18

La limusina de Gminski giró en redondo en Canal, como si le perteneciera la calle, y se detuvo abruptamente frente al Sheraton. Ambas puertas traseras se abrieron de par en par. Gminski fue el primero en apearse, seguido de tres ayudantes que corrieron tras él con bolsas y maletines.

Eran casi las dos de la madrugada y era evidente que el director tenía prisa. En lugar de pararse junto a la recepción, se dirigió inmediatamente a los ascensores. Sus ayudantes mantuvieron las puertas del ascensor abiertas para que entrara y subieron al sexto piso sin decir palabra.

Tres de sus agentes estaban en una habitación de la esquina. Uno de ellos abrió la puerta y Gminski entró sin molestarse en saludar a nadie. Los ayudantes dejaron las bolsas sobre una cama. El director se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una silla.

—¿Dónde está la chica? —le preguntó a un agente llamado Hooten.

Otro llamado Swank abrió las cortinas y Gminski se acercó a la ventana.

—Está en el piso decimoquinto —respondió Swank, al tiempo que señalaba el Marriott, al otro lado de la calle y a una manzana de distancia—. Tercera habitación desde la calle. Todavía tiene las luces encendidas.

—¿Está seguro? —preguntó Gminski con la mirada fija en el Marriott.

—Sí. La hemos visto entrar y ha pagado con una tarjeta de crédito.

—Pobre chica —dijo Gminski, mientras se alejaba de la ventana—. ¿Dónde estuvo anoche?

—En el Holiday Inn de Royal. Pagó con tarjeta de crédito.

—¿Han visto a alguien que la siguiera? —preguntó el director.

—No.

—Quiero un vaso de agua —le dijo a uno de sus ayudantes, que se dirigió inmediatamente al cubo del hielo.

Gminski se sentó al borde de la cama, entrelazó los dedos de ambas manos, e hizo crujir todas las articulaciones posibles.

—¿Cuál es su opinión? —le preguntó a Hooten, el mayor de los tres agentes.

—La persiguen. La buscan por todas partes. Utiliza tarjetas de crédito. Estará muerta en menos de cuarenta y ocho horas.

—No es completamente estúpida —agregó Swank—. Se ha cortado el pelo y se lo ha teñido de negro. No deja de moverse. Es evidente que no se propone abandonar la ciudad en un futuro inmediato. Yo le daría setenta y dos horas antes de que la encuentren.

—Eso significa que su pequeño informe ha puesto el dedo en la llaga —dijo Gminski, mientras tomaba un trago de agua—. Y también significa que nuestro amigo está muy desesperado. ¿Dónde está?

—No tenemos ni idea —respondió inmediatamente Hooten.

—Hemos de encontrarle.

—No se le ha visto desde hace tres semanas.

Gminski dejó el vaso sobre la mesa y cogió una llave.

—¿Entonces qué le parece? —le preguntó a Hooten.

—¿La aprehendemos? —respondió el agente.

—No será fácil —agregó Swank—. Puede que vaya armada. Podría lastimarse alguien.

—Es una niña asustada —dijo Gminski—. Además, no pertenece a la organización. No podemos detener a una persona normal en plena calle.

—Entonces no durará mucho —agregó Swank.

—¿Cómo la detenemos? —preguntó Gminski.

—Hay formas de hacerlo —respondió Hooten—. La podemos sorprender en la calle. Ir a su habitación. Podría estar en su habitación dentro de diez minutos, si saliera ahora mismo. No es difícil. No es profesional.

Gminski paseaba lentamente por la habitación, bajo la mirada atenta de todos los demás.

—No soy partidario de aprehenderla —dijo, después de consultar su reloj—. Durmamos cuatro horas y reunámonos de nuevo aquí a las seis y media. Reflexionemos mientras dormimos. Si logran convencerme, la detendremos. ¿De acuerdo?

Asintieron obedientemente.

El vino surtió su efecto. Se le cerraban los ojos en la silla, logró trasladarse a la cama y durmió profundamente. Sonaba el teléfono. La colcha estaba en el suelo y tenía los pies sobre la almohada. Sonaba el teléfono. No lograba despegar los párpados. Su mente estaba entumecida y perdida en el mundo de los sueños, pero un destello recóndito de lucidez le indicaba que el teléfono estaba sonando.

Abrió los ojos, pero todo parecía turbio. Miró el teléfono. Había salido el sol y las luces estaban encendidas. No, no había pedido que la despertaran. Reflexionó un instante y decidió que estaba segura de ello. No había ordenado que la llamaran. Se sentó al borde de la cama y escuchó el timbre del teléfono. Cinco, diez, quince, veinte timbrazos. No iba a parar. Podía ser alguien que se hubiera equivocado de número, pero dejaría de llamar después de veinte timbrazos.

No se habían equivocado. Empezaron a disiparse las tinieblas de su mente y se acercó al teléfono. A excepción del recepcionista, tal vez su jefe, y quizás el servicio de habitaciones, no había un alma en el mundo que supiera dónde estaba. La única llamada que había hecho había sido para pedir comida.

El teléfono dejó de llamar. Perfecto, alguien se había equivocado de número. Se dirigió al baño y empezó a llamar de nuevo. Contó. Después de catorce timbrazos, levantó el auricular.

—Diga.

—Darby, soy Gavin Verheek. ¿Estás bien?

—¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —preguntó, después de sentarse al borde de la cama.

—Tenemos nuestros métodos. Escúchame…

—Un momento, Gavin. Un momento. Déjame pensar. Las tarjetas de crédito, ¿no es cierto?

—Efectivamente. La tarjeta de crédito. El sendero documental. Somos el FBI, Darby. Tenemos formas de averiguarlo. No es tan difícil.

—Entonces también podrían hacerlo ellos.

—Supongo. Instálate en lugares pequeños y paga al contado.

Se le formó un nudo en el estómago y se tumbó sobre la cama. Así de fácil. Sin ninguna dificultad. El sendero documental. Podían haberla matado ya.

—Darby, ¿estás ahí?

—Sí —respondió, al tiempo que miraba la puerta para comprobar que estaba trabada con la cadena—. Sí, aquí estoy.

—¿Estás a salvo?

—Eso creía.

—Tenemos cierta información. Se celebrará un funeral mañana a las tres en el campus, seguido del entierro en la ciudad. He hablado con su hermano y la familia me ha pedido que participe en el duelo. Llegaré esta noche. Creo que deberíamos vernos.

—¿Por qué?

—Debes confiar en mí, Darby. En estos momentos tu vida corre peligro y debes escucharme.

—¿Se puede saber qué maquináis?

—¿A qué te refieres? —preguntó, después de una pausa.

—¿Qué ha dicho Voyles?

—No he hablado con él.

—Creí que eras su abogado, por así decirlo. ¿Qué ocurre, Gavin?

—En este momento no tomamos ninguna acción.

—¿Y eso qué significa, Gavin? Cuéntame.

—Esa es la razón por la que debemos vernos. No quiero hablar de ello por teléfono.

—El teléfono funciona perfectamente y es lo único de lo que dispones de momento. De modo que habla, Gavin.

—¿Por qué no confías en mí? —preguntó ofendido.

—Voy a colgar, ¿de acuerdo? Esto no me gusta. Si vosotros sabéis donde estoy, podría haber alguien en el pasillo esperándome.

—No digas bobadas, Darby. Usa la cabeza. Hace una hora que conozco el número de tu habitación y lo único que he hecho ha sido llamar por teléfono. Estamos de parte tuya, te lo juro.

Lo reflexionó durante unos instantes. Parecía lógico, pero la habían localizado con excesiva facilidad.

—Te escucho. No has hablado con el director, pero el FBI no toma acción alguna. ¿Por qué no?

—No estoy seguro. Ayer decidió abandonar el informe Pelícano y dio orden de no actuar. Es todo lo que puedo decirte.

—No es mucho. ¿Sabe lo ocurrido a Thomas? ¿Sabe que yo debería estar muerta por haberlo escrito y que cuarenta y ocho horas después de que Thomas te lo entregara a ti, su viejo amigo de la facultad, esos tipos, quienquiera que sean, intentaron matarnos a ambos? ¿Lo sabe, Gavin?

—Creo que no.

—Eso significa no, ¿no es cierto?

—Efectivamente, significa no.

—Bien, escúchame. ¿Crees que le mataron a causa del informe?

—Probablemente.

—Eso significa sí, ¿no es cierto?

—Sí.

—Gracias. Si Thomas falleció a causa del informe, sabemos quién le ha asesinado. Y si sabemos quién ha asesinado a Thomas, también sabemos quién ha asesinado a Rosenberg y Jensen. ¿No es cierto?

Verheek titubeó.

—¡Maldita sea, di que sí! —exclamó Darby.

—Diré probablemente.

—De acuerdo. «Probablemente» significa sí para un abogado. Comprendo que es lo mejor que puedes hacer. Existe un índice muy alto de «probabilidades» y, no obstante, dices que el FBI se desentiende de mi sospechoso.

—Tranquilízate, Darby. Veámonos esta noche y hablemos de ello. Podría salvarte la vida.

Dejó cuidadosamente el auricular bajo la almohada y se dirigió al cuarto de baño. Se cepilló los dientes y lo que le quedaba de pelo, y a continuación guardó los cosméticos y una muda en una nueva bolsa de lona. Se puso el anorak, la gorra, las gafas de sol, y cerró cuidadosamente la puerta, después de salir de la habitación. El pasillo estaba desierto. Subió dos plantas por la escalera hasta el decimoséptimo piso, cogió el ascensor hasta el décimo, y bajó pausadamente por la escalera hasta el vestíbulo. La puerta de la escalera estaba cerca de los servicios y entró inmediatamente en el de señoras. El servicio parecía desierto. Entró en un retrete, cerró la puerta y esperó un rato.

Viernes por la mañana en el barrio francés. El aire era fresco y limpio, sin olor a comida y pecado. Las ocho de la mañana; demasiado temprano para la gente. Dio la vuelta a un par de manzanas para despejar la cabeza y planear el día. En Dumaine, cerca de Jackson Square, encontró un café que había visto antes. Estaba casi vacío y tenía un teléfono público al fondo. Se sirvió ella misma un café bien cargado y se sentó en una mesa cerca del teléfono. Allí podría hablar.

En menos de un minuto, Verheek estaba al teléfono.

—Te escucho.

—¿Dónde estarás esta noche? —preguntó, con la mirada fija en la puerta.

—En el Hilton, junto al río.

—Sé donde está. Te llamaré tarde por la noche o temprano por la mañana. No te molestes en buscarme. Ahora pago al contado. Se acabaron las tarjetas.

—Haces bien, Darby. No dejes de moverte.

—Puede que ya esté muerta cuando llegues.

—No, no lo estarás. ¿Puedes encontrar el Washington Post ahí abajo?

—Tal vez. ¿Por qué?

—Compra uno cuanto antes. El de esta mañana. Un bonito artículo sobre Rosenberg y Jensen, y tal vez sobre su asesino.

—Me muero de impaciencia. Te llamaré más tarde.

En el primer quiosco no tenían el Post. Zigzagueó hacia Canal, cubriendo sus huellas y sin dejar de mirar a su espalda, descendió por Saint Ann, frente a las tiendas de antigüedades de Royal, entre los lúgubres bares a ambos lados de Bienville, hasta llegar por último al mercado francés a lo largo de Decatur y North Peters. Caminaba de prisa, pero con tranquilidad. Su actitud era la de alguien ocupado, que no dejaba de mirar a todas partes, más allá de las sombras. Si estaban todavía ahí, siguiéndole la pista, eran muy profesionales.

Le compró un Post y un Times-Picayune a un vendedor de periódicos callejero y encontró una mesa en un rincón solitario del Café du Monde.

Primera página. El artículo, que citaba una fuente confidencial, se explayaba en la leyenda de Khamel y en su reciente participación en los asesinatos. En sus primeros tiempos, decía el artículo, había matado por convicción, pero ahora lo hacía sólo por dinero. Muchísimo dinero, especulaba un agente secreto retirado, que había permitido que se le citara, pero ciertamente no que se le identificara. Las fotografías, aunque confusas y borrosas, tenían un aspecto siniestro la una junto a la otra. No podían ser de la misma persona. Sin embargo, el experto afirmaba que el personaje no era identificable y que no se le había fotografiado desde hacía más de una década.

Por fin llegó un camarero y Darby pidió un café y un panecillo. El experto decía que muchos le creían muerto. Interpol creía que había cometido asesinatos en los últimos seis meses. Los expertos dudaban de que viajara en líneas aéreas comerciales. Ocupaba uno de los primeros puestos en las listas del FBI.

Abrió lentamente el periódico de Nueva Orleans. Thomas no aparecía en primera plana, pero su fotografía lo hacía en la página 2, seguida de un largo artículo. La policía lo trataba como caso de homicidio, pero no había mucho en qué basarse. Una mujer blanca había sido vista en la zona, poco antes de la explosión. La facultad de derecho estaba horrorizada, según el decano. La policía tenía poco que decir. Mañana se celebrarían los funerales en el campus. Se había cometido un lamentable error, declaraba el decano. Si se trataba de un asesinato, alguien había matado evidentemente a la persona equivocada.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y de pronto empezó a tener nuevamente miedo. Puede que se tratara de un simple error. Era una ciudad violenta llena de locos, y puede que a alguien se le hubieran cruzado los cables y se hubiera equivocado de coche. Tal vez nadie la acechaba.

Se puso las gafas de sol y contempló la foto de Thomas. La habían sacado del anuario de la facultad y sonreía con ironía, como solía hacerlo cuando daba clase. Iba bien afeitado y era muy apuesto.

El artículo de Grantham sobre Khamel electrificó a Washington el viernes por la mañana. No mencionaba la circular, ni la Casa Blanca, por lo que la mayor especulación en la ciudad giraba en torno de la fuente.

La situación era particularmente tensa en el edificio Hoover. En el despacho del director, Eric East y K. O. Lewis andaban nerviosos de un lado para otro, mientras Voyles hablaba con el presidente por tercera vez en dos horas. Voyles chillaba, no directamente al presidente sino en general. Maldecía a Coal y cuando el presidente también empezó a chillar, sugirió que se sometiera a todo el personal, empezando por Coal, a un detector de mentiras, para averiguar quién había divulgado la información. Por supuesto que él, el propio Voyles, se sometería a la prueba, como lo haría todo el personal que trabajaba en el edificio Hoover. Iban y venían los gritos por la línea. Voyles estaba rojo y sudado, y el hecho de hablar a voces por teléfono y de que el presidente estuviera al otro extremo de la línea, no le importaba en absoluto. Sabía que Coal estaba a la escucha en algún lugar.

Evidentemente, el presidente se hizo con el control de la conversación y soltó un prolongado sermón. Voyles se secó la frente con un pañuelo, se sentó en su viejo sillón de cuero, y empezó a respirar rítmicamente para controlar la presión y el pulso. Había sobrevivido a un infarto, le habían pronosticado otro, y le había dicho muchas veces a K. O. Lewis que Fletcher Coal y el imbécil de su jefe acabarían con su vida. Pero lo mismo había dicho de los tres últimos presidentes. Se pellizcó las gruesas arrugas de la frente y se acomodó en su sillón.

—Podemos hacerlo, señor presidente —dijo casi con amabilidad—. Gracias, señor presidente. Ahí estaré mañana.

Cambiaba rápida y radicalmente de humor. De pronto, ante sus mismos ojos, acababa de convertirse en una persona amable y encantadora.

—Quiere que vigilemos a ese periodista del Post —dijo después de colgar suavemente el teléfono, con los ojos cerrados—. Dice que ya lo hemos hecho en otras ocasiones y por qué no hacerlo ahora. Le he respondido que lo haríamos.

—¿Qué clase de vigilancia? —preguntó K. O.

—Limitémonos a seguirle por la ciudad. Veinticuatro horas al día con dos hombres. Averigüemos dónde va por la noche y con quién se acuesta. Es soltero, ¿no es cierto?

—Divorciado desde hace siete años —respondió Lewis.

—Asegúrense de que no nos descubran. Manden agentes de paisano y cámbienlos cada tres días.

—¿Cree realmente que somos nosotros los que hemos divulgado la información?

—No, creo que no. Si lo creyera, ¿por qué nos pediría que siguiéramos al periodista? Creo que sabe que es su propia gente. Y quiere descubrirlo.

—Es un pequeño favor —agregó Lewis.

—Sí. Pero asegúrense de que no nos descubran, ¿de acuerdo?

El despacho de L. Matthew Barr estaba escondido en el tercer piso de un decrépito y mugriento edificio de la calle M, en Georgetown. No había ningún letrero en las puertas. Un guardia armado, con chaqueta y corbata, impedía la entrada del público junto al ascensor. La moqueta era usada y el mobiliario viejo. El polvo indicaba que la unidad no gastaba dinero en limpieza.

Barr dirigía la Unidad, que era una pequeña división oculta y extraoficial de la Junta de Reelección del Presidente. La Junta disponía de unas lujosas oficinas al otro lado del río, en Rosslyn, con ventanas que se abrían, sonrientes secretarias y mujeres que limpiaban todas las noches. Pero aquel tugurio no.

Fletcher Coal se apeó del ascensor y saludó con la cabeza al guardia de seguridad, que le devolvió el saludo sin moverse. Eran viejos conocidos. Avanzó por un laberinto de diminutos despachos, en dirección al de Barr. Coal se enorgullecía de ser honrado consigo mismo y ciertamente no le temía a nadie en Washington, con la posible excepción de Matthew Barr. Unas veces le temía y otras no, pero siempre le admiraba.

Barr era ex marine, ex agente de la CIA y ex espía, con dos condenas por infracciones de la seguridad, que le habían reportado millones que había escondido. Había pasado unos meses en una institución penitenciaria, pero nada grave. Coal le había reclutado personalmente para dirigir la Unidad, que oficialmente no existía. Contaba con un presupuesto anual de cuatro millones, procedentes de varios fondos secretos de reserva, y Barr supervisaba a un reducido grupo de rufianes muy adiestrados que llevaban a cabo el trabajo de la Unidad.

La puerta de Barr estaba siempre cerrada con llave. La abrió y Coal entró en su despacho. La entrevista sería breve, como de costumbre.

—Deje que lo adivine —dijo Barr—. Quiere descubrir la fuga.

—Sí, en cierto modo. Quiero que sigan a ese periodista Grantham, día y noche, y averigüen con quién habla. Obtiene muy buena información y me temo que proviene de nosotros.

—Tiene más agujeros que el gruyère.

—Tenemos algunos problemas, pero la información sobre Khamel se ha divulgado deliberadamente. Lo he hecho yo mismo.

—Lo suponía —sonrió Barr—. Parecía demasiado pulcro y metódico.

—¿Se ha encontrado alguna vez con Khamel?

—No. Hace diez años estábamos seguros de que había muerto. Le gusta que lo crean. No tiene ego y, por consiguiente, nunca le atraparán. Es capaz de vivir seis meses en una chabola de Sáo Paulo, comiendo raíces y ratas, luego coger un avión a Roma para asesinar a un diplomático y a continuación ir a pasar unos meses en Singapur. No lee lo que los periódicos publican sobre él.

—¿Qué edad tiene?

—¿Por qué le interesa saberlo?

—Me fascina. Creo que sé quién le contrató para asesinar a Rosenberg y Jensen.

—¿En serio? ¿Está dispuesto a compartir ese pequeño chismorreo?

—No. Todavía no.

—Tiene entre cuarenta y cuarenta y cinco años, que no es mucho, pero mató a un general libanés a los quince años. De modo que su carrera es bastante larga. Tenga en cuenta que es todo leyenda. Es capaz de matar con ambas manos, ambos pies, la llave de un coche, un lápiz, o lo que tenga a mano. Es eficiente a la perfección con cualquier tipo de arma. Habla doce idiomas. Supongo que ya lo sabe, ¿no es cierto?

—Sí, pero me gusta.

—Se le supone el asesino más eficaz y caro del mundo. En su primera época, no era más que otro terrorista, pero tenía demasiado talento para limitarse a tirar bombas. Por consiguiente, se convirtió en un asesino a sueldo. Ahora es más maduro y sólo mata por dinero.

—¿Cuánto dinero?

—Buena pregunta. Probablemente cobra de diez a veinte millones por trabajo y sólo hay otra persona que yo sepa en esa categoría. Hay quien cree que lo comparte con grupos terroristas. En realidad nadie lo sabe. Deje que lo adivine, quiere que encuentre a Khamel y se lo traiga vivo.

—Deje a Khamel tranquilo. No me desagrada lo que hizo aquí.

—Tiene mucho talento.

—Quiero que siga a Gray Grantham y averigüe con quién habla.

—¿Alguna idea?

—Un par. Hay un individuo llamado Milton Hardy, que trabaja como bedel en el ala oeste —respondió Coal, al tiempo que arrojaba un sobre a la mesa—. Está ahí desde hace mucho tiempo, parece medio ciego, pero creo que ve y oye muchas cosas. Síganle durante una o dos semanas. Todo el mundo le llama Sarge. Haga planes para deshacerse de él.

—Maravilloso, Coal. Vamos a gastar un montón de dinero para seguir negros ciegos.

—Limítese a hacer lo que le digo. Que sean tres semanas —dijo Coal después de levantarse, para dirigirse hacia la puerta.

—¿De modo que sabe quién contrató al asesino? —preguntó Barr.

—Estamos cada vez más cerca.

—La Unidad está más que ansiosa por cooperar.

—Estoy seguro.