6
Sin quitarse el auricular del hombro, Fletcher Coal marcó otro número en el teléfono situado sobre el escritorio del Despacho Oval. Tres líneas parpadeaban a la espera. Paseaba lentamente frente a la mesa y escuchaba, mientras hojeaba el informe de dos páginas de Horton, del Departamento de Justicia. Hacía caso omiso del presidente, que estaba agachado frente a las ventanas, con guantes y su putter en las manos, plenamente concentrado primero en la bola amarilla y luego, lentamente a lo largo de la alfombra azul, en la taza de latón a tres metros de distancia. Coal farfulló algo por teléfono. El presidente, que acababa de golpear suavemente la bola y vio cómo se deslizaba con precisión hasta la taza, no oyó sus palabras. La taza hizo un clic, dejó caer nuevamente la bola y esta se desplazó un metro de costado. El presidente se acercó con calcetines a la próxima bola, la miró y respiró hondo. Esta era de color naranja. La golpeó con suavidad y entró directamente en la taza. Ocho aciertos seguidos. Veintisiete sobre treinta.
—Era el presidente Runyan —dijo Coal, después de colgar el teléfono—. Está bastante disgustado. Quería reunirse con usted esta tarde.
—Dígale que se ponga en la cola.
—Le he dicho que viniera mañana a las diez de la mañana. Usted tiene reunión con el gabinete a las diez y media, y con el personal de seguridad a las once y media.
Sin levantar la cabeza, el presidente agarró el putter y estudió la bola siguiente.
—Me muero de impaciencia. ¿Cómo está el índice de opinión pública? —preguntó, al mismo tiempo que golpeaba cuidadosamente la bola y la seguía con la mirada.
—Acabo de hablar con Nelson. El ordenador está digiriendo la información, pero cree que el índice estará alrededor de los cincuenta y dos o cincuenta y tres puntos.
El jugador de golf levantó brevemente la mirada y sonrió, antes de concentrarse de nuevo en el juego.
—¿A cuánto estaba la semana pasada?
—Cuarenta y cuatro. Ha sido el jersey sin corbata. Tal como se lo dije.
—Creí que eran cuarenta y cinco —dijo mientras golpeaba la bola amarilla y veía cómo llegaba perfectamente a la taza.
—Tiene razón. Cuarenta y cinco.
—El más alto en…
—Once meses. No hemos pasado de los cincuenta desde el Vuelo 402, en noviembre del año pasado. Esta es una crisis maravillosa, jefe. El pueblo está aturdido, a pesar de que muchos se alegren de que Rosenberg haya muerto. Y usted está en el centro de la crisis. Simplemente maravilloso.
Coal pulsó un botón parpadeante y levantó el auricular. Lo colgó de nuevo sin decir palabra. Se arregló la corbata y se abrochó la chaqueta.
—Son las cinco y media, jefe. Voyles y Gminski están esperando.
Golpeó la bola y observó su trayectoria. Pasó a dos centímetros de la taza e hizo una mueca.
—Que esperen. Daremos una conferencia de prensa a las nueve de la mañana. Quiero que Voyles me acompañe, pero que mantenga la boca cerrada. Ocúpese de que esté de pie a mi espalda. Daré algunos detalles y contestaré a unas preguntas. Las cadenas nacionales lo transmitirán en directo, ¿no cree?
—Por supuesto. Buena idea. Empezaré inmediatamente los preparativos.
Se quitó los guantes y los arrojó a un rincón.
—Hágales pasar —dijo mientras apoyaba cuidadosamente el putter contra la pared y se ponía sus mocasines Bally.
Como de costumbre, se había cambiado seis veces de ropa desde la hora del desayuno y ahora llevaba un traje cruzado de mezclilla, con una corbata a topos rojos. Ropa de despacho. La chaqueta colgaba junto a la puerta. Se sentó a la mesa y empezó a examinar unos documentos, con el entrecejo fruncido. Saludó a Voyles y Gminski con la cabeza, sin levantarse ni tenderles la mano. Los visitantes se sentaron frente a su escritorio y Coal adoptó su actitud habitual de centinela, impaciente por disparar. El presidente se pellizcó el puente de la nariz, como si la tensión de la jornada le hubiera producido una jaqueca.
—Ha sido un día muy duro, señor presidente —dijo Gminski para romper el hielo, mientras Coal asentía.
—Sí, Bob —respondió el presidente—. Un día muy duro. Y esta noche tengo a un montón de etíopes invitados a cenar, de modo que démonos prisa. Empiece usted, Bob. ¿Quién les ha asesinado?
—No lo sé, señor presidente. Pero le aseguro que no hemos tenido nada que ver con el asunto.
—¿Me lo promete, Bob? —preguntó, casi en forma de plegaria.
—Se lo juro —respondió Gminski, después de levantar la palma de la mano derecha—. Se lo juro sobre la tumba de mi madre.
Coal asintió tímidamente como si le creyera y su aprobación fuera definitiva.
El presidente miró fijamente a Voyles, cuyo robusto cuerpo llenaba la silla y que todavía llevaba puesta una voluminosa gabardina. El director se mordía lentamente los labios y miraba con una risita al presidente.
—¿Balística? ¿Autopsias?
—Aquí lo tengo —respondió Voyles, al tiempo que abría su maletín.
—Cuéntemelo. Lo leeré más tarde.
—El arma era de pequeño calibre, probablemente del veintidós. Disparos a quemarropa contra Rosenberg y su enfermero, a juzgar por las quemaduras de pólvora. Más difícil de determinar en el caso de Ferguson, pero los disparos no se efectuaron a más de veinticinco centímetros. Comprenda que no presenciamos el tiroteo. Tres balas en cada cabeza. Le han extraído dos a Rosenberg y han encontrado la tercera en su almohada. Parece que tanto él como su enfermero estaban dormidos. Las mismas balas, la misma arma, evidentemente el mismo pistolero. Se están redactando los informes completos de las autopsias, pero no han descubierto nada sorprendente. Las causas de las muertes son perfectamente evidentes.
—¿Huellas?
—Ninguna. Seguimos buscando, pero se trata de un trabajo muy limpio. Parece que lo único que ha dejado han sido las balas y los cadáveres.
—¿Cómo entró en la casa?
—No se ve nada forzado. Ferguson inspeccionó la vivienda cuando llegó Rosenberg, a eso de las cuatro. Una operación rutinaria. Al cabo de dos horas entregó su informe escrito, en el que dice haber inspeccionado dos dormitorios, un cuarto de baño y tres armarios en el primer piso, así como todas las salas de la planta baja, sin haber encontrado evidentemente nada. Dice que comprobó todas las puertas y ventanas. Según las instrucciones de Rosenberg, nuestros agentes estaban en la calle y calculan que la inspección de Ferguson duró de tres a cuatro minutos. Sospecho que el asesino estaba escondido en la casa cuando regresó el juez y Ferguson no le vio.
—¿Por qué? —preguntó Coal.
Los ojos irritados de Voyles, miraban al presidente, sin prestarle atención a su subordinado.
—Se trata, evidentemente, de un individuo de mucho talento. Ha asesinado a un juez del Tribunal Supremo, tal vez a dos, sin dejar prácticamente ninguna huella. Probablemente un asesino profesional. Para él entrar en la casa no supondría ningún problema. Como tampoco lo sería eludir la inspección rutinaria de Ferguson. Probablemente tiene mucha paciencia. No se arriesgaría a entrar cuando la casa estaba ocupada y vigilada por la policía. En mi opinión entró en algún momento de la tarde y se limitó a esperar, probablemente en algún armario del primer piso, o tal vez en el desván. Hemos encontrado dos pequeños fragmentos del material aislante del desván junto a la escalera plegable, que sugieren su utilización reciente.
—En realidad no importa donde se escondiera —dijo el presidente—. No le descubrieron.
—Tiene usted razón. Comprenda que no se nos permitía inspeccionar la casa.
—Lo que comprendo es que está muerto. ¿Qué me dice de Jensen?
—También está muerto. Desnucado. Estrangulado con un trozo de cuerda de nilón amarillo que se puede comprar en cualquier tienda. Los forenses dudan de que el desnucamiento produjera la muerte. Están bastante seguros de que la causó la cuerda. Ninguna huella. Ningún testigo. No es el tipo de lugar donde los testigos hagan cola para declarar, de modo que no esperamos encontrar ninguno. Hora aproximada de la muerte: doce treinta de la madrugada. Transcurrieron dos horas entre un asesinato y otro.
—¿Cuándo salió Jensen de su apartamento? —preguntó el presidente, mientras tomaba notas.
—No lo sé. No olvide que estábamos relegados al aparcamiento. Le seguimos hasta su casa a eso de las seis de la tarde y vigilamos el edificio durante siete horas, hasta que nos enteramos de que había sido estrangulado en un antro de maricas. Evidentemente nos limitábamos a obedecer sus órdenes. Salió a hurtadillas del edificio en el coche de un amigo. Lo encontramos a dos manzanas del antro.
Coal dio dos pasos al frente, con las manos rígidamente entrelazadas a la espalda.
—Director, ¿cree usted que un asesino ha cometido ambos crímenes?
—Quién diablos lo sabe. Todavía no se han enfriado los cadáveres. Denos un respiro. En estos momentos las pruebas son casi inexistentes. Sin testigos, huellas, ni errores, tardaremos algún tiempo en juntar las piezas sueltas. Podría tratarse del mismo individuo, no lo sé. Es demasiado pronto.
—Debe tener sin duda algún presentimiento —dijo el presidente.
—Podría tratarse del mismo individuo, pero debe de ser un superhombre —respondió Voyles después de una pausa y de mirar por la ventana—. Es más probable que sean dos o tres, pero de todos modos deben de haber contado con mucha ayuda. Alguien les ha facilitado un montón de información.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo con qué frecuencia iba Jensen al cine, dónde se sentaba, a qué hora llegaba, si iba solo o se encontraba con algún amigo. Información que, evidentemente, nosotros no teníamos. Pensemos en Rosenberg. Alguien tenía que saber que en su casita no había ningún sistema de seguridad, que a nuestros agentes se les obligaba a permanecer en la calle, que Ferguson llegaba a las diez, se marchaba a las seis y debía quedarse en el jardín posterior, que…
—Usted sabía todo eso —interrumpió el presidente.
—Por supuesto. Pero le aseguro que no se lo comunicamos a nadie.
El presidente le dirigió una mirada conspiratoria a Coal, que se rascaba meditabundo la barbilla.
Voyles acomodó su voluminoso trasero y sonrió mirando a Gminski, como para decir: «Sigámosles la corriente».
—Sugiere usted una conspiración —observó inteligentemente Coal, con el entrecejo fruncido.
—No sugiero absolutamente nada. Le comunico a usted, señor Coal, y a usted, señor presidente, que efectivamente ha conspirado un gran número de personas para perpetrar estos asesinatos. Puede que sólo haya habido uno o dos asesinos, pero han contado con mucha ayuda. Todo ha sido demasiado nítido, rápido y bien organizado.
Coal parecía satisfecho. Volvió a incorporarse y juntar las manos a su espalda.
—Entonces, ¿quiénes son los conspiradores? —preguntó el presidente—. ¿Quiénes son sus sospechosos?
Voyles respiró hondo y pareció acomodarse en su asiento. Cerró el maletín y lo dejó junto a sus pies.
—De momento no tenemos a ningún sospechoso principal, sólo ciertas probabilidades. Y es preciso guardar el secreto.
—Claro que es confidencial —exclamó Coal después de acercarse—. Está usted en el despacho oval.
—Y he estado aquí muchas veces. A decir verdad, he estado aquí cuando usted andaba todavía en pañales, señor Coal. La información encuentra la forma de filtrarse.
—Creo que las filtraciones no son ajenas a su organización —dijo Coal.
—Es confidencial, Denton —dijo el presidente, después de levantar la mano y de que Coal retrocediera un paso—. Tiene mi palabra.
—Como usted sabe —respondió Voyles, con la mirada fija en el presidente— el lunes tuvo lugar la inauguración de este período judicial y los fanáticos están en la ciudad desde hace unos días. Durante las últimas dos semanas, hemos vigilado a varios movimientos. Conocemos a por lo menos once miembros del Ejército Clandestino, que están en la región de Washington desde hace una semana. Hoy hemos hablado con un par de ellos y los hemos vuelto a soltar. Sabemos que el grupo cuenta con la capacidad necesaria, y el deseo. En este momento suponen nuestra mejor posibilidad. Puede cambiar mañana.
Coal no estaba impresionado. Todo el mundo conocía al Ejército Clandestino.
—He oído hablar de ellos —declaró estúpidamente el presidente.
—Sí, claro. Se están haciendo bastante populares. Creemos que asesinaron a un juez en Texas. Pero no podemos demostrarlo. Son expertos en explosivos. Sospechamos que han hecho estallar por lo menos un centenar de bombas en clínicas abortistas, oficinas del ACLU, tiendas pornográficas y locales de homosexuales, a lo largo y ancho del país. Son el tipo de gente que sentiría odio por Rosenberg y Jensen.
—¿Algún otro sospechoso? —preguntó Coal.
—Hay un grupo ario denominado Resistencia Blanca que vigilamos desde hace dos años. Actúa en Idaho y Oregón. Su jefe pronunció un discurso en Virginia occidental la semana pasada, y hace varios días que está por aquí. Se le vio el lunes en la manifestación frente al Tribunal Supremo. Mañana procuraremos hablar con él.
—¿Pero son esas personas asesinos profesionales? —preguntó Coal.
—Comprenda que no ponen anuncios en los periódicos. Dudo de que ninguno de esos grupos haya cometido directamente los asesinatos. Se habrán limitado a contratar a los asesinos y efectuar el trabajo preliminar.
—¿Entonces quiénes son los asesinos? —preguntó el presidente.
—Sinceramente, puede que nunca lo sepamos.
El presidente se puso de pie y estiró las piernas. Un día más de trabajo duro en el despacho. Miró a Voyles con una sonrisa.
—Tiene una misión difícil que cumplir —dijo con su voz de abuelo, llena de calor y comprensión—. No le envidio. A ser posible, quiero un informe de dos páginas mecanografiadas a doble espacio, a las cinco de la tarde todos los días, siete días por semana, con los últimos detalles de la investigación. Si descubren algo, espero que me lo comuniquen inmediatamente.
Voyles asintió, sin decir palabra.
—Celebraré una conferencia de prensa a las nueve de la mañana. Me gustaría que asistiera a la misma.
Voyles asintió, sin decir palabra. Transcurrieron varios segundos sin que nadie hablara. Voyles se levantó ruidosamente y se ató el cinturón de la gabardina.
—Bien, nos retiraremos. Usted tiene que ocuparse de sus etíopes y todo lo demás —dijo, al tiempo que le entregaba a Coal los informes de balística y de las autopsias, convencido de que el presidente no se los leería.
—Gracias por haber venido, caballeros —dijo calurosamente el presidente.
Después de que se retiraran, Coal cerró la puerta y el presidente cogió nuevamente su putter.
—No voy a cenar con los etíopes —declaró el presidente, con la mirada fija en la bola amarilla sobre la alfombra.
—Lo sé. Les he mandado ya sus disculpas. Este es un momento de gran crisis, señor presidente, y se supone que debe permanecer en su despacho, rodeado de sus consejeros.
Golpeó la bola, que se deslizó perfectamente hasta el hoyo.
—Quiero hablar con Horton. Las nominaciones deben ser perfectas.
—Ha mandado una lista de diez candidatos. Parece prometedora.
—Quiero jóvenes conservadores blancos contrarios al aborto, la pornografía, los homosexuales, el control armamentista, las cuotas raciales y toda esa basura —dijo, al tiempo que fallaba el tiro y se quitaba los mocasines—. Quiero jueces que odien la droga y a los delincuentes, y a quienes les entusiasme la pena de muerte. ¿Comprende?
Coal asentía, mientras marcaba un número de teléfono. Primero seleccionaría a los candidatos y luego convencería al presidente.
K. O. Lewis estaba sentado junto al director, en el asiento posterior de la silenciosa limusina, cuando salieron de la Casa Blanca para unirse al tráfico de la hora punta. Voyles no tenía nada que decir. Hasta ahora, en las primeras horas desde la tragedia, la prensa había sido despiadada. Los buitres habían levantado el vuelo. No menos de tres grupos parlamentarios habían anunciado ya su intención de celebrar audiencias e investigaciones relacionadas con los asesinatos. Y todavía no se habían enfriado los cadáveres. Los políticos estaban ansiosos y luchaban por las candilejas. A un comentario descabellado le sucedía otro. El senador Larkin de Ohio odiaba a Voyles y Voyles odiaba al senador Larkin de Ohio, que había convocado una conferencia de prensa tres horas antes, para anunciar que el grupo parlamentario que encabezaba empezaría a investigar inmediatamente la protección de los jueces fallecidos, por parte del FBI. Pero Larkin tenía una amiga, una chica bastante joven, y el FBI tenía ciertas fotografías, gracias a las cuales Voyles estaba seguro de que se postergaría la investigación.
—¿Cómo está el presidente? —preguntó finalmente Lewis.
—¿Cuál?
—No Coal. El otro.
—Magnífico. Simplemente magnífico. Pero muy turbado por lo de Rosenberg.
—Es de suponer.
Circularon en silencio, en dirección al edificio Hoover. Les esperaba una larga noche.
—Tenemos un nuevo sospechoso —dijo por último Lewis.
—¿De quién se trata?
—Un individuo llamado Nelson Muncie.
—Nunca he oído hablar de él —respondió Voyles, mientras movía lentamente la cabeza.
—Yo tampoco. Es una larga historia.
—Resúmala.
—Muncie es un industrial muy rico de Florida. Hace dieciséis años su sobrina fue violada y asesinada por un afroamericano llamado Buck Tyrone. La niña tenía doce años. Fue una violación y un asesinato muy brutal. Le ahorraré los detalles. Muncie no tiene hijos y adoraba a su sobrina. Tyrone fue juzgado en Orlando y condenado a la pena de muerte. Lo tuvieron muy bien protegido, porque había habido un montón de amenazas. Un grupo de abogados judíos de un bufete de Nueva York presentó un montón de recursos, hasta que en 1984 el caso llegó al Tribunal Supremo. Estoy seguro de que ya lo ha adivinado: Rosenberg se enamoró de Tyrone y amañó un absurdo argumento de autoincriminación, basado en la Quinta Enmienda, para excluir la declaración que ese gamberro había prestado, una semana después de su detención. Una confesión de ocho páginas, escrita por el propio Tyrone. Sin confesión, no había caso. Rosenberg escribió una compleja propuesta, aprobada por cinco votos a favor y cuatro en contra, anulando la sentencia. Una decisión sumamente polémica. Tyrone salió en libertad. Al cabo de dos años desapareció y no se le ha vuelto a ver jamás. Se rumorea que Muncie pagó para que le castraran, mutilaran y ofrecieran como pasto a los tiburones. Simples rumores, según las autoridades de Florida. En 1989, el abogado principal de Tyrone, un individuo llamado Kaplan, fue abatido a balazos por un supuesto ladrón, frente a su piso de Manhattan. Curiosa coincidencia.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Han llamado de Florida hace dos horas. Están convencidos de que Muncie pagó un montón de dinero para eliminar a Tyrone y a su abogado. Sólo que no pueden demostrarlo. Disponen de un colaborador no identificado, que dice conocer a Muncie y les facilita un poco de información a regañadientes. Asegura que, desde hace muchos años, Muncie habla de eliminar a Rosenberg. Creen que no está en sus cabales desde el asesinato de su sobrina.
—¿Cuánto dinero tiene?
—El suficiente. Millones. Nadie lo sabe con certeza. Es un personaje muy secreto. En Florida están convencidos de que puede hacerlo.
—Investiguémoslo. Parece interesante.
—Me ocuparé de ello esta misma noche. ¿Está seguro de que quiere trescientos agentes en este caso?
Voyles encendió un cigarro y abrió un poco la ventana.
—Sí, tal vez cuatrocientos. Debemos resolver este problema antes de que la prensa nos coma vivos.
—No será fácil. A excepción de las balas y de la cuerda, no han dejado ninguna pista.
—Lo sé —respondió Voyles, al tiempo que soltaba una bocanada de humo por la ventana—. Parece casi demasiado limpio.