16

A pesar de tratarse de una crisis maravillosa, con el índice de popularidad en ascenso y Rosenberg muerto, con su imagen limpia e impecable y el pueblo norteamericano satisfecho de que controlara la situación, con los demócratas en busca de cobijo y la reelección del próximo año garantizada, le tenía harto, así como las persistentes reuniones antes del alba. Estaba harto de F. Denton Voyles, así como de su autocomplacencia y su arrogancia, y de su achaparrada figura al otro lado de su escritorio con su gabardina arrugada, mirando por la ventana mientras se dirigía al presidente de Estados Unidos. Estaba a punto de llegar para otra reunión antes del desayuno, otro tenso encuentro en el que Voyles sólo le revelaría parte de lo que sabía.

Estaba harto de estar en Babia y de sólo recibir los mendrugos que Voyles decidía arrojarle. Gminski también le arrojaba algunos, y entre los unos y los otros, se suponía que debía darse por satisfecho. No sabía nada comparado con ellos. Por lo menos contaba con Coal para examinar todos sus documentos, memorizarlos, y asegurar su honradez.

También estaba harto de Coal. Harto de su perfección y de su insomnio. Harto de su ingenio. Harto de su propensión a empezar la jornada cuando el sol estaba en algún lugar sobre el Atlántico, y a planificar cada maldito minuto de cada maldita hora del día, hasta que llegaba al Pacífico. Entonces llenaba una caja con toda la documentación del día, se la llevaba a su casa, la leía, la descifraba, la archivaba y regresaba radiante al cabo de unas pocas horas, con la dolorosamente aburrida mescolanza que había devorado. Cuando Coal estaba cansado, dormía cinco horas, pero lo habitual para él eran tres o cuatro. Salía de su despacho en el ala oeste todas las noches a las once, leía durante todo el camino a su casa en su limusina y, cuando el coche apenas se había enfriado, esperaba ya que le llevaran de nuevo a la Casa Blanca. Para él era un pecado llegar a su despacho después de las cinco de la madrugada. Y si él era capaz de trabajar ciento veinte horas a la semana, todos los demás podían trabajar por lo menos ochenta. Exigía ochenta. Después de tres años, nadie en la administración recordaba a cuánta gente había despedido Fletcher Coal, por no trabajar ochenta horas semanales. Ocurría como mínimo tres veces al mes.

Coal se sentía más feliz las mañanas en que había mucha tensión y debía celebrarse alguna reunión conflictiva. Durante la última semana, la tensión con Voyles había alimentado su buen humor. Estaba junto al escritorio, repasando la correspondencia, mientras el presidente examinaba el Post y un par de secretarias circulaban atareadas por el despacho.

El presidente le echó una ojeada. Impecable traje negro, camisa blanca, corbata de seda roja, demasiada brillantina en el pelo encima de las orejas. Estaba harto de él, pero se le pasaría cuando terminara la crisis y pudiera volver a concentrarse en el golf y Coal en la solución de detalles minuciosos. Se decía a sí mismo que él también tenía tanta energía y resistencia a los treinta y siete años, pero sabía que se mentía.

Coal chasqueó los dedos, miró fijamente a las secretarias y ellas se retiraron alegremente del despacho oval.

—Y ha dicho que no vendría si yo estaba presente. Es cómico —dijo Coal, claramente divertido.

—Creo que no le gusta —respondió el presidente.

—Le encantan las personas a las que puede dominar.

—Supongo que debo ser amable con él.

—Insista, jefe. Es preciso que abandone la investigación. Esa teoría es tan insustancial que resulta ridícula, pero en sus manos puede ser peligrosa.

—¿Qué ocurre con esa estudiante de Derecho?

—Lo estamos investigando. Parece inofensiva.

El presidente se puso de pie y se desperezó. Coal ordenaba papeles. Una secretaria anunció la llegada de Voyles por el intercomunicador.

—Me retiro —dijo Coal, para observar y escuchar la conversación a la vuelta de la esquina.

A instancias suyas, se habían instalado tres cámaras de circuito cerrado en el despacho oval. Los monitores estaban en una pequeña sala cerrada con llave del ala oeste. Él tenía la única llave. Sarge conocía la existencia de dicha sala, pero nunca se había molestado en entrar en la misma. Todavía. Las cámaras eran invisibles y supuestamente secretas.

El presidente se sentía mejor, sabiendo que Coal por lo menos vigilaría. Recibió a Voyles en la puerta con un caluroso apretón de manos y le acompañó al sofá, para charlar con franqueza y comodidad. Voyles no estaba impresionado. Sabía que Coal le estaría escuchando. Y observando.

Pero llevado por el espíritu de la ocasión, se quitó la gabardina y la dejó cuidadosamente sobre una silla. No quiso tomar café.

El presidente se cruzó de piernas. Llevaba puesto el jersey castaño. El abuelo.

—Denton —dijo con gravedad—, quiero pedirle disculpas por Fletcher Coal. No es una persona muy delicada.

Voyles movió ligeramente la cabeza. Serás imbécil. Hay suficientes cables en este despacho para electrocutar a la mitad de los funcionarios de Washington. Coal estaba en algún lugar del sótano, oyendo cómo se hablaba de su falta de delicadeza.

—Puede ser un auténtico imbécil, ¿no le parece? —refunfuñó Voyles.

—Indudablemente. Tendré que llamarle la atención. Es muy inteligente y trabaja muchísimo, pero a veces tiene tendencia a excederse.

—Es un cabrón y estoy dispuesto a decírselo a la cara —dijo Voyles, al tiempo que levantaba la cabeza para mirar a un respiradero encima del retrato de Thomas Jefferson, donde había oculta una cámara.

—Bien, procuraré que no se cruce en su camino, hasta que todo esto haya terminado.

—Sí, hágalo.

El presidente sorbía lentamente su café, mientras reflexionaba sobre lo que diría a continuación. Voyles no era conocido por su expresividad.

—Necesito un favor.

—Diga, señor —respondió Voyles imperturbable y sin parpadear.

—Necesito que se abandone ese asunto pelícano. Es una idea descabellada pero, diablos, en cierto modo me menciona a mí. ¿Con qué seriedad se lo toma?

La situación era cómica. Voyles tuvo que esforzarse para no sonreír. Funcionaba. El informe Pelícano había inquietado al señor presidente y al señor Coal. Lo habían recibido el martes por la noche, les había preocupado durante todo el día del miércoles y ahora, en la madrugada del jueves, estaban de rodillas sobre algo que era casi una broma.

—Lo estamos investigando, señor presidente —mintió, sin que su interlocutor pudiera saberlo—. Seguimos todas las pistas y a todos los sospechosos. No se lo habría mandado, si no fuera serio.

Los surcos de la tez morena del presidente se multiplicaron, y a Voyles le apeteció soltar una carcajada.

—¿Qué ha descubierto?

—Poca cosa, pero sólo hemos empezado. Llegó a nuestras manos hace menos de cuarenta y ocho horas y he asignado catorce agentes de Nueva Orleans a que lo indaguen. Pura rutina. —Mintió con tanta convicción, que casi oyó que Coal se atragantaba.

¡Catorce! Le produjo tal impacto en las entrañas que se puso de pie y dejó el café sobre la mesa. Catorce agentes federales exhibiendo sus placas y formulando preguntas. Era sólo cuestión de tiempo hasta que se divulgara la noticia.

—¿Ha dicho catorce? Parece bastante grave.

—Trabajamos con mucha seriedad, señor presidente —respondió Voyles, firme en su posición—. Hace una semana que se cometieron los asesinatos y empiezan a enfriarse las huellas. Investigamos las pistas tan rápido como podemos. Mis hombres trabajan día y noche.

—Lo comprendo perfectamente, ¿pero qué credibilidad le atribuye a esa teoría pelícano?

Era divertidísimo. Todavía no había mandado el informe a Nueva Orleans. A decir verdad, ni siquiera se había puesto en contacto con la oficina de Nueva Orleans. Le había ordenado a Eric East que mandara una copia por correo, con instrucciones de formular algunas preguntas discretas. Era un callejón sin salida, como tantas otras pistas que investigaban.

—Dudo de que haya algo sustancial en ello, señor presidente, pero debemos cercioramos.

Desaparecieron los surcos y se esbozó una sonrisa.

—No hace falta que le diga, Denton, los perjuicios que podría causar esa tontería si llegara a oídos de la prensa.

—No consultamos a la prensa cuando investigamos.

—Lo sé. No es preciso insistir en ello. Pero me gustaría que abandonara ese tema. Maldita sea, es absurdo, pero podría perjudicarme bastante. ¿Comprende lo que le digo?

—¿Me pide que haga caso omiso de un sospechoso, señor presidente? —preguntó Voyles con toda brutalidad.

Coal se inclinó sobre la pantalla. ¡No, lo que le digo es que se olvide del informe pelícano! Lo dijo casi en voz alta. A Voyles podía decírselo con toda claridad. Podía deletreárselo y luego darle un bofetón si se pasaba de listo. Pero estaba oculto en una habitación cerrada con llave, alejado de la acción. Y, de momento, sabía que estaba donde le correspondía.

El presidente cambió de posición y se cruzó de piernas.

—Vamos, Denton, sabe perfectamente a lo que me refiero. Hay peces gordos en el estanque. La prensa observa esta investigación, con anhelo por descubrir quiénes son los sospechosos. Ya sabe cómo son los periodistas. No tengo que recordarle que no gozo de su simpatía. No le caigo simpático ni a mi propio secretario de prensa. Olvídelo por un tiempo. Deje eso y persiga a los auténticos sospechosos. Esto es una majadería, pero podría colocarme en una situación sumamente embarazosa.

Denton le miró con dureza e inflexibilidad. El presidente cambió nuevamente de posición.

—¿Qué me dice de ese asunto de Khamel? ¿No es cierto que parece prometedor?

—Podría serlo.

—Puesto que hablamos de cifras, ¿cuántos agentes ha asignado a Khamel?

—Quince —respondió Voyles, casi con una carcajada.

El presidente quedó boquiabierto. Al principal sospechoso del caso se le asignaban quince agentes y a ese maldito asunto pelícano catorce.

Coal sonrió y movió la cabeza. Había atrapado a Voyles en sus propias mentiras. Al final de la página cuatro del informe del miércoles, Eric East y K. O. Lewis daban la cifra de treinta, no quince. Tranquilícese, jefe, le susurró Coal a la pantalla. Está jugando con usted.

El presidente estaba cualquier cosa menos tranquilo.

—Santo cielo, Denton. ¿Por qué sólo quince? Creí que se trataba de una pista significativa.

—Tal vez sean algunos más. Soy yo quien dirige la investigación, señor presidente.

—Lo sé. Y está haciendo un trabajo maravilloso. No pretendo entrometerme. Pero me gustaría que dirigiera sus esfuerzos en otra dirección. Eso es todo. Cuando leí el informe Pelícano estuve a punto de vomitar. Si la prensa lo viera y empezara a indagar, me crucificaría.

—¿De modo que me pide que lo abandone?

El presidente se inclinó y le dirigió una furibunda mirada.

—No se lo pido, Denton. Le ordeno que lo abandone. Deje este asunto tranquilo un par de semanas. Dedíquese a otras cosas. Si sale a relucir de nuevo, échele otra ojeada. No olvide que aquí todavía soy yo quien manda.

Voyles cedió y sonrió ligeramente.

—Le propongo un trato. Su esbirro, Coal, me ha hecho una mala jugada con la prensa. Se han ensañado conmigo, por nuestras medidas de seguridad para proteger a Rosenberg y Jensen.

El presidente asintió con solemnidad.

—Mantenga a ese toro de lidia alejado de mí y yo olvidaré la teoría pelícano.

—Yo no hago tratos.

—De acuerdo —respondió Voyles con una mueca, pero sin perder la serenidad—. Mañana mandaré cincuenta agentes a Nueva Orleans. Y otros cincuenta al día siguiente. Pasearán por toda la ciudad mostrando sus placas y procurando llamar la atención.

El presidente se puso inmediatamente de pie y se acercó a la ventana que daba al jardín de las rosas. Voyles permaneció inmóvil, a la espera.

—De acuerdo, de acuerdo. Trato hecho. Controlaré a Fletcher Coal.

Voyles se levantó, para acercarse lentamente al escritorio.

—No confío en él y si vuelvo a oler su presencia durante esta investigación, el trato quedará anulado e investigaremos el informe Pelícano con todos los medios a nuestra disposición.

—Trato hecho —sonrió calurosamente el presidente, con las manos en alto.

Voyles sonreía, el presidente sonreía y, en una pequeña habitación cerca de la sala de reuniones del gabinete, Fletcher Coal sonreía ante la pantalla. Esbirro y toro de lidia. Le encantaba. Esos eran términos que generaban leyendas.

Apagó las pantallas y cerró la puerta con llave. Podían hablar otros diez minutos sobre las investigaciones de los candidatos y les escucharía desde su despacho, donde tenía audio pero no vídeo. A las nueve tenía una reunión de personal. Un despido a las diez. Y tenía algo que mecanografiar. Grababa la mayoría de las circulares en un magnetófono y le entregaba la cinta a una secretaria. Pero de vez en cuando, Coal se veía obligado a recurrir a la circular fantasma. Se trataba de circulares que aparecían en el ala oeste, siempre muy polémicas, y que acababan habitualmente en manos de la prensa. Puesto que eran anónimas, podían encontrarse casi en cualquier escritorio. Coal chillaba y acusaba. Incluso había llegado a despedir a alguien por las circulares fantasmas, que procedían ineludiblemente de su máquina de escribir.

Constaba de cuatro párrafos a un espacio en una página, en los que se resumía lo que sabía acerca de Khamel y de su reciente salida de Washington. Sugería tenues vínculos con los libios y los palestinos. Coal estaba admirado. ¿Cuánto tardaría antes de llegar al Post o al Times? Hacía pequeñas apuestas consigo mismo, para saber cuál sería el periódico que lo recibiría primero.

El director estaba en la Casa Blanca, y de allí cogería el avión a Nueva York para regresar al día siguiente. Gavin merodeaba por la antesala del despacho de K. O. Lewis, a la espera de un pequeño hueco, y entró.

—Pareces asustado —dijo Lewis, que estaba irritado, pero que no dejaba de comportarse nunca como un caballero.

—Acabo de perder a mi mejor amigo.

Lewis siguió a la espera de más información.

—Se llamaba Thomas Callahan. Era el individuo de Tulane que me trajo el informe Pelícano, que ha circulado de mano en mano, se ha mandado a la Casa Blanca y quién sabe adónde, y ahora está muerto. Hecho añicos anoche por un coche bomba en Nueva Orleans. Asesinado, K. O.

—Lo siento.

—No es cuestión de sentirlo. Evidentemente la bomba iba dirigida contra Callahan y la estudiante que escribió el informe, una chica llamada Darby Shaw.

—Vi su nombre en el informe.

—Exactamente. Salían juntos y se suponía que estarían ambos en el coche cuando estalló la bomba. Pero ella sobrevivió y me ha llamado por teléfono a las cinco de la madrugada. Muerta de miedo.

—No sabes con seguridad que se tratara de una bomba —respondió Lewis que le escuchaba, pero sin darle importancia al asunto.

—Ella me ha dicho que fue una bomba. ¡Estalló! y lo hizo volar todo por los aires. Tengo la seguridad de que él está muerto.

—¿Y crees que hay alguna relación entre su muerte y el informe?

Gavin era abogado, carecía de formación en el arte de la investigación, y no quería parecer ingenuo.

—Podría haberla. Sí, creo que sí. ¿Tú no lo crees?

—No importa, Gavin. Acabo de hablar por teléfono con el director. Hemos abandonado el asunto pelícano. No estoy seguro de que jamás nos hayamos ocupado de ello, pero no le vamos a dedicar más tiempo.

—Mi amigo ha muerto a consecuencia de un coche bomba.

—Lo siento. Estoy seguro de que las autoridades locales lo investigarán.

—Escúchame, K. O. Te estoy pidiendo un favor.

—Escúchame tú a mí, Gavin. No puedo hacer favores. Son muchas las liebres que perseguimos en estos momentos y si el director nos ordena parar, paramos. Habla con él si lo deseas, pero no te lo aconsejo.

—Puede que no lo haya enfocado debidamente. Creí que me escucharías y, por lo menos, fingirías interesarte.

—Gavin, tienes mal aspecto —dijo Lewis, mientras daba la vuelta a su escritorio—. Tómate el día libre.

—No. Regresaré a mi despacho, esperaré una hora y volveré aquí para insistir de nuevo. ¿Podemos volver a intentarlo dentro de una hora?

—No. Voyles ha sido muy explícito.

—También lo ha sido la chica, K. O. Él ha sido asesinado y ella está ahora escondida en algún lugar de Nueva Orleans, aterrorizada de su propia sombra, nos llama para pedir ayuda y resulta que estamos demasiado ocupados.

—Lo siento.

—No, no lo sientes. Es culpa mía. Debía haber arrojado ese maldito documento a la papelera.

—Ha surtido un efecto útil, Gavin —respondió Lewis, al tiempo que le colocaba la mano sobre el hombro, como si su tiempo hubiera concluido y estuviera cansado de discutir aquel tema.

Gavin se separó de él y se dirigió a la puerta.

—Claro, os ha facilitado algo con qué jugar. Debí haberlo quemado.

—Es demasiado bueno para quemarlo, Gavin.

—No me doy por vencido. Regresaré dentro de una hora y volveremos a intentarlo. Esto no ha funcionado como era debido.

Verheek salió dando un portazo.

Darby entró en los almacenes de Rubinstein Brothers por la puerta de Canal Street y se ocultó entre las estanterías de camisas masculinas. Nadie la seguía. Cogió rápidamente un anorak azul marino, tamaño masculino pequeño, unas gafas de sol estilo aviador unisex, y una gorra de piloto automovilístico británico, también de tamaño masculino pequeño, pero a su medida. Pagó con plástico. Después de que la dependienta extendiera la factura, retiró las etiquetas y se puso el anorak. Era holgado, como las prendas que solía usar para asistir a clase. Ocultó la cabellera bajo el cuello de la chaqueta, mientras la dependienta la observaba discretamente, salió del almacén y se perdió entre la muchedumbre.

Estaba de nuevo en Canal Street. Un grupo de turistas entraba en Sheraton y se unió a ellos. Se dirigió a las cabinas que había junto a la pared, encontró el número y llamó a la señora Chen, su vecina que vivía en el dúplex contiguo. ¿Había visto u oído algo? Muy temprano, alguien había llamado a la puerta. Todavía no había amanecido y el ruido la había despertado. No había visto nada, sólo el ruido. Su coche seguía en la calle. ¿Todo bien? Sí, perfecto. Gracias.

Mientras observaba a los turistas, marcó el número particular de Gavin Verheek. Después de relativamente pocos problemas y de repetir durante tres minutos el nombre de Gavin, sin querer dar el suyo, oyó su voz.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Deja que te explique algo. De momento, no te diré a ti ni a nadie donde me encuentro. De modo que no me lo preguntes.

—De acuerdo. Supongo que eres tú quien fija las reglas.

—Gracias. ¿Qué ha dicho el señor Voyles?

—El señor Voyles estaba en la Casa Blanca y no he podido hablar con él. Intentaré hacerlo más tarde.

—Eso me parece muy insatisfactorio, Gavin. Llevas casi cuatro horas en el despacho y no has conseguido nada. Esperaba más de ti.

—Ten paciencia, Darby.

—Con paciencia lograré que me maten. Andan tras de mí, ¿no es cierto, Gavin?

—No lo sé.

—¿Qué harías si supieras que deberías haber muerto, que la gente que intenta matarte ha ordenado el asesinato de dos jueces del Tribunal Supremo, ha eliminado a un simple profesor de Derecho, y dispone de miles de millones de dólares que evidentemente está dispuesta a utilizar para asesinar? ¿Qué harías, Gavin?

—Acudir al FBI.

—Thomas lo hizo y está muerto.

—Gracias, Darby. Eso no es justo.

—No son las susceptibilidades o los sentimientos lo que me preocupa. Mi propósito es el de sobrevivir hasta el mediodía.

—No vayas a tu casa.

—No soy imbécil. Ya han estado allí. Y estoy segura de que vigilan su casa.

—¿Dónde está la familia de Thomas?

—Sus padres viven en Nápoles, Florida. Supongo que la universidad se pondrá en contacto con ellos. No lo sé. Tiene un hermano en Mobile y había pensado en llamarle, para contarle lo ocurrido.

Darby vio un rostro. Caminaba entre los turistas junto a la caja. Llevaba un periódico doblado bajo el brazo y procuraba pasar desapercibido, como cualquier otro cliente, pero titubeaba al andar y buscaba con la mirada. Era un rostro largo y delgado, con gafas redondas y una frente reluciente.

—Escúchame, Gavin. Escribe lo que te voy a decir. Veo a un hombre al que he visto antes, hace poco. Más o menos una hora. Metro ochenta y cinco o seis, delgado, unos treinta años, gafas, entradas, piel oscura. Ha desaparecido. Ha desaparecido.

—¿Quién diablos es?

—¡Maldita sea, no nos han presentado!

—¿Te ha visto? ¿Dónde diablos estás?

—En el vestíbulo de un hotel. No sé si me ha visto. Me largo.

—¡Darby! Escúchame. Hagas lo que hagas, mantente en contacto conmigo, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré.

Los servicios estaban a la vuelta de la esquina. Entró en el último retrete, cerró la puerta y permaneció allí una hora.