20

García llamó por última vez. Grantham contestó el teléfono el sábado antes del alba, con menos de dos horas de antelación a lo que debía ser su primer encuentro. Dijo que había cambiado de opinión. El momento no era oportuno. Si salía a relucir la historia, se derrumbarían algunos abogados muy poderosos y sus clientes inmensamente ricos, y arrastrarían a otros en su caída. El propio García podría salir perjudicado. Tenía esposa y una hija menor. Y un trabajo que podía soportar, porque estaba muy bien pagado. ¿Para qué arriesgarse? Él no había hecho nada malo. Tenía la conciencia tranquila.

—Entonces ¿por qué sigue llamándome? —preguntó Grantham.

—Creo que sé por qué fueron asesinados. No estoy seguro, pero tengo una buena idea. He visto algo, ¿comprende?

—Hace una semana que repetimos la misma conversación, García. Usted ha visto algo o tiene algo. Pero de nada sirve si no me lo muestra —dijo Grantham, al tiempo que abría una carpeta con las fotografías de su interlocutor—. Lo que a usted le impulsa, García, es el sentido de la moralidad. Esa es la razón por la que quiere hablar.

—Sí, pero existe la posibilidad de que sepan que lo sé. Me tratan de un modo extraño, como si quisieran preguntarme si lo he visto. Pero no pueden hacerlo, porque no están seguros.

—¿Se refiere a los colegas de su bufete?

—Sí. No. Espere un momento. ¿Cómo sabe que trabajo en un bufete? Yo no se lo he dicho.

—Es fácil de deducir. Va a trabajar demasiado temprano para ser abogado del gobierno. Tiene que formar parte de uno de esos bufetes de doscientos abogados, en los que se exige que los más jóvenes trabajen cien horas semanales. Cuando me llamó por primera vez me dijo que se dirigía al despacho y eran aproximadamente las cinco de la madrugada.

—Vaya, vaya. ¿Qué más ha descubierto?

—Poca cosa. Esto es como un juego, García. Si no está dispuesto a hablar, cuelgue y déjeme tranquilo. Me hace perder horas de sueño.

—Duerma a gusto —dijo García, antes de colgar el teléfono. Grantham se quedó con la mirada fija en el auricular.

En los últimos ocho años había cambiado tres veces de número de teléfono, sin que apareciera en la guía. Vivía junto al teléfono, a través del cual le llegaba la información más importante de lugares insospechados. Pero por cada información importante, recibía un millar de comunicaciones insignificantes a cualquier hora del día o de la noche, de personas que se sentían obligadas a compartir lo poco que sabían. Tenía la reputación de estar dispuesto a enfrentarse a un piquete de ejecución, antes de revelar la identidad de su informador, y no dejaban de llamarle. Cuando estaba harto, solicitaba un nuevo número de teléfono que no figurara en la guía. Entonces tenía un período de tranquilidad y a continuación se apresuraba a incluir su número en la guía de Washington.

Ahora estaba en la guía. Gray S. Grantham. No había otro. Podían localizarle en el despacho doce horas al día, pero era mucho más discreto y reservado llamarle a su casa, especialmente a horas inusuales, cuando intentaba dormir.

Permaneció enojado con García durante treinta minutos, y se durmió. Se había quedado como un tronco, sumergido en otro mundo, cuando volvió a sonar el teléfono. Lo descolgó en la oscuridad.

—Diga.

No era García, sino una voz femenina.

—¿Hablo con Gray Grantham, del Washington Post?

—Sí. ¿Quién es usted?

—¿Trabaja todavía en el tema de Rosenberg y Jensen?

Se sentó en la oscuridad y contempló el reloj. Las cinco y media.

—Es un tema muy importante. Hay muchas personas involucradas en el mismo, pero sí, sigo investigando.

—¿Ha oído hablar del informe Pelícano?

—El informe Pelícano —repitió mientras respiraba hondo y procuraba concentrarse—. No. ¿Qué es?

—Una pequeña teoría inofensiva sobre quién cometió los asesinatos. Un profesor de Derecho de Tulane llamado Thomas Callahan la llevó a Washington el domingo pasado. Se la entregó a un amigo en el FBI y empezó a circular de mano en mano. El grano de arena se convirtió en una montaña y Callahan fue asesinado en un coche bomba, el miércoles por la noche en Nueva Orleans.

—¿Desde dónde llama? —preguntó, con la luz encendida y sin dejar de tomar notas.

—Nueva Orleans. Desde una cabina, o sea que no se moleste.

—¿Cómo sabe lo que me cuenta?

—Yo escribí el informe.

Ahora estaba completamente despierto, con los ojos muy abiertos y el pulso acelerado.

—Bien, si usted lo escribió, hábleme del mismo.

—No quiero hacerlo de este modo, porque aunque tuviera una copia del mismo, no podría publicarlo.

—Póngame a prueba.

—No podría. Hay que hacer algunas comprobaciones.

—De acuerdo. Tenemos el Klan, al terrorista Khamel, al Ejército Clandestino, a los arios…

—No. Nada de eso. Es todo demasiado evidente. El informe habla de un sospechoso desconocido.

Paseaba al pie de la cama con el teléfono en la mano.

—¿Por qué no puede decirme de quién se trata?

—Tal vez más adelante. Usted parece tener fuentes mágicas de información. Veamos lo que es capaz de averiguar.

—Lo de Callahan es fácil. Basta con una llamada telefónica. Deme veinticuatro horas.

—Procuraré llamarle el lunes por la mañana. Si vamos a trabajar juntos, señor Grantham, tendrá que mostrarme algo. La próxima vez que le llame, dígame algo que yo no sepa.

—¿Corre usted peligro?

—Creo que sí —respondió, en una cabina en la oscuridad—. Pero por ahora estoy a salvo.

Parecía joven, tal vez de unos veinticinco años. Había escrito un informe. Y conocía al profesor de derecho.

—¿Es usted abogado?

—No, y no pierda el tiempo investigándome a mí. Póngase a trabajar, señor Grantham, o de lo contrario acudiré a otro.

—De acuerdo. Necesita un nombre.

—Ya lo tengo.

—Me refiero a un nombre en clave.

—¿Quiere decir un apodo, como los espías y gente por el estilo? ¡Vaya emoción!

—Déme su nombre verdadero si lo prefiere.

—Muy astuto. Llámeme Pelícano.

Sus padres eran buenos católicos irlandeses, pero él había dejado de ser practicante desde hacía muchísimos años. Formaban una atractiva pareja, muy respetable, vestidos de luto, morenos y elegantes. Apenas había hablado de ellos. Entraron con el resto de la comitiva en la capilla Rogers. Su hermano de Mobile era de menor estatura y parecía mucho más viejo. Thomas decía que tenía problemas con la bebida.

Desde hacía media hora, estudiantes y profesores habían ido llegando a la pequeña capilla. Por la noche se jugaría el partido y había mucha gente en el campus. En la calle había un furgón de la televisión, con un cámara a una distancia prudencial, que filmaba la entrada de la capilla bajo la atenta vigilancia de un policía del campus.

Era curioso ver a los estudiantes de Derecho con trajes, zapatos, chaquetas y corbatas. En una habitación oscura del tercer piso de Newcomb Hall, Pelícano miraba por la ventana a los grupos de estudiantes que charlaban entre sí sin levantar la voz, mientras acababan de fumarse sus cigarrillos. Bajo la silla en la que estaba sentada había cuatro periódicos, ya leídos y abandonados. Hacía dos horas que estaba allí, leyendo a la luz del sol a la espera del funeral. No tenía otro lugar. Estaba segura de que los malos deambulaban por los alrededores de la capilla, ocultos entre los matorrales, pero aprendía a ser paciente. Había llegado temprano, se marcharía tarde y avanzaría entre las tinieblas. Si la descubrían, tal vez actuarían con rapidez y todo habría terminado.

Cogió una servilleta de papel y se secó los ojos. No importaba que llorara ahora, pero sería la última vez. Todo el mundo estaba en el interior de la capilla y el furgón de la televisión se retiró. El periódico decía que primero se celebraría el funeral, seguido más tarde de un pequeño entierro privado. El ataúd no estaba en la iglesia.

Había elegido aquel momento para huir, alquilar un coche, dirigirse a Baton Rouge y subirse a un avión que fuera a cualquier parte menos Nueva Orleans. Abandonaría el país, para irse tal vez a Montreal o Calgary. Entonces permanecería un año oculta, con la esperanza de que entretanto se resolviera el crimen y los malos acabaran en la cárcel.

Pero no era más que un sueño. El camino más rápido para que se hiciera justicia pasaba por ella. Sabía más que cualquier otra persona. Los federales se habían acercado, para luego retirarse y perseguir ahora a Dios sabe quién. Verheek no había logrado nada, a pesar de su proximidad al director. Ella tendría que resolver el rompecabezas. Su pequeño informe había causado la muerte de Thomas y ahora la perseguían a ella. Conocía la identidad del hombre que estaba tras los asesinatos de Rosenberg, Jensen y Callahan, y eso la convertía en una persona muy excepcional.

De pronto se inclinó hacia la ventana. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas. ¡Ahí estaba! ¡El individuo delgado de cara alargada! Con su chaqueta y su corbata, parecía debidamente compungido cuando entró a toda prisa en la iglesia. ¡Era él! El individuo que había visto en el vestíbulo del Sheraton, cuándo fue, el jueves por la mañana. Estaba hablando con Verheek, cuando le vio cruzar desconfiadamente.

Se detuvo al llegar a la puerta y miró con nerviosismo a su alrededor: una torpeza, una metedura de pata. Fijó momentáneamente la mirada en los tres coches aparcados inocentemente al otro lado de la calle, a menos de cincuenta metros. Abrió la puerta y entró en la capilla. Maravilloso. Esos cabrones le habían asesinado y ahora se unían a sus parientes y amigos para presentarle sus últimos respetos.

Tenía la nariz pegada al cristal. Los coches estaban demasiado lejos, pero estaba segura de que en uno de ellos había un individuo que la buscaba. Debían saber que indudablemente no era tan estúpida, ni estaba tan compungida, como para hacer acto de presencia en el funeral de su amante. Lo sabían. Desde hacía dos días y medio, lograba que no dieran con ella. Las lágrimas habían desaparecido.

Al cabo de diez minutos, el hombre delgado salió solo, encendió un cigarrillo y echó a andar lentamente en dirección a los tres coches. Parecía triste. Vaya individuo.

Pasó por delante de los coches, pero no se detuvo. Cuando ya no se le veía, se abrió la puerta del coche central y del mismo se apeó un individuo, con un jersey verde de la universidad de Tulane. Se alejó por la calle, detrás del delgado. Él no lo era. Era bajo, robusto y corpulento. Un verdadero tocón.

Desapareció tras el delgado, a la vuelta de la esquina. Darby se sentó al borde de la silla plegable. En menos de un minuto, aparecieron en la acera al otro lado de la iglesia. Ahora iban juntos y se hablaban en voz baja, pero al cabo de un instante el delgado se separó, para alejarse solo por la calle. El tocón se acercó rápidamente a su coche y se subió al mismo. Se limitó a quedarse ahí sentado, a la espera de que concluyera el funeral, para echar un último vistazo, por si después de todo era tan estúpida como para hacer acto de presencia.

El delgado había tardado menos de diez minutos en infiltrarse en la iglesia, observar un grupo de unas doscientas personas y decidir que no estaba entre las mismas. Tal vez buscaba la cabellera pelirroja. O a una rubia teñida. No, tenía más sentido que tuvieran gente en el interior, con aspecto triste y compungido, para buscarla a ella o a alguien que se le pareciera, y hacerle alguna seña o guiño al delgado.

Estaban por todas partes.

La Habana era un santuario perfecto. No importaba que una decena o un centenar de países hubieran puesto precio a su cabeza. Fidel era un admirador y cliente ocasional. Bebían juntos, compartían mujeres y fumaban cigarros. Circulaba como Pedro por su casa: un bonito piso en la calle de Torre, en el barrio antiguo, coche con chófer, un banquero muy astuto para mover dinero por todo el mundo, cualquier tipo de embarcación que se le antojara, un avión militar si era necesario, y abundantes mujeres jóvenes. Hablaba su idioma y no tenía la piel pálida. Le encantaba el lugar.

En una ocasión se había comprometido para matar a Fidel, pero no pudo hacerlo. Estaba en el lugar convenido y con tiempo suficiente para el asesinato, pero no fue capaz de llevarlo a cabo. Sentía demasiada admiración por él. Ocurrió en la época en que no siempre mataba por dinero. Traicionó a quien le había contratado y se lo confesó a Fidel. Fingieron una emboscada y se corrió la voz de que el famoso Khamel había sido abatido a balazos en la calles de La Habana.

Nunca volvería a viajar en vuelos comerciales. Las fotografías de París eran una vergüenza para un profesional de su talla. Empezaba a perder el toque, se volvía descuidado en el crepúsculo de su carrera. Su fotografía había aparecido en primera plana en Norteamérica. Menuda vergüenza. Su cliente no estaba satisfecho.

El barco era una goleta de trece metros, con dos tripulantes y una mujer joven, todos cubanos. Ella estaba en el camarote. Khamel había terminado con ella, pocos minutos antes de avistar las luces de Biloxi. Ahora estaba plenamente concentrado en su trabajo y, sin decir palabra, inspeccionó la balsa y preparó la bolsa. Los tripulantes estaban agachados en cubierta, sin cruzarse en su camino.

A las nueve en punto, echaron la balsa al agua. Él arrojó su bolsa y se alejó. Oyeron el ronroneo del motor cuando se perdía en la oscuridad. Debían permanecer anclados hasta el alba, levar anclas y regresar a La Habana. Llevaban todos los papeles en regla como norteamericanos, por si alguien les descubría y empezaba a formular preguntas.

Avanzó pacientemente por las aguas tranquilas, lejos de las luces de las boyas de navegación y de alguna que otra pequeña embarcación. Llevaba también todos los documentos en regla, y tres armas en la bolsa.

Hacía muchos años que no actuaba dos veces en un mismo mes. Después de haber sido supuestamente abatido a balazos en Cuba, había pasado cinco años sin trabajar. Era sumamente paciente. De promedio hacía un trabajo por año.

Y esa víctima actual pasaría inadvertida. Nadie sospecharía de él. Era una trabajo insignificante, pero su cliente había insistido y puesto que estaba en la zona y que el dinero era correcto, ahí estaba de nuevo en una balsa de goma de dos metros, acercándose lentamente a una playa, con la esperanza de que su amigo Luke en esta ocasión se hubiera vestido de pescador y no de agricultor.

Aquella sería la última vez en mucho tiempo, tal vez la definitiva. Tenía más dinero del que podía llegar a gastar o regalar. Y había empezado a cometer pequeños errores.

A lo lejos vio el embarcadero y se alejó del mismo. Tenía treinta minutos que perder. Navegó un cuarto de milla paralelo a la costa, antes de dirigirse a la orilla. A doscientos metros de la orilla paró el motor, lo levantó y lo dejó caer al agua. Agachado en la balsa y con remo de plástico, se acercó suavemente a una zona oscura, tras unos sencillos edificios de ladrillo a diez metros de la orilla. De pie en cuatro palmos de agua, pinchó y rasgó la balsa con un cortaplumas. Se hundió y desapareció. La playa estaba desierta.

Luke estaba solo al fondo del embarcadero. Eran exactamente las once, y estaba en el lugar convenido con una caña y un carrete. Llevaba una gorra blanca y la visera se movía de un lado para otro, conforme escudriñaba el agua en busca de la balsa. Consultó su reloj.

De pronto junto a él vio a un hombre, aparecido de la nada como un ángel.

—¿Luke? —preguntó el recién llegado.

Aquello no era lo convenido. Luke estaba desconcertado. Tenía una pistola en la cesta, a sus pies, pero no tenía forma de hacerse con ella.

—¿Sam? —preguntó.

Tal vez le había pasado algo por alto. Quizá Khamel no había visto el embarcadero desde la balsa.

—Sí, Luke, soy yo. Lamento la desviación. He tenido problemas con la balsa.

Luke se tranquilizó y dio un suspiro de alivio.

—¿Dónde está el vehículo? —preguntó Khamel.

Luke le echó una ligera ojeada. Sí, era Khamel, y contemplaba el océano con gafas oscuras.

—Es el Pontiac rojo, junto a la bodega —respondió, mientras movía la cabeza en dirección a un edificio.

—¿A qué distancia estamos de Nueva Orleans?

—Media hora —respondió Luke, al tiempo que recogía el hilo.

Khamel retrocedió y le golpeó dos veces en la nuca. Una con cada mano. Las vértebras se fracturaron y cortaron la médula espinal. Luke se desplomó con un solo quejido. Khamel le vio morir, cogió las llaves de su bolsillo y empujó el cadáver al agua.

Edwin Sneller, o comoquiera que se llamara, no abrió la puerta; se limitó a pasar una llave por debajo de la misma. Khamel la cogió y abrió la puerta de la habitación contigua. Entró, se acercó rápidamente a la cama donde depositó su bolsa, y a continuación se dirigió a la ventana, cuyas cortinas estaban abiertas y a través de la cual se divisaba el río en la lejanía. Cerró parcialmente las cortinas y contempló las luces del barrio francés a sus pies.

Se acercó al teléfono y marcó el número de Sneller.

—Hábleme de ella —dijo suavemente Khamel, sin levantar la vista del suelo.

—Hay dos fotografías en el maletín.

Khamel lo abrió y sacó las fotos.

—Ya las tengo.

—Están numeradas uno y dos. Hemos obtenido la número uno del anuario de la facultad de derecho. Tiene aproximadamente un año y es la más reciente que tenemos. Es una ampliación de una fotografía muy pequeña y, por consiguiente, ha perdido bastante detalle. La otra tiene dos años. La hemos sacado de un anuario de la estatal de Arizona.

—Es una mujer encantadora —dijo Khamel, mientras las admiraba.

—Sí. Muy hermosa. Aunque esa bonita cabellera ahora ha desaparecido. El jueves por la noche pagó en un hotel con una tarjeta de crédito. Se nos escapó por los pelos el viernes por la mañana. Encontramos algunos cabellos largos en el suelo y una pequeña muestra de algo que hemos identificado como tinte negro para el cabello. Muy negro.

—Qué pena.

—No la hemos visto desde el miércoles por la noche. Ha resultado muy escurridiza: tarjeta de crédito para pagar el hotel el miércoles, tarjeta de crédito en otro hotel el jueves, y luego nada desde anoche. Retiró cinco mil al contado de su cuenta el viernes por la tarde, y ahora se ha enfriado la pista.

—Puede que se haya marchado.

—Podría ser, pero no lo creo. Alguien estuvo en su piso anoche. Hemos instalado micrófonos en el mismo y llegamos con dos minutos de retraso.

—Parece que actúan con cierta lentitud.

—Es una gran ciudad. Hemos vigilado el aeropuerto y las estaciones de ferrocarril. Vigilamos la casa de su madre en Idaho. Ni rastro de ella. Creo que sigue aquí.

—¿Dónde podría estar?

—Moviéndose continuamente, cambiando de hotel, utilizando cabinas telefónicas, alejada de los lugares habituales. La policía de Nueva Orleans la busca. Hablaron con ella el miércoles después de la explosión y luego la perdieron. Nosotros la buscamos, ellos la buscan; aparecerá.

—¿Qué ocurrió con la bomba?

—Muy sencillo. No se subió al coche.

—¿Quién fabricó la bomba?

—No puedo decírselo —titubeó Sneller.

A Khamel se le esbozó una ligera sonrisa en el rostro, cuando sacaba unos planos del maletín.

—Hábleme de los planos.

—No son más que algunos puntos de interés en la ciudad. Su casa, la de su amante, la facultad de Derecho, los hoteles en los que se ha hospedado, el lugar donde estalló la bomba, y algunos pequeños bares que acostumbra a frecuentar.

—Ha permanecido hasta ahora en el barrio francés.

—Es una chica lista. Hay un millón de lugares donde esconderse.

Khamel cogió la fotografía más reciente y se sentó en la otra cama. Le gustaba el rostro. Incluso con el cabello corto y negro sería interesante. Podía matarla, pero no sería agradable.

—Es una pena, ¿no le parece? —dijo, hablando casi consigo mismo.

—Sí. Lo es.