9

Thomas Callahan se levantó tarde, después de dormir solo. Se había acostado temprano, sobrio y también solo. Hacía tres días que anulaba sus clases. Hoy era viernes, al día siguiente se celebraría el funeral de Rosenberg, y por respeto a su ídolo no daría clases de Derecho constitucional, hasta que descansara debidamente en paz.

Después de prepararse un café, se sentó en el balcón con su albornoz. La temperatura estaba por debajo de los veinte grados, había refrescado por primera vez desde la entrada del otoño, y había mucha animación en la calle. Saludó con la cabeza a la anciana de nombre desconocido, que vivía en la casa de enfrente. A sólo una manzana se encontraba Bourbon, lleno ya de turistas con sus pequeños mapas y sus cámaras. El alba pasaba inadvertida en el barrio, pero a las diez sus callejuelas estaban llenas de camiones de reparto y taxis.

En dichas mañanas de holgazanería, que en su caso eran abundantes, Callahan disfrutaba de su libertad. Hacía veinte años que se había licenciado y la mayoría de sus contemporáneos trabajaban setenta horas semanales en agobiantes fábricas jurídicas. Había trabajado dos años en un bufete. Un monstruoso despacho de Washington, con doscientos abogados, le había ofrecido trabajo recién salido de Georgetown y había pasado los primeros seis meses escribiendo informes, en un escritorio diminuto. A continuación había pasado a formar parte de la cadena de montaje, donde su misión consistía en responder a interrogatorios sobre anticonceptivos intrauterinos doce horas diarias, con la expectativa de que facturara dieciséis. Le dijeron que si lograba condensar veinte años en los próximos diez, cabía la posibilidad de que llegara a ser socio de la empresa a la abrumadora edad de treinta y cinco años.

Con la esperanza de vivir más de cincuenta años, Callahan abandonó el aburrimiento de la abogacía. Obtuvo un master en Derecho y se convirtió en profesor. Se levantaba tarde, trabajaba cinco horas diarias, de vez en cuando escribía algún artículo y, durante la mayor parte del tiempo, se divertía enormemente. Sin familia a la que mantener, su salario de setenta mil dólares anuales era más que suficiente para costear su dúplex, su Porsche y la bebida. Si moría joven, sería a causa del whisky y no del trabajo.

Suponía también un sacrificio. Muchos de sus compañeros de estudios eran ahora copropietarios de grandes bufetes, con espectaculares placas de bronce e ingresos de medio millón de dólares anuales. Se codeaban con altos ejecutivos de IBM, Texaco y State Farm. Rivalizaban en poder con los senadores. Tenían despachos en Tokyo y en Londres. Pero no los envidiaba.

Uno de sus mejores amigos de la facultad era Gavin Verheek, que también había abandonado la abogacía privada para trabajar para el gobierno. Primero había trabajado en el Departamento de Derechos civiles del Ministerio de Justicia y, más adelante, le habían trasladado al FBI. Ahora era asesor especial del director. Callahan debía estar en Washington el lunes, para asistir a una conferencia de profesores de Derecho constitucional. Él y Verheek pensaban verse, para cenar juntos y emborracharse el lunes por la noche.

Debía llamarle, a fin de confirmar la cita y aprovecharse de sus conocimientos. Marcó el número de memoria. Transfirieron su llamada de una extensión a otra y, después de cinco minutos de preguntar por Gavin Verheek, su amigo estaba al teléfono.

—Estoy muy ocupado —dijo Verheek.

—Es un placer oír tu voz —respondió Callahan.

—¿Cómo estás, Thomas?

—Son las diez y media. Todavía no me he vestido. Estoy sentado aquí, en el barrio francés, tomando café y contemplando a la gente que pasea por Dauphine Street. ¿Cómo estás tú?

—Vaya vida. Aquí son las once y media, y no he salido de mi despacho desde que encontraron los cadáveres el miércoles por la mañana.

—Me pone enfermo, Gavin. Nombrará a un par de nazis.

—Bien, claro, en mi situación no puedo comentar sobre este asunto. Pero sospecho que tienes razón.

—Sospechar un carajo. Apuesto a que ya has visto la lista de candidatos, ¿no es cierto, Gavin? Seguro que ya estáis investigando su historial. Válgame Dios, Gavin, puedes confiar en mí. ¿Quién está en la lista? No se lo contaré a nadie.

—Ni yo tampoco, Thomas. Pero puedo prometerte una cosa, tu nombre no figura en la misma.

—Menuda decepción.

—¿Cómo está la chica?

—¿Qué chica?

—Por Dios, Thomas. La chica.

—Encantadora, brillante, llena de amabilidad y de ternura…

—Sigue.

—¿Quién ha cometido los asesinatos, Gavin? Tengo derecho a saberlo. Pago mis impuestos y tengo derecho a conocer el nombre de los asesinos.

—¿Cómo se llama la chica?

—Darby. ¿Quién los ha asesinado y por qué?

—Siempre has sabido elegir los nombres, Thomas. Recuerdo ocasiones en las que te negaste a tener relaciones con alguna chica porque no te gustaba su nombre. Podía ser encantadora y apasionada, pero con un nombre insípido. Darby. Tiene un toque atractivamente erótico. Menudo nombre. ¿Cuándo la conoceré?

—No lo sé.

—¿Vive contigo?

—No es de tu incumbencia. Escúchame, Gavin. ¿Quién ha cometido los asesinatos?

—¿No lees los periódicos? No tenemos ningún sospechoso. Ninguno. Nada[1].

—¿Conoceréis sin duda el motivo?

—Muchos motivos. En la calle hay mucho odio, Thomas. Curiosa combinación, ¿no te parece? Jensen es difícil de imaginar. El director nos ha ordenado investigar casos pendientes, dictámenes recientes, pautas en las votaciones y bobadas por el estilo.

—Maravilloso, Gavin. Todos los exegetas de la Constitución del país juegan ahora a ser detectives, e intentan resolver los asesinatos.

—¿Tú no?

—No. Decidí emborracharme cuando oí la noticia, pero ahora ya estoy sobrio. Mi chica, sin embargo, se ha entregado plenamente al mismo tipo de investigación que hacéis vosotros, y no me hace ningún caso.

—Darby. Vaya nombre. ¿De dónde es?

—De Denver. ¿Nos vemos el lunes?

—Tal vez. Voyles quiere que trabajemos día y noche, hasta que los ordenadores nos faciliten los nombres de los asesinos. De todos modos, tengo el propósito de incluirte en la investigación.

—Gracias. Confío en que me facilites un informe completo, Gavin. No simples rumores.

—Thomas, Thomas. Siempre en busca de información. Y, como de costumbre, no tengo ninguna para darte.

—Me lo contarás todo cuando estés borracho, Gavin. Siempre lo haces.

—¿Por qué no traes a Darby contigo? ¿Qué edad tiene? ¿Diecinueve?

—Veinticuatro y no ha sido invitada. Puede que más adelante.

—Tal vez. Amigo mío, tengo que dejarte. He de reunirme con el director dentro de treinta minutos. Por aquí la tensión es tan palpable, que hasta se huele en el ambiente.

Callahan marcó el número de la biblioteca jurídica y preguntó si habían visto a Darby Shaw. Respuesta negativa.

Darby dejó el coche en el aparcamiento casi vacío del edificio federal en Lafayette y entró en la secretaría del primer piso. Era viernes al mediodía, no se celebraba ningún juicio y los pasillos estaban casi desiertos. Se acercó al mostrador, miró por una ventanilla abierta y esperó. Una secretaria, que se disponía a salir para almorzar, se acercó de mal talante.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó, en el tono característico de un funcionario de bajo rango, dispuesta a cualquier cosa menos a prestar un servicio.

—Deseo consultar este sumario —respondió Darby, al tiempo que entregaba un papel en la ventanilla.

—¿Por qué? —preguntó la secretaria, después de echar una ojeada al papel.

—No tengo por qué dar explicaciones. Los archivos son públicos, ¿no es cierto?

—Semipúblicos.

—¿Está usted familiarizada con la Ley de la Libertad de Información? —preguntó Darby, al tiempo que cogía el papel y lo doblaba.

—¿Es usted abogado?

—No tengo por qué serlo para consultar el sumario.

La secretaria abrió un cajón del mostrador y cogió un llavero.

—Sígame —dijo con un movimiento de la cabeza.

En la puerta decía SALA DEL JURADO, pero en el interior no había mesas ni sillas, sólo archivos y cajas junto a las paredes. Darby miró a su alrededor.

—Ahí lo tiene, junto a esa pared —declaró la secretaria—. El resto son otras cosas. En el primer armario están todos los alegatos y la correspondencia. Lo demás son pruebas, exposiciones y el juicio.

—¿Cuándo se celebró el juicio?

—El verano pasado. Duró dos meses.

—¿Dónde está el recurso de apelación?

—Todavía no está completo. Creo que la fecha límite es el primero de noviembre. ¿Es usted periodista o algo por el estilo?

—No.

—Bien. Como usted evidentemente sabe, estos archivos son en realidad públicos. Pero el juez ha impuesto ciertas limitaciones. En primer lugar, debe darme su nombre y la hora exacta de su visita. En segundo lugar, no se puede sacar nada de esta sala. En tercer lugar, no está permitido copiar ningún documento, hasta que esté completo el recurso de apelación. En cuarto lugar, debe volver a dejar todo lo que toque en el lugar exacto donde lo encontró. Órdenes del juez.

—¿Por qué no puedo hacer copias? —preguntó Darby, mientras contemplaba la pared llena de archivos.

—Pregúnteselo a su señoría. Y ahora, ¿le importaría darme su nombre?

—Darby Shaw.

—¿Cuánto tiempo piensa permanecer aquí? —preguntó la secretaria, después de tomar nota en una carpeta colgada cerca de la puerta.

—No lo sé. Tres o cuatro horas.

—Cerramos a las cinco. Pase por mi despacho cuando termine.

La secretaria cerró la puerta con una mueca. Darby abrió un cajón lleno de alegatos, y empezó a examinar los documentos y tomar notas. El pleito había empezado hacía siete años, entre un demandante y treinta y ocho poderosas grandes empresas demandadas, que habían contratado y despedido nada menos que a quince bufetes a lo largo y ancho del país. Grandes bufetes, muchos de ellos con centenares de abogados y docenas de despachos.

Después de siete años de batallas jurídicas, el resultado era todavía sumamente dudoso. La lucha era encarnizada. El veredicto del juicio sólo había supuesto una victoria temporal para los demandados. Los demandantes, en el recurso de apelación, alegaban que el veredicto había sido comprado u obtenido de algún otro modo ilegal. Numerosas cajas de mociones. Acusaciones y contraacusaciones. Peticiones de sanciones y multas, de los demandantes a los demandados y viceversa. Un sinfín de declaraciones juradas, en las que se detallaban mentiras y abusos por parte de los abogados y de sus defendidos. Uno de los abogados había fallecido.

Otro, según un compañero de Darby que había trabajado en aspectos periféricos del caso, había intentado suicidarse. Su amigo había trabajado como pasante durante el verano para un bufete de Houston y, aunque tenía poca información a su alcance, oía las habladurías.

Darby desplegó una silla y contempló los archivos. Tardaría cinco horas sólo para encontrar el material.

La publicidad no había beneficiado al cine Montrose. La mayoría de sus clientes usaban gafas oscuras por la noche y solían entrar y salir con la mayor discreción posible. Ahora que un juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos había sido hallado muerto en una butaca, el local era famoso y los curiosos pasaban a todas horas para verlo y tomar fotografías. La mayoría de los clientes habituales iban a otros lugares. Sólo los más audaces entraban apresuradamente cuando había poco tráfico.

Tenía el aspecto de un cliente habitual cuando entró apresuradamente y compró su entrada sin mirar a la taquillera. Gorra de béisbol, gafas oscuras, vaqueros, cabello impecable y chaqueta de cuero. Su disfraz era perfecto, pero no porque fuera homosexual y le avergonzara ser visto en semejantes lugares.

Era medianoche. Subió la escalera hasta el primer piso, con una sonrisa en los labios al pensar en Jensen con la soga alrededor del cuello. Después de cerrar la puerta, se instaló en la sección central lejos de todo el mundo. Se dejó las gafas puestas e intentó no mirar a la pantalla. Pero era difícil y le molestaba.

Había otras cinco personas en el cine. Cuatro filas más arriba, a su derecha, una pareja de enamorados no dejaba de besarse y manosearse. De haber tenido un bate de béisbol a mano, los habría mandado a ambos a mejor vida. O un trozo de cuerda de nailon amarillo.

Después de veinte minutos de sufrimiento y cuando estaba a punto de sacarse algo del bolsillo, alguien le puso la mano en el hombro. Una mano suave. Reaccionó con tranquilidad.

—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó una voz profunda y masculina a su espalda.

—No. Y retira la mano.

La mano se retiró. Transcurrieron unos segundos y era evidente que no insistiría. Entonces desapareció.

Aquello era una tortura para alguien que odiaba la pornografía. Tenía ganas de vomitar. Después de mirar por encima del hombro, se llevó cuidadosamente la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una caja negra de quince centímetros de longitud, once de anchura y siete de altura, que dejó en el suelo entre los pies. Con un bisturí, practicó una meticulosa incisión en la tapicería de la butaca adjunta y, después de echar una ojeada a su alrededor, introdujo la caja negra en el asiento. Era una butaca verdaderamente antigua, de muelles, en la que tuvo que mover cuidadosamente la caja de costado para insertarla en la misma, de modo que el interruptor y el tubo fueran apenas visibles a través de la incisión.

Respiró hondo. A pesar de que el artefacto había sido construido por un auténtico profesional, un genio legendario de las bombas en miniatura, no resultaba agradable circular con el maldito artilugio en el bolsillo de la chaqueta, a escasos centímetros del corazón y demás órganos vitales. Tampoco se sentía particularmente cómodo sentado junto al mismo.

Aquella era la tercera instalación de la noche y le quedaba otra por hacer, en un cine donde proyectaban anticuadas películas de pornografía heterosexual. Casi le consumía el deseo de llevar a cabo su misión, y eso le intranquilizaba.

Contempló a los dos amantes, cada vez más excitados y sin prestar atención alguna a la película, y pensó que ojalá estuvieran sentados cerca de la pequeña caja negra cuando esta empezara a liberar su gas, y al cabo de treinta segundos cuando la bola de fuego abrasara todo lo existente entre la pantalla y la máquina de palomitas de maíz. Eso le gustaría.

Pero el grupo al que pertenecía no era partidario de la violencia, ni de la matanza indiscriminada de personas inocentes o insignificantes. Habían ejecutado a algunas víctimas que se lo merecían. Sin embargo, su especialidad era la demolición de estructuras utilizadas por el enemigo. Elegían blancos fáciles: clínicas abortistas desarmadas, desprotegidas dependencias del ACLU, o insospechables antros de perdición. No podían irles mejor las cosas. Ni una sola detención en dieciocho meses.

Eran las doce cuarenta, hora de regresar apresuradamente a su coche, aparcado a cuatro manzanas, en busca de otra caja negra para instalarla en el cine Pussycat, a seis manzanas de distancia, que cerraba a la una y media. El Pussycat ocupaba el número dieciocho o diecinueve en la lista, no lo recordaba con exactitud, pero de lo que sí estaba seguro era de que en tres horas y veinte minutos exactamente, los cines porno de Washington volarían por los aires. Se suponía que se habrían instalado cajas negras en veintidós antros aquella noche, que a las cuatro de la madrugada estarían cerrados, desiertos y arrasados. Tres de sesión continua habían sido eliminados de la lista, porque el grupo no era partidario de la violencia.

Se ajustó las gafas oscuras y echó una última ojeada a la butaca contigua. A juzgar por los vasos y bolsas de palomitas en el suelo, el local sólo se barría una vez por semana. Nadie detectaría el interruptor y el tubo, apenas visibles entre la harapienta tapicería. Pulsó cautelosamente el interruptor y abandonó el Montrose.