5
Darby Shaw despertó a primera hora de la madrugada, con un poco de resaca. Después de quince meses en la facultad de derecho, su mente se negaba a descansar más de seis horas. A menudo se levantaba antes del alba, razón por la cual no dormía a gusto con Callahan. El sexo era maravilloso, pero el resto de la noche se convertía en una lucha por sábanas y almohadas.
Ella se dedicaba a contemplar el techo y, ocasionalmente, a escuchar los ronquidos de su compañero, en su coma inducido por el whisky. Las sábanas parecían tenazas alrededor de sus rodillas. A pesar de no tener con qué cubrirse, no tenía frío. El mes de octubre en Nueva Orleans es todavía húmedo y caluroso. El aire pesado y bochornoso se elevaba de Dauphine Street, invadía el pequeño balcón y penetraba por la vidriera. Con el mismo llegaban los primeros destellos del alba. Darby se acercó al balcón, con el albornoz de terciopelo de su compañero. Salía el sol, pero Dauphine Street seguía a oscuras. El alba pasaba desapercibida en el barrio francés. Tenía la boca seca.
Darby bajó a la cocina y preparó una cafetera de café francés con achicoria. Las cifras azules del microondas indicaban que eran las seis menos diez. Para una persona que bebía poco, la vida con Callahan era una lucha constante. Su límite eran tres vasos de vino. No tenía el título de abogado ni trabajo, y no podía permitirse emborracharse todas las noches y dormir por la mañana. Además, pesaba cincuenta kilos y estaba decidida a no aumentar de peso. Él no tenía límite.
Después de tomarse tres vasos de agua helada, sirvió una buena taza de café con achicoria. Encendió las luces al subir por la escalera y volvió a meterse en la cama. Pulsó el control remoto de la televisión y, de pronto, ahí estaba el presidente detrás de su escritorio, con un aspecto un tanto curioso sin corbata y con un jersey castaño. Era un informativo especial de la NBC.
—¡Thomas! —exclamó, al tiempo que le sacudía el hombro.
No reaccionó.
—¡Thomas! ¡Despierta!
Pulsó otro botón y subió el volumen. El presidente dijo buenos días.
—¡Thomas! —repitió, después de acercarse al televisor.
Callahan dio una patada a las sábanas, se incorporó, se frotó los ojos, e intentó enfocar la mirada. Ella le ofreció la taza de café.
Las noticias del presidente eran trágicas. Tenía los ojos cansados y el aspecto triste, pero su aterciopelada voz de barítono inspiraba confianza. Tenía notas, pero no las utilizaba. Con la mirada fija en la cámara, le contaba al pueblo norteamericano los trágicos sucesos de la noche anterior.
—Maldita sea —susurró Callahan.
Después de dar a conocer las muertes, el presidente pronunció un elocuente panegírico dedicado a Abraham Rosenberg, a quien describió como ejemplar y legendario. Tuvo que hacer un esfuerzo, pero mantuvo una expresión sobria al alabar la distinguida carrera de uno de los hombres más odiados en Norteamérica.
Callahan estaba encandilado ante el receptor. Darby no se perdía palabra.
—Muy conmovedor —declaró Darby, paralizada al borde de la cama.
Según la información que le había facilitado el FBI y la CIA, explicaba el presidente, ambas muertes parecían estar relacionadas. Había ordenado una investigación amplia e inmediata, y los responsables responderían de sus actos ante los tribunales.
Callahan se incorporó y se cubrió con las sábanas. Después de parpadear, se pasó los dedos por su despeinada cabellera.
—¿Rosenberg? ¿Asesinado? —susurró, sin dejar de mirar fijamente la pantalla.
Había desaparecido inmediatamente la niebla de su mente y el dolor estaba presente, pero no lo percibía.
—Fíjate en el jersey —dijo Darby mientras tomaba un sorbo de café y contemplaba aquel rostro anaranjado cubierto de maquillaje, con su cabellera plateada impecablemente peinada.
Era un hombre sumamente apuesto y con una voz muy confortante; de ahí su enorme éxito político. Se agrupaban los surcos de su frente y ahora era aún mayor su tristeza, al hablar de su íntimo amigo, el juez Glenn Jensen.
—El cine Montrose, a medianoche —repitió Callahan.
—¿Dónde está? —preguntó Darby.
—No estoy seguro —respondió Callahan, que había terminado sus estudios de Derecho en Georgetown—. Pero creo que se encuentra en el barrio homosexual.
—¿Era marica?
—Evidentemente. Había oído rumores.
Estaban ambos sentados al borde de la cama, con las sábanas sobre las rodillas. El presidente ordenaba una semana de luto nacional, con banderas a media asta. Al día siguiente permanecerían cerradas las dependencias federales. Todavía no se habían ultimado los detalles de los funerales. Habló otros pocos minutos, todavía muy apenado, incluso trastornado, con gran compasión, pero claramente como presidente y en control de la situación. Se despidió con su tradicional sonrisa de abuelo, llena de confianza y sabiduría.
Apareció un corresponsal de la NBC en los jardines de la Casa Blanca, que llenó los espacios en blanco. La policía guardaba silencio, pero parecía que de momento no había pistas ni sospechosos. Efectivamente, ambos jueces estaban bajo protección del FBI, que de momento no hacía ningún comentario. Sí, el Montrose era un lugar frecuentado por homosexuales. Sí, había habido muchas amenazas contra ambas víctimas, especialmente Rosenberg. Y podría haber muchos sospechosos, antes de que se cerrara el caso.
Callahan apagó el televisor y se acercó al balcón, donde el aire matutino era cada vez más bochornoso.
—Ningún sospechoso —susurró.
—A mí se me ocurren por lo menos veinte —dijo Darby.
—Sí, ¿pero por qué esos dos? Rosenberg es fácil, ¿pero por qué Jensen? ¿Por qué no McDowell o Yount, que son considerablemente más liberales que Jensen? No tiene sentido —dijo Callahan, sentado en un sillón de mimbre junto al balcón, mientras se frotaba la cabellera.
—Te traeré un poco más de café —sugirió Darby.
—No, no. Ya estoy despierto.
—¿Cómo está tu cabeza?
—Estaría mejor si hubiera podido dormir otras tres horas. Creo que anularé la clase. No me siento inspirado.
—Magnífico.
—Maldita sea, no puedo creerlo. Ese cretino cuenta ahora con dos nominaciones. Eso significa que ocho de los nueve serán republicanos.
—Antes tendrán que ser confirmados en sus cargos.
—Dentro de diez años no reconoceremos la Constitución. Es un asco.
—Esa es la razón por la que los han matado, Thomas. Alguien, o algún grupo, quiere un Tribunal distinto, con una mayoría conservadora absoluta. El próximo año hay elecciones. Rosenberg tiene, o tenía, noventa y un años. Manning ochenta y cuatro. Yount pasa de los ochenta. Podrían morir pronto, o vivir otros diez años. Puede que el próximo presidente sea demócrata. ¿Para qué arriesgarse? Mejor matarlos ahora, un año antes de las elecciones. Es perfectamente lógico, para alguien que piense de ese modo.
—Pero ¿por qué Jensen?
—Suponía un embarazo. Y, evidentemente, era un blanco fácil.
—Sí, pero era básicamente un moderado, con impulsos ocasionales a la izquierda. Además, lo había nombrado un republicano.
—¿Te apetece un Bloody Mary?
—Buena idea. Dentro de un minuto. Intento pensar.
Darby se acostó sobre la cama y se tomó el café, mientras contemplaba el sol que se filtraba por el balcón.
—Piénsatelo bien, Thomas. La sincronización es perfecta. Reelecciones, nominaciones, la política y todo lo demás. Pero piensa en la violencia y en los radicales, los fanáticos, los defensores de la vida y los que odian a los homosexuales, los arios y los nazis, piensa en todos los grupos capaces de matar y en todas las amenazas contra el Tribunal, y la sincronización es perfecta para que un grupo inconspicuo y desconocido cometa los asesinatos. Es macabro, pero la sincronización es perfecta.
—¿Y de qué grupo se trataría?
—¿Quién sabe?
—¿El ejército clandestino?
—No es precisamente inconspicuo. Asesinaron al juez Fernández en Texas.
—¿No utilizan bombas?
—Sí, son expertos en explosivos plásticos.
—Bórralos de la lista.
—De momento no descarto a nadie —dijo Darby, al tiempo que se ponía de pie y ataba el cinturón del albornoz—. Voy a prepararte un Bloody Mary.
—Sólo lo tomaré si me acompañas.
—Thomas, tú eres profesor. Puedes anular la clase si se te antoja. Yo soy estudiante y…
—Comprendo la diferencia.
—No puedo faltar a más clases.
—Te suspenderé en Derecho constitucional si no te saltas las demás clases y te quedas a beber conmigo. Tengo un libro sobre las opiniones de Rosenberg. Leámoslas juntos, tomemos Bloody Marys, luego vino y a continuación lo que sea. Ya empiezo a echarle de menos.
—Tengo una clase de Procedimiento Federal a las nueve y no puedo perdérmela.
—Pienso llamar al decano y pedirle que anule todas las clases. ¿Te quedarás entonces a beber conmigo?
—No. Vamos, Thomas.
El profesor la siguió a la cocina, donde se encontraban el café y los licores.