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El policía apoyó el pulgar en el timbre junto al nombre de Gray Grantham y lo mantuvo apretado veinte segundos. Una breve pausa. Otros veinte segundos. Pausa. Veinte segundos. Pausa. Veinte segundos. Al agente le parecía gracioso, porque Grantham era un pájaro nocturno, que probablemente sólo había dormido tres o cuatro horas, antes de que el timbre sonara con insistencia en el vestíbulo de su casa. Pulsó nuevamente el timbre y echó una ojeada a su coche oficial, aparcado ilegalmente sobre la acera junto a una farola. Era domingo, poco antes del amanecer y la calle estaba desierta. Veinte segundos. Pausa. Veinte segundos.

Puede que Grantham estuviera muerto. O en estado comatoso después de su borrachera y noche de juerga. Tal vez estuviera con la mujer de otro y no tuviera intención de abrir la puerta. Pausa. Veinte segundos.

—¿Quién es? —crujió el altavoz del portero automático.

—¡Policía! —respondió el agente, que era negro, y enfatizó la sílaba «po» sólo para divertirse.

—¿Qué quieren? —preguntó Grantham.

—Puede que tenga una orden de detención —dijo el agente, a punto de soltar una carcajada.

—¿Eres tú, Cleve? —preguntó Grantham en un tono más suave y aparentemente molesto.

—Sí, soy yo.

—¿Qué hora es?

—Casi las cinco y media.

—Debe tratarse de algo importante.

—No lo sé. Sarge no me lo ha contado. Sólo me ha dicho que te despertara, porque quería hablar contigo.

—¿Por qué siempre quiere hablar antes de que salga el sol?

—Una pregunta muy estúpida, Grantham.

—Supongo que tienes razón —dijo después de una pausa—. Es de suponer que quiere hablar inmediatamente.

—No. Dispones de treinta minutos. Ha dicho que estuvieras allí a las seis.

—¿Dónde?

—Hay un pequeño café en la calle Catorce, cerca del parque de Trinidad. Es oscuro, seguro y a Sarge le gusta.

—¿Cómo encuentra esos lugares?

—Para ser periodista, haces unas preguntas muy estúpidas. El lugar se llama Glenda’s y sugiero que te pongas en camino, o de lo contrario llegarás tarde.

—¿Estarás tú allí?

—Me dejaré caer, para asegurarme de que no corres ningún peligro.

—Creí que me habías dicho que era un lugar seguro.

—Lo es, teniendo en cuenta el barrio donde se encuentra. ¿Sabrás llegar?

—Sí. Estaré allí cuanto antes.

—Hasta luego, Grantham.

Sarge era viejo, muy negro y con una cabeza llena de cabello blanco reluciente, que salía en todas direcciones. Cuando estaba despierto usaba unos lentes gruesos ahumados y la mayoría de sus compañeros de trabajo, en el ala oeste de la Casa Blanca, creían que estaba medio ciego. Andaba con la cabeza ladeada y sonreía como Ray Charles. A veces tropezaba con puertas cerradas y escritorios, cuando vaciaba las papeleras o limpiaba los muebles. Andaba despacio y con precaución, como si contara los pasos. Trabajaba con paciencia, siempre con una sonrisa y siempre dispuesto a intercambiar una palabra amable con quien se prestara a ello. La mayoría de la gente no le prestaba ninguna atención y le consideraba tan sólo como otro bedel negro, viejo, amable y parcialmente disminuido.

Sarge era capaz de verlo todo. Su territorio era el ala oeste, donde se ocupaba de la limpieza desde hacía treinta años. Limpiaba y escuchaba. Limpiaba y observaba. Veía y oía a personajes enormemente importantes, a menudo demasiado ocupados para preocuparse de lo que decían, particularmente en presencia de aquel pobre anciano.

Sabía qué puertas permanecían abiertas, qué paredes eran delgadas y por qué canales de ventilación se trasladaba el sonido. Podía desaparecer en un instante y reaparecer en una sombra, donde aquellos personajes terriblemente importantes no pudieran verle.

Guardaba para sí la mayoría de lo que oía. Pero de vez en cuando, se enteraba de algo particularmente interesante que cuadraba con algo que ya sabía, y tomaba la decisión de repetirlo. Era muy cauteloso. Le faltaban tres años para la jubilación y no se arriesgaba.

Nadie sospechó jamás que Sarge divulgara información a la prensa. Había suficientes bocazas en la Casa Blanca para que se acusaran entre sí. Era realmente cómico. Sarge hablaba con Grantham, del Post, luego esperaba emocionado la aparición del artículo y a continuación escuchaba los lamentos del sótano cuando rodaban cabezas.

Era una fuente de información impecable y sólo hablaba con Grantham. Su hijo Cleve, el policía, organizaba los encuentros, siempre a horas extrañas en lugares oscuros y disimulados. Sarge llevaba puestas sus gafas de sol. Grantham llevaba también gafas oscuras, además de algún tipo de sombrero o gorra. Cleve solía sentarse con ellos y contemplar el movimiento de la calle.

Grantham llegó a Glenda’s unos minutos después de las seis y se dirigió a una mesa de la parte posterior. Había otros tres clientes en el local. La propia Glenda se ocupaba de freír unos huevos, en un fogón cerca de la caja. Cleve la observaba sentado en un taburete.

Se dieron la mano. Grantham se encontró con una taza de café ya servida.

—Lamento llegar tarde —dijo.

—No importa, amigo mío. Encantado de verte —respondió Sarge con su voz carrasposa, difícil de convertir en susurro.

Nadie les escuchaba.

—¿Una semana ajetreada en la Casa Blanca? —preguntó Grantham, después de tomarse el café.

—Podríamos decir que sí. Mucha emoción. Mucha felicidad.

—No me digas —respondió Grantham, a quien Sarge le había prohibido tomar notas durante sus encuentros, porque sería demasiado evidente.

—Sí. Al presidente y a sus muchachos les alegró enormemente la noticia del juez Rosenberg. Hizo que se sintieran muy felices.

—¿Qué efecto les produjo la del juez Jensen?

—Como habrás comprobado, el presidente asistió al funeral, pero no pronunció ningún discurso. Se había propuesto hacerlo y cambió de parecer, porque habría dicho cosas agradables de un marica.

—¿Quién escribió el encomio?

—Los redactores de discursos. Principalmente Mabry. Dedicó todo el día del jueves a prepararlo y luego renunció.

—También asistió al funeral de Rosenberg.

—Sí, pero a regañadientes. Dijo que preferiría pasar el día en el infierno. No obstante, a última hora cedió y asistió al funeral. Está bastante contento de que hayan asesinado a Rosenberg. El miércoles casi parecía que estuvieran de fiesta. La baraja del destino le ha librado unos buenos naipes. Ahora podrá reestructurar el Tribunal Supremo y está muy emocionado.

Grantham escuchaba atentamente.

—Tienen una lista de candidatos —prosiguió Sarge—. En la original había veinte nombres, que se han reducido a ocho.

—¿Quién ha hecho la selección?

—¿Quién crees? El presidente y Fletcher Coal. Les aterroriza que se divulgue la información en este momento. Evidentemente en la lista sólo figuran jueces jóvenes conservadores, la mayoría desconocidos.

—¿Algún nombre?

—Sólo dos. Un individuo llamado Pryce, de Idaho, y otro llamado MacLawrence, de Vermont. Son los únicos nombres que conozco. Creo que ambos son jueces federales. Eso es todo.

—¿Qué ocurre con la investigación?

—No he oído casi nada, pero como de costumbre mantendré las orejas bien abiertas. No parece que ocurra gran cosa.

—¿Algo más?

—No. ¿Cuándo lo publicarás?

—Por la mañana.

—Será divertido.

—Gracias, Sarge.

Ahora había salido ya el sol y el café estaba más concurrido. Cleve se acercó y se sentó junto a su padre.

—¿Habéis terminado? —preguntó.

—Sí —respondió Sarge.

—Creo que debemos marcharnos —dijo Cleve, después de mirar a su alrededor—. Grantham saldrá primero, yo le seguiré y tú, papá, quédate todo el tiempo qué se te antoje.

—Eres muy amable —respondió Sarge.

—Gracias, amigos —dijo Grantham, cuando se dirigía a la puerta.