15

La discusión empezó con el postre, parte de la comida que Callahan prefería tomar en forma líquida. Ella había sido bastante amable al olvidar las bebidas que había consumido ya con la comida: dos whiskys dobles antes de empezar, otro antes de que les sirvieran la cena, y dos botellas de vino con el pescado, de las que ella sólo había tomado un par de vasos. Bebía con excesiva rapidez y se estaba embriagando. Cuando se lo recriminó, se enojó con ella. De postre pidió un Drambuie, no sólo porque le gustaba, sino porque se había convertido en una cuestión de principios. Se lo tomó de un trago, pidió otro, y ella se puso furiosa.

Darby movía su café con la cucharilla, sin prestarle atención. Mouton’s estaba lleno y lo único que ella deseaba era salir sin hacer ninguna escena, para regresar sola a su casa.

La discusión empezó a ser desagradable en la acera, cuando se alejaban del restaurante. Él se sacó las llaves del Porsche del bolsillo y ella le dijo que estaba demasiado borracho para conducir. Intentó quitarle las llaves. Él las agarró con fuerza y se tambaleó en dirección al aparcamiento, a tres manzanas de donde se encontraban. Ella dijo que prefería andar. Diviértete, dijo él. Ella le seguía a pocos pasos, avergonzada de aquel individuo que se tambaleaba. Le suplicó. Su nivel de alcohol en la sangre era por lo menos de cero coma dos. Maldita sea, era un catedrático de Derecho. Podía matar a alguien. Él aceleró el paso, se acercó peligrosamente al borde de la acera, pero recuperó el equilibrio. Farfulló algo de que conducía mejor borracho que ella sobria. Ella aflojó el paso. Había estado con él en el coche cuando estaba en ese estado y sabía de lo que era capaz un borracho en un Porsche.

Cruzó sin mirar la calle, con las manos hundidas en los bolsillos, como si diera un tranquilo paseo nocturno. Calculó mal la distancia del bordillo, tropezó, perdió el equilibrio, se tambaleó y avanzó por la acera echando maldiciones. Aceleró antes de que ella pudiera alcanzarle. Maldita sea, déjame solo, le dijo. Ella le suplicó que le diera las llaves; de lo contrario iría andando. Él le dio un empujón. Diviértete, dijo él con una carcajada. Nunca le había visto tan borracho. Él jamás la había agredido, estuviera o no bebido.

Junto al aparcamiento había un pequeño antro, con un anuncio luminoso de cerveza que cubría sus ventanas. Ella se asomó a la puerta en busca de ayuda, pero se dio cuenta de la estupidez que cometía. El local estaba lleno de borrachos.

—¡Thomas! ¡Por favor! ¡Déjame que conduzca! —chilló desde la acera, decidida a no seguir, cuando él se acercaba al Porsche.

Él siguió avanzando y le indicó con la mano que se largara, mientras farfullaba algo para sus adentros. Abrió la puerta del coche, se dejó caer junto al volante y desapareció entre los demás coches. Se oían los ronquidos del motor cuando aceleraba.

Darby se apoyó contra una pared, a pocos metros de la salida del aparcamiento. Contempló la calle, casi con la esperanza de que apareciera un policía. Era preferible verle detenido que muerto.

Estaba demasiado lejos para ir andando. Vería cómo se alejaba, llamaría un taxi y no le dirigiría la palabra en una semana. Por lo menos una semana. Diviértete, se dijo a sí misma. Se oyó otro acelerón y chirriaron los neumáticos.

La explosión la tiró sobre la acera. Cayó de bruces en el suelo, aturdida durante unos instantes, y de pronto consciente del calor y de los fragmentos en llamas que caían sobre la calle. Miró horrorizada al aparcamiento. El Porsche hizo una perfecta voltereta en el aire y cayó invertido. Los neumáticos, las ruedas, las puertas y los parachoques se desprendieron del coche. El vehículo se había convertido en una reluciente bola de fuego, devorado inmediatamente por sus voraces llamas.

Darby empezó a acercarse, llamando a voces a su compañero. La lluvia de fragmentos y el calor la obligaron a detenerse a diez metros del vehículo, desde donde gritaba con las manos junto a la boca.

Entonces tuvo lugar una segunda explosión, que la obligó a retroceder. Tropezó y se golpeó fuertemente la cabeza contra el parachoques de otro coche. Lo último que sintió de momento fue el calor del suelo en la cara.

El antro se vació y los borrachos estaban por todas partes. Miraban desde la acera. Dos de ellos intentaron avanzar, pero el calor que les abrasaba el rostro se lo impidió. Una columna de humo espeso se elevaba de la bola de fuego, y en pocos segundos se incendiaron otros dos coches. Se oían gritos y voces aterradas.

—¿De quién es el coche?

—¡Llamen al 911!

—¿Hay alguien dentro?

—¡Llamen al 911!

La cogieron por los codos y la llevaron a la acera, en medio de la muchedumbre. No dejaba de repetir el nombre de Thomas. Una toalla húmeda apareció del antro y se la colocaron en la frente.

Cada vez era mayor el número de gente y de movimiento en la calle. Sirenas, oyó sirenas al recuperar el conocimiento. Tenía un chichón en la nuca y frescor en la cara. Su boca estaba seca.

—Thomas, Thomas —repetía.

—Tranquila, tranquila —decía un rostro negro cerca de ella, que le sostenía cuidadosamente la cabeza y le acariciaba el brazo.

Otros rostros la miraban.

—Tranquila —asentían.

Ahora aullaban las sirenas. Se retiró cuidadosamente la toalla y miró. Luces rojas y azules parpadeaban en la calle. Las sirenas eran ensordecedoras. Se incorporó. La apoyaron contra la pared, bajo el letrero luminoso de cerveza, se retiraron y la observaron atentamente.

—¿Está bien, señorita? —preguntaba el negro.

No pudo responderle. No lo intentó. Le dolía la cabeza.

—¿Dónde está Thomas? —preguntó, con la mirada fija en una grieta de la acera.

Los presentes se miraron entre sí. El primer coche de bomberos dio un frenazo a siete metros y se retiró la gente. Los bomberos se apearon y empezaron a circular por todas partes.

—¿Dónde está Thomas? —repitió.

—¿Quién es Thomas, señorita? —preguntó el negro.

—Thomas Callahan —respondió en voz baja, como si todo el mundo le conociera.

—¿Estaba en el coche?

Darby asintió y cerró los ojos. Dejaron de aullar las sirenas. Oía gritos de angustia y el crujido de las llamas. Olía el fuego.

El segundo y tercer coche de bomberos llegaron velozmente de distintas direcciones. Un policía se abrió paso entre la muchedumbre.

—Policía. Retírense. Policía —decía mientras avanzaba hasta encontrarla—. Sargento Rupert, señora, del Departamento de policía de Nueva Orleans —dijo después de agacharse y mostrarle una placa.

Darby le oyó, pero no reaccionó. Ese tal Rupert estaba a escasos centímetros de su rostro, con su frondosa cabellera, una gorra de béisbol, y una chaqueta negra y dorada de los Saints. Le miró desinteresadamente.

—¿Es ese su coche, señora? Alguien ha dicho que era suyo.

Darby movió negativamente la cabeza.

Rupert la había agarrado por los codos y la ayudaba a levantarse. Hablaba incesantemente y le preguntaba si estaba bien, sin dejar de tirar de ella para que se levantara. Le dolía muchísimo. Parecía tener la cabeza fracturada, rota, abierta, y estaba desconcertada, pero a aquel imbécil no le importaba. Se puso de pie. Las rodillas no cooperaban y cojeaba. El negro miró a Rupert como si estuviera loco.

Entonces empezaron a funcionarle las piernas y avanzó en compañía de Rupert entre la muchedumbre, por detrás de un coche de bomberos, alrededor de otro, hasta llegar a un coche de policía sin distintivos. Agachó la cabeza y se negó a mirar al aparcamiento. Rupert no dejaba de hablar. Decía algo acerca de una ambulancia. Abrió la puerta delantera del vehículo y la introdujo cuidadosamente en el mismo.

Otro policía se agachó junto a la puerta y empezó a formular preguntas. Llevaba tejanos y botas de vaquero puntiagudas. Darby se inclinó y se colocó la cabeza entre las manos.

—Creo que necesito ayuda —dijo.

—Por supuesto, señora. Están en camino. Sólo un par de preguntas. ¿Cómo se llama?

—Darby Shaw. Creo que estoy en estado de shock. Estoy mareada y tengo ganas de vomitar.

—Ahora mismo llegará la ambulancia. ¿Es aquel su coche?

—No.

Otro coche de policía, con luces e inscripciones, paró frente al de Rupert. Rupert desapareció momentáneamente. De pronto el policía vestido de vaquero cerró la puerta y se quedó sola en el coche. Se inclinó al frente y vomitó entre sus piernas. Echó a llorar. Tenía frío. Apoyó lentamente la cabeza en el asiento del conductor y se acurrucó. Silencio. Oscuridad.

Alguien daba golpes en la ventana. Abrió los ojos y vio a un individuo uniformado, con una gorra y una placa. La puerta estaba cerrada con llave.

—Abra la puerta, señora.

Se incorporó y obedeció.

—¿Está usted bebida, señora?

—No —respondió angustiada, con una terrible jaqueca.

—¿Es este su coche? —preguntó el agente, después de abrir la puerta de par en par.

—¡No! —exclamó—. Pertenece a Rupert.

—¿Quién diablos es Rupert?

Sólo quedaba un coche de bomberos y la mayoría de la gente se había retirado. Su interlocutor era evidentemente un agente de policía.

—El sargento Rupert. Uno de ustedes —respondió.

—Salga del coche, señora —ordenó el agente enojado.

Con mucho gusto. Darby se apeó y se quedó de pie en la acera. A lo lejos, un solo bombero rociaba el chasis humeante del Porsche.

Se le acercó otro agente uniformado.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el primer policía.

—Darby Shaw.

—¿Por qué estaba inconsciente en este coche?

—No lo sé —respondió, después de mirar el vehículo—. Me lastimé y Rupert me llevó al coche. ¿Dónde está Rupert?

Los policías se miraron entre sí.

—¿Quién diablos es Rupert? —preguntó el primer agente.

Eso la enfureció y el enojo le aclaró la mente.

—Rupert dijo que era policía.

—¿Cómo se lastimó? —preguntó el segundo agente.

Darby le miró fijamente y señaló el aparcamiento, al otro lado de la calle.

—Yo debía haber estado en ese coche. Pero no estaba, y ahora estoy aquí, escuchando sus estúpidas preguntas. ¿Dónde está Rupert?

Los policías volvieron a mirarse desconcertados.

—No se mueva de aquí —dijo el primer agente, antes de cruzar la calle, para dirigirse a otro coche de policía, junto al que un individuo de traje hablaba con un pequeño grupo de personas.

Después de hablarse en voz baja, el primer agente regresó junto a Darby, acompañado del individuo del traje.

—Soy el teniente Olson, del Departamento de policía de Nueva Orleans. ¿Conocía al individuo del coche? —preguntó, señalando al aparcamiento.

Le flaquearon las rodillas y se mordió el labio. Asintió.

—¿Cómo se llama?

—Thomas Callahan.

—Eso es lo que dice el ordenador —dijo Olson, mirando al primer agente—. Y ahora, dígame, ¿quién es ese Rupert?

—¡Dijo que era policía! —exclamó Darby.

—Lo siento —dijo Olson, en tono compasivo—. No hay ningún policía llamado Rupert.

Darby no lograba dejar de sollozar. Olson la apoyó sobre el capó del coche y le sujetó los hombros, hasta que cedió el llanto y empezó a recuperarse.

—Compruebe la matrícula —le ordenó Olson al segundo agente, que tomó inmediatamente nota y llamó a la central.

Olson la sostenía suavemente por los hombros y la miraba a los ojos.

—¿Estaba usted con Callahan?

Darby asintió, sin dejar de llorar pero mucho más tranquila. Olson miró al primer agente.

—¿Cómo entró en este coche? —preguntó amablemente el teniente.

Darby se frotó los ojos con los dedos y le miró.

—Ese individuo llamado Rupert, que dijo ser policía, vino a buscarme al otro lado de la calle y me acompañó hasta aquí. Me hizo subir al coche y otro policía con botas de vaquero empezó a formularme preguntas. Cuando llegó otro coche de policía, se marcharon. Entonces supongo que perdí el conocimiento. No lo sé. Me gustaría que me viera un médico.

—Traiga mi coche —le dijo Olson al primer agente.

El segundo agente regresó con aspecto perplejo.

—El ordenador no tiene constancia de esta matrícula. Debe ser falsa.

Olson la cogió del brazo y la llevó a su coche.

—Voy a llevarla al hospital —les dijo a los agentes—. Cuando terminéis, reuníos conmigo. Confiscad el coche. Después lo examinaremos.

En el coche de Olson, Darby oía el parloteo de la radio mientras contemplaba el aparcamiento. Habían ardido cuatro coches. El Porsche, convertido en un montón de chatarra, estaba invertido en el centro. Todavía circulaba un puñado de bomberos y personal de emergencia. Un policía cercaba la zona con una cinta amarilla.

Palpó el chichón que tenía en la nuca. No había sangre. Las lágrimas le caían por las mejillas.

Olson cerró la puerta y empezaron a circular en dirección a Saint Charles. Llevaba las luces azules encendidas, pero no la sirena.

—¿Está en condiciones de hablar? —preguntó.

—Supongo —respondió Darby, mientras circulaban por Saint Charles—. Está muerto, ¿no es cierto?

—Sí, Darby. Lo siento. Supongo que estaba solo en el coche.

—Sí.

—¿Cómo se ha lastimado? —preguntó, al tiempo que le ofrecía un pañuelo, con el que se secó los ojos.

—Creo que me caí. Hubo dos explosiones y me parece que la segunda me derribó. No recuerdo todos los detalles. Por favor, dígame quién es Rupert.

—No tengo ni idea. No conozco a ningún policía llamado Rupert, ni había aquí ningún agente con botas de vaquero.

Darby reflexionó durante una manzana y media.

—¿Cómo se ganaba la vida Callahan?

—Era profesor de derecho en Tulane. Yo estudio en la facultad.

—¿Quién querría matarle?

—¿Está seguro de que ha sido intencionado? —preguntó Darby, con la mirada fija en las luces del tráfico, después de mover la cabeza.

—No cabe la menor duda. Han utilizado un explosivo de mucha potencia. Hemos encontrado un trozo de pie en una verja, a veinticinco metros de distancia. Lo siento, créame. Ha sido asesinado.

—Puede que se equivocaran de coche.

—Es posible. Lo comprobaremos todo. Tengo entendido que usted debía haber estado con él en el coche.

Intentó responder, pero se lo impidieron las lágrimas. Se cubrió el rostro con el pañuelo.

Aparcó entre dos ambulancias, cerca de la entrada de urgencias del hospital, y dejó las luces azules encendidas. Entonces la acompañó a una sucia sala de espera, donde había una cincuentena de personas, con diversos niveles de dolor y molestias. Darby encontró una silla cerca del grifo. Olson habló con la mujer de la ventanilla y, a pesar de que levantó la voz, Darby no logró oír lo que decía. Un niño, con una toalla ensangrentada envuelta en un pie, lloraba sobre las rodillas de su madre. Una joven negra estaba a punto de dar a luz. No se veía a ningún médico ni a ninguna enfermera por ninguna parte. Nadie tenía prisa.

—Tardarán unos minutos en atenderla —dijo Olson, después de agacharse frente a Darby—. No se mueva. Voy a aparcar el coche y vuelvo en seguida. ¿Le apetece charlar?

—Sí, por supuesto.

El teniente desapareció. Darby se tocó de nuevo la nuca para comprobar si había sangre. No la había. Se abrió la puerta doble de par en par y entraron dos malhumoradas enfermeras para llevarse a la parturienta. Prácticamente la arrastraron por la puerta y a lo largo del pasillo.

Darby esperó unos instantes y las siguió. Con los ojos irritados y el pañuelo en la mano, parecía la madre de algún chiquillo enfermo La sala parecía un parque zoológico, con enfermeras, enfermeros y heridos chillando y moviéndose de un lado para otro. Volvió una esquina y vio un letrero que decía SALIDA. Cruzó la puerta, llegó a otra sala mucho más silenciosa, otra puerta, y llegó a una zona de carga. El callejón estaba iluminado. No corras. Sé fuerte. Conserva la serenidad. Nadie te observa. Caminaba a buen paso por la calle. El aire fresco le aclaró los ojos. Se negó a llorar.

Olson tardaría unos minutos y cuando regresara supondría que la habían llamado para ocuparse de ella. Esperaría y esperaría.

Dobló varias esquinas y llegó a Rampart. Estaba cerca del barrio francés, donde podría pasar fácilmente desapercibida. Royal estaba llena de turistas que paseaban. Se sintió más segura. Entró en el Holiday Inn, pagó con tarjeta y cogió una habitación en el quinto piso. Después de cerrar la puerta con llave y trabar la cadena, se acurrucó en la cama con todas las luces encendidas.

La señora Verheek desplazó su rollizo pero rico trasero del centro de la cama y cogió el teléfono.

—¡Es para ti, Gavin! —chilló en dirección al baño.

Gavin apareció con crema de afeitar en media cara y cogió el teléfono de las manos de su esposa, que se ocultó rápidamente bajo las sábanas. «Como un gorrino revolcándose en el fango», pensó.

—Diga.

—Me llamo Darby Shaw —respondió una voz femenina, que oía por primera vez—. ¿Sabe quién soy?

Sonrió inmediatamente y, durante unos instantes, pensó en el minibiquini de Saint Thomas.

—Pues… sí. Creo que tenemos un amigo en común.

—¿Ha leído la pequeña teoría que escribí?

—Pues, sí. Nosotros la denominamos el informe pelícano.

—¿A quién se refiere al decir nosotros?

Verheek se sentó junto a la mesilla de noche. No era una llamada meramente amistosa.

—¿Cuál es el motivo de la llamada, Darby?

—Necesito ciertas respuestas, señor Verheek. Estoy muerta de miedo.

—Llámame Gavin, ¿de acuerdo?

—Muy bien, Gavin. ¿Dónde está ahora el informe?

—En varios sitios. ¿Ocurre algo?

—Ahora te lo contaré. De momento dime lo que has hecho con el informe.

—Lo leí, luego lo mandé a otro departamento, lo vieron ciertas personas del Bureau, se lo mostraron al director Voyles y le causó buena impresión.

—¿Lo ha visto alguien fuera del FBI?

—No puedo decírtelo, Darby.

—Entonces no te contaré lo que le ha ocurrido a Thomas.

Verheek reflexionó durante un buen minuto, mientras ella esperaba pacientemente.

—De acuerdo. Sí, lo ha visto gente ajena al FBI. Quiénes y cuántos, no lo sé.

—Está muerto, Gavin. Fue asesinado anoche, alrededor de las diez. Alguien colocó una bomba para deshacerse de ambos. Yo tuve suerte, pero ahora me persiguen.

—¿Estás herida? —preguntó Verheek, mientras tomaba notas.

—Físicamente estoy bien.

—¿Dónde estás?

—En Nueva Orleans.

—¿Estás segura, Darby? Bueno, ya sé que lo estás, pero, maldita sea, ¿quién querría matarle?

—Conocí a un par de ellos.

—¿Cómo…?

—Sería muy largo de contar. ¿Quién ha visto el informe, Gavin? Thomas te lo entregó el lunes por la noche. Ha circulado de mano en mano y, al cabo de cuarenta y ocho horas, está muerto. Además, yo debería haber muerto con él. ¿No dirías que ha caído en manos inapropiadas?

—¿Estás a salvo?

—¿Quién diablos lo sabe?

—¿Dónde estás? ¿Cuál es tu número de teléfono?

—No tan deprisa, Gavin. En estos momentos voy con pies de plomo. Estoy en una cabina, o sea que no te pases de listo.

—¡Por favor, Darby! ¡Dame una oportunidad! Thomas Callahan era mi mejor amigo. Debes entregarte.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Escúchame, Darby, dame quince minutos y una docena de agentes vendrán a recogerte. Cogeré un avión y estaré contigo antes del mediodía. No debes permanecer en la calle.

—¿Por qué, Gavin? ¿Quién me persigue? Háblame, Gavin.

—Hablaré contigo cuando nos veamos.

—No estoy segura. Thomas está muerto porque habló contigo. En estos momentos no estoy ansiosa por conocerte.

—Escúchame, Darby, no sé quién ni por qué, pero te aseguro que estás en una situación muy peligrosa. Podemos protegerte.

—Tal vez más adelante.

—Puedes confiar en mí, Darby —suspiró, sentado al borde de la cama.

—De acuerdo, confío en ti. ¿Pero qué me dices de los otros? Es muy duro, Gavin. Mi pequeño informe ha molestado enormemente a alguien, ¿no crees?

—¿Sufrió antes de morir?

—No lo creo —titubeó, con la voz entrecortada.

—¿Me llamarás al despacho dentro de un par de horas? Te daré un número privado.

—Dame el número y lo pensaré.

—Te lo ruego, Darby. Hablaré inmediatamente con el director cuando llegue al despacho. Llámame a las ocho, hora de Nueva Orleans.

—Dame el número.

La explosión tuvo lugar demasiado tarde, para que la recogiera la edición matutina del jueves del Times Picayune. Darby lo hojeó rápidamente en la habitación de su hotel. Nada. Encendió la televisión y ahí estaba. Una filmación en directo del Porsche calcinado, todavía entre los escombros del aparcamiento, cuidadosamente aislado con cinta amarilla por todas partes. La policía lo trataba como caso de homicidio. Ningún sospechoso. Ningún comentario. Entonces mencionaron el nombre de Thomas Callahan, de cuarenta y cinco años, destacado profesor de Derecho en la universidad de Tulane. De pronto apareció el decano de la facultad ante un micrófono, hablando del profesor Callahan y de la conmoción del suceso.

La conmoción, la fatiga, el miedo, el dolor, y Darby hundió la cabeza en la almohada. Detestaba llorar y esta sería la última vez durante algún tiempo. La pena sólo serviría para que la mataran.