dijo, con los planos abiertos sobre una de las camas.
—Efectivamente. Hemos hecho unas cuantas llamadas a Washington. No es agente, sino sólo abogado. Conocía a Callahan y puede que conozca a la chica. Es evidente que intenta encontrarla.
—Ella hablaría con él, ¿no es cierto?
—Probablemente.
—¿Qué le parece mi inglés?
—Perfecto.
Khamel esperó una hora y abandonó el hotel. Con chaqueta y corbata, pasaba totalmente desapercibido a la hora del crepúsculo, al pasear por Canal en dirección al río. Llevaba consigo una gran bolsa deportiva, fumaba un cigarrillo, y al cabo de cinco minutos entraba en el vestíbulo del Hilton. Se abrió paso entre el grupo de entusiastas que regresaba del estadio. El ascensor paró en el vigésimo piso y descendió por la escalera hasta el decimonoveno.
No obtuvo respuesta alguna en la habitación 1909. De haberse abierto la puerta con la cadena trabada, habría pedido disculpas por haberse equivocado de habitación. Si lo hubiera hecho sin la cadena y con un rostro en la rendija, le habría dado un decidido puntapié y habría entrado en la habitación. Pero no se abrió.
Su nuevo amigo Verheek estaba probablemente en algún bar, distribuyendo tarjetas de visita y suplicándoles a los jóvenes que le hablaran de Darby Shaw. Menudo imbécil.
Llamó de nuevo y, mientras lo hacía, introdujo una regla de plástico de quince centímetros entre la puerta y el marco, y la movió hasta que se abrió el pestillo. Los cerrojos no eran más que un pequeño inconveniente para Khamel. Sin llave, era capaz de abrir un coche cerrado y arrancar el motor en menos de treinta segundos.
Desde el interior, volvió a correr el pestillo y dejó la bolsa sobre la cama. Al igual que un cirujano, se sacó unos guantes del bolsillo y se los puso cuidadosamente. Dejó una pistola del calibre 22 y un silenciador sobre la mesa.
Tardó sólo un momento en manipular el teléfono. Entonces conectó el magnetófono en un enchufe situado bajo la cama, donde podría permanecer varias semanas sin que nadie lo viera. Llamó dos veces al servicio meteorológico para probarlo. Perfecto.
Su nuevo amigo Verheek era descuidado. La mayoría de sus prendas estaban sucias, esparcidas por la habitación; simplemente arrojadas en dirección a la maleta, situada sobre una mesa. No se había molestado en guardarlas. Una bolsa barata colgaba del armario, con una sola camisa.
Khamel borró sus huellas y se instaló en el armario. Era un hombre paciente y esperaría varias horas. Tenía la pistola en la mano, por si a ese imbécil se le ocurría abrir el armario y se veía obligado a matarlo a balazos. De lo contrario, se limitaría a escuchar.