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Thomas Callahan era uno de los profesores más populares de Tulane, primordialmente porque se negaba a dar clases antes de las once de la mañana. Bebía mucho, al igual que la mayoría de sus alumnos, y necesitaba las primeras horas de la mañana para dormir, antes de resucitar. Asistir a clase a las nueve o las diez de la mañana era una abominación. También era popular por su aspecto despreocupado: vaqueros descoloridos, chaquetas de mezclilla con los codos desgastados, sin calcetines y sin corbata. El aspecto elegante de un intelectual liberal. Tenía cuarenta y cinco años, pero con su cabello oscuro y gafas de concha podría pasar por treinta y cinco, aunque le importaba un comino la edad que aparentara. Se afeitaba una vez por semana, cuando empezaba a escocerle la cara, y cuando hacía frío, cosa poco corriente en Nueva Orleans, se dejaba crecer la barba. Tenía un historial de relaciones íntimas con sus alumnas.

También era popular porque enseñaba Derecho constitucional, la menos popular de las asignaturas, pero obligatoria, que gracias a su auténtica genialidad y desparpajo convertía en un tema interesante. Era el único en Tulane capaz de lograrlo. A decir verdad, nadie se lo proponía y los estudiantes peleaban para asistir a las clases de Derecho constitucional de Callahan, a las once de la mañana, tres veces por semana.

Ochenta estudiantes sentados en seis hileras de pupitres elevados susurraban, mientras Callahan se limpiaba las gafas de pie frente a su escritorio. Eran exactamente las once y cinco, en su opinión todavía demasiado temprano.

—¿Quién comprende el disenso de Rosenberg en «Nash contra New Jersey»?

Todas las cabezas se agacharon y el silencio llenó la sala. Debía de tener una fuerte resaca. Sus ojos estaban irritados. Cuando empezaba con Rosenberg, la clase solía ser dura. No salió ningún voluntario. ¿Nash? Callahan paseó lenta y metódicamente la mirada por la sala, a la espera. El silencio era sepulcral.

Se oyó un fuerte ruido de la manecilla de la puerta, que rompió la tensión. Una atractiva joven con vaqueros descoloridos y jersey de algodón irrumpió elegantemente en la sala, avanzó como si flotara junto a la pared hasta la tercera fila, se introdujo hábilmente en la misma y tomó asiento. Los muchachos de la cuarta fila la contemplaban con admiración. Los de la quinta estiraban el cuello para no perderse el espectáculo. A lo largo de dos duros años, uno de los escasos placeres de la facultad de derecho había consistido en admirarla, cuando alegraba las salas y los pasillos con sus largas piernas y holgados suéteres. Sabían que allí se ocultaba un cuerpo fabuloso, pero que a ella no le apetecía exhibir. Se portaba como una más de la pandilla y vestía vaqueros, camisas de franela, viejos suéters, o pantalón deportivo holgado, como era habitual en la facultad. Qué no habrían dado por verla con una minifalda de cuero negro.

Le brindó una breve sonrisa al muchacho sentado junto a ella y, momentáneamente, todo el mundo olvidó a Callahan y su pregunta sobre «Nash». Su cabellera pelirroja oscura le llegaba hasta los hombros. Era una de esas chicas espectaculares, con una sonrisa y cabellera perfectas, de la que todo el mundo se enamoraba por lo menos dos veces en el instituto. Y, con toda probabilidad, por lo menos una en la facultad.

Callahan no le prestó atención alguna. De haber sido una estudiante de primer curso y asustada de su profesor, probablemente le habría chillado varias veces «¡no se puede llegar tarde al juzgado!», como solían repetir incesantemente los profesores de derecho.

Pero Callahan no estaba de humor para chillar, ni Darby Shaw le temía, y momentáneamente se preguntó si alguien sabía que se acostaban juntos. Probablemente no. Ella había insistido en mantenerlo en el más absoluto secreto.

—¿Ha leído alguien el disenso de Rosenberg en «Nash contra New Jersey»?

De pronto el profesor se había convertido nuevamente en el centro de atención y el silencio era absoluto. Levantar la mano podía significar un interrogatorio de media hora. No había voluntarios. Los fumadores de la última fila encendieron sus cigarrillos. La mayoría de los asistentes hacían garabatos en sus cuadernos. Todas las cabezas estaban agachadas. Habría sido demasiado evidente y arriesgado abrir el libro de casos y encontrarse con «Nash»; era demasiado tarde para eso. Cualquier movimiento podía llamar la atención. Alguien estaba a punto de ser crucificado.

«Nash» no estaba en el libro de casos. Era uno de los numerosos casos secundarios que Callahan había mencionado apresuradamente la semana anterior y que ahora quería saber si alguien lo había leído. Solía hacerlo con frecuencia. Basaba su examen de fin de curso en mil doscientos casos, mil de los cuales no figuraban en el libro de casos. El examen era un hueso, pero él era encantador, muy generoso con las notas, y había que ser muy zoquete para no aprobar el curso.

Sin embargo, en estos momentos su encanto brillaba por su ausencia. Paseó la mirada por la sala. Había llegado el momento de encontrar una víctima.

—¿Qué opina usted, señor Sallinger? ¿Puede explicarnos el disenso de Rosenberg?

—No señor —respondió inmediatamente Sallinger, desde la cuarta fila.

—Comprendo. ¿Podría eso ser debido a que usted no ha leído el disenso de Rosenberg?

—Podría. Sí señor.

Callahan le miró fijamente. La irritación de sus ojos hacía que su soberbia fuera aún más amenazante, aunque sólo Sallinger era consciente de ello, porque todos los demás tenían la mirada fija en sus cuadernos.

—¿Y por qué no?

—Porque procuro no leer los disensos. En particular los de Rosenberg.

Sallinger cometía una soberana estupidez al optar por la lucha, especialmente desprovisto de munición.

—¿Tiene algo contra Rosenberg, señor Sallinger?

Callahan reverenciaba a Rosenberg. Le adoraba. Leía libros sobre él y sus opiniones. Lo estudiaba. Incluso había comido con él en una ocasión.

—Claro que no, señor —respondió Sallinger nervioso—. Pero no me gustan los disensos.

A pesar de que había cierto humor en las respuestas de Sallinger, no provocó una sola sonrisa. Más tarde, con un vaso de cerveza en la mano, él y sus compañeros se reirían a carcajadas al contar una y otra vez su aversión por los disensos, especialmente los de Rosenberg. Pero no ahora.

—Comprendo. ¿Lee usted las opiniones mayoritarias?

Titubeo. El conato de discusión de Sallinger estaba a punto de causar humillación.

—Sí señor. Muchísimas.

—Magnífico. En tal caso, tenga la bondad de hablarnos de la opinión mayoritaria en el caso de «Nash contra New Jersey».

Sallinger nunca había oído hablar de «Nash», pero ahora ya no lo olvidaría en su vida profesional.

—No recuerdo haberla leído.

—De modo, señor Sallinger, que usted no lee los disensos y ahora descubrimos que tampoco presta atención a las opiniones mayoritarias. ¿Qué lee usted, señor Sallinger, novelas, la prensa sensacionalista?

Se oyó una risa sumamente discreta de más allá de la cuarta fila, procedente de unos estudiantes que se sentían obligados a reírse, pero que no deseaban llamar la atención.

Sallinger, ruborizado, se limitaba a mirar fijamente a Callahan.

—¿Por qué no ha leído el caso, señor Sallinger? —preguntó Callahan.

—No lo sé. Supongo que se me ha pasado inadvertido.

—No me sorprende —respondió Callahan de buen talante—. Lo mencioné la semana pasada. El miércoles para ser exactos. Formará parte del examen de fin de curso. No comprendo por qué ignora un caso incluido en el programa —dijo Callahan mientras paseaba lentamente frente a su escritorio, con la mirada fija en sus alumnos—. ¿Se ha molestado alguien en leerlo?

Silencio. Callahan bajó la mirada y dejó que el silencio impregnara la sala. Todas las cabezas estaban agachadas, las plumas y los lápices paralizados. El humo emanaba de la última fila.

Por último, lentamente, en la cuarta silla de la tercera fila, Darby Shaw levantó discretamente la mano y en la clase se oyó un suspiro colectivo de alivio. Una vez más les había socorrido. Era, en cierto modo, lo que se esperaba de ella. Con el número dos de su promoción y a poca distancia del primero, era capaz de recitar los hechos, las pruebas, los recursos, los disensos y las opiniones mayoritarias de casi todos los casos mencionados por Callahan. No se perdía ningún detalle. Aquella encantadora muchacha se había licenciado con matrícula de honor en biología, ahora se disponía a hacerlo en derecho, y a continuación ganarse cómodamente la vida, persiguiendo ante los tribunales a las empresas químicas que destruyen el medio ambiente.

Callahan fingió sentirse frustrado al mirarla. Hacía tres horas que ella había abandonado la casa del profesor, después de una larga noche de vino y leyes. Pero no le había hablado de «Nash».

—Caramba, caramba, señorita Shaw. ¿Por qué está Rosenberg molesto?

—Cree que el estatuto de New Jersey viola la Segunda Enmienda —respondió, sin mirar al profesor.

—Muy bien. Y para que se entere el resto de la clase, ¿qué prohíbe dicho estatuto?

—Las metralletas semiautomáticas, entre otras cosas.

—Maravilloso. Y por pura curiosidad, ¿qué tenía el señor «Nash» en su posesión, en el momento de su detención?

—Un rifle de asalto AK 47.

—¿Y qué le ocurrió?

—Fue declarado culpable, condenado a tres años y presentó recurso de apelación —respondió, conocedora de los detalles.

—¿Cuál era la ocupación del señor Nash?

—No quedó muy claro en el juicio, pero se mencionó una acusación adicional por tráfico de drogas. No tenía antecedentes en el momento de su detención.

—De modo que se trataba de un narcotraficante con un AK 47. Pero cuenta con la amistad de Rosenberg, ¿no es cierto?

—Desde luego —respondió, mirándole ahora a los ojos.

La tensión había desaparecido. La mayoría de las miradas estaban clavadas en el profesor, conforme caminaba lentamente por el aula en busca de otra víctima. Con frecuencia Darby dominaba la clase, pero Callaban aspiraba a una mayor participación.

—¿A qué creen que se debe la simpatía de Rosenberg? —preguntó en general.

—Siente debilidad por los narcotraficantes —respondió Sallinger dolido, pero intentando recuperarse.

Callahan, para quien los debates tenían una enorme importancia, sonrió a su víctima como si le alegrara su regreso a la arena.

—¿Usted cree, señor Sallinger?

—Desde luego. Rosenberg siente gran admiración por los camellos, los que abusan sexualmente de los menores, los traficantes de armas y los terroristas. Para él son como hijos débiles y maltratados a los que debe proteger —respondió Sallinger, con la aparente indignación de un hombre de bien.

—Y en su erudita opinión, señor Sallinger, ¿qué habría que hacer con esas personas?

—Muy sencillo. Someterlas a un juicio imparcial, con un buen abogado, seguido de una apelación rápida e imparcial, y del castigo adecuado si son culpables.

Sallinger estaba peligrosamente cerca de parecer un derechista defensor de la ley y el orden, pecado capital entre los estudiantes de derecho de Tulane.

—Por favor, prosiga —dijo Callahan, después de cruzarse de brazos.

Sallinger intuyó que se metía en una trampa, pero siguió adelante. No tenía nada que perder.

—Bueno, hemos leído un caso tras otro en los que Rosenberg intenta redactar de nuevo la Constitución, a fin de excluir pruebas y permitir que un acusado evidentemente culpable salga en libertad. Es casi nauseabundo. Cree que todas las cárceles son crueles e inadecuadas, y que de acuerdo con la Octava Enmienda, todos los presos deberían ser puestos en libertad. Afortunadamente, ahora forma parte de una minoría, una decreciente minoría.

—Parece ser que le gusta dirigir al Tribunal, ¿no es cierto, señor Sallinger? —sonrió Callahan con el entrecejo fruncido.

—No le quepa la menor duda.

—¿Es usted uno de esos norteamericanos normales, patrióticos, iracundos y sin convicciones específicas, a quienes les gustaría que ese viejo cabrón muriera mientras duerme?

Se oyeron unas cuantas carcajadas en el aula. Ahora era menos peligroso reírse.

—Eso no se lo desearía a nadie —respondió Sallinger casi avergonzado, demasiado astuto para ser sincero.

—Gracias, señor Sallinger —dijo Callahan, después de empezar de nuevo a pasear—. Siempre me gusta oír sus comentarios. Como de costumbre, nos ha brindado la visión profana de la ley.

Se oyeron ahora muchas carcajadas y Sallinger se dejó caer en su silla, intensamente ruborizado.

—Si no les importa —dijo Callahan sin sonreír—, me gustaría elevar el nivel intelectual de este debate. Señorita Shaw, ¿por qué simpatiza Rosenberg con Nash?

—La Segunda Enmienda garantiza el derecho a poseer y llevar armas. Para el juez Rosenberg, su significado es literal y absoluto. Nada debería estar prohibido. Si Nash desea poseer un AK 47, una granada o un bazuca, el estado de New Jersey no puede dictar una ley que se lo impida.

—¿Está de acuerdo con él?

—No, ni soy la única. Fue una decisión de ocho contra uno. Nadie le apoyó.

—¿Cuáles son las razones de los otros ocho?

—Son perfectamente evidentes. Los estados tienen razones muy poderosas para prohibir la venta y posesión de cierto tipo de armas. Los intereses del estado de New Jersey superan a los derechos del señor Nash según la Segunda Enmienda. La sociedad no puede permitir que sus miembros posean armas de gran sofisticación.

Callahan la observaba atentamente. Las estudiantes atractivas eran poco frecuentes en la facultad de Derecho de Tulane, pero cuando aparecía alguna actuaba con rapidez. A lo largo de los últimos ocho años había tenido bastante éxito. En general le había sido fácil. Las mujeres llegaban a la facultad de Derecho liberadas y disponibles. El caso de Darby había sido distinto. La vio por primera vez en la biblioteca durante el segundo semestre de su primer curso y tardó un mes en conseguir que saliera a cenar con él.

—¿Quién redactó la opinión mayoritaria? —preguntó Callahan.

—Runyan.

—¿Y está usted de acuerdo con él?

—Sí. A decir verdad, es un caso sencillo.

—¿Entonces qué le ocurrió a Rosenberg?

—Creo que odia a los demás jueces.

—¿De modo que disiente por el mero placer de hacerlo?

—A menudo creo que sí. Sus opiniones son cada vez más difíciles de defender. Tomemos el caso de «Nash». Para un liberal como Rosenberg, el tema del control armamentista es sencillo. Debió haber redactado la opinión mayoritaria, y hace diez años lo habría hecho. En el caso de «Fordice contra Oregón», de 1977, optó por una interpretación mucho más limitada de la Segunda Enmienda. Sus incoherencias son casi embarazosas.

—¿Sugiere usted que el juez Rosenberg ha entrado en la senectud? —preguntó Callahan, que había olvidado el caso de «Fordice».

—Está como un cencerro y usted lo sabe —se apresuró a declarar Sallinger, como un púgil que se lanza al cuadrilátero para el último ataque—. Sus opiniones no tienen defensa.

—No siempre, señor Sallinger, pero por lo menos sigue ahí.

—Está su cuerpo, pero su mente ha fallecido.

—Todavía respira, señor Sallinger.

—Sí, con un pulmón artificial. Han de introducirle el oxígeno por la nariz.

—Pero aún cuenta, señor Sallinger. Es el último de los grandes activistas jurídicos y todavía respira.

—Tal vez debería llamar para comprobarlo.

Las palabras de Sallinger se perdieron en la lejanía. Ya había dicho bastante. No, había hablado demasiado. Agachó la cabeza, bajo la mirada fija del profesor. Se acurrucó sobre el cuaderno y empezó a preguntarse por qué había hablado tanto.

Después de dominarlo con la mirada, Callahan empezó a pasear de nuevo. Tenía realmente una resaca terrible.