12

Verheek llegó tarde como de costumbre. En los veintitrés años que hacía que se conocían, nunca había llegado a la hora, ni sus retrasos eran sólo de unos minutos. No tenía noción del tiempo, ni le importaba. Llevaba reloj, pero nunca lo consultaba. Llegar tarde para Verheek significaba por lo menos una hora, a veces dos, especialmente cuando la persona con quien debía encontrarse era un amigo que esperaba que llegara tarde y le perdonaría.

Por consiguiente, Callahan pasó una hora en el bar, donde se sentía muy a gusto. Después de ocho horas de discusiones intelectuales, sentía desprecio por la Constitución y sus exegetas. Necesitaba introducir Chivas en sus venas y, después de dos dobles con hielo, se sentía mucho mejor. Se contemplaba a sí mismo en el espejo detrás de las hileras de botellas, y a lo lejos por encima del hombro observaba y esperaba la llegada de Gavin Verheek. No era sorprendente que su amigo fuera incapaz de desenvolverse en un bufete particular, donde la vida dependía del reloj.

Cuando acababan de servirle el tercer doble, una hora y once minutos después de las siete, Verheek se acercó a la barra y pidió una Moosehead.

—Siento llegar tarde —dijo, mientras le daba la mano—. Sabía que te gustaría estar un rato a solas con tu Chivas.

—Pareces cansado —respondió Callahan al tiempo que le miraba.

Viejo y cansado. Verheek envejecía mal y aumentaba de peso. Le había crecido un par de centímetros la frente desde la última visita, y la palidez de su piel hacía resaltar sus enormes ojeras.

—¿Cuánto pesas? —preguntó Callahan.

—No es de tu incumbencia —respondió su amigo mientras se tomaba la cerveza—. ¿Dónde está nuestra mesa?

—La he reservado para las ocho y media. Calculaba que llegarías por lo menos con noventa minutos de retraso.

—Entonces he llegado temprano.

—En cierto modo. ¿Has venido directamente del despacho?

—Ahora vivo en la oficina. El director quiere que trabajemos un mínimo de cien horas semanales, hasta que se descubra algo. Le he dicho a mi esposa que nos veremos por Navidad.

—¿Cómo está?

—Muy bien. Tiene mucha paciencia. Nos llevamos mucho mejor cuando paso la vida en el despacho.

Era la tercera esposa en diecisiete años.

—Me gustaría conocerla.

—No, no te gustaría. Me casé con las dos primeras por el sexo y les gustaba tanto, que lo compartían con otros. Lo que me indujo a casarme con esta fue el dinero y no es muy atractiva. No te impresionaría —dijo, mientras vaciaba la botella—. Dudo que pueda soportarla hasta la muerte.

—¿Qué edad tiene?

—No quieras saberlo. Realmente la quiero. Te lo prometo. Pero después de dos años me he dado cuenta de que no tenemos nada en común, a excepción de un profundo concienciamiento de los valores de la bolsa —respondió, antes de hacer una pausa para mirar al barman—. Otra, por favor.

—¿Cuánto dinero tiene? —rio Callahan, sin dejar de saborear su whisky.

—Mucho menos de lo que suponía. En realidad no lo sé. Creo que alrededor de cinco millones. Desplumó a sus dos primeros maridos, y creo que lo que le atrajo de mí fue el reto de casarse con un individuo del montón. También dijo que el sexo era maravilloso. Pero eso lo dicen todas.

—Tú siempre has elegido a las perdedoras, Gavin, incluso en la facultad. Te atraen las mujeres neuróticas y deprimidas.

—Y ellas se sienten atraídas hacia mí —dijo al tiempo que vaciaba media botella—. ¿Por qué comemos siempre en este lugar?

—No lo sé. Es una especie de tradición. Evoca recuerdos agradables de la facultad.

—Odiábamos la facultad, Thomas. Todo el mundo odia la facultad de Derecho. Todo el mundo odia a los abogados.

—Estás de muy buen humor.

—Lo siento. He dormido seis horas desde que encontraron los cadáveres. El director me chilla por lo menos cinco veces al día. Yo me ensaño con todos mis subordinados. Es como un gran campo de batalla.

—Bebe, muchacho. Nuestra mesa está lista. Bebamos, comamos, charlemos y procuremos divertirnos durante las pocas horas que compartiremos.

—Te quiero más que a mi esposa, Thomas. ¿Lo sabías?

—Eso no significa gran cosa.

—Tienes razón.

Siguieron al maître a la misma mesa del rincón que siempre reservaban. Callahan pidió otra ronda y explicó que no tendrían prisa por comer.

—¿Has visto ese maldito artículo en el Post? —preguntó Verheek.

—Lo he visto. ¿Quién se ha ido de la lengua?

—Quién sabe. El director recibió la lista el sábado por la mañana, de manos del propio presidente, con instrucciones específicas de guardar el secreto. No se la mostró a nadie durante el fin de semana y esta mañana aparece el artículo con los nombres de Pryce y MacLawrence. Voyles estaba como loco cuando lo vio y a los pocos minutos lo llamó el presidente. Salió corriendo hacia la Casa Blanca y tuvieron una pelea terrible. Voyles intentó atacar a Fletcher Coal y K. O. Lewis tuvo que apaciguarlo. Muy desagradable.

—Eso está muy bien —dijo Callahan, que no se perdía palabra.

—Sí. Te lo cuento porque más tarde, después de unas cuantas copas más, esperarás que te revele los demás nombres de la lista y no pienso hacerlo. Procuro ser tu amigo, Thomas.

—Sigue.

—En todo caso, no hay forma de que la información haya salido de nuestras dependencias. Imposible. Ha debido salir de la Casa Blanca. Ese lugar está lleno de gente que odia a Coal y tiene más grietas que un tubo oxidado.

—Probablemente lo ha divulgado el propio Coal.

—Tal vez. Es un cabrón maquiavélico y se dice que podría haber divulgado los nombres de Pryce y MacLawrence a fin de asustar a todo el mundo, para más adelante anunciar la candidatura de dos miembros más moderados. Parece una estratagema propia de él.

—Nunca he oído hablar de Pryce y MacLawrence.

—Bienvenido a bordo. Son ambos muy jóvenes, poco más de cuarenta años, con escasa experiencia en el estrado. No los hemos investigado, pero parecen conservadores radicales.

—¿Y los demás de la lista?

—Vaya rapidez. Sólo dos cervezas y ya te lanzas.

Llegaron las bebidas.

—Tráigame unas setas rellenas de carne de cangrejo —le dijo Verheek al camarero—. Sólo para abrir el apetito. Estoy muerto de hambre.

—Y otras para mí —agregó Callahan, al tiempo que le entregaba su vaso vacío.

—No vuelvas a preguntármelo, Thomas. Puede que dentro de tres horas tengas que llevarme en brazos, pero nunca te lo revelaré. Y tú lo sabes. Digamos que Pryce y MacLawrence son un reflejo de todos los demás.

—¿Todos desconocidos?

—Básicamente sí.

Callahan saboreaba lentamente su whisky y movía la cabeza. Verheek se quitó la chaqueta y aflojó la corbata.

—Hablemos de mujeres.

—No.

—¿Qué edad tiene?

—Veinticuatro, pero es muy madura.

—Podrías ser su padre.

—Puede que lo sea. Quién sabe.

—¿De dónde es?

—De Denver. Ya te lo dije.

—Me encantan las chicas del oeste. Son independientes, sencillas, y suelen vestir Levi’s y tener las piernas largas. Tal vez me case con una de ellas. ¿Tiene dinero?

—No. Su padre murió en un accidente de aviación hace cuatro años y su madre recibió una buena compensación.

—Entonces tiene dinero.

—Disfruta de una posición acomodada.

—Estoy seguro de ello. ¿Tienes alguna foto?

—No. No es mi nieta ni mi perrito.

—¿Por qué no has traído ninguna fotografía?

—Le pediré que te mande una. ¿Por qué te resulta esto tan divertido?

—Es para troncharse de risa. El gran Thomas Callahan, el de las mujeres desechables, enamorado como un adolescente.

—No es cierto.

—Debe ser todo un récord. ¿Cuánto hace que dura? ¿Nueve o diez meses? Hace casi un año que mantienes una relación estable, ¿no es cierto?

—Ocho meses y tres semanas, pero no se lo cuentes a nadie, Gavin. No es fácil para mí.

—Tu secreto está a salvo. Pero dame todos los detalles. ¿Cuánto mide de altura?

—Metro setenta y dos, cincuenta kilos, piernas largas, Levi’s ceñidos, independiente, sencilla, tu típica muchacha del oeste.

—Debo encontrar otra para mí. ¿Vas a casarte con ella?

—¡Claro que no! Acaba tu copa.

—¿Practicas ahora la monogamia?

—¿Lo haces tú?

—Ni soñarlo. Nunca lo he hecho. Pero no hablamos de mí, Thomas, hablamos de este Peter Pan, el imperturbable Callahan, el hombre con la versión mensual de las mujeres más espectaculares. Cuéntame, Thomas, y no le mientas a tu mejor amigo, mírame a los ojos y cuéntame si has sucumbido a la monogamia.

Verheek le miraba con medio cuerpo apoyado sobre la mesa y una estúpida sonrisa en los labios.

—No tan fuerte —dijo Callahan, mirando a su alrededor.

—Contéstame.

—Dame los otros nombres de la lista y lo haré.

—Te felicito por intentarlo —dijo Verheek, al tiempo que se acomodaba en su silla—. Creo que la respuesta es afirmativa. Creo que estás enamorado de esa chica, pero eres demasiado cobarde para admitirlo. Creo que te ha cazado, amigo.

—De acuerdo, lo ha conseguido. ¿Te sientes mejor ahora?

—Sí, mucho mejor. ¿Cuándo podré conocerla?

—¿Cuándo podré conocer a tu mujer?

—Estás confundido, Thomas. Aquí hay una diferencia esencial. Tú no quieres conocer a mi esposa, pero yo deseo conocer a Darby. ¿Comprendes? Te aseguro que son muy distintas.

Callahan sonrió y sorbió el líquido de su copa. Verheek se relajó y cruzó las piernas en el pasillo. Se llevó la cerveza a la boca.

—Estás muy nervioso, amigo —dijo Callahan.

—Lo siento. Bebo tan deprisa como puedo.

Llegaron las setas hirviendo en pequeñas cazoletas. Verheek se llevó dos a la boca y empezó a masticar furiosamente. Callahan le observaba. El Chivas le había quitado el apetito y esperaría unos minutos. En todo caso, prefería el alcohol a la comida.

En la mesa contigua, cuatro árabes charlaban ruidosamente en su idioma. Todos pidieron Jack Daniel’s.

—¿Quién cometió los asesinatos, Gavin?

—Aunque lo supiera, no te lo diría —respondió después de masticar un rato y tragar lo que tenía en la boca—. Pero te juro que no lo sé. Es desconcertante. Los asesinos desaparecieron sin dejar rastro. Estaba meticulosamente planeado y ejecutado a la perfección. Ni idea.

—¿Por qué la combinación?

—Es muy simple —respondió, después de llevarse otro bocado a la boca—. Es tan simple, que es fácil que pase por alto. Ambos eran blancos fáciles. Rosenberg no tenía ningún sistema de seguridad en su casa. Cualquier ratero respetable podía entrar y salir a su antojo. Y el pobre Jensen merodeaba por esos antros a medianoche. Estaban expuestos. A la hora en que ambos fallecieron, los otros siete jueces del Tribunal Supremo tenían agentes del FBI en sus casas. Esa fue la razón por la que fueron seleccionados. Eran estúpidos.

—¿Entonces quién los seleccionó?

—Alguien con mucho dinero. Los asesinos eran profesionales y probablemente habían abandonado el país a las pocas horas. Calculamos que fueron tres, tal vez más. Lo de la casa de Rosenberg puede que fuera obra de una sola persona. Calculamos que los que se ocuparon de Jensen fueron por lo menos dos. Uno como mínimo vigilando, mientras otro hacía su trabajo con la cuerda. Aunque se tratara de un antro de mala muerte, el local es público y bastante arriesgado. Pero eran buenos, muy buenos.

—He leído la teoría de un asesino solitario.

—Olvídala. Es imposible que un individuo los asesinara a ambos. Imposible.

—¿Cuánto cobrarían esos asesinos?

—Millones. Y costó un montón de dinero planearlo todo.

—¿Y no tenéis ni idea?

—Mira, Thomas, yo no estoy involucrado en la investigación, tendrás que preguntárselo a ellos. Estoy seguro de que saben mucho más que yo. No soy más que un abogado que ocupa un pequeño cargo administrativo.

—Sí, que se tutea con el presidente del Tribunal Supremo.

—Me llama de vez en cuando. Esto es muy aburrido. Hablemos de mujeres. Detesto hablar de leyes.

—¿Has hablado con él últimamente?

—Por Dios, Thomas, no dejas de pescar. Sí, hemos charlado brevemente esta mañana. Ha puesto a los veintisiete secretarios a investigar todos los sumarios federales, grandes y pequeños, en busca de pistas. Es una pérdida de tiempo y así se lo he dicho. Todos los casos que llegan al Tribunal Supremo tienen por lo menos dos partes, y todas las partes implicadas se beneficiarían indudablemente de la desaparición de dos o tres jueces, y de su sustitución por otros más afines a su causa. Hay millares de recursos de apelación que podrían acabar en sus manos y es imposible elegir uno como responsable de los asesinatos. Es absurdo.

—¿Qué te ha respondido?

—Por supuesto ha estado de acuerdo con mi brillante análisis. Creo que ha llamado después de leer el artículo del Post, para ver si podía sonsacarme algo. ¿Imaginas semejante audacia?

El camarero merodeaba con impaciencia junto a la mesa. Verheek examinó la carta, la cerró y se la devolvió.

—Pez espada a la plancha, queso azul y nada de verduras.

—Yo comeré setas —dijo Callahan, antes de que desapareciera el camarero.

Callahan se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un grueso sobre, que dejó sobre la mesa junto a la botella vacía de Moosehead.

—Échale una ojeada a esto cuando tengas tiempo.

—¿De qué se trata?

—Es una especie de informe.

—Detesto los informes, Thomas. A decir verdad, detesto el derecho, a los abogados y, salvo tú, a los profesores de derecho.

—Lo ha redactado Darby.

—Lo leeré esta noche. ¿De qué trata?

—Creo que ya te lo he dicho. Es una estudiante muy astuta, inteligente y agresiva. Redacta mejor que la mayoría. Siente pasión, por supuesto mejorando lo presente, por la ley constitucional.

—Pobre chica.

—Se tomó cuatro días la semana pasada, durante los que no prestó atención alguna a mí ni al resto del mundo, y elaboró su propia teoría, que ahora ha desechado. Pero léela de todos modos. Es fascinante.

—¿Quién es el sospechoso?

Los árabes empezaron a reírse a carcajadas, dándose palmadas entre sí y derramando el whisky. Los observaron unos momentos, hasta que se apaciguaron.

—¿No te dan asco los borrachos? —preguntó Verheek.

—Me producen náuseas.

—¿Cuál es su teoría? —dijo Verheek, después de guardar el sobre en el bolsillo de su chaqueta, que colgaba del respaldo de la silla.

—Es un poco inusual. Pero léela. No perderás nada por hacerlo. Necesitáis que alguien os eche una mano.

—Lo leeré sólo porque lo ha escrito ella. ¿Cómo se porta en la cama?

—¿Cómo es tu esposa en la cama?

—Rica. Así como en la ducha, en la cocina, o cuando va de compras. Es rica en todo lo que hace.

—No puede durar.

—Solicitará el divorcio a fin de año. Puede que me quede con la casa de la ciudad y un poco de dinero.

—¿Estáis casados sin separación de bienes?

—No, pero no olvides que soy abogado. En el contrato hay más subterfugios que en un decreto de reforma presupuestaria. Lo elaboró un compañero. ¿No te encanta hablar de leyes?

—Cambiemos de tema.

—¿Mujeres?

—Tengo una idea. Tú quieres conocer a la chica, ¿no es cierto?

—¿Hablamos de Darby?

—Sí, Darby.

—Me encantaría conocerla.

—Iremos a Saint Thomas durante las vacaciones de Acción de Gracias. ¿Por qué no te reúnes con nosotros?

—¿Tengo que traer a mi esposa?

—No. No ha sido invitada.

—¿Paseará por la playa con uno de esos mininúsculos tanga? ¿Como quien dice, exhibiéndose para nosotros?

—Probablemente.

—Caramba. No puedo creerlo.

—Puedes alquilar un apartamento junto al nuestro y nos correremos la gran juerga.

—Maravilloso, maravilloso. Simplemente maravilloso.