7
El presidente del Tribunal estaba doblado sobre su escritorio, con la corbata suelta y aspecto macilento. En la sala, tres de sus colegas y media docena de secretarios charlaban sentados en tono subyugado. El disgusto y la fatiga eran evidentes. Jason Kline, primer secretario de Rosenberg, parecía particularmente afectado. Estaba sentado en un pequeño sofá, con la mirada fija en el suelo, mientras el juez Archibald Manning, el mayor ahora de los jueces, hablaba del protocolo y de los funerales. La madre de Jensen quería una pequeña ceremonia episcopal privada, el viernes en Providence. El hijo de Rosenberg, que era abogado, le había entregado a Runyan una lista de instrucciones, que el juez había redactado después de su segundo ataque cardíaco, en la que expresaba su deseo de ser incinerado después de una ceremonia civil y de que sus cenizas fueran desparramadas por la reserva de indios Sioux en Dakota del sur. A pesar de que Rosenberg era judío, había abandonado su iglesia para declararse agnóstico. Quería ser enterrado con los indios. Runyan no tenía ningún inconveniente, pero no lo expresó. En la antesala, seis agentes del FBI tomaban café y susurraban nerviosos. Había habido más amenazas durante el día, algunas de ellas a las pocas horas del discurso matutino del presidente. Ya había oscurecido y era casi hora de acompañar a los jueces que quedaban a sus respectivas casas. Cada uno disponía de cuatro agentes como guardaespaldas.
El juez Andrew McDowell, ahora, con sus sesenta y un años, el más joven de los componentes del Tribunal Supremo, fumaba su pipa junto a la ventana y contemplaba el tráfico. Si Jensen tenía un amigo entre sus colegas, este era McDowell. Fletcher Coal le había comunicado a Runyan que el presidente no sólo asistiría al funeral de Jensen, sino que quería pronunciar unas palabras. Ninguno de los miembros del sanctasanctórum quería que el presidente hablara. El presidente del Tribunal le había pedido a McDowell que preparara un pequeño discurso. Tímido y enemigo de hablar en público, McDowell jugaba con su pajarita e intentaba imaginar a su amigo en el cine, con una soga alrededor del cuello. Era demasiado horrible para pensar en ello. Un juez del Tribunal Supremo, uno de sus distinguidos colegas, uno de los nueve, oculto en semejante lugar viendo ese tipo de películas y expuesto de un modo tan horrible. Una embarazosa tragedia. Intentó imaginarse a sí mismo en la iglesia, ante la madre y demás parientes de Jensen, consciente de que todo el mundo pensaba en el cine Montrose. «¿Sabías que era marica?», se preguntarían unos a otros al oído. McDowell no lo sabía, ni lo sospechaba. Ni quería hablar en el funeral.
Al juez Ben Thurow, de sesenta y ocho años, no le preocupaban tanto los funerales como atrapar a los asesinos. Había sido fiscal federal en Minnesota y, según su teoría, agrupaba a los sospechosos en dos categorías: los que actuaban por odio y sed de venganza, y los que pretendían afectar las decisiones futuras. Había dado instrucciones a sus secretarios, para que empezaran a investigar.
—Entre todos somos veintisiete secretarios y siete jueces —dijo mientras paseaba por la sala y sin dirigirse a nadie en particular—. Es evidente que no podremos hacer mucho trabajo durante las dos próximas semanas y todas las decisiones importantes tendrán que esperar a que el Tribunal esté de nuevo completo, para lo cual puede que transcurran algunos meses. Sugiero que utilicemos los secretarios para intentar resolver los asesinatos.
—No somos la policía —respondió pacientemente Manning.
—¿No podemos esperar por lo menos hasta después de los funerales para ponernos a jugar a Dick Tracy? —dijo McDowell, sin volver la cabeza de la ventana.
Thurow, como de costumbre, hizo caso omiso de sus palabras.
—Yo dirigiré la investigación. Préstenme sus secretarios durante dos semanas y creo que lograremos confeccionar una lista de sospechosos probables.
—El FBI está perfectamente capacitado para hacerlo, Ben —respondió el presidente del Tribunal—. Y no ha solicitado nuestra ayuda.
—Preferiría no hablar del FBI —dijo Thurow—. Podemos pasar dos semanas de luto oficial lamentándonos, o ponernos a trabajar y descubrir a esos cabrones.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que logrará averiguarlo? —preguntó Manning.
—No estoy seguro de poder hacerlo, pero creo que vale la pena intentarlo. Nuestros colegas han sido asesinados por alguna razón y dicha razón está directamente relacionada con algún caso o asunto ya decidido, o pendiente de decisión por parte de este Tribunal. Si se trata de una venganza, nuestra labor es imposible. Maldita sea, todo el mundo nos odia por una razón u otra. Pero si no se trata de odio ni de venganza, puede que alguien quiera un Tribunal distinto para una decisión futura. Eso es lo intrigante. ¿Quién mataría a Abe y a Glenn por la forma en que pudieran votar en algún caso de este año, el año próximo, o dentro de cinco años? Quiero que los secretarios examinen todos los casos pendientes en las once audiencias territoriales.
—Por Dios, Ben —exclamó el juez McDowell, al tiempo que movía la cabeza—. Son más de cinco mil casos, una pequeña porción de los cuales acabarán en nuestras manos. Es como buscar una aguja en un pajar.
—Escúchenme, compañeros —agregó Manning, que tampoco estaba impresionado—. He trabajado con Abe Rosenberg durante treinta y un años, y a menudo he sentido la tentación de asesinarle personalmente. Pero le quería como a un hermano. Sus ideas liberales eran aceptadas en los sesenta y los setenta, pero quedaron anticuadas en los ochenta, y se han convertido en motivo de resentimiento ahora en los noventa. Se convirtió en un símbolo de todo lo que anda mal en este país. Estoy convencido de que ha sido asesinado por uno de esos odiosos grupos de derechas y, aunque investiguemos hasta el fin de los tiempos, no encontraremos nada. Ben, se trata pura y simplemente de una venganza.
—¿Y Glenn? —preguntó Thurow.
—Evidentemente, nuestro amigo tenía insólitas predisposiciones. Debió correrse la voz y era un blanco fácil para dichos grupos. Odian a los homosexuales, Ben.
Ben no dejaba de pasear, sin prestar atención a sus compañeros.
—Nos odian a todos nosotros y si han matado por odio, la policía los atrapará. Tal vez. Pero supongamos que hayan matado para manipular este Tribunal. ¿No cabe la posibilidad de que hayan aprovechado este momento de inquietud y violencia para eliminar a dos de nuestros compañeros, con el propósito de modificar el Tribunal? A mí me parece muy plausible.
—Y a mí me parece que no haremos nada hasta que hayan sido enterrados, o sus cenizas desparramadas —dijo el presidente del Tribunal, después de aclararse la garganta—. No me niego a su propuesta, Ben, sólo insisto en que esperemos unos días. Dejemos que amaine la tormenta. Todos estamos todavía trastornados.
Thurow se disculpó y abandonó la sala. Sus guardaespaldas le siguieron por el pasillo.
El juez Manning se levantó bastón en mano, para dirigirse al presidente del Tribunal.
—Yo no pienso ir a Providence. Odio los aviones y odio los funerales. Dentro de poco tendré que asistir al mío propio y no me gusta que me lo recuerden. Mandaré mi pésame a la familia. Cuando les vean, les ruego se disculpen en mi nombre. Soy muy anciano —dijo, antes de retirarse acompañado de su secretario.
—Creo que el juez Thurow tiene razón —dijo Jason Kline—. Me parece que debemos examinar por lo menos los casos pendientes y los que probablemente lleguen a nuestras manos, procedentes de las audiencias territoriales. La posibilidad es remota, pero puede que descubramos algo.
—Estoy de acuerdo —respondió el presidente—. Sólo que me parece un poco prematuro. ¿A usted no?
—Sí, pero de todos modos me gustaría empezar cuanto antes.
—No. Espere hasta el lunes y trabajará con Thurow.
Kline se encogió de hombros y se retiró seguido de otros dos secretarios, para dirigirse al despacho de Rosenberg, donde se sentaron en la oscuridad a saborear el último brandy de Abe.
En un abigarrado escritorio del quinto piso de la biblioteca jurídica, entre hileras de gruesos libros raramente consultados, Darby Shaw estudiaba una lista de casos del Tribunal Supremo. La había examinado ya dos veces y la encontraba llena de controversia, pero no había descubierto nada interesante. «Dumond» provocaba disturbios. Había un caso de pornografía infantil de New Jersey, uno de sodomía de Kentucky, una docena de apelaciones penales, una docena de casos civiles diversos, y la selección habitual de casos de impuestos, delimitaciones, indios, y pleitos contra las grandes empresas. Había obtenido resúmenes informáticos de cada uno de los casos y los había examinado dos veces. A continuación elaboró una lista de posibles sospechosos, pero que sería evidente para cualquiera. Ahora la había arrojado ya a la papelera.
Callahan estaba seguro de que habían sido los arios, los nazis o el Klan; algún colectivo claramente identificable de terroristas domésticos; algún grupo radical de vigilantes. Para él era evidente que tenían que ser los derechistas. Darby no estaba segura. Los grupos inspirados en el odio eran demasiado evidentes. Habían proferido demasiadas amenazas, tirado demasiadas piedras, celebrado demasiadas manifestaciones, pronunciado demasiados discursos. Necesitaban a Rosenberg vivo, porque era un blanco irresistible para su odio. Rosenberg justificaba su existencia. En su opinión, se trataba de alguien mucho más siniestro.
Callahan estaba ahora en un bar de Canal Street, borracho, esperándola a ella, aunque no le había prometido que viniera. Darby había pasado por su casa a la hora del almuerzo y se lo había encontrado borracho en el balcón del primer piso, leyendo un libro de opiniones de Rosenberg. Había decidido anular las clases de Derecho constitucional durante una semana, e incluso dudaba de que pudiera volver a dar clases de la asignatura, ahora que su héroe había fallecido. Le había dejado solo, después de aconsejarle que dejara de beber.
Poco después de las diez, Darby había entrado en la sala de ordenadores del cuarto piso de la biblioteca para sentarse delante de un monitor. La estancia estaba vacía. Tecleó, encontró lo que buscaba, y pronto la impresora empezó a escupir página tras página de los recursos de apelación pendientes, en los once tribunales federales de apelación de todo el país. Al cabo de una hora, cuando paró la impresora, tenía en su poder un sumario de quince centímetros de grosor, con las listas de casos de los once tribunales. Eran más de las once y el quinto piso estaba desierto. Desde una estrecha ventana, se divisaba el paisaje poco inspirador de un aparcamiento y unos árboles.
Se quitó los zapatos y contempló el barniz rojo de las uñas de sus pies. A continuación tomó un refresco, con la mirada perdida en la lejanía. El primer supuesto era fácil: ambos asesinatos habían sido cometidos por el mismo grupo y por las mismas razones. El segundo era difícil: el motivo no era el odio ni la sed de venganza, sino la manipulación. En algún lugar había un caso o algún asunto de camino al Tribunal Supremo, y alguien quería que los jueces fueran otros. El tercer supuesto era un poco más fácil: del caso o asunto en cuestión dependía una gran cantidad de dinero.
La respuesta no se hallaría en los papeles que tenía delante. Siguió examinándolos hasta la medianoche y se retiró cuando cerraron la biblioteca.