17
El fotógrafo se llamaba Croft y había trabajado para el Post durante siete años, hasta que a raíz de su tercera condena por drogas le cayeron nueve meses. Cuando consiguió la condicional, decidió convertirse en artista por cuenta propia y puso un anuncio en las páginas amarillas. Raramente sonaba el teléfono. Parte de su trabajo consistía en fotografiar a personas sin su consentimiento. Muchos de sus clientes eran abogados especializados en divorcios, que necesitaban pruebas para el juicio. Después de dos años en la profesión, había aprendido algunos trucos y ahora se consideraba medio investigador privado. Cobraba cuarenta dólares por hora, cuando encontraba a alguien dispuesto a pagarlos.
Uno de sus clientes era Gray Grantham, viejo amigo del periódico, que le llamaba cuando necesitaba algún trabajo sucio. Grantham era un periodista ético y serio, con sólo un pequeño deje de impudicia, que acudía a él cuando había que hacer algo deshonesto. Le gustaba Grantham porque era honrado dentro de su impudicia. Los demás eran unos mojigatos.
Utilizaba el Volvo de Grantham, porque tenía teléfono. Era mediodía y se estaba perdiendo el almuerzo, mientras pensaba en si se impregnaría el olor en la tapicería con las ventanas abiertas. Trabajaba mejor cuando estaba medio colocado. Cuando lo que uno hace es vigilar moteles para ganarse la vida, necesita estar colocado.
Soplaba una buena brisa del lado derecho, que se llevaba él olor hacia Pennsylvania. Estaba aparcado en un lugar prohibido, fumando marihuana y perfectamente tranquilo. Llevaba encima menos de treinta y cinco gramos y, qué diablos, el funcionario ante el que respondía durante su libertad condicional también fumaba.
La cabina telefónica estaba a una manzana y media, en la acera, pero separada de la pared. Con su teleobjetivo casi podía leer la guía colgada en el interior de la misma. Pan comido. Una voluminosa mujer ocupaba la mayor parte de su interior y no dejaba de gesticular. Croft dio una calada y miró por el retrovisor, por si se veía algún policía. En aquella zona, los coches mal aparcados se los llevaba la grúa. Había mucho tráfico en Pennsylvania.
A las doce y veinte, la mujer salió con cierta dificultad de la cabina, y como por arte de magia apareció una joven con un bonito traje, que cerró la puerta. Croft levantó su Nikon y apoyó el objetivo sobre el volante. Hacía un día fresco y soleado, y la acera estaba llena de gente que iba y venía del almuerzo. Los hombros y las cabezas desfilaban con rapidez. Un hueco. Clic. Otro hueco. Clic. El sujeto marcaba un número de teléfono y miraba a su alrededor. Aquel era su hombre.
Cuando hacía treinta segundos que hablaba, el teléfono del coche sonó tres veces y paró. Era la señal de Grantham desde el Post. Aquel era su hombre y estaba hablando. Croft disparaba repetidamente la máquina. Toma tantas fotos como puedas, le había dicho Grantham. Un hueco. Clic. Clic. Cabezas y hombros. Un hueco. Clic. Clic. Movía los ojos de un lado para otro mientras hablaba, pero siempre de espaldas a la calle. Mostró el rostro. Clic. Croft agotó un carrete de treinta y seis en dos minutos, y cogió otra Nikon. Encajó el teleobjetivo y esperó a que pasara un grupo de gente.
Después de tomar la última calada, arrojó el porro por la ventanilla. El trabajo era asombrosamente fácil. Por supuesto se necesitaba talento para captar la imagen en un estudio, pero este tipo de trabajo callejero era mucho más divertido. Tenía algo de perverso robar un rostro con una cámara oculta.
El sujeto era hombre de pocas palabras. Colgó, miró a su alrededor, abrió la puerta, miró de nuevo a su alrededor y echó a andar en dirección a Croft. Clic, clic, clic. Rostro entero, cuerpo entero, acelera el paso, se acerca, maravilloso, maravilloso. Croft disparaba sin cesar, hasta que en el último momento dejó la Nikon sobre el asiento y contempló a los transeúntes, mientras el sujeto pasaba junto a él y desaparecía entre un grupo de secretarias.
Qué ingenuo. Un fugitivo no debería utilizar nunca la misma cabina dos veces.
García luchaba desde las tinieblas. Tenía esposa e hijo, y decía que estaba asustado. Sus perspectivas profesionales eran muy halagüeñas, y si cumplía con su obligación y no abría la boca llegaría a ser un hombre rico. Pero quería hablar. Insistía en que quería hablar, que tenía algo que decir, pero no acababa de decidirse. No confiaba en nadie.
Grantham no le presionó. Dejó que se desahogara para darle tiempo a Croft a hacer su trabajo. García acabaría por contar todo lo que sabía. Se moría de ganas de hacerlo. Había llamado ya tres veces y cada vez se sentía más a gusto con su nuevo amigo Grantham, que había practicado aquel juego muchas veces y sabía cómo funcionaba. El primer paso consistía en relajarse e inspirar confianza, tratar al sujeto con amabilidad y respeto, hablar del bien y del mal y de la ética. Luego hablaría.
Las fotografías eran maravillosas. Croft no era su primera elección. Generalmente estaba tan «colocado», que se reflejaba en las fotos. Pero era astuto y discreto, con experiencia periodística, y resultó estar disponible a toque de campana. Había elegido doce instantáneas, que había ampliado a trece por dieciocho, y eran excepcionales. Perfil derecho. Perfil izquierdo. De frente junto al teléfono. De frente mirando al objetivo. De cuerpo entero a menos de siete metros. Según Croft, pan comido.
García era un abogado muy apuesto y elegante, de menos de treinta años. Cabello corto y oscuro. Ojos oscuros. Tal vez hispano, pero su piel no era oscura. Su ropa era cara. Traje azul marino, probablemente de lana. Sin rayas ni dibujos. Cuello blanco clásico, con corbata de seda. Zapatos negros o granates convencionales, impecablemente lustrados. La ausencia de maletín era desconcertante. Pero era la hora del almuerzo y probablemente sólo había salido de su despacho para hacer la llamada. El Departamento de Justicia estaba a una manzana.
Grantham examinaba las fotografías, mientras vigilaba la puerta. Sarge nunca llegaba tarde. Era oscuro y el local se llenaba de gente. El rostro de Grantham era el único blanco en tres manzanas a la redonda.
Entre decenas de millares de abogados gubernamentales en Washington, había visto a unos pocos que vestían con elegancia, pero no muchos. En particular los más jóvenes. Empezaban con un salario de cuarenta mil anuales y la ropa carecía de importancia. Para García la ropa tenía importancia, y era demasiado joven y elegante para ser abogado gubernamental.
De modo que debía trabajar en el sector privado, en algún bufete desde hacía tres o cuatro años, y debía ganar unos ochenta mil. Magnífico. Esto reducía las posibilidades a unos cincuenta mil abogados, cuya cifra aumentaba indudablemente cada instante.
Se abrió la puerta y entró un policía. Entre el humo y la bruma, logró distinguir a Cleve. Era un local respetable, sin dados ni prostitutas, y la presencia de un policía no resultaba alarmante. Se sentó frente a Grantham.
—¿Has elegido tú este lugar? —preguntó Grantham.
—Sí. ¿Te gusta?
—Te lo diré en pocas palabras. Procuramos pasar inadvertidos, ¿no es cierto? He venido para recibir información de un funcionario de la Casa Blanca. Un asunto de considerable gravedad. Y ahora dime, Cleve, ¿crees que paso inadvertido aquí en toda mi blancura?
—Lamento comunicártelo, Grantham, pero no eres tan famoso como supones. Fíjate en esos individuos de la barra —dijo mientras dirigían la mirada a un grupo de obreros de la construcción—. Apostaría la paga de un mes a que ninguno de ellos ha leído jamás el Washington Post, oído hablar de Gray Grantham, o le preocupe en absoluto lo que ocurra en la Casa Blanca.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Dónde está Sarge?
—Sarge no se encuentra bien. Me ha dado un recado para ti.
No funcionaría. Podía utilizar a Sarge como fuente anónima, pero no a su hijo, ni a cualquier otra persona con la que Sarge hablara.
—¿Qué le ocurre?
—Se hace viejo. Esta noche no le apetecía hablar, pero dice que es urgente.
Grantham escuchaba y esperaba.
—Tengo un sobre en mi coche, perfectamente cerrado y sellado. Sarge ha sido muy categórico al entregármelo y me ha ordenado que no lo abriera. Limítate a entregárselo al señor Grantham. Creo que es importante.
—Vámonos.
Se abrieron paso entre la gente hasta llegar a la puerta. El coche patrulla estaba aparcado junto a la acera, en un lugar prohibido. Cleve abrió la puerta derecha y cogió un sobre en la guantera.
—Ha encontrado esto en el ala oeste.
Grantham se lo guardó en el bolsillo. Sarge no acostumbraba a llevarse nada y, desde que se conocían, nunca le había traído ningún documento.
—Gracias, Cleve.
—No ha querido decirme de qué se trataba. Dice que tendré que esperar y leerlo en el periódico.
—Dile a Sarge que le quiero.
—Estoy seguro de que le emocionará.
El coche patrulla se alejó y Grantham se apresuró a regresar a su Volvo, impregnado ahora de olor a marihuana. Cerró la puerta con el seguro, encendió la luz interior y abrió el sobre. Era claramente una circular interna de la Casa Blanca y hacía referencia a un asesino llamado Khamel.
Cruzaba velozmente la ciudad. Había salido de Brightwood para entrar en la calle Dieciséis, en dirección al centro de Washington. Eran casi las siete y media, y si lograba compaginarlo todo en una hora, todavía podría incluirlo en la última edición de la ciudad, la mayor de media docena de ediciones, que empezaba a salir de las rotativas a las diez y media. Gracias a Dios que llevaba su pequeño teléfono de ejecutivo en el coche, que le había hecho sentir vergüenza a la hora de comprarlo. Llamó a Smith Keen, ayudante de redacción de la sección de investigaciones, que estaba todavía en su despacho del quinto piso. Llamó también a un compañero en la sección de asuntos extranjeros y le pidió que buscara todo lo que tuvieran acerca de Khamel.
La circular le inspiraba recelo. El tema era demasiado delicado para plasmarlo en blanco y negro, y luego distribuirlo por la oficina como si se tratara de las últimas directrices sobre el café, el agua embotellada, o las vacaciones. Alguien, probablemente Fletcher Coal, quería comunicarle al mundo que Khamel había emergido como sospechoso, que por si fuera poco era árabe y estrechamente vinculado a Libia, Irán e Irak, países gobernados por locos sanguinarios que odiaban Norteamérica. Alguien, en la Casa Blanca de los locos, deseaba que aquello se imprimiera en primera plana.
Pero se trataba de una noticia sensacional, digna de la primera página. Grantham y Smith Keen habían terminado a las nueve. Habían encontrado dos viejas fotografías de alguien que todo el mundo creía que se trataba de Khamel, pero tan distintas la una de la otra que parecían personas diferentes. Keen decidió imprimirlas ambas. En la ficha de Khamel había poca información. Muchos rumores y leyendas, pero escasos datos. Grantham mencionó al papa, al diplomático británico, al banquero alemán y la emboscada de soldados israelíes. Y ahora, según una fuente confidencial de la Casa Blanca, una fuente sumamente fiable y digna de credibilidad, Khamel era uno de los sospechosos de los asesinatos de los jueces Rosenberg y Jensen.
Veinticuatro horas después de salir a la calle, estaba todavía viva. Si lograba sobrevivir hasta la mañana siguiente, podría empezar otro día con nuevas ideas sobre qué hacer y adónde ir. De momento estaba cansada. Se encontraba en una habitación del decimoquinto piso del Marriott, con la puerta atrancada, las luces encendidas, y un enorme recipiente de nuez moscada en polvo sobre la cama. Su espesa cabellera pelirroja estaba ahora en una bolsa del armario. Se había cortado el pelo por última vez cuando tenía tres años y su madre se había puesto furiosa.
Había trabajado penosamente durante dos horas, con unas tijeras rudimentarias, para cortarse el cabello y conservar cierto semblante de estilo. Lo ocultaría bajo una gorra o un sombrero hasta quién sabe cuando. Tardó otras dos horas en teñirlo de negro. Podía habérselo aclarado y convertirse en rubia, pero era demasiado evidente. Suponía que quienes la perseguían eran profesionales y por alguna razón insondable, había decidido en la perfumería que esperarían que se convirtiera en rubia. Además, qué importaba. El producto sé vendía en una botella y si al despertar al día siguiente no le gustaba su cabellera; podría teñirla de rubio. La estrategia camaleónica. Cambiar de color todos los días y volverlos locos. Clariol tenía por lo menos ochenta y cinco tonos.
Estaba terriblemente cansada, pero tenía miedo de dormirse. En todo el día no había visto a su amigo del Sheraton, pero cuanto más circulaba más familiares le resultaban los rostros que veía. Sabía que estaba ahí, al acecho. Y que tenía compañeros. Si habían sido capaces de asesinar a Rosenberg y Jensen, y de aniquilar a Thomas Callahan, no tendrían ninguna dificultad en eliminarla a ella.
No podía acercarse a su coche, ni alquilar uno. Para alquilar vehículos hay que facilitar datos y probablemente estaban al acecho. Podría coger un avión, pero sin duda vigilaban los aeropuertos. Otra alternativa sería el autobús, pero nunca lo había hecho, ni había visto el interior de una estación de Greyhound.
Y al darse cuenta de que había desaparecido, esperarían que huyera. No era más que una aficionada, una joven estudiante universitaria, con el corazón destrozado después de ver morir a su compañero en un coche bomba. Escaparía alocadamente, huiría a toda prisa de la ciudad, y la atraparían sin dificultad.
En aquellos momentos se sentía bastante a gusto en la ciudad. Contaba con un millón de habitaciones de hotel, casi el mismo número de callejones, bares y antros diversos, y una muchedumbre que siempre circulaba por Bourbon, Chartres, Dauphine y Royal. Conocía bien la zona, especialmente el barrio francés, donde se podía andar por todas partes. Durante unos días se trasladaría de hotel en hotel. ¿Hasta cuándo? No lo sabía. Tampoco sabía por qué. Trasladarse parecía lo sensato dadas las circunstancias. Permanecería alejada de las calles por la mañana y procuraría dormir. Cambiaría de ropa, de gafas y de sombrero. Empezaría a fumar y circularía con un cigarrillo en la boca. Circularía hasta cansarse y entonces tal vez se marcharía. No estaba mal tener miedo. Debía seguir pensando. Sobreviviría.
Pensó en llamar a la policía, pero no en aquel momento. Pedían el nombre y otros datos, y podían ser peligrosos. Pensó en llamar al hermano de Thomas a Mobile, pero no había nada que aquel pobre hombre pudiera hacer por ella en aquel momento. Pensó en llamar al decano, pero cómo explicarle lo del informe, Gavin Verheek, el FBI, el coche bomba, Rosenberg y Jensen, y lo de su huida, de modo que pareciera plausible. Olvidaría al decano. En todo caso, no se llevaba bien con él. Pensó en llamar a un par de compañeros de la facultad, pero la gente habla y otros escuchan, y podría ser que estuvieran allí para oír lo que se decía acerca de Callahan. Quería hablar con Alice Stark, su mejor amiga. Alice estaba preocupada e iría a la policía, para denunciar la desaparición de su amiga Darby Shaw. La llamaría mañana.
Llamó al servicio de habitaciones y pidió una ensalada mexicana y una botella de vino tinto. Se la bebería toda y entonces se sentaría en una silla con su bote de nuez moscada, vigilando la puerta hasta quedarse dormida.