8
El jueves a las doce del mediodía, una secretaria entró con una bolsa decorada con manchas de grasa, llena de bocadillos y aros de cebolla a la romana, en la húmeda sala de conferencias del quinto piso del edificio Hoover. En el centro de la sala cuadrada, había una mesa de caoba con veinte sillas a cada lado, rodeada del personal más selecto del FBI. Todas las corbatas estaban sueltas y las mangas arremangadas. Una fina nube de humo azul flotaba alrededor de la ordinaria lámpara gubernamental, un metro y medio por encima de la mesa.
El director Voyles tenía la palabra. Cansado y enojado, daba caladas a su cuarto cigarro de la mañana y paseaba lentamente frente a la pantalla, situada junto a su extremo de la mesa. La mitad de los presentes le escuchaban. La otra mitad habían cogido informes del centro de la mesa, para informarse acerca de las autopsias, el dictamen del laboratorio sobre la cuerda de nilón, Nelson Muncie, y otros pocos temas investigados apresuradamente. Los informes constaban de pocas páginas.
Uno de los que escuchaban y leían atentamente era el agente especial Eric East, brillante investigador aunque sólo llevaba diez años en el servicio. Seis horas antes, Voyles le había elegido para dirigir la investigación. El resto del equipo había sido elegido a lo largo de la mañana y esta era su reunión organizativa.
East escuchaba y oía lo que ya sabía. La investigación podía durar semanas, probablemente meses. A excepción de las balas, nueve en total, la cuerda y la varilla de acero utilizada para el torniquete, no había ninguna prueba. Los vecinos de Georgetown no habían visto nada, ni se había detectado ningún personaje excepcionalmente sospechoso en el Montrose. No había huellas. Ninguna fibra. Nada. Se necesitaba mucho talento para matar con tanta nitidez, y mucho dinero para alquilar dicho talento. Voyles era pesimista en cuanto a la perspectiva de descubrir a los pistoleros. Debían concentrarse en quien les hubiera contratado.
—Hay un informe sobre la mesa —decía Voyles entre caladas—, referente a cierto Nelson Muncie, un millonario de Jackonville, Florida, que ha efectuado presuntas amenazas contra Rosenberg. Las autoridades de Florida están convencidas de que ha pagado un montón de dinero, para ordenar el asesinato del violador y de su abogado. Está todo en el informe. Dos de nuestros hombres han hablado con el abogado de Muncie esta mañana y les ha tratado con mucha hostilidad. Según el abogado, Muncie está en el extranjero y, evidentemente, no tiene idea de cuándo regresará. He asignado veinte agentes a que lo investiguen.
»El número cuatro es un pequeño grupo llamado Resistencia Blanca, formado por comandos de edad madura —prosiguió el director, después de encender nuevamente su cigarro y coger un documento de la mesa—, que vigilamos desde hace aproximadamente tres años. Ahí tienen el informe. A decir verdad, un sospechoso bastante improbable. Prefieren las bombas incendiarias y las cruces ardientes. Su especialidad no es la sutileza. Y lo que es más importante, no tienen mucho dinero. Dudo seriamente de que pudieran contratar pistoleros tan profesionales. De todos modos, he asignado veinte agentes a que los investiguen.
East desenvolvió un grueso bocadillo, lo olió, pero decidió no comérselo. La cebolla estaba fría. Se había quedado sin apetito. Escuchaba y tomaba notas. El número seis de la lista era un poco inusual. Un psicópata llamado Clinton Lane había declarado la guerra a los homosexuales. Su único hijo había abandonado la casa de campo de la familia en Iowa, para gozar de la vida homosexual en San Francisco, pero al poco tiempo había muerto de SIDA. Lane enloqueció e incendió las oficinas de la Coalición Homosexual en Des Moines. En mil novecientos ochenta y nueve, después de que le hubieran atrapado y condenado a cuatro años, escapó de la cárcel y desapareció. Según el informe, había organizado una sofisticada red de contrabando de cocaína y se había convertido en millonario. El dinero que ganaba lo utilizaba en su guerra privada contra maricas y lesbianas. El FBI intentaba atraparlo desde hacía cinco años, pero al parecer dirigía su organización desde México. Hacía años que mandaba cartas difamatorias al Congreso, al Tribunal Supremo y al presidente de la nación. A Voyles no le impresionaba Lane como sospechoso. No era más que un loco descabellado, pero no dejaría ninguna posibilidad por investigar. Le asignó sólo seis agentes.
Había diez nombres en la lista. Entre seis y veinte de los mejores agentes especiales eran asignados a cada sospechoso. Se elegía un jefe para cada unidad, que debía informar a East dos veces al día, quien a su vez se reunía con el director todas las mañanas y todas las tardes. Otro centenar de agentes, aproximadamente, recorrería las calles y el campo en busca de pistas.
Voyles habló de la discreción. Los periodistas les seguirían como sabuesos y, por consiguiente, la investigación debía ser estrictamente confidencial. Sólo él, el director, hablaría con la prensa y no les soltaría prácticamente nada.
Cuando se sentó, K. O. Lewis pronunció un monótono discurso sobre los funerales, la seguridad y la petición del presidente Runyan para colaborar en la investigación.
Eric East tomaba café frío y estudiaba la lista.
En treinta y cuatro años, Abraham Rosenberg había escrito nada menos que mil doscientos dictámenes. Su producción era fuente permanente de asombro para los exegetas constitucionales. De vez en cuando ignoraba los casos contra las grandes empresas y los relacionados con los impuestos, pero si en el asunto detectaba el más ligero indicio de controversia, lo atacaba con todos sus sentidos. Había redactado opiniones mayoritarias, declaraciones de apoyo a la opinión mayoritaria, declaraciones de apoyo a las disensiones, y muchísimas disensiones. A menudo era el único en disentir. Todos los asuntos importantes a lo largo de treinta y cuatro años habían merecido algún tipo de opinión por parte de Rosenberg. Los críticos y los eruditos le admiraban. Publicaban libros, ensayos y críticas sobre su trabajo. Darby encontró cinco tomos independientes de dictámenes recopilados, con notas y anotaciones editoriales. Uno de los libros estaba dedicado exclusivamente a sus principales disensiones.
En lugar de ir a clase, el jueves se recluyó en el estudio del quinto piso de la biblioteca. Tenía el suelo nítidamente cubierto de impresiones informáticas. Los libros de Rosenberg estaban abiertos, señalados y amontonados uno encima de otro.
Había una razón para los asesinatos. El odio y la venganza serían aceptables sólo para Rosenberg. Pero si se agregaba Jensen a la ecuación, el odio y la venganza ya no tenían tanto sentido. Sin duda era susceptible de inspirar odio, pero no había despertado tantas pasiones como Yount, o incluso Manning.
Darby no encontró ningún libro crítico sobre los dictámenes del juez Glenn Jensen. En seis años, sólo había redactado veintiocho opiniones mayoritarias, la producción más reducida del Tribunal Supremo. Había redactado unos pocos disensos y apoyado otros, pero trabajaba con una lentitud pasmosa. Unas veces se expresaba con claridad y lucidez, y otras con torpeza y confusión.
Estudió los dictámenes de Jensen. Su ideología variaba radicalmente de año en año. Era generalmente coherente en su protección de los derechos de los acusados, pero había suficientes excepciones para desconcertar a cualquier erudito. Entre siete propuestas, había votado cinco a favor de los indios. Había redactado tres opiniones mayoritarias definitivamente proteccionistas del medio ambiente. Era casi impecable en su apoyo por los que protestaban contra los impuestos.
Pero no había pistas. Jensen era demasiado excéntrico para tomárselo en serio. Comparado con los otros ocho, era inofensivo.
Acabó de tomarse otro refresco y abandonó de momento las notas sobre Jensen. Había guardado su reloj en un cajón. No tenía ni idea de la hora que era. A Callahan se le había pasado la borrachera y le apetecía cenar tarde en el restaurante de Mister B’s, en el Quarter. Darby sentía la necesidad de llamarle.
Dick Mabry, actual redactor de discursos y mago de la palabra, estaba sentado junto al escritorio del presidente, mientras este y Coal leían el tercer borrador del discurso propuesto para el funeral del juez Jensen. Coal había rechazado los dos primeros, y Mabry todavía no estaba seguro de lo que querían. Coal sugería algo. El presidente pedía otra cosa. Al principio Coal había llamado para decir que olvidaran lo del discurso, porque el presidente no asistiría al funeral. A continuación había llamado el presidente y le había pedido que preparara unas palabras, porque Jensen era amigo suyo y no por el hecho de ser marica dejaba de serlo.
Mabry sabía que Jensen no era amigo del presidente, sino un juez recién asesinado que gozaría de un funeral muy visible.
Luego había vuelto a llamar Coal, para decir que no estaban seguros de si el presidente asistiría al funeral, pero que preparara de todos modos unas palabras por si acaso. El despacho de Mabry estaba en el antiguo edificio ejecutivo, junto a la Casa Blanca, y a lo largo del día se hacían apuestas sobre si el presidente asistiría al funeral de un conocido homosexual. Dos tercios del personal de la oficina apostaba que no lo haría.
—Mucho mejor, Dick —dijo Coal doblando el papel.
—A mí también me gusta —agregó el presidente.
Mabry se había percatado de que el presidente solía esperar a que Coal expresara su aprobación, antes de manifestar su opinión.
—Puedo intentarlo de nuevo —declaró Mabry, al tiempo que se ponía de pie.
—No, no —insistió Coal—. Este tiene el toque correcto. Muy penetrante. Me gusta.
Acompañó a Mabry a la puerta y la cerró.
—¿Qué le parece? —preguntó el presidente.
—Debemos anularlo. Tengo un mal presentimiento. La publicidad sería fantástica, pero usted pronunciaría estas hermosas palabras sobre un cuerpo hallado en un antro pornográfico de maricas. Demasiado arriesgado.
—Sí. Creo que…
—Esta es nuestra crisis, jefe. El índice de popularidad sigue aumentando y, simplemente, no quiero arriesgarme.
—¿Deberíamos mandar a alguien?
—Por supuesto. ¿Qué le parece el vicepresidente?
—¿Dónde está?
—En un avión procedente de Guatemala. Llegará esta noche —respondió Coal, sonriendo de pronto para sí—. El funeral de un homosexual, ideal para el vicepresidente.
—Perfecto —rio el presidente.
—Hay un pequeño problema —dijo Coal después de dejar de sonreír, mientras paseaba frente al escritorio—. El funeral de Rosenberg se celebrará el sábado, a sólo ocho manzanas de aquí.
—Prefiero pasar el día en el infierno.
—Lo sé. Pero su ausencia llamará mucho la atención.
—Podría ingresar en el hospital de Walter Reed con un ataque de lumbago. No sería la primera vez.
—No, jefe. La reelección es el próximo año. Debe mantenerse alejado de los hospitales.
El presidente golpeó la superficie del escritorio con las palmas de ambas manos y se puso de pie.
—¡Maldita sea, Fletcher! No puedo asistir a ese funeral, porque no podré dejar de sonreír. Le odiaba el noventa por ciento de la población norteamericana. Al pueblo le encantará que no asista.
—Cuestión de protocolo, jefe. De buen gusto. La prensa le crucificará, si no lo hace. No le causará ningún daño. No tiene que decir nada. Sólo entrar y salir con aspecto compungido, y permitir que le capten las cámaras. Tardará menos de una hora.
El presidente estaba agachado sobre una bola color naranja, con su putter en las manos.
—Entonces también tendré que asistir al de Jensen.
—Exactamente. Pero olvídese del discurso.
—Sólo hablé con él dos veces —dijo el presidente, mientras golpeaba la bola.
—Lo sé. Asistamos discretamente a ambos funerales, sin decir palabra y desaparezcamos.
—Creo que tiene razón —asintió, al tiempo que golpeaba de nuevo la bola.