10

Eric East no había hablado nunca con el presidente, ni había estado en la Casa Blanca. Tampoco había hablado nunca con Fletcher Coal, pero sabía que no le gustaría.

A las siete de la mañana del sábado, entró en el despacho ovalado detrás del director Voyles y de K. O. Lewis. No hubo sonrisas ni se estrecharon la mano. El presidente movió la cabeza tras su escritorio, pero no se levantó. Coal leía alguna cosa.

Veinte locales pornográficos habían sido incendiados en la zona de Washington y muchos todavía humeaban. Habían visto el humo que flotaba sobre la ciudad, desde la parte posterior de la limusina. En un antro llamado Angels, el vigilante había sufrido quemaduras graves y no se esperaba que sobreviviera.

Hacía una hora que les había llegado la noticia de que una emisora de radio había recibido una llamada anónima, en la que el Ejército Clandestino se responsabilizaba de los ataques y prometía otros semejantes para celebrar la muerte de Rosenberg.

El presidente fue el primero en tomar la palabra. A East le pareció que tenía el aspecto cansado. Era muy temprano para él.

—¿Cuántos locales han sido bombardeados?

—Veinte en esta zona —respondió Voyles—. Diecisiete en Baltimore y unos quince en Atlanta. Parece que el asalto ha sido meticulosamente coordinado, porque todas las explosiones han tenido lugar a las cuatro en punto de la madrugada.

—¿Cree usted, director, que se trata del Ejército Clandestino? —preguntó Coal, después de levantar la mirada de su documento.

—Hasta ahora, ellos han sido los únicos en responsabilizarse de los hechos. Parece su estilo. Podría serlo —respondió Voyles, sin mirar a Coal.

—¿Entonces cuándo empezará a efectuar detenciones? —preguntó el presidente.

—En el momento en que dispongamos de una causa probable, señor presidente. Comprenda que así lo marca la ley.

—Comprendo que esta organización encabeza la lista de sospechosos de los asesinatos de Rosenberg y Jensen, que está seguro de que asesinaron a un juez federal en Texas, y que con toda probabilidad anoche bombardearon cincuenta y dos antros pornográficos. No comprendo que maten y bombardeen impunemente. Maldita sea, director, nos están asediando.

A Voyles se le subieron los colores a la cara, pero no dijo nada. Se limitó a desviar la mirada, mientras el presidente le atravesaba con la suya.

—Señor presidente —dijo K. O. Lewis, después de aclararse la garganta—, permítame que le diga que no estamos convencidos de la participación del Ejército Clandestino en los asesinatos de Rosenberg y Jensen. A decir verdad, no hay ninguna prueba que los relacione con los mismos. Son sólo uno, entre una docena de sospechosos. Como le dijimos anteriormente, los asesinatos se cometieron de un modo extraordinariamente limpio, bien organizado y muy profesional. Sumamente profesional.

—Lo que intenta decirnos, señor Lewis —intervino Coal, después de dar un paso al frente—, es que no tienen ni idea de quién cometió los asesinatos y puede que nunca lo averigüen.

—No, no es eso lo que estoy diciendo. Los atraparemos, pero tardaremos algún tiempo en hacerlo.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó el presidente.

La pregunta, propia de un estudiante de segundo curso, no tenía respuesta. East sintió una antipatía inmediata por el presidente, por haberla formulado.

—Meses —respondió Lewis.

—¿Cuántos meses?

—Muchos.

El presidente levantó la mirada, movió la cabeza con asco, se levantó y se dirigió a la ventana.

—No puedo creer que no haya ninguna relación entre lo ocurrido anoche y la muerte de los jueces —dijo, sin dejar de mirar por la ventana—. No lo sé. Puede que no sea más que una paranoia por mi parte.

Voyles miró fugazmente a Lewis con una sonrisa. Paranoico, inseguro, ignaro, bobo, despistado… A Voyles se le ocurrían muchos más calificativos.

—Me pone nervioso pensar que hay asesinos que andan sueltos y bombas que estallan —prosiguió el presidente, meditando todavía junto a la ventana—. ¿Quién podría recriminármelo? Hace más de treinta años que no se ha asesinado a un presidente.

—Creo que usted no corre ningún peligro, señor presidente —respondió Voyles, en un tono ligeramente humorístico—. Los servicios secretos tienen la situación perfectamente controlada.

—Magnífico. ¿Entonces por qué me siento como si estuviera en Beirut? —le susurró casi a la ventana.

Coal intuyó lo incómodo de la situación, cogió un grueso documento de la mesa y se dirigió a Voyles como un catedrático a sus alumnos.

—Aquí está la lista de los candidatos potenciales al Tribunal Supremo. Hay ocho nombres, cada uno con su correspondiente biografía. La ha preparado el Departamento de Justicia. Empezamos con veinte nombres, pero luego el presidente, el fiscal general Hornton y yo los hemos reducido a ocho, ninguno de los cuales tiene la más remota idea de que se le considera para el cargo.

Voyles miraba todavía a otra parte. El presidente regresó lentamente a su escritorio y cogió su copia del informe.

—Algunas de estas personas son polémicas —prosiguió Coal— y si finalmente se las propone como candidatas al cargo, tendrá lugar una pequeña guerra con el Senado para su aprobación. Preferiríamos que la lucha no empezara inmediatamente. Esto debe tratarse de un modo confidencial.

—¡Es usted un imbécil, Coal! —exclamó de pronto Voyles, con la mirada fija en su interlocutor—. Hemos hecho esto en otras ocasiones y le aseguro que a partir del momento en que empecemos a investigar, se correrá la voz. Quiere que hagamos una investigación a fondo y pretende que las personas con las que hablemos guarden silencio. Así no es como funcionan las cosas, jovencito.

Coal se acercó a Voyles con fuego en la mirada.

—Usted asegúrese de que estos nombres no aparezcan en los periódicos hasta que se formalice su candidatura. Lógrelo, director. Evite que se divulgue la noticia y que llegue a oídos de los periodistas, ¿comprende?

—Escúcheme, cretino —exclamó Voyles ahora de pie y señalando a Coal con el dedo—, si quiere investigar a esas personas, hágalo usted mismo. No me venga con ese montón de bobadas infantiles.

Lewis se colocó entre ambos, el presidente se puso de pie tras su escritorio y, durante un par de segundos, nadie dijo palabra. Coal dejó su copia del documento sobre la mesa, desvió la mirada y se retiró unos pasos. El presidente se había convertido ahora en el pacificador.

—Siéntese, Denton. Siéntese.

Voyles regresó a su asiento, sin dejar de mirar fijamente a Coal. El presidente le sonrió a Lewis y todo el mundo se sentó.

—Somos todos víctimas de una enorme presión —dijo calurosamente el presidente.

—Llevaremos a cabo las investigaciones rutinarias sobre las personas citadas en la lista, señor presidente —declaró sosegadamente Lewis—, y se hará de un modo estrictamente confidencial. Sin embargo, sabe perfectamente que no podemos controlar a todas las personas con las que hablemos.

—Sí, señor Lewis, lo sé. Pero quiero que se tomen precauciones excepcionales. Estos hombres son jóvenes, e interpretarán y modificarán la Constitución mucho después de mi muerte. Son fervientes conservadores y la prensa los crucificará. Deben estar libres de culpa y de trapos sucios. Nada de drogas, hijos ilegítimos, actividades revolucionarias en la universidad, ni divorcios. ¿Comprendido? No quiero sorpresas.

—Sí, señor presidente. Pero no podemos garantizar que nuestras investigaciones se desenvuelvan en un secreto absoluto.

—Inténtenlo, ¿de acuerdo?

—Sí señor —respondió Lewis, al tiempo que le entregaba el documento a Eric East.

—¿Eso es todo? —preguntó Voyles.

El presidente miró de refilón a Coal, que estaba frente a la ventana sin hacerles caso alguno.

—Sí, Denton, eso es todo. Me gustaría que esta investigación hubiera concluido dentro de diez días. No quiero perder tiempo en este asunto.

—Tendrá el informe dentro de diez días —respondió Voyles después de ponerse de pie.

Callahan estaba irritado, cuando llamó a la puerta del piso de Darby. Estaba bastante trastornado, había muchas cosas que le preocupaban y de las que deseaba hablar, pero no estaba dispuesto a provocar una pelea, porque había algo que anhelaba mucho más que desahogarse. Hacía cuatro días que eludía su presencia mientras jugaba a detectives y se encerraba en la biblioteca jurídica. No acudía a clase, no contestaba sus llamadas, ni en general le prestaba atención en su momento de crisis. Pero sabía que cuando abriera la puerta sonreiría y olvidaría su negligencia.

Llevaba consigo un litro de vino y una auténtica pizza de Mama Rosa. Eran algo más de las diez del sábado por la noche. Llamó de nuevo y miró las demás casas, de un lado para otro de la calle. Se oyó el ruido de la cadena en el interior y sonrió inmediatamente. La negligencia se había desvanecido.

—¿Quién es? —preguntó con la puerta trabada por la cadena.

—Thomas Callaban. ¿Me recuerdas? Te suplico que me dejes pasar para que podamos jugar y volver a ser amigos.

Se abrió la puerta y Callahan entró en el piso. Darby cogió el vino y le dio un beso en la mejilla.

—¿Seguimos siendo amigos? —preguntó Callahan.

—Sí, Thomas. He estado ocupada —respondió mientras se dirigía a la cocina, a través de la abigarrada madriguera, seguida de su compañero.

Un ordenador y un montón de gruesos libros cubrían la mesa.

—Te he llamado. ¿Por qué no me has devuelto las llamadas?

—No estaba en casa —respondió, al tiempo que abría un cajón y sacaba un sacacorchos.

—Tienes un contestador automático. Te he dejado varios mensajes.

—¿Buscas pelea, Thomas?

—¡No! —respondió, después de contemplar sus piernas desnudas—. Te aseguro que no estoy loco. Te lo prometo. Te ruego que me perdones si parezco preocupado.

—Déjalo ya.

—¿Cuándo podemos acostarnos?

—¿Tienes sueño?

—Todo lo contrario. Por Dios, Darby, han transcurrido tres noches.

—Cinco. ¿De qué es la pizza? —dijo mientras descorchaba la botella y servía dos copas, bajo la atenta mirada de Callahan.

—Es una de esas especialidades del sábado por la noche, a las que le echan todo lo destinado a la basura. Colas de gamba, huevos, cabezas de langostino. El vino también es barato. Ando un poco mal de fondos y, dado que mañana me marcho de la ciudad, no puedo gastar mucho. Y puesto que voy a ausentarme, he pensado que vendría a acostarme contigo esta noche, para evitar la tentación de hacerlo con alguna mujer infecciosa en Washington. ¿Qué te parece?

—Parecen salchichas y pimientos —dijo Darby, mientras abría la caja de la pizza.

—¿Todavía puedo acostarme contigo?

—Tal vez más tarde. Toma unos vasos de vino y charlemos. Hace tiempo que no tenemos una buena conversación.

—Yo lo he hecho. He pasado toda la semana charlando con tu contestador automático.

Cogió su copa y la botella de vino, y la siguió de cerca al interior de la madriguera, donde Darby conectó la música, antes de sentarse junto a él en el sofá.

—Emborrachémonos —dijo Callahan.

—Eres muy romántico.

—Reservo mi romanticismo para ti.

—Has estado borracho toda la semana.

—No es cierto. El ochenta por ciento de la semana. Es culpa tuya por esconderte de mí.

—¿Qué te ocurre, Thomas?

—Tengo temblores. Estoy excitado y necesito compañerismo para tranquilizarme. ¿Qué me dices?

—Emborrachémonos un poco —respondió Darby mientras saboreaba el vino y estiraba las piernas sobre sus rodillas, al tiempo que él suspiraba como si le doliera—. ¿A qué hora sale tu avión?

—A la una y media. Directo a la capital —dijo después de un buen trago—. Debo presentarme a las cinco y asistir a una cena a las ocho. Después de lo cual, tal vez me vea obligado a deambular por las calles en busca de amor.

—De acuerdo, de acuerdo —sonrió Darby—. Lo haremos dentro de un minuto. Pero antes charlemos.

—Puedo pasar diez minutos charlando —suspiró aliviado Callahan—, pero luego me desmayaré.

—¿Qué hay previsto para el lunes?

—Las ocho horas habituales de debate etéreo sobre el futuro de la Quinta Enmienda, seguidas de una propuesta elaborada por la junta que nadie aprobará. Otro debate el martes, un nuevo informe, tal vez un par de altercados, entonces se levantará la sesión sin haber conseguido nada y regresaremos a casa. Llegaré tarde el martes por la noche y me gustaría cenar contigo en un buen restaurante, después de lo cual podemos ir a mi casa para mantener un debate intelectual y explorar el sexo animal. ¿Dónde está la pizza?

—Allí. Ahora la traigo.

—No te muevas —dijo, mientras le acariciaba las piernas—. No tengo nada de hambre.

—¿Por qué asistes a esas conferencias?

—Soy socio, catedrático, y se supone que debo desplazarme para reunirme con otros ilustrados cretinos y contribuir a redactar informes que nadie lee. Si no asistiera, el decano creería que no contribuyo al desarrollo intelectual.

—Estás tenso, Thomas —dijo Darby, mientras llenaba los vasos vacíos.

—Lo sé. Ha sido una semana muy dura. Detesto la perspectiva de un puñado de neandertales que redacten una nueva interpretación de la Constitución. Dentro de diez años viviremos en un estado policial. No puedo hacer nada para evitarlo y, por consiguiente, es probable que recurra al alcohol.

Darby bebía despacio y le observaba. La música era suave y la luz tenue.

—Empiezo a sentirme alegre —dijo.

—Esta es más o menos tu medida. Un par de copas y pierdes el mundo de vista. Si fueras irlandesa, podrías beber toda la noche.

—Mi padre era medio escocés.

—No es suficiente —respondió Callahan, al tiempo que cruzaba los pies sobre la mesilla, se relajaba y le acariciaba las pantorrillas—. ¿Puedo pintarte los dedos de los pies?

Darby no respondió. A Callahan le fascinaban los dedos de sus pies, e insistía en pintarle las uñas rojas por lo menos dos veces al mes. Lo habían visto en Los búfalos de Durham, y a pesar de que no era tan pulcro ni sobrio como Kevin Costner, a Darby había llegado a gustarle la intimidad del rito.

—¿No quieres que te pinte las uñas esta noche?

—Tal vez más tarde. Pareces cansado.

—Estoy relajado, pero hierve en mis venas la electricidad viril y no me desalentarás diciéndome que parezco cansado.

—Toma un poco más de vino.

Callahan tomó más vino y se hundió un poco más en el sofá.

—Y bien, señorita Shaw, ¿quién lo ha hecho?

—Profesionales. ¿No has leído los periódicos?

—Por supuesto. ¿Pero quién está detrás de los profesionales?

—No lo sé. Después de lo de anoche, la elección unánime es el Ejército Clandestino.

—Pero tú no estás convencida.

—No. No se ha practicado ninguna detención. No estoy convencida.

—Y tienes a algún sombrío sospechoso, que el resto del país desconoce.

—Tenía uno, pero ahora ya no estoy tan segura. He pasado tres días investigándolo, incluso lo he resumido nítidamente en mi pequeño ordenador y he redactado el borrador de un informe, pero ahora lo he descartado.

—¿Quieres decir que has pasado tres días sin asistir a clase, sin hacerme ningún caso, trabajando día y noche como Sherlock Holmes, y ahora lo arrojas al cubo de la basura? —preguntó Callaban, sin dejar de mirarla fijamente.

—Está ahí, sobre la mesa.

—No puedo creerlo. Mientras sufría a solas durante toda la semana, sabía que lo hacía por una buena causa. Sabía que mi dolor era por el bien del país, porque tú penetrarías en el meollo de la cuestión y esta noche, o tal vez mañana, me dirías quién lo había hecho.

—Es imposible, por lo menos por la vía de la investigación jurídica. No hay ninguna pauta ni elemento común entre los asesinatos. He estado a punto de quemar los ordenadores de la facultad.

—¡Claro, ya te lo dije! Olvidas, querida, que soy un genio en Derecho constitucional, y supe inmediatamente que Rosenberg y Jensen no tenían nada en común, a excepción de las togas y las amenazas de muerte. Los nazis, los arios, el Klan, la mafia, o alguna otra organización por el estilo los asesinó, a Rosenberg por ser Rosenberg, y a Jensen por ser un blanco fácil y en cierto modo un embarazo.

—En tal caso, ¿por qué no llamas al FBI para compartir con ellos tu visión? Estoy segura de que esperan junto al teléfono.

—No te enojes. Lo siento. Perdóname.

—Eres un asno, Thomas.

—Sí, pero tú me quieres, ¿no es cierto?

—No lo sé.

—¿Todavía podemos acostarnos juntos? Lo has prometido.

—Veremos.

Callahan dejó el vaso sobre la mesa y se abalanzó sobre ella.

—Bueno, cariño, leeré tu informe, ¿de acuerdo? Y luego lo comentaremos. Pero ahora tengo las ideas un poco confusas y no podré proseguir hasta que cojas mi débil y temblorosa mano y me lleves a tu cama.

—Olvida mi pequeño informe.

—Por favor, maldita sea, Darby, te lo ruego.

Darby le agarró del cuello y se lo acercó. Se dieron un beso prolongado, duro, húmedo, casi violento.