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Puesto que la ciudad vive de noche, Nueva Orleans despierta despacio. En la misma impera el silencio hasta mucho después del alba, cuando empieza a sacudirse las telarañas y entrar suavemente en la mañana. No hay hora punta matutina, a excepción de las vías que enlazan con los suburbios y las abigarradas calles del centro de la ciudad. Esto ocurre en todas las ciudades. Pero en el barrio francés, alma de Nueva Orleans, el olor a whisky, arroz y pescado de la noche anterior flota a poca altura por encima de las calles desiertas, hasta la llegada del sol. Al cabo de un par de horas, lo sustituye el aroma a café francés y buñuelos, cuando las aceras empiezan a mostrar recalcitrantes signos de vida.

Darby se acurrucó en una silla del pequeño balcón, con una taza de café, a la espera del sol. A pocos metros estaba Callahan, todavía bajo las sábanas, y muerto en lo que concernía al mundo exterior. Había una ligera brisa, pero la humedad volvería al mediodía. Darby se ajustó el albornoz de su compañero y olió la fragancia de su colonia. Pensó en su padre y en las holgadas camisas que le permitía usar de adolescente. Solía subirse las mangas hasta los codos, la camisa suelta hasta las rodillas, y salir a pasear con sus amigos, convencida de que nadie tenía mejor aspecto que ella. Su padre era su amigo. Cuando acabó sus estudios en el instituto, tenía todo el vestuario de su padre a su disposición, a condición de que lavara y planchara las prendas que utilizaba, y las guardara nuevamente en el armario. Todavía recordaba el olor a Grey Flannel con el que se rociaba todos los días la cara.

Si viviera, sería cuatro años mayor que Thomas Callahan. Su madre, después de volverse a casar, se había trasladado a Boise. Darby tenía un hermano en Alemania. Los tres raramente se hablaban. Su padre había mantenido unida a una familia fraccionada, que se había dispersado después de su muerte.

Otras veinte personas habían fallecido en el accidente de aviación y, antes de haber ultimado los detalles del funeral, empezaron a llamar los abogados. Aquel fue realmente su primer contacto con el mundo jurídico y no le resultó agradable. El abogado de la familia estaba especializado en el traspaso de fincas y no sabía nada sobre litigación. Un artero perseguidor de ambulancias cameló a su hermano y persuadió a la familia para que entablara un juicio cuanto antes. Se llamaba Herschel y, durante dos años, la familia sufrió mientras el abogado demoraba el caso y mentía. Llegaron a un acuerdo una semana antes del juicio por medio millón de dólares, después de que Herschel se quedara con su parte, y a Darby le correspondieron cien mil dólares.

Entonces decidió hacerse abogado. Si un payaso como Herschel lo había logrado y ganaba montones de dinero, al mismo tiempo que causaba caos en la sociedad, ella podría sin duda conseguirlo con un propósito más noble. A menudo pensaba en Herschel. Cuando lograra colegiarse, su primer pleito sería contra él por falta de ética profesional. Quería trabajar para una empresa dedicada a la protección del medio ambiente. Sabía que encontrar trabajo no le resultaría difícil.

Los cien mil dólares seguían intactos. El nuevo marido de su madre trabajaba como ejecutivo en una empresa papelera, y era algo mayor y mucho más rico que ella. Poco después de la boda, ella repartió su parte de la compensación entre Darby y su hermano, porque dijo que el dinero le recordaba a su difunto marido y el gesto era simbólico. Darby estaba un poco confundida, pero aceptó el dinero agradecida.

Los cien mil se habían doblado. Invirtió la mayor parte en mutualidades, pero sólo en las que no tenían inversiones en empresas químicas y petroleras. Conducía un Accord y vivía modestamente. Su vestuario era el normal de los estudiantes de Derecho, comprado en las rebajas. Ella y Callahan frecuentaban los mejores restaurantes de la ciudad y nunca comían dos veces en el mismo lugar. Cada uno se pagaba siempre lo suyo.

A él no le importaba el dinero, ni le hacía preguntas al respecto. Darby era más rica que la mayoría de los estudiantes de Derecho, pero Tulane tenía su cuota de jóvenes acomodados.

Cortejaron durante un mes antes de acostarse juntos. Ella fijó las normas y él las acató sin reservas. No habría otras mujeres. Serían muy discretos. Y él tendría que beber menos.

Callahan obedeció las dos primeras, pero siguió bebiendo. Su padre, su abuelo y sus hermanos eran grandes bebedores, y de algún modo se esperaba que él también lo fuera. Pero por primera vez en su vida, Thomas Callahan estaba enamorado, locamente enamorado, y conocía el punto a partir del cual el whisky entorpecía la relación con su compañera. Era cuidadoso. A excepción de la última semana y del trauma personal causado por la pérdida de Rosenberg, nunca bebía antes de las cinco de la tarde. Cuando estaban juntos, dejaba de tomar Chivas en el momento en que creía que afectaría a su actuación.

Era divertido ver a un hombre de cuarenta y cinco años caer por primera vez. Se esforzaba para conservar cierto nivel de serenidad, pero en sus momentos de intimidad era tan bobo como un adolescente.

Ella le dio un beso en la mejilla y lo cubrió con el edredón. Su ropa estaba perfectamente doblada sobre una silla. Cerró silenciosamente la puerta después de salir del piso. El sol estaba en lo alto del firmamento y asomaba entre los edificios de Dauphine Street. La acera estaba vacía.

Tenía una clase dentro de tres horas y otra a las once de Derecho constitucional con Callahan. Disponía de dos semanas para presentar el proyecto de un recurso de apelación. Sobre sus apuntes se había ido acumulando el polvo. Se había retrasado respecto a dos asignaturas. Debía afrontar nuevamente sus obligaciones estudiantiles. Había perdido cuatro días jugando a detectives y se maldecía por ello.

El Accord estaba a la vuelta de la esquina, a media manzana de distancia.

La observaban y era agradable hacerlo. Vaqueros ceñidos, jersey holgado, piernas largas, y unas gafas oscuras que ocultaban sus ojos sin maquillar. Vieron como cerraba la puerta y caminaba de prisa a lo largo de Royale, hasta desaparecer a la vuelta de la esquina. El cabello le llegaba a la altura de los hombros y parecía ser pelirrojo oscuro.

Era ella.

Llevaba su almuerzo en una pequeña bolsa de papel castaño y encontró un banco vacío en el parque, de espaldas a New Hampshire. Odiaba Dupont Circle, con sus mendigos, drogadictos, pervertidos, hippys de edad avanzada y punks de chaqueta de cuero negro, con su cabello rojo encrestado y lengua viperina. Al otro lado de la fuente, un individuo bien vestido y con un altavoz en las manos reunía su grupo de defensores de los derechos civiles para manifestarse ante la Casa Blanca. Los punks chillaban y los insultaban, pero había cuatro policías montados lo suficientemente cerca para evitar problemas.

Consultó su reloj y peló un plátano. Era mediodía y habría preferido comer en otro lugar. El encuentro sería breve. Contemplaba a los que chillaban y vociferaban, cuando vio a su contacto que aparecía entre la muchedumbre. Se miraron, movieron ligeramente la cabeza y se sentó junto a él en el banco. Se llamaba Booker y era de Langley. Se reunían aquí de vez en cuando, cuando las líneas de comunicación se cruzaban o eran confusas, y sus respectivos jefes necesitaban oír con claridad lo que nadie más podía escuchar.

Booker no llevaba almuerzo. Empezó a pelar cacahuetes y a arrojar las cáscaras bajo el banco.

—¿Cómo está el señor Voyles?

—De muy mala uva. Como de costumbre.

—Anoche Gminski estuvo en la Casa Blanca hasta las doce —dijo Booker, después de llenarse la boca de cacahuetes.

Su interlocutor no respondió. Voyles ya lo sabía.

—Ha cundido el pánico —prosiguió Booker—. Ese pequeño pelícano los ha asustado. Nosotros también lo hemos leído y estamos casi seguros de que no nos ha impresionado, pero por alguna razón Coal está aterrorizado y ha logrado preocupar al presidente. Hemos deducido que os estáis divirtiendo un poco con Coal y su jefe, y puesto que menciona al presidente e incluye esa foto, nos ha parecido que para vosotros es una especie de pasatiempo. ¿Me explico?

Mordió el plátano, sin decir palabra.

Los amantes de los animales emprendieron desorganizadamente la marcha, bajo el abucheo de los de las chaquetas de cuero.

—En todo caso, no es de nuestra incumbencia, ni tiene por qué serlo, pero el presidente quiere que investiguemos secretamente el informe Pelícano, antes de que lo hagáis vosotros. Está convencido de que no descubriremos nada, pero quiere estar seguro de ello para persuadir a Voyles de que abandone la investigación.

—No hay nada que descubrir.

Booker vio como un borracho meaba en la fuente. La policía montada se alejaba.

—Voyles se está divirtiendo, ¿no es cierto?

—Investigamos todas las pistas.

—Pero no tenéis ningún sospechoso digno de serlo.

—No —respondió, después de haber deglutido el plátano—. ¿Por qué les preocupa tanto que investiguemos esa insignificancia?

—El caso es que para ellos es muy sencillo —dijo Booker, mientras mordía la cáscara de un pequeño cacahuete—. Están furiosos por la divulgación de los nombres de Pryce y MacLawrence que, evidentemente, os atribuyen a vosotros. Desconfían profundamente de Voyles. Y si empezáis a hurgar en el informe Pelícano, les aterroriza que lo descubra la prensa y afecte al presidente. La reelección es el próximo año, etcétera, etcétera.

—¿Qué le ha dicho Gminski al presidente?

—Que no deseaba entrometerse en la investigación del FBI, que tenía mejores cosas que hacer, y que sería completamente ilegal hacerlo. Pero puesto que el presidente no dejaba de suplicar y Coal de amenazar, lo haremos de todos modos. Y aquí estoy para que lo sepas.

—Voyles os lo agradece.

—Hoy empezaremos a indagar, pero todo eso es absurdo. Tomaremos las medidas acostumbradas, no nos entrometeremos y dentro de una semana aproximadamente le contaremos al presidente que la teoría es descabellada.

—Bien —dijo después de levantarse y doblar la bolsa de papel de embalar—. Se lo comunicaré a Voyles. Gracias.

Empezó a caminar en dirección a Connecticut, lejos de los punks, y desapareció.

El monitor estaba sobre una abigarrada mesa en el centro de la redacción y Gray Grantham lo miraba fijamente, entre el rumor y parloteo del intercambio de información. Las palabras no llegaban y esperaba con la mirada fija en la pantalla. Sonó el teléfono. Pulsó un botón y levantó el auricular, sin alejar la mirada del monitor.

—Gray Grantham.

—Soy García.

—¿Qué me cuenta? —preguntó, olvidándose del monitor.

—Debo formularle dos preguntas. La primera es si graba estas llamadas y la segunda si puede localizarlas.

—No y sí. No grabamos hasta que nos dan permiso para hacerlo y podemos localizar las llamadas, pero no lo hacemos. Creí que me había dicho que no me llamaría al despacho.

—¿Quiere que cuelgue?

—No. Me parece bien. Prefiero hablar a las tres de la tarde en la redacción, que a las seis de la madrugada en la cama.

—Lo siento. Estoy asustado, eso es todo. Hablaré mientras pueda confiar en usted, pero si algún día me miente, señor Grantham, dejaré de hacerlo.

—De acuerdo. ¿Cuándo empezará a hablar?

—Ahora no puedo. Estoy en una cabina en el centro de la ciudad y tengo prisa.

—Ha dicho que tenía una copia de algo.

—No, he dicho que tal vez obtendría una copia de algo. Ya veremos.

—De acuerdo. ¿Cuándo puede que vuelva a llamar?

—¿He de concertar hora?

—No. Pero entro y salgo permanentemente.

—Llamaré mañana, a la hora del almuerzo.

—Esperaré su llamada.

García había desaparecido. Grantham marcó siete cifras, luego seis y entonces otras cuatro. Tomó nota del número y entonces consultó las páginas amarillas, en busca de la compañía propietaria de las cabinas. La cabina en cuestión se encontraba en Pennsylvania Avenue, cerca del Departamento de Justicia.