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Por lo menos tenía el aspecto de un viejo agricultor, con su sombrero de paja, mono limpio de peto, camisa caqui bien planchada y botas. Mascaba tabaco y escupía al agua oscura bajo el embarcadero. Mascaba como un agricultor. Su camioneta, aunque de un modelo reciente, se veía debidamente usada y polvorienta. Llevaba matrícula de Carolina del Norte y estaba aparcada a cien metros en la arena, al otro extremo del embarcadero.
Era la medianoche del lunes, el primer lunes de octubre, y durante los próximos treinta minutos esperaría en la fresca oscuridad del desierto embarcadero, mascando meditabundo y apoyado en la balaustrada mientras contemplaba fijamente el mar. Sabía que estaría solo. Así estaba previsto. El embarcadero a aquella hora estaba siempre desierto. De vez en cuando se avistaba el destello de los faros de un coche en la orilla, pero los vehículos nunca se detenían a aquellas horas.
Contemplaba las luces rojas y azules del estrecho, lejos de la orilla. Consultó su reloj sin mover la cabeza. Las nubes eran bajas y espesas, y sería difícil verlo hasta que llegara casi al embarcadero. Así estaba previsto.
La camioneta no era de Carolina del Norte, ni tampoco el agricultor. La matrícula había sido robada de un camión de desguace cerca de Durham. La camioneta había sido robada en Baton Rouge. El agricultor era de origen desconocido y no se ensuciaba las manos. Era un profesional y dejaba para otros las pequeñas hazañas.
Al cabo de veinte minutos, un objeto oscuro se acercó flotando al embarcadero. Crecía el ronroneo amortiguado y silencioso de un motor. El objeto se convirtió en una pequeña embarcación, con una oculta silueta agachada que manipulaba el motor. El agricultor no movió un dedo. Paró el ronroneo y la negra balsa neumática se detuvo en las aguas tranquilas, a diez metros del embarcadero. No había ningún faro en la orilla.
El agricultor se llevó meticulosamente un cigarrillo a la boca, lo encendió, dio dos caladas y a continuación lo arrojó en dirección a la balsa.
—¿Qué clase de cigarrillo? —preguntó el individuo de la embarcación, que distinguía la silueta del agricultor en la balaustrada, pero no su rostro.
—Lucky Strike —respondió el agricultor.
Parecía un juego estúpido. ¿Cuántas balsas negras neumáticas podían llegar navegando por el Atlántico, para acercarse precisamente a aquel viejo embarcadero, a aquella hora específica? Estúpido, pero de suma importancia.
—¿Luke? —preguntó la voz de la embarcación.
—Sam —respondió el agricultor.
Su nombre era Khamel, no Sam, pero Sam serviría durante los próximos cinco minutos hasta que Khamel atracara la balsa.
Khamel no respondió, no se esperaba que lo hiciera, se limitó a poner en marcha el motor y acercar la balsa a lo largo del embarcadero hasta la playa. Luke la siguió andando. Se reunieron junto a la camioneta sin darse la mano. Khamel colocó su bolsa deportiva Adidas entre ambos sobre el asiento delantero y la camioneta se alejó por la orilla.
Luke conducía, Khamel fumaba y ambos se ignoraban perfectamente entre sí. No se atrevían a mirarse a los ojos. Con su frondosa barba, gafas oscuras y jersey negro, el rostro de Khamel era siniestro, pero imposible de identificar. Luke no quería verlo. Parte de su misión, además de recoger a aquel desconocido procedente del mar, consistía en no mirarle. En realidad era fácil. Se buscaba aquel rostro en nueve países.
Al cruzar el puente de Manteo, Luke encendió otro Lucky Strike y decidió que ya se habían visto antes. Su encuentro había sido breve y preciso en el aeropuerto de Roma, hacía cinco o seis años, si mal no recordaba. No había habido presentaciones. Había tenido lugar en una sala de espera. Luke, que en aquella ocasión vestía un impecable traje de ejecutivo norteamericano, había dejado un maletín de piel de anguila junto al lavabo donde se enjuagaba lentamente las manos, y de pronto había desaparecido. Al mirar de reojo por el espejo, había visto a aquel individuo, ese tal Khamel, ahora estaba seguro de ello. Al cabo de treinta minutos, el maletín había hecho explosión entre las piernas del embajador británico en Nigeria.
En los protegidos susurros de su hermandad invisible, Luke había oído hablar a menudo de Khamel, individuo de muchos nombres, rostros y lenguas, que actuaba con rapidez y sin dejar huellas, asesino meticuloso que deambulaba por todo el mundo sin que nunca se le encontrara. Mientras surcaban la oscuridad hacia el norte, Luke se acomodó en su asiento, con el ala de su sombrero casi sobre la nariz y, las manos relajadas al volante, intentando recordar lo que le habían contado sobre su pasajero. Asombrosas hazañas de terror. Lo del embajador británico. La emboscada de diecisiete soldados israelíes en la Cisjordania en 1990, atribuida a Khamel. Único sospechoso del coche bomba en el que había fallecido un acaudalado banquero alemán, junto con su familia, en 1985. Se rumoreaba que sus honorarios por aquel trabajo habían sido tres millones al contado. La mayoría de los expertos de los servicios secretos le creían responsable de haber planeado el atentado contra el Papa de 1981. Aunque, por otra parte, se le atribuían casi todos los actos terroristas y asesinatos no resueltos. Era fácil culpar a Khamel, porque nadie estaba seguro de que existiera.
Luke estaba emocionado. Khamel estaba a punto de actuar en territorio norteamericano. Luke desconocía los objetivos, pero se estaba a punto de derramar la sangre de alguien importante.
Al alba, la camioneta robada se detuvo en la esquina de las calles treinta y uno y M de Georgetown. Khamel cogió su bolsa deportiva sin decir palabra y echó a andar por la acera. Caminó varias manzanas hacia el este hasta el hotel Four Seasons, compró el Post en el vestíbulo y cogió tranquilamente el ascensor hasta el séptimo piso. A las siete y cuarto en punto, llamó a la puerta del fondo del pasillo.
—¿Sí? —respondió una voz nerviosa desde el interior.
—Estoy buscando al señor Sneller —dijo pausadamente Khamel, con un perfecto acento norteamericano, mientras colocaba el pulgar sobre la mirilla.
—¿El señor Sneller?
—Sí. Edwin F. Sneller.
La manecilla no giró, ni hizo ruido alguno, ni se abrió la puerta. Transcurridos unos segundos, salió un sobre blanco por debajo de la puerta, que Khamel recogió.
—De acuerdo —dijo lo suficientemente alto, para que Sneller o quien fuera le oyera.
—Es la habitación contigua —dijo Sneller—. Esperaré su llamada.
Parecía la voz de un norteamericano que, al contrario de Luke, nunca había visto a Khamel ni, a decir verdad, deseaba hacerlo. Ahora Luke le había visto dos veces y tenía suerte de seguir vivo.
En la habitación de Khamel había dos camas y una mesilla cerca de la ventana. Por las persianas, completamente cerradas, no se filtraba un solo rayo de luz. Dejó la bolsa sobre una de las camas, junto a dos gruesos maletines. Se acercó a la ventana, echó una ojeada y luego descolgó el teléfono.
—Soy yo —le dijo a Sneller—. Hábleme del coche.
—Está aparcado en la calle. Un Ford completamente blanco, con matrícula de Connecticut. Las llaves están sobre la mesa —respondió lentamente Sneller.
—¿Robado?
—Por supuesto, pero tratado. Está limpio.
—Lo dejaré en Dulles poco después de la medianoche. Quiero que se destruya, ¿de acuerdo? —dijo en un impecable inglés.
—Sí, esas son mis instrucciones —respondió Sneller, atento y eficaz.
—No olvide que es muy importante. Me propongo dejar el arma en el coche. Las armas dejan balas y la gente ve los coches, de modo que es importante destruir completamente el coche y todo su contenido. ¿Comprendido?
—Esas son mis instrucciones —repitió Sneller.
No le gustaba que le sermonearan. No era ningún novato en el campo del asesinato.
—Los cuatro millones se recibieron hace una semana, debo puntualizar que con un día de retraso —dijo Khamel, sentado al borde de la cama—. Ahora estoy en Washington y quiero otros tres.
—Se hará la transferencia antes del mediodía. Tal como está acordado.
—Sí, pero me preocupa el acuerdo. No olvidemos que la transferencia anterior se hizo con un día de retraso.
Aquello enojó a Sneller y puesto que el asesino estaba en la habitación contigua, donde de momento permanecería, podía permitirse exteriorizar su irritación.
—La culpa fue del banco, no nuestra.
—De acuerdo —respondió Khamel enojado—. Quiero que usted y su banco manden esos tres millones por transferencia telegráfica a la cuenta de Zurich, en el momento en que abran en Nueva York. Es decir, dentro de unas dos horas. Lo comprobaré.
—De acuerdo.
—Entendido. Y no quiero ningún problema cuando el trabajo esté realizado. Estaré en París al cabo de veinticuatro horas y de allí me dirigiré a Zurich. Quiero que todo el dinero me esté esperando cuando llegue.
—Allí estará, si se termina el trabajo.
—El trabajo se terminará, señor Sneller, a medianoche —sonrió Khamel para sí—. En el supuesto, claro está, de que su información sea correcta.
—Hasta estos momentos lo es. Y hoy no se espera ningún cambio. Nuestro personal está en la calle. Los dos maletines contienen todo lo que nos pidió: mapas, horarios, herramientas y demás artículos.
Khamel contempló los maletines que tenía delante y se frotó los ojos con la mano derecha.
—Tengo que dormir un rato —susurró—. No he pegado ojo en veinticuatro horas.
Sneller no supo qué responder. Disponían de mucho tiempo y si a Khamel le apetecía dormir, no tenía por qué no hacerlo. Le pagaban un total de diez millones.
—¿Le apetece algo de comer? —preguntó torpemente Sneller.
—No. Llámeme dentro de tres horas. Exactamente a las diez y media —respondió antes de colgar el teléfono y tumbarse sobre la cama.
Las calles estaban tranquilas y silenciosas, en el segundo día del período de sesiones de otoño. Los jueces pasaron el día en el estrado, escuchando los complejos argumentos y aburridos casos de un abogado tras otro. Rosenberg durmió durante la mayor parte del tiempo. Resucitó brevemente cuando el fiscal general de Texas argumentaba que debería administrársele algún medicamento a cierto recluso condenado a muerte, a fin de que estuviera lúcido cuando se le administrara la inyección letal. ¿Cómo se le puede ejecutar si está mentalmente enajenado?, preguntó Rosenberg con incredulidad. Por la sencilla razón de que su enfermedad puede controlarse con medicamentos, respondió el fiscal general de Texas. Se trataba, por consiguiente, de administrarle una pequeña inyección para que estuviera lúcido, seguida de otra para acabar con su vida. Podía ser todo muy nítido y constitucional. Rosenberg profirió unas cuantas quejas y objeciones, hasta que se le acabó el conato de energía. Su pequeña silla de ruedas era mucho más baja que los tronos de los demás jueces. Su aspecto inspiraba compasión. En otra época había sido un tigre, capaz de intimidar despiadadamente y confundir a los más astutos abogados. Pero ya no era el caso. Empezó a susurrar y sus palabras se perdieron en la lejanía. El fiscal general le sonrió burlonamente y prosiguió.
Durante la última vista oral del día, un aburrido caso de antisegregación de Virginia, Rosenberg empezó a roncar. El presidente Runyan miró fijamente a lo largo del estrado y Jason Kline, primer secretario de Rosenberg, se dio por aludido. Retiró lentamente la silla de ruedas del estrado, salió de la sala y empujó a su jefe con rapidez por el vestíbulo posterior.
El juez recuperó el conocimiento en su despacho, tomó sus píldoras y les comunicó a sus subordinados que deseaba regresar a su casa. Kline se lo comunicó al FBI y al cabo de unos momentos subían a Rosenberg a su furgoneta, aparcada en el sótano. Dos agentes del FBI vigilaban. Un enfermero llamado Frederic fijó la silla de ruedas en su posición y el sargento Ferguson, de la policía del Tribunal Supremo, se colocó al volante de la furgoneta. El juez no permitía que se le acercara ningún agente del FBI. Podían considerarse afortunados de que se les permitiera seguir su coche y vigilar su casa desde la calle. No confiaba en los policías, ni mucho menos en los agentes del FBI. No necesitaba que le protegieran.
Al llegar a Volta Street, en Georgetown, la furgoneta se detuvo y retrocedió por un pequeño camino privado. Frederic, el enfermero, y Ferguson, el policía, le introdujeron cuidadosamente en la casa, mientras los agentes vigilaban desde su Dodge Aries negro oficial aparcado en la calle. El jardín frontal era diminuto y el coche se encontraba a pocos metros de la puerta principal de la casa. Eran casi las cuatro de la tarde.
Al cabo de pocos minutos, Ferguson se vio obligado a abandonar la casa, e intercambió unas palabras con los agentes. Después de mucho discutir, hacía una semana que Rosenberg había accedido a que Ferguson inspeccionara discretamente todas las habitaciones, cuando regresaban a su casa por la tarde. A continuación Ferguson debía retirarse, pero podía regresar a las diez de la noche y sentarse junto a la puerta trasera, hasta las seis en punto de la mañana. Sólo a Ferguson le estaba permitido hacerlo y estaba harto de trabajar tantas horas.
—Todo correcto —les comunicó a los agentes—. Supongo que regresaré a las diez.
—¿Todavía está vivo? —preguntó, como de costumbre, uno de los agentes.
—Me temo que sí —respondió Ferguson con aspecto cansado, mientras se dirigía a la furgoneta.
Frederic era fofo y débil, pero no se necesitaba fuerza para ocuparse de su paciente. Después de arreglar los cojines, lo levantó de la silla de ruedas para colocarlo cuidadosamente sobre el sofá, donde permanecería inmóvil durante las próximas dos horas, mientras dormitaba y veía la CNN. Frederic se preparó un bocadillo de jamón, se sirvió un plato de galletas y hojeó el National Enquirer en la mesa de la cocina. Rosenberg susurró algo en voz alta y cambió de canal con el control remoto.
A las siete en punto, Frederic colocó la cena especial para pacientes cardíacos sobre la mesa, que consistía en caldo de pollo, patatas hervidas y cebollas asadas, y acercó a su jefe en la silla de ruedas. Insistía en comer solo y no era agradable ver cómo lo hacía. Frederic miraba la televisión. Después se ocuparía de limpiarlo todo.
A las nueve había tomado su baño y estaba debidamente arropado en la cama, con su camisón. Dormía en una cama estrecha, reclinable, de color verde pálido como las de los hospitales militares, con un colchón duro, controles automáticos y barandillas, que Rosenberg insistía en que no se levantaran. Estaba situada en una habitación contigua a la cocina, que había utilizado durante treinta años como estudio, hasta su primer ataque. La sala parecía ahora la de un hospital, un olor a desinfectante y la presencia amenazante de la muerte. Junto a la cama había una enorme mesa, con una lámpara de hospital y por lo menos veinte frascos de medicamentos. La estancia estaba repleta de nítidos montones de gruesos textos jurídicos. El enfermero, desde una vieja silla situada cerca de la mesa, empezaba a leer un sumario. Como todas las noches, leería hasta oír sus ronquidos. Leía con lentitud, a voces, mientras Rosenberg permanecía rígido, inmóvil, pero atento. El sumario correspondía a un caso en el que redactaría la opinión mayoritaria. Durante un rato, absorbía todas y cada una de las palabras.
Después de una hora de leer a voces, Frederic estaba cansado y el juez empezaba a quedarse dormido. Levantó ligeramente la mano y cerró los ojos. Con uno de los botones de la cama, bajó las luces. La habitación estaba casi a oscuras. Frederic dio una sacudida. Dejó el sumario en el suelo y cerró los ojos. Rosenberg roncaba.
No por mucho tiempo.
Poco después de las diez, cuando la casa estaba oscura y silenciosa, se entreabrió la puerta de un armario de una habitación del primer piso y Khamel salió sigilosamente del mismo. Sus muñequeras, gorra de nilón y pantalón corto deportivo eran de color azul marino. Su camisa era de manga larga, y sus calcetines y zapatillas eran de color blanco con borde azul. Una coordinación cromática perfecta. Khamel el Corredor. Iba perfectamente afeitado y su cortísimo cabello era ahora rubio, casi blanco.
La habitación estaba a oscuras, al igual que el vestíbulo. Los peldaños crujieron ligeramente bajo sus zapatillas. Media metro setenta y siete, y pesaba menos de setenta y ocho kilos, todo músculo. Se conservaba fuerte y ágil, para que sus movimientos fueran rápidos y silenciosos. La escalera desembocaba en un vestíbulo, cerca de la puerta principal. Sabía que había dos agentes en un coche aparcado junto a la acera, que probablemente no vigilaban la casa. Sabía que Ferguson había llegado hacía siete minutos. Oía los ronquidos procedentes de la habitación posterior. Mientras esperaba en el armario, había pensado en actuar antes de que llegara Ferguson, para no tener que matarle. El hecho en sí no le preocupaba, pero supondría la presencia de otro cadáver. Sin embargo supuso, erróneamente, que con toda probabilidad Ferguson hablaría con el enfermero al entrar de servicio. En tal caso, el policía descubriría el asesinato y él perdería unas horas. Por consiguiente decidió esperar.
Cruzó el vestíbulo sin hacer ningún ruido. En la cocina, una pequeña luz del extractor iluminaba la superficie y creaba cierto peligro. Khamel se lamentó de no haber comprobado la bombilla y haberla aflojado. Esos pequeños errores eran imperdonables. Se agachó bajo una ventana que daba al jardín posterior. No pudo ver a Ferguson, aunque sabía que tenía sesenta y un años, medía metro ochenta y ocho, tenía cataratas, y era incapaz de darle a un elefante con su Magnum 357.
Ambos roncaban. Khamel sonrió al agacharse junto a la puerta, para desenfundar rápidamente la automática del calibre 22 y el silenciador de la faja de su cintura. Después de atornillar el tubo de diez centímetros al cañón del arma, entró agachado en la habitación. El enfermero estaba tumbado sobre su asiento, con los pies al aire, los brazos colgando y la boca abierta. Khamel acercó el extremo del silenciador a dos centímetros de su sien derecha y disparó tres veces. Temblaron sus manos, sus pies se agitaron, pero los ojos permanecieron cerrados. Khamel se acercó rápidamente a la pálida y arrugada cabeza del juez Abraham Rosenberg y efectuó otros tres disparos.
En la habitación no había ninguna ventana. Durante un minuto, observó los cuerpos y escuchó. Los talones del enfermero dieron unas cuantas sacudidas, pero por fin se detuvieron. Los cuerpos permanecían inmóviles.
Quería matar a Ferguson en el interior de la casa. Eran las diez y once minutos, hora probable en la que algún vecino podía salir a dar una última vuelta con el perro antes de acostarse. Avanzó sigilosamente por la oscuridad hasta la puerta trasera, desde donde vio que el policía paseaba tranquilamente junto a la verja de madera, a siete metros de distancia. Instintivamente, Khamel abrió la puerta trasera, encendió la luz del jardín y exclamó en voz alta:
—Ferguson.
Dejó la puerta abierta y se ocultó en un rincón oscuro junto al refrigerador. Ferguson cruzó obedientemente el pequeño jardín y entró en la cocina. No tenía nada de inusual. A menudo Frederic le llamaba cuando su señoría se quedaba dormido, para tomar un café y jugar a los naipes.
En esta ocasión no había café, ni le esperaba Frederic. Khamel le disparó tres balas en la nuca y se desplomó sobre la mesa de la cocina.
Apagó la luz del jardín y retiró el silenciador de la pistola. No volvería a necesitarlo. Lo guardó de nuevo en la faja, junto con la pistola, y miró por la ventana frontal. La luz interior del coche estaba encendida y los agentes leían. Pasó por encima del cuerpo de Ferguson, cerró la puerta posterior y se perdió en la oscuridad del pequeño jardín. Saltó un par de verjas sin hacer ningún ruido, llegó a la calle y echó a correr. Khamel el Corredor.
Glenn Jensen estaba sentado a solas en el oscuro primer piso del cine Montrose, contemplando los cuerpos activos y desnudos de los jóvenes de la pantalla. Tenía en las manos un gran recipiente de palomitas de maíz y estaba plenamente concentrado en la película. Su atuendo era bastante convencional: jersey azul marino, pantalón deportivo y mocasines. Unas grandes gafas de sol ocultaban sus ojos y un sombrero de fieltro le cubría la cabeza. Dios le había concedido una cara que se olvidaba con facilidad y, cuando la disimulaba, nadie podía reconocerla. Especialmente en el primer piso casi vacío de un cine pornográfico homosexual a medianoche. No llevaba ningún pendiente, pañuelo estampado, cadena de oro, ni joya alguna, indicativos de que buscara un compañero. Quería pasar inadvertido.
A decir verdad, jugar al escondite con el FBI y con el resto del mundo se había convertido en un reto para él. Aquella noche se habían situado debidamente en el aparcamiento adjunto a su edificio. Había otra pareja aparcada cerca de la terraza posterior. Al cabo de cuatro horas y media, disfrazado, había descendido tranquilamente al aparcamiento subterráneo y salido en el coche de un amigo. El edificio tenía demasiadas entradas y salidas para que los pobres federales pudieran controlar sus movimientos. Hasta cierto punto cooperaba, pero quería vivir su vida. Si los federales no lograban encontrarle, ¿cómo se las arreglaría un asesino?
El primer piso del cine estaba dividido en tres secciones de seis filas cada una. Estaba muy oscuro; la única luz era la del potente rayo azul del proyector. En los pasillos laterales había montones de butacas rotas y mesillas plegables. Las cortinas de terciopelo de los costados estaban rasgadas y deterioradas. Era un magnífico lugar donde ocultarse.
Al principio le preocupaba ser descubierto. En los primeros meses de su confirmación en el cargo estaba aterrorizado. No podía comer palomitas de maíz, ni disfrutar en modo alguno de las películas. Pero se convenció a sí mismo de que si era descubierto o reconocido, o de algún modo terrible expuesto, se limitaría a alegar que estaba investigando para un caso de obscenidad pendiente. Siempre había alguno en los archivos y puede que de algún modo pareciera plausible. Después de repetirse insistentemente que el pretexto funcionaría, creció su audacia. Sin embargo, en una noche de 1990, un cine se incendió y fallecieron cuatro personas. Sus nombres aparecieron en los periódicos, en grandes titulares. Se dio la casualidad de que el juez Glenn Jensen estaba en los servicios cuando oyó los gritos y olió el humo. Corrió a la calle y desapareció. Los cadáveres se encontraron en el primer piso. Conocía a uno de ellos. Dejó de ir al cine durante dos meses, pero después volvió. Se dijo a sí mismo que su investigación no había concluido.
Además, ¿qué importaba que le descubrieran? Su cargo era vitalicio. Los electores no podían despedirle.
Le gustaba el Montrose porque los martes había sesión continua toda la noche y siempre había poca gente. Le gustaban las palomitas de maíz y la cerveza de barril costaba cincuenta centavos.
Había dos ancianos en la sección central que no dejaban de manosearse. De vez en cuando Jensen les echaba una ojeada, pero se concentraba en la película. Le pareció que era triste llegar a los setenta años, con la perspectiva cercana de la muerte, procurando eludir el sida, y verse obligado a buscar la felicidad en las sucias butacas de un cine pornográfico.
No tardó en llegar un cuarto espectador que, después de echarle una mirada a Jensen y a los dos hombres abrazados, se dirigió silenciosamente a la parte superior de la sección central, con su cerveza de barril y una bolsa de palomitas de maíz. Tenía el proyector directamente a su espalda. Tres filas más adelante, a su derecha, se encontraba el juez. Delante de él, los canosos amantes se besaban, susurraban y se reían, ajenos al mundo exterior.
Su atuendo era apropiado: vaqueros ceñidos, camisa negra de seda, pendiente, gafas de concha y el cabello y bigote impecables, de un marica. Khamel el Homosexual.
Esperó unos minutos antes de acercarse al pasillo de la derecha. Nadie se percató de ello. ¿A quién podía importarle dónde se sentara?
A las doce y veinte, los ancianos se habían cansado. Se levantaron cogidos del brazo y salieron de puntillas, entre risas y susurros. Jensen no les dirigió la mirada. Estaba concentrado en la película, en la que tenía lugar una gran orgía en un yate, en pleno huracán. Khamel se deslizó como un gato por el pasillo, para colocarse tres butacas a la espalda del juez. Tomó un sorbo de cerveza. Estaban solos. Al cabo de un minuto, avanzó otra butaca. Jensen estaba a dos metros y medio.
Conforme aumentaba la fuerza del huracán, también lo hacía la orgía. Los aullidos del viento y los gritos de los festejantes eran ensordecedores. Khamel dejó la cerveza y la bolsa de palomitas de maíz en el suelo, y sacó un metro de cuerda dé nilón amarillo que llevaba en la cintura. Se enrolló rápidamente los extremos en las manos y pasó a la próxima fila. Su presa jadeaba. Le temblaban las palomitas de maíz.
El ataque fue rápido y brutal. Khamel le colocó la cuerda bajo la laringe y la estrujó con violencia. Tiró de la cuerda hacia abajo, doblándole la cabeza sobre el respaldo del asiento. Quedó inmediatamente desnucado. Hizo girar la cuerda y la ató en la nuca. Introdujo una varilla de acero de quince centímetros en el nudo y la hizo girar hasta que la cuerda segó la carne y empezó a sangrar. En diez segundos todo había terminado.
De pronto había amainado el huracán y empezó otra orgía para celebrarlo. Jensen se desplomó en su asiento. Las palomitas de maíz se habían desparramado sobre sus zapatos. Khamel no era de los que admiran su obra. Abandonó el auditorio, pasó tranquilamente entre las estanterías de revistas y artilugios del vestíbulo, y salió a la calle.
Condujo su genérico Ford blanco con matrícula de Connecticut hasta el aeropuerto de Dulles, se cambió de ropa en los servicios y esperó su vuelo a París.