19

La señora Chen era propietaria del dúplex y alquilaba la otra mitad a estudiantes femeninas desde hacía quince años. Era puntillosa pero discreta y no le importaba lo que hicieran los demás, mientras no causaran molestias. La casa estaba a seis manzanas del campus.

Era oscuro cuando acudió a la puerta. La chica que acababa de llamar era atractiva, con el cabello corto y oscuro, y una sonrisa nerviosa. Muy nerviosa.

La señora Chen frunció el ceño, hasta que la oyó hablar.

—Soy Alice Stark, amiga de Darby. ¿Puedo pasar?

Miró por encima de su hombro. La calle estaba tranquila y silenciosa. La señora Chen vivía sola, con puertas y ventanas perfectamente cerradas, pero se trataba de una chica atractiva con una inocente sonrisa y, si era amiga de Darby, se podía confiar en ella. Abrió la puerta y Alice entró en la casa.

—Algo anda mal —dijo la señora Chen.

—Efectivamente. Darby tiene problemas, pero podemos hablar de ello. ¿Ha llamado por teléfono esta tarde?

—Sí. Ha dicho que una joven vendría a su casa.

Alice respiró hondo y procuró parecer tranquila.

—Sólo tardaré un momento. Me ha dicho que había una puerta interior en algún lugar. Prefiero no usar la puerta principal, ni la trasera.

La señora Chen frunció nuevamente el entrecejo y preguntó ¿por qué? con la mirada, pero no dijo nada.

—¿Ha estado alguien en la casa en los dos últimos días? —preguntó Alice, mientras seguía a la señora Chen por un estrecho pasillo.

—No he visto a nadie. Ayer llamó alguien a la puerta, antes del amanecer, pero no me asomé —respondió mientras movía una mesa situada delante de una puerta, insertaba una llave en el cerrojo y la abría.

—Me ha dicho que entrara sola —dijo Alice.

A la señora Chen le habría gustado echar un vistazo, pero asintió y cerró la puerta, que daba a un pequeño vestíbulo, donde Alice se encontró de pronto a oscuras. A su izquierda estaba el piso y un interruptor que no podía utilizar. Quedó paralizada en la oscuridad. El interior de la casa estaba negro, cálido y con un fuerte hedor a basura. Esperaba estar sola pero, maldita sea, no era más que una estudiante de derecho de segundo curso y no un experto detective privado.

Contrólate. Introdujo la mano en un gran bolso y encontró una pequeña linterna. Había tres, por si acaso. Por si acaso qué, no lo sabía. Darby le había dado instrucciones muy específicas. No se debía ver ninguna luz desde las ventanas. La casa podía estar vigilada.

¿Quién la vigilaría? A Alice le habría gustado saberlo. Darby no lo sabía, dijo que se lo explicaría más adelante, pero primero era preciso inspeccionar el piso.

Alice lo había visitado una docena de veces durante el último año, pero se le había permitido entrar por la puerta principal, con abundante luz y otras comodidades. Había estado en todas las habitaciones y estaba segura de poderse desplazar en la oscuridad. Ahora la confianza la había abandonado. Desaparecido. Sustituida por temblores de miedo.

Contrólate. Estás sola. No se instalarían aquí, con una ruidosa mujer al lado. Si habían entrado, había sido sólo para una breve visita.

Después de examinar el extremo de la misma, decidió que la linterna funcionaba. Iluminaba con toda la potencia de un fósforo feneciente. Dirigió el haz luminoso al suelo y logró discernir un tenue círculo, del tamaño de una pequeña naranja. El círculo temblaba.

Avanzó de puntillas en dirección al estudio. Darby le había dicho que había una pequeña lámpara sobre las estanterías de libros, junto al televisor, que estaba siempre encendida. La utilizaba para no estar completamente a oscuras durante la noche y se suponía que su débil brillo debía extenderse hasta la cocina. O bien Darby le había mentido, o la bombilla se había fundido, o alguien la había apagado. En todo caso ahora ya no importaba, porque estaba todo completamente a oscuras.

Estaba sobre la alfombra del centro del estudio, avanzando lentamente hacia la mesa sobre la que se suponía que había un ordenador. Tropezó con una de las patas de la mesa y se apagó la linterna. La sacudió. Nada. Encontró la número dos en el bolso.

El hedor era más fuerte en la cocina. El ordenador estaba sobre la mesa, junto a diversos cuadernos y carpetas vacías. Examinó el artefacto con su diminuta linterna. El interruptor de puesta en marcha estaba en la parte frontal. Lo pulsó y la pantalla monocromática cobró lentamente vida. Su luz verdosa iluminaba la mesa, pero no salía de la cocina.

Alice se sentó frente al monitor y empezó a pulsar teclas. Encontró «Menú», luego «List» y por último «Fichas». El índice llenaba la pantalla. La estudió atentamente. Se suponía que debía haber alrededor de cuarenta entradas, pero sólo vio unas diez. La mayor parte de la memoria del disco duro había desaparecido. Encendió la impresora láser y, en pocos segundos, tenía el índice en blanco y negro. Cogió el papel y se lo guardó en el bolso.

Se levantó con la linterna y examinó lo que había sobre la mesa. Darby calculaba que debía haber unos veinte disquetes, pero todos habían desaparecido. Ni un solo disquete. Los cuadernos trataban de Derecho constitucional y procesos civiles, y eran tan genéricos y aburridos que nadie los querría. Las carpetas rojas estaban meticulosamente apiladas, pero vacías.

El trabajo había sido paciente y meticuloso. Una o varias personas habían pasado un par de horas borrando y compaginando, para marcharse con un maletín o una bolsa de mercancía.

En el estudio, junto al televisor, Alice se asomó a la ventana. El Accord rojo seguía ahí, a poco más de un metro de la ventana. Parecía perfecto.

Apretó la bombilla de la lámpara, y encendió y apagó rápidamente el interruptor. Funcionaba perfectamente. Volvió a aflojarla, tal como la habían dejado.

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad; ahora veía los perfiles de las puertas y los muebles. Apagó el ordenador y regresó al vestíbulo.

La señora Chen la esperaba exactamente donde la había dejado.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Todo perfecto —respondió Alice—. Pero manténgase atenta. La llamaré dentro de un día o dos, para saber si ha venido alguien. Y le ruego que no le diga a nadie que he venido.

—¿Y el coche? —preguntó la señora Chen, después de escuchar atentamente, mientras colocaba la mesa delante de la puerta.

—Está bien donde está. Limítese a vigilarlo.

—¿Está bien Darby?

—Todo se arreglará —respondió, casi junto a la puerta—. Creo que regresará dentro de unos días. Gracias, señora Chen.

La señora Chen cerró la puerta, echó el pestillo y miró por una pequeña ventana. La joven estaba en la acera, antes de perderse en la oscuridad.

Alice caminó tres manzanas hasta su coche.

¡Viernes por la noche en el barrio francés! Tulane jugaba en el Dome mañana, los Saints el domingo, y habían acudido millares de forofos que aparcaban donde podían, bloqueaban las calles, circulaban en ruidosos grupos, bebían en vasos de plástico, llenaban los bares y se divertían alborotándolo todo. A las nueve el centro del barrio estaba abarrotado.

Alice aparcó en Poydras, muy lejos de donde se proponía hacerlo, y llegó con una hora de retraso a la concurrida marisquería de Saint Peter, en el corazón del barrio. No había ninguna mesa libre. Tres filas de gente se amontonaban junto a la barra. Se retiró a un rincón, junto a la máquina de cigarrillos y observó a los clientes. La mayoría eran estudiantes, que habían venido para presenciar el partido.

—¿Está buscando a otra chica? —le preguntó un camarero, que había ido directamente hacia ella.

—Pues… sí —titubeó.

—A la vuelta de la esquina, en la primera sala a la derecha, hay algunas mesas —dijo el camarero, al tiempo que señalaba más allá de la barra—. Creo que su amiga está allí.

Darby estaba en un rincón, inclinada sobre la mesa, con una cerveza, gafas de sol y sombrero. Alice le estrechó la mano.

—Me alegro de verte.

Contempló su peinado y le pareció divertido. Darby se quitó las gafas. Tenía los ojos irritados y cansados.

—No tenía a nadie más a quien llamar.

Alice la miraba con cara inexpresiva, sin que se le ocurriera ningún comentario apropiado, ni poder dejar de contemplar su pelo.

—¿Quién te ha arreglado el pelo? —preguntó.

—Bonito, ¿no te parece? Es una especie de estilo punk, que creo volverá a ponerse de moda y sin duda impresionará a la gente cuando me entrevisten para algún trabajo.

—¿Por qué lo has hecho?

—Han intentado matarme, Alice. Mi nombre está en la lista de gente muy malvada. Creo que me siguen.

—¿Matarte? ¿Has dicho «matarte»? ¿Quién puede querer matarte, Darby?

—No estoy segura. ¿Qué has descubierto en mi casa?

Alice dejó de contemplar el cabello y le entregó la copia del índice. Darby lo estudió. Era verdad. No era un sueño ni un error. La bomba estaba donde debía estar. Rupert y el vaquero le habían puesto las manos encima. El rostro que había visto la estaba buscando. Habían estado en su casa y borrado lo que deseaban. Estaban ahí.

—¿Y los disquetes?

—No había ninguno. Las carpetas de la mesa de la cocina estaban muy bien apiladas, pero completamente vacías. Todo lo demás parecía estar en orden. Han aflojado la bombilla de la lámpara de noche, de modo que la oscuridad es total. Lo he comprobado. Funciona perfectamente. Esa gente tiene mucha paciencia.

—¿Qué cuenta la señora Chen?

—No ha visto nada.

—Escúchame, Alice —dijo Darby, después de guardarse el índice en el bolsillo— de pronto estoy muy asustada. Es preciso que no te vean conmigo. Puede que esto no haya sido una buena idea.

—¿Quién es esa gente?

—No lo sé. Han asesinado a Thomas, e intentaron asesinarme a mí. Tuve suerte y ahora me persiguen.

—Pero ¿por qué, Darby?

—Es preferible que no lo sepas y no voy a contártelo. Cuanto más sabes, mayor es el peligro que corres. Confía en mí, Alice. No puedo contarte lo que sé.

—Juro que no se lo diré a nadie.

—¿Y si te obligan?

Alice miró a su alrededor como si no ocurriera nada y observó atentamente a su amiga. Habían estado juntas desde su ingreso en la facultad. Habían compartido horas de estudio, apuntes, la angustia de los exámenes, juicios de ensayo y confidencias sobre los hombres. Alice era probablemente la única estudiante que sabía lo de Darby con Callahan.

—Quiero ayudarte, Darby. No tengo miedo.

Darby, que no había probado la cerveza, hacía girar lentamente la botella.

—Pues yo estoy aterrorizada. Estaba allí cuando murió, Alice. Tembló el suelo. Voló en mil pedazos y se suponía que yo debía haber estado con él. La bomba iba dirigida contra mí.

—Entonces acude a la policía.

—Todavía no. Tal vez más adelante. Me da miedo. Thomas acudió al FBI y al cabo de dos días se suponía que debíamos estar muertos.

—¿Entonces es el FBI quien te persigue?

—No lo creo. Empezaron a hablar, otros escuchaban muy atentamente y llegó a oídos de quien no debía haberlo sabido.

—¿Hablar de qué? ¡Por Dios, Darby, soy yo, tu mejor amiga! Déjate de juegos.

Darby tomó el primer sorbo de cerveza, con la mirada fija en la mesa, evitando los ojos de su amiga.

—Por favor, Alice. Permíteme esperar un poco. Sería absurdo contarte algo que puede costarte la vida. Si quieres ayudarme —prosiguió, después de una prolongada pausa—, acude mañana al funeral. Obsérvalo todo atentamente. Haz correr la voz de que te he llamado desde Denver, donde me hospedo con una tía cuyo nombre desconoces, y de que de momento he abandonado los estudios, pero volveré en primavera. Asegúrate de que se divulgue la noticia. Creo que habrá quien escuche atentamente.

—El periódico hablaba de una mujer blanca cerca del lugar donde fue asesinado, como si fuera sospechosa o algo por el estilo.

—O algo por el estilo. Estaba allí y se suponía que debía haber perecido en la explosión. Leo los periódicos con lupa. La policía no tiene ninguna pista.

—De acuerdo, Darby. Eres más inteligente que yo. Eres la persona más inteligente que he conocido en mi vida. ¿Y ahora qué?

—En primer lugar dirígete a la puerta trasera. Hay una puerta blanca al fondo del pasillo, junto a los servicios. Conduce a un almacén, luego a la cocina y allí encontrarás la puerta posterior. No te detengas. El callejón conduce a Royal. Coge un taxi y vuelve a tu coche. No dejes de vigilar a tu espalda.

—¿Hablas en serio?

—Fíjate en mi cabello, Alice. ¿Crees que me mutilaría de ese modo si se tratara de un juego?

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Y luego qué?

—Acude mañana al funeral, haz correr la voz, y te llamaré en el transcurso de los dos próximos días.

—¿Dónde te alojas?

—En ningún lugar fijo. No dejo de moverme.

Alice se puso de pie y le dio un beso en la mejilla, antes de retirarse.

Verheek pasó dos horas andando de un lado para otro de la habitación, abriendo revistas, dejándolas de nuevo sobre la mesa, pidiendo algo al servicio de habitaciones, y deshaciendo las maletas. Durante las dos horas siguientes, permaneció sentado al borde de la cama, con una cerveza caliente en las manos y la mirada fija en el teléfono. Se había dicho a sí mismo que esperaría hasta medianoche y entonces… ¿entonces qué?

Ella había dicho que llamaría.

Podía salvarle la vida, si por lo menos llamaba.

A las doce arrojó otra revista y salió de la habitación. Un agente de Nueva Orleans había ayudado un poco y le había facilitado información de un par de locales frecuentados por estudiantes de Derecho, cerca del campus. Iría allí, se mezclaría con los clientes, tomaría una cerveza y escucharía. Los estudiantes estaban en la ciudad para asistir al partido. Ella no estaría allí y tampoco importaba, porque nunca la había visto. Pero tal vez oiría algo y él mencionaría algún nombre, dejaría una tarjeta de visita, trabaría amistad con alguien que la conocía, o que conocía a alguien que la conocía. Bastante improbable, pero mucho mejor que permanecer ahí sentado con la mirada fija en el teléfono.

Encontró un taburete junto a la barra, en un local llamado Barrister’s, a tres manzanas del campus. Tenía un agradable aspecto universitario, con calendarios de fútbol y pósters en las paredes. La clientela era ruidosa y de menos de treinta años.

El barman tenía aspecto de estudiante. Después de un par de cervezas, se marchó bastante gente y la barra estaba medio vacía. Dentro de un momento llegaría otra oleada de clientes.

Era la una y media, cuando Verheek pidió la tercera cerveza.

—¿Eres estudiante? —le preguntó al barman.

—Eso me temo.

—No está tan mal.

—Me lo he pasado mejor —respondió, mientras recogía cacahuetes.

Verheek recordó con anhelo a los que trabajaban en los bares, cuando él estaba en la facultad. Expertos en el arte de conversar. Ante cualquier desconocido, estaban dispuestos a hablar de cualquier tema.

—Soy abogado —dijo Verheek desesperado.

Santo cielo, es abogado. Qué extraño. Alguien especial. El muchacho le dio la espalda y se alejó.

Hijo de puta. Ojalá te suspendan. Verheek cogió su cerveza y se volvió para mirar hacia las mesas. Se sentía como un abuelo entre aquellos chiquillos. A pesar de que odiaba la facultad y sus recuerdos, había pasado algunas veladas agradables los viernes por la noche, en los bares de Georgetown con su compañero Callahan. Aquellos eran buenos recuerdos.

—¿Qué clase de abogado? —preguntó el barman, que había regresado.

—Asesor especial, FBI —sonrió Gavin, después de volverse de nuevo hacia la barra.

—Entonces debes trabajar en Washington —preguntó, sin dejar de frotar la barra.

—Sí, he venido para el partido del domingo. Soy un forofo de los Redskins.

Odiaba los Redskins y todo lo relacionado con la liga de fútbol, y prefería cambiar de tema.

—¿Dónde estudias?

—Aquí, en Tulane. Acabo en mayo.

—¿Y a continuación?

—Probablemente iré a Cincinnati, para trabajar como pasante un año o dos.

—Debes ser un buen estudiante.

—¿Otra cerveza? —exclamó encogiéndose de hombros.

—No. ¿Te daba clases Thomas Callahan?

—Por supuesto. ¿Le conocías?

—Estuvimos juntos en la facultad, en Georgetown —respondió Verheek, al tiempo que se sacaba una tarjeta de visita del bolsillo y se la entregaba—. Me llamo Gavin Verheek.

El muchacho la aceptó y la dejó cuidadosamente junto a la nevera. El bar estaba tranquilo y estaba harto de charla.

—¿Conoces a una estudiante llamada Darby Shaw?

—Nunca he hablado con ella, pero sé quien es —respondió el muchacho, mientras echaba una ojeada a las mesas—. Creo que está en segundo curso. ¿Por qué? —agregó con suspicacia, después de una prolongada pausa.

—Queremos hablar con ella. ¿Viene por aquí?

Había dicho «queremos», lo cual sonaba mucho más grave, como si hablara en nombre del FBI y no en el suyo propio.

—La he visto algunas veces. Es difícil que pase desapercibida.

—Eso me han dicho —dijo Gavin, mientras miraba las mesas—. ¿Crees que alguno de esos puede conocerla?

—Lo dudo. Son todos de primer curso. ¿No se les nota? No dejan de discutir los derechos de propiedad, la posesión y el desahucio.

Sí, como en otros tiempos. Gavin se sacó una docena de tarjetas del bolsillo y las dejó sobre la barra.

—Estaré en el Hilton unos días. Si la ves u oyes algo de ella, dale una tarjeta.

—Desde luego. Anoche vino un policía formulando preguntas. ¿No supondrán que está involucrada en su muerte?

—No, en absoluto. Sólo queremos hablar con ella.

—Mantendré los ojos abiertos.

Verheek pagó la cerveza, le dio las gracias al muchacho y salió a la calle. Anduvo tres manzanas hasta el Half Shell. Eran casi las dos. Estaba agotado, medio borracho y un conjunto empezó a tocar cuando llegó al umbral de la puerta. El local estaba oscuro, abarrotado de gente y una cincuentena de parejas empezaron a bailar inmediatamente sobre las mesas. Se abrió paso entre la alborotada muchedumbre, hasta cobijarse en el fondo junto a la barra. La gente estaba amontonada, hombro contra hombro, y nadie se movía. Llegó con gran dificultad a la barra, pidió una cerveza para pasar desapercibido y comprobó una vez más que era mucho mayor que los demás clientes. Se retiró a un rincón oscuro, pero también abarrotado. Era una pérdida de tiempo. No podía oír siquiera sus propios pensamientos y menos continuar una conversación.

Observó a los chicos detrás de la barra: todos jóvenes, todos estudiantes. El mayor parecía tener casi treinta años y no dejaba de preparar cuentas, como si se dispusiera a cerrar. Se movía con rapidez, como si tuviera prisa por marcharse. Gavin le observó atentamente.

Se desabrochó el delantal, lo arrojó a un rincón, pasó por debajo de la barra y se marchó. Gavin se abrió paso con los codos y lo alcanzó junto a la puerta de la cocina, con una tarjeta del FBI en la mano.

—Disculpe. Soy del FBI —dijo, al tiempo que le mostraba la tarjeta—. ¿Cómo se llama?

El muchacho quedó paralizado, con la mirada fija en Verheek.

—Fountain. Jeff Fountain.

—Muy bien, Jeff. No ocurre nada, ¿de acuerdo? Sólo un par de preguntas. Le entretendré sólo un momento.

La cocina había cerrado hacía muchas horas y estaban a solas.

—Bien, de acuerdo. ¿Qué desea?

—Usted estudia Derecho, ¿no es cierto?

Por favor dime que sí. Su amigo le había dicho que la mayoría de los que trabajaban en los bares eran estudiantes de Derecho.

—Sí, en Loyola.

¡Loyola! ¿Dónde diablos estaba eso?

—Bien, eso suponía. Habrá oído hablar del profesor Callahan de Tulane. El funeral se celebra mañana.

—Desde luego. Está en todos los periódicos. La mayoría de mis amigos estudian en Tulane.

—¿Conoce a una estudiante de segundo curso llamada Darby Shaw? Una chica muy atractiva.

—Sí. El año pasado salía con un amigo mío. De vez en cuando viene por aquí.

—¿Cuándo fue la última vez?

—Debe de hacer un mes o dos. ¿Qué ocurre?

—Hemos de hablar con ella —respondió, al tiempo que le ofrecía un puñado de tarjetas—. Guárdeselas. Estaré en el Hilton unos días. Si la ve o sabe algo de ella, llámeme.

—¿Qué puedo saber?

—Algo relacionado con Callahan. Es muy importante que hablemos con ella, ¿de acuerdo?

—Desde luego —respondió, después de guardarse las tarjetas en el bolsillo.

Verheek le dio las gracias y regresó a la fiesta. Avanzó lentamente entre la muchedumbre y escuchó los intentos de conversar. Llegaba un nuevo grupo de clientes y se abrió paso hasta la puerta. Era demasiado viejo para eso.

A seis manzanas, aparcó en zona prohibida frente a otro local frecuentado por estudiantes, junto al campus. Su visita a aquella pequeña sala de billar semioscura, en aquel momento poco concurrida, sería la última de la noche. Pidió una cerveza en la barra, la pagó, e inspeccionó el local. Había cuatro mesas de billar y escaso movimiento. Un joven con camiseta se acercó a la barra y pidió otra cerveza. Su camiseta era verde y gris, con las palabras «FACULTAD DE DERECHO DE TULANE» en el pecho y bajo las mismas un número, que parecía del de identificación de un preso.

—¿Estudia usted Derecho? —preguntó Verheek sin titubeo alguno.

—Me temo que sí —respondió el joven, al tiempo que sacaba dinero del bolsillo de sus vaqueros.

—¿Conocía a Thomas Callahan?

—¿Quién es usted?

—FBI. Callahan era amigo mío.

—Yo estaba en su clase de Derecho constitucional —respondió con suspicacia, después de tomar un sorbo de cerveza.

¡Diana! También Darby. Verheek procuró parecer desinteresado.

—¿Conoce a Darby Shaw?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Tenemos que hablar con ella. Eso es todo.

—¿A quién se refiere al decir «tenemos»? —preguntó el estudiante con mayor suspicacia, después de acercarse a Gavin como para exigirle respuestas claras.

—El FBI —respondió tranquilamente Verheek.

—¿Lleva una placa o algo por el estilo?

—Desde luego —respondió, al tiempo que se sacaba una tarjeta de visita del bolsillo y se la ofrecía.

—Usted no es agente, sino abogado —dijo el estudiante, después de examinar la tarjeta y devolvérsela.

Tenía mucha razón y el abogado sabía que perdería el empleo si su jefe descubría que había estado formulando preguntas y, en general, suplantando a un agente.

—Sí, soy abogado. Callahan y yo estudiamos juntos en la facultad.

—Entonces ¿por qué quiere ver a Darby Shaw?

El barman se había acercado y escuchaba la conversación.

—¿La conoce?

—No lo sé —respondió, aunque era evidente que la conocía—. ¿Tiene algún problema?

—No. Pero usted la conoce, ¿no es cierto?

—Puede que sí y puede que no.

—Vamos a ver. ¿Cómo se llama usted?

—Muéstreme una placa y le diré mi nombre.

Gavin tomó un sorbo de cerveza de la botella y le sonrió al barman.

—Tengo que hablar con ella, ¿de acuerdo? Es muy importante. Pasaré unos días en el Hilton. Si la ve, dígale que me llame —dijo, al tiempo que le ofrecía la tarjeta al estudiante, que la miró, volvió la espalda y se alejó.

A las tres abrió la puerta de su habitación y comprobó el teléfono. Ningún mensaje. Dondequiera que Darby estuviera, todavía no había llamado. En el supuesto, naturalmente, de que siguiera viva.