13

El teléfono llamó cuatro veces, se conectó el contestador automático, la voz grabada retumbó por el piso, se oyó el pitido y ningún mensaje. Llamó otras cuatro veces, la misma operación y ningún mensaje. Al cabo de un minuto llamó de nuevo y Gray Grantham lo descolgó desde la cama. Se sentó sobre la almohada, e intentó concentrar la mirada.

—¿Quién es? —preguntó con esfuerzo, después de comprobar que no entraba luz por la ventana.

—¿Hablo con Gray Grantham del Washington Post? —dijo una voz suave y tímida.

—Sí. ¿Quién llama?

—No puedo darle mi nombre —respondió lentamente la voz.

Empezó a disiparse la niebla, fijó la mirada en el reloj y comprobó que eran las cinco cuarenta.

—De acuerdo, olvidemos el nombre. ¿Por qué me llama?

—Ayer leí su artículo sobre la Casa Blanca y los candidatos.

—Me alegro. —Usted y otro millón de lectores, pensó—. ¿Por qué me llama a una hora tan intempestiva?

—Lo siento. Voy de camino al trabajo y he parado en una cabina. No puedo llamar desde mi casa, ni desde el despacho.

La voz parecía clara, elocuente e inteligente.

—¿Qué clase de despacho?

—Soy abogado.

Maravilloso. En Washington había por los menos medio millón de abogados.

—¿Trabaja en el sector privada o para el gobierno?

—Prefiero no decírselo —respondió, después de titubear unos instantes.

—De acuerdo. Escúcheme, yo prefiero dormir. ¿Puede decirme exactamente por qué me ha llamado?

—Puede que sepa algo relacionado con Rosenberg y Jensen.

—Por ejemplo… —dijo Grantham, sentado al borde de la cama.

—¿Está grabando esta conversación? —preguntó, después de una larga pausa.

—No. ¿Debería hacerlo?

—No lo sé. En realidad estoy muy asustado y confundido, señor Grantham. Prefiero que no lo grabe. Tal vez la próxima llamada, ¿de acuerdo?

—Lo que usted diga. Le escucho.

—¿Pueden localizar esta llamada?

—Supongo que es posible. Pero usted llama desde una cabina, ¿no es cierto? ¿Qué importa que lo hagan?

—No lo sé. Tengo miedo.

—No se preocupe. Le prometo que no estoy grabando, ni intentaré localizar la llamada. Y ahora hable.

—Puede que sepa quién los asesinó.

—Esa es una información muy valiosa —dijo Grantham, después de ponerse de pie.

—Podría costarme la vida. ¿Cree que me siguen?

—¿Quién? ¿Quién podría seguirle?

—No lo sé —respondió la voz, que se perdió en la lejanía como si mirara por encima del hombro.

—Tranquilícese —dijo Grantham, paseando junto a la cama—. Por qué no me da su nombre. Le juro que es confidencial.

—García.

—¿Este no es su verdadero nombre?

—Claro que no, pero es lo mejor que se me ocurre.

—De acuerdo, García. Hábleme.

—Mire, no estoy seguro. Pero creo que he tropezado con algo en el despacho que al parecer no debía haber visto.

—¿Tiene una copia?

—Tal vez.

—Oiga, García, usted me ha llamado, ¿no es cierto? ¿Quiere hablar conmigo o no?

—No estoy seguro. ¿Qué hará usted si le cuento algo?

—Investigarlo a fondo. Si vamos a acusar a alguien del asesinato de dos jueces del Tribunal Supremo, créame, el asunto se llevará con suma delicadeza.

Hubo un prolongado silencio. Grantham esperaba inmóvil junto a la mecedora.

—García. ¿Está usted ahí?

—Sí. ¿Podemos hablar más tarde?

—Por supuesto. También podemos hablar ahora.

—Debo reflexionar. Hace una semana que no como ni duermo, y no pienso con claridad. Puede que le llame más tarde.

—De acuerdo, de acuerdo. Me parece perfecto. Llámeme a mi despacho, al…

—No. No le llamaré al despacho. Disculpe por haberle despertado.

Colgó. Grantham contempló el teclado de su teléfono y marcó siete cifras, esperó, luego otras seis y a continuación otras cuatro. Escribió un número en el bloque junto al teléfono y colgó. La cabina estaba en la calle quince, en el barrio del Pentágono.

Gavin Verheek durmió cuatro horas y despertó borracho. Cuando llegó al edificio Hoover al cabo de una hora, el alcohol empezaba a disiparse y el malestar a aposentarse. Se maldijo a sí mismo y a Callahan, que sin duda dormiría hasta el mediodía y despertaría fresco y revitalizado, listo para su vuelo a Nueva Orleans. Habían abandonado el restaurante a medianoche cuando cerraba, para visitar unos cuantos bares y habían bromeado sobre la posibilidad de ver un par de películas pornográficas, pero no pudieron hacerlo porque su cine predilecto había sido bombardeado. De modo que siguieron bebiendo hasta las tres o cuatro de la madrugada.

Tenía una reunión con Voyles a las once, para la que era esencial que estuviera sobrio y atento. Le sería imposible. Le ordenó a su secretaria que cerrara la puerta, le contó que había cogido algún virus nefasto, tal vez la gripe, y que no quería que nadie le molestara, a no ser que fuera de vital importancia. Ella le miró a los ojos y olió más de lo habitual. El olor a cerveza no siempre desaparece con el sueño.

La secretaria se retiró, cerró la puerta y él echó la llave. Para vengarse, llamó por teléfono a la habitación de Callahan, pero no obtuvo respuesta alguna.

Vaya vida. Su mejor amigo ganaba casi tanto como él, pero trabajaba treinta horas a la semana cuando estaba muy ocupado y tenía a su alcance chicas disponibles, veinte años más jóvenes que él. Entonces recordó sus magníficos planes para pasar una semana en Saint Thomas, con la perspectiva de ver a Darby paseando por la playa. No se lo perdería, aunque provocara el divorcio.

Una oleada de náuseas invadió su tórax y esófago, y se tumbó rápidamente en el suelo. Sobre una ordinaria alfombra gubernamental. Respiró hondo y empezó a sentir palpitaciones en la coronilla. El techo de escayola no daba vueltas y esto era alentador. Al cabo de tres minutos comprendió que no vomitaría, por lo menos de momento.

Su maletín estaba a mano y se lo acercó cautelosamente. En su interior estaba el sobre, junto al periódico matutino. Cogió el sobre, abrió el informe y lo levantó a quince centímetros de su rostro.

Eran trece páginas de papel informático, a doble espacio, con amplios márgenes. Sería capaz de leerlo. En los márgenes había notas escritas a mano y párrafos subrayados. En la parte superior figuraban las palabras PRIMER BORRADOR, escritas a mano con un rotulador. Su nombre, dirección y número de teléfono estaban mecanografiados en la portada.

Lo examinaría unos minutos mientras seguía tumbado en el suelo, con la esperanza de sentarse luego junto a su escritorio y actuar como un importante abogado del gobierno. Pensó en Voyles y aumentaron sus palpitaciones.

Redactaba bien, al estilo tradicional de los juristas intelectuales, con largas oraciones repletas de complejos términos. Pero se expresaba con claridad. Evitaba los dobles sentidos y la jerga jurídica, que tanto entusiasmaba a los demás estudiantes. Nunca podría trabajar como abogado para el gobierno de Estados Unidos.

Gavin nunca había oído hablar de su sospechoso y estaba seguro de que no figuraba en ninguna lista. Desde un punto de vista técnico, más que un informe, era el relato de un pleito en Louisiana. Describía brevemente los hechos, de un modo interesante. A decir verdad, fascinante. No lo leía sólo por encima.

El relato de los hechos ocupaba cuatro páginas y dedicaba otras tres a un breve historial de las partes. Esto le resultó un poco aburrido, pero siguió leyendo. Estaba atrapado. En la página ocho del informe, o lo que fuera, resumía el juicio. En la novena mencionaba la apelación y en las últimas tres una secuela improbable para eliminar a Rosenberg y Jensen del Tribunal. Callahan había dicho que había desechado la teoría, que parecía debilitarse hacia el final.

Pero su lectura resultaba muy agradable. Momentáneamente había olvidado su malestar y había leído un informe de trece páginas de una estudiante de Derecho, tumbado sobre una sucia alfombra, cuando tenía mil cosas que hacer.

Alguien llamó suavemente a la puerta. Se sentó lentamente, se levantó con suma cautela y se acercó a la puerta.

—¿Quién es?

—Lamento molestarle —respondió su secretaria—. Pero el director le espera en su despacho dentro de diez minutos.

—¿Cómo? —preguntó Verheek después de abrir la puerta.

—Sí señor. Dentro de diez minutos.

—¿Para qué? —preguntó mientras se frotaba los ojos y aspiraba con rapidez.

—Conseguiría que me degradaran si formulara este tipo de preguntas, señor.

—¿Tiene algún antiséptico bucal?

—Creo que sí. ¿Lo quiere?

—¿Se lo pediría si no lo quisiera? Tráigamelo. ¿Tiene chicle?

—¿Chicle?

—Chicle para mascar.

—Sí, señor. ¿También lo quiere?

—Tráigame el antiséptico bucal, el chicle y un par de aspirinas si las tiene.

Se acercó a su escritorio, se sentó con la cabeza entre las manos y se frotó las sienes. Oyó que su secretaria abría y cerraba cajones, antes de que apareciera con lo que le había pedido.

—Gracias. Disculpe mi mal humor —dijo, mientras señalaba a un documento sobre una silla junto a la puerta—. Mande ese informe a Eric East, está en el cuarto piso. Agregue una nota de mi parte. Dígale que lo lea cuando disponga de un minuto.

La secretaria se retiró con el informe.

Fletcher Coal abrió la puerta del despacho oval y habló con gravedad a K. O. Lewis y Eric East. El presidente estaba en Puerto Rico, para ver los daños causados por un huracán y el director Voyles se negaba a reunirse con Coal a solas. Mandaba a sus subordinados.

Coal les indicó que se sentaran en el sofá y él se colocó al otro lado de la mesilla. Llevaba la chaqueta abrochada y el nudo de su corbata era impecable. Nunca se relajaba. East había oído habladurías sobre sus costumbres. Trabajaba veinte horas diarias, siete días por semana, bebía sólo agua y la mayor parte de la comida que consumía procedía de las máquinas del sótano. Era capaz de leer como un ordenador y pasaba muchas horas al día repasando notas, informes, correspondencia y montones de decretos pendientes. Su memoria era perfecta. Hacía ahora una semana que traían informes a diario a este despacho y se los entregaban a Coal, que devoraba el material y lo memorizaba para el próximo encuentro. Si cometían algún error, los aterrorizaba. Le odiaban, pero era imposible no respetarle. Era más inteligente que ellos y trabajaba más duro. Además, él lo sabía.

Su actitud era condescendiente en la intimidad del Despacho Oval. Su jefe había salido para actuar ante las cámaras, pero el auténtico poder se había quedado para dirigir el país.

K. O. Lewis colocó un montón de documentos con las últimas informaciones, de diez centímetros de grosor, sobre la mesa.

—¿Alguna novedad? —preguntó Coal.

—Tal vez. Las autoridades francesas revisaban rutinariamente las filmaciones de las cámaras de seguridad del aeropuerto de París, cuando creyeron reconocer a alguien. Lo comprobaron con otras dos cámaras de la terminal, desde distintos ángulos, e informaron a Interpol. La cara está disimulada, pero Interpol cree que se trata del terrorista Khamel. Estoy seguro de que ha oído hablar de…

—Efectivamente.

—Estudiaron cuidadosamente la filmación y están casi seguros de que llegó en un vuelo directo procedente de Dulles, el pasado miércoles, unas diez horas después de que se descubriera el cuerpo de Jensen.

—¿El Concorde?

—No, United. A juzgar por la hora y posición de las cámaras, pueden determinar las puertas y los vuelos.

—¿Y la Interpol se ha puesto en contacto con la CIA?

—Sí. Han llamado a Gminski aproximadamente a la una de la tarde.

El rostro de Coal permaneció inexpresivo.

—¿Están seguros?

—El ochenta por ciento. Es un maestro de la simulación y sería un poco inusual para él viajar de este modo. Por consiguiente, hay lugar a dudas. Disponemos de fotografías y de un resumen para el presidente. Francamente, he examinado las fotografías y no me dicen nada. Pero Interpol le conoce.

—¿No es cierto que no ha permitido que se le fotografiara voluntariamente desde hace muchos años?

—Eso nos consta. Además, se rumorea que cada dos o tres años se somete a cirugía plástica y obtiene un nuevo rostro.

—De acuerdo —dijo Coal, después de unos instantes de reflexión—. Supongamos que se trata de Khamel y que esté involucrado en los asesinatos. ¿Qué significa eso?

—Significa que nunca le encontraremos. Hay por lo menos nueve países, incluido Israel, que le buscan activamente en estos momentos. Significa que alguien le ha pagado un montón de dinero para utilizar su pericia en nuestro país. Hemos dicho en todo momento que el asesino o asesinos eran profesionales, que habían desaparecido antes de que se enfriaran los cadáveres.

—De modo que no significa gran cosa.

—Efectivamente.

—Bien. ¿Qué más tienen?

—El resumen diario de costumbre —respondió Lewis, después de mirar a Eric East de refilón.

—Últimamente parecen ser bastante escuetos.

—Sí, lo son. Disponemos de trescientos ochenta agentes, que trabajan doce horas diarias. Ayer interrogaron a ciento sesenta personas, en treinta estados distintos. Hemos…

—Déjelo —interrumpió Coal, levantando la mano—. Leeré el informe. Parece justo afirmar que no hay nada nuevo.

—Puede que una nueva faceta —respondió Lewis al tiempo que miraba a Eric East, que tenía una copia del informe en la mano.

—¿De qué se trata? —preguntó Coal.

East se movía nervioso. El informe había circulado todo el día hasta llegar a manos de Voyles, y le había gustado. Lo consideraba como un tiro a ciegas, al que no merecía que se prestara mucha atención, pero digno de mencionárselo al presidente, y le encantaba la idea de poner a Coal y a su jefe nerviosos. Les había ordenado a Lewis y a East que se lo entregaran a Coal, como si se tratara de una teoría importante que el Bureau investigaba seriamente. Por primera vez en una semana, Voyles había sonreído al hablar de los imbéciles del Despacho Oval, que correrían en busca de refugio después de leer aquel pequeño informe. Trabájenlo, les había dicho Voyles. Díganles que pensamos destinar veinte agentes a que lo investiguen.

—Se trata de una teoría que ha surgido en las últimas veinticuatro horas y que ha intrigado bastante al director Voyles. Teme que pudiera perjudicar al presidente.

—¿En qué sentido? —preguntó Coal imperturbable.

—Está todo en este informe —respondió East, después de dejar el documento sobre la mesa.

—De acuerdo —dijo Coal con la mirada fija en East, después de echar una ojeada a los papeles—. Lo leeré más tarde. ¿Eso es todo?

—Sí. Ahora nos retiraremos.

Lewis se puso de pie y se abrochó la chaqueta. Coal les acompañó a la puerta.

No había charanga alguna cuando aterrizó el Air Force One de las fuerzas aéreas en el aeropuerto de Andrews, pocos minutos después de las diez. La «reina» estaba en algún lugar recaudando fondos, y ningún amigo ni pariente acudió a recibir al presidente cuando bajó del avión, para dirigirse apresuradamente a su limusina. Coal le esperaba.

—No esperaba verle —dijo el presidente, después de acomodarse en su asiento.

—Lo siento. Hemos de hablar —respondió Coal, cuando la limusina se dirigía velozmente a la Casa Blanca.

—Es tarde y estoy cansado.

—¿Qué tal el huracán?

—Impresionante. Ha arrasado un millón de chabolas y cabañas de cartón, y ahora tendremos que gastar un par de millares de millones para construir nuevas viviendas y centrales eléctricas. Necesitan un buen huracán cada cinco años.

—He preparado la declaración de la catástrofe.

—De acuerdo. ¿Qué ocurre que sea tan importante?

Coal le entregó una copia de lo que ahora se conocía como el informe pelícano.

—No quiero leerlo —dijo el presidente—. Dígame sólo de qué se trata.

—Voyles y su surtido equipo han tropezado con un sospechoso que nadie había mencionado hasta ahora. Un sospechoso sombrío y sumamente improbable. Una estudiante de derecho, exageradamente diligente, de Tulane, ha redactado ese maldito informe y, de algún modo, ha llegado a manos de Voyles que, después de leerlo, ha decidido que tenía mérito. No olvidemos que buscan desesperadamente sospechosos. La teoría es tan descabellada, que resulta inverosímil, y a nivel superficial no me preocupa. Pero quien me preocupa es Voyles. Ha decidido investigarla activamente y la prensa está pendiente de todos sus movimientos. Podría correrse la voz.

—No podemos controlar su investigación.

—Podemos manipularla. Gminski espera en la Casa Blanca y…

—¡Gminski!

—Tranquilícese, jefe. Hace tres horas le he entregado personalmente una copia del informe, después de hacerle jurar que guardaría el secreto. Puede que sea incompetente, pero es capaz de guardar un secreto. Me inspira mucha más confianza que Voyles.

—Yo no confío en ninguno de ellos.

A Coal le satisfacía oír aquello. Quería que el presidente confiara sólo en él.

—Creo que debería pedirle a la CIA que lo investigue inmediatamente. Me gustaría estar al corriente de todo, antes de que Voyles empiece a indagar. Nadie encontrará nada, pero si sabemos más que Voyles, usted podrá convencerle de que abandone la investigación. Es lógico, jefe.

—Es un asunto interno —dijo frustrado el presidente—. No es competencia de la CIA. Probablemente sea ilegal.

—Técnicamente lo es. Pero Gminski lo hará por usted, y además con rapidez, en secreto y más concienzudamente que el FBI.

—Es ilegal.

—No será la primera vez, jefe, se ha hecho ya muchas veces.

El presidente contemplaba el tráfico. Tenía los ojos hinchados e irritados, pero no de cansancio. Había dormido tres horas en el avión. Sin embargo, después de pasar todo el día con aspecto triste y preocupado para las cámaras, no le resultaba fácil volver a la normalidad.

—¿Se trata de alguien a quien conocemos? —preguntó, después de coger el informe y dejarlo sobre el asiento vacío junto a él.

—Sí.