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Parecía incapaz de crear tal caos, pero gran parte de lo que presenciaba en la calle era culpa suya. Y le parecía bien. Tenía noventa y un años, estaba paralizado en una silla de ruedas y conectado a una bombona de oxígeno. Hacía siete años, su segundo síncope había estado a punto de acabar con él, pero Abraham Rosenberg seguía vivo y, a pesar de los tubos en su nariz, tenía más influencia legal que los otros ocho. Era el único personaje legendario que quedaba en el tribunal y el hecho de que todavía respirara irritaba a la mayoría de la muchedumbre en la calle.

Estaba sentado en una pequeña silla de ruedas, en un despacho del piso principal del edificio del Tribunal Supremo. Tocaba con los pies el borde de la ventana y hacía un esfuerzo para inclinarse hacia delante, conforme aumentaba el ruido. Odiaba a los policías, pero el tupido y ordenado cordón policial le resultaba en cierto modo tranquilizante. Se mantenían enhiestos e inmóviles, ante un populacho de por lo menos cincuenta mil que pedía sangre.

—¡La mayor aglomeración nunca vista! —chilló Rosenberg junto a la ventana.

Estaba casi sordo. Jason Kline, su primer secretario, estaba de pie a su espalda. Era el primer lunes de octubre, día de la inauguración del nuevo período judicial, y consagrado por tradición a la celebración de la Primera Enmienda. Una celebración gloriosa. Rosenberg estaba emocionado. Para él la libertad de expresión significaba libertad de rebelión.

—¿Están ahí los indios? —preguntó levantando la voz.

—¡Sí! —respondió Jason Kline junto a su oreja derecha.

—¿Con pinturas de guerra?

—¡Sí! Vestidos para entrar en batalla.

—¿Bailan?

—¡Sí!

Indios, negros, blancos, castaños, mujeres, homosexuales, amantes de los árboles, cristianos, defensores del aborto, arios, nazis, ateos, cazadores, amantes de los animales, defensores de la supremacía blanca, defensores de la supremacía negra, anticontribuyentes, leñadores, agricultores: un enorme océano de protesta. Y la policía antidisturbios, porra negra en mano.

—¡Los indios deberían admirarme!

—Estoy seguro de que lo hacen —asintió Kline con una sonrisa, al frágil hombrecillo de puños cerrados.

Su ideología era sencilla: el gobierno por encima de los negocios, el individuo por encima del gobierno, el medio ambiente por encima de todo lo demás. Y en cuanto a los indios, entregarles todo lo que quisieran.

Los chillidos, las oraciones, los cantos, los cánticos y el griterío aumentaron de volumen, y los policías antidisturbios se acercaron aún más unos a otros. La manifestación era mayor y más vociferante que en los últimos años. Había aumentado la tensión. La violencia se había convertido en algo común. Habían estallado bombas en clínicas abortistas. Algunos médicos habían sido atacados y apaleados. Uno había sido asesinado en Pensacola: atado y amordazado en posición fetal y abrasado con ácido. Todas las semanas tenían lugar luchas callejeras. Activistas homosexuales habían profanado iglesias y atacado sacerdotes. Los partidarios de la supremacía blanca operaban al amparo de una docena de conocidas y sombrías organizaciones paramilitares, y atacaban cada vez con mayor descaro a los negros, hispanos y asiáticos. El odio era ahora el pasatiempo predilecto en Norteamérica.

Y el Tribunal, evidentemente, era un objetivo fácil. Las amenazas graves contra los jueces se habían multiplicado por diez desde mil novecientos noventa. La fuerza policial asignada al Tribunal Supremo se había triplicado en tamaño. Cada juez disponía de por lo menos dos agentes del FBI para su protección, y otros cincuenta agentes se dedicaban a investigar amenazas.

—Me odian, ¿no es cierto? —preguntó en voz alta, sin dejar de mirar por la ventana.

—Sí, algunos —respondió Kline con una sonrisa.

A Rosenberg le complacía. Sonrió y respiró hondo. El ochenta por ciento de las amenazas de muerte iban dirigidas contra él.

—¿Distingue alguna de esas pancartas? —preguntó, puesto que era casi ciego.

—Unas cuantas.

—¿Qué dicen?

—Lo de siempre. Muera Rosenberg. Fuera Rosenberg. Corten el oxígeno.

—Hace un montón de años que llevan esas malditas pancartas. ¿Por qué no consiguen otras nuevas?

El secretario no respondió. Abe debía haberse jubilado hacía muchos años, pero esperaría a que tuvieran que sacarlo en camilla. Sus tres secretarios se ocupaban de la mayor parte de la investigación, pero insistía en escribir sus propios informes. Lo hacía con un rotulador de punta gruesa, con grandes letras sobre un cuaderno blanco, como en el parvulario cuando se aprende a escribir. La operación era lenta, pero con un cargo vitalicio, ¿a quién le importa el tiempo? Los secretarios verificaban sus informes, pero raramente encontraban error alguno.

—Deberíamos entregar a Runyan a los indios —rio Rosenberg.

El presidente del Tribunal Supremo era John Runyan, un duro conservador nombrado por los republicanos y odiado por los indios, así como por la mayoría de las demás minorías. De los nueve jueces, siete habían sido nombrados por presidentes republicanos. Hacía quince años que Rosenberg esperaba la llegada de un demócrata a la Casa Blanca. Quería, necesitaba, jubilarse, pero no soportaba la idea de que un derechista como Runyan ocupara su preciado cargo.

Estaba dispuesto a esperar. Permanecería aquí, en su silla de ruedas y respirando oxígeno, para proteger a los indios, los negros, las mujeres, los pobres, los minusválidos y el medio ambiente, hasta cumplir los ciento cinco años. Y nadie en el mundo podía impedírselo, a no ser que le asesinaran. Lo cual tampoco sería una mala idea.

La cabeza del gran hombre asintió y se movió, hasta descansar en su hombro. Se había quedado nuevamente dormido. Kline se retiró sigilosamente, para regresar a su investigación en la biblioteca. Volvería dentro de media hora, para comprobar el oxígeno y administrarle a Abe sus píldoras.

El despacho del presidente del Tribunal está en el piso principal y está más ornamentado que los otros ocho. La antesala se utiliza para pequeñas recepciones y reuniones formales, y el despacho interior es donde el presidente trabaja.

La puerta del despacho estaba cerrada, y en su interior se encontraban el presidente, sus tres secretarios, el capitán de la policía del Tribunal Supremo, tres agentes del FBI y K. O. Lewis, subdirector del FBI. El ambiente era formal y se hacía un serio esfuerzo para ignorar el ruido de la calle. No era fácil. Lewis y el presidente hablaban de la última serie de amenazas de asesinato y todos los demás se limitaban a escuchar. Los secretarios tomaban notas.

En los últimos sesenta días, el Bureau había registrado más de doscientas amenazas; todo un récord. Había la colección habitual de amenazas de bomba, pero algunas mencionaban nombres, casos y temas específicos.

Runyan no se molestaba en ocultar su angustia. Con un informe confidencial del FBI en las manos, leyó los nombres de individuos y grupos sospechosos: el Klan, los arios, los nazis, los palestinos, los separatistas negros, los defensores de la vida, los homofóbicos. Incluso el IRA. Todos, al parecer, a excepción de los rotarianos y de los Boy Scouts. Un grupo del Oriente medio con apoyo iraní había prometido sangre en territorio norteamericano para vengar la muerte de dos ministros de Justicia en Teherán. No había absolutamente ninguna prueba que vinculara los asesinatos con una nueva organización terrorista norteamericana, conocida como Ejército Clandestino, que había saltado últimamente a la fama por el asesinato de un juez en Texas con un coche bomba. No se había efectuado ninguna detención, pero el Ejército Clandestino se había atribuido la responsabilidad del hecho. Era también el principal sospechoso de una docena de bombas contra las dependencias del ACLU, pero actuaba sin dejar huellas.

—¿Y esos terroristas portorriqueños? —preguntó Runyan, sin levantar la mirada.

—Son de poca monta. No nos preocupan —respondió tranquilamente K. O. Lewis—. Hace veinte años que se limitan a amenazar.

—Puede que hayan decidido pasar del dicho al hecho. El ambiente es propicio, ¿no le parece?

—Olvide a los portorriqueños, presidente. Sólo amenazan porque también lo hacen todos los demás.

A Runyan le gustaba que le llamaran presidente. No presidente del Tribunal, ni señor presidente del Tribunal, sino simplemente presidente.

—Muy gracioso —dijo el presidente, sin sonreír—. Muy gracioso. Sería lamentable no haber incluido a todos los grupos —agregó, después de arrojar el informe sobre la mesa y frotarse las sienes con los ojos cerrados—. Hablemos de seguridad.

K. O. Lewis colocó la copia de su informe sobre la mesa del presidente.

—El director opina que deberíamos asignar cuatro agentes a cada juez, por lo menos durante los próximos noventa días. Utilizaremos limusinas con escolta para los desplazamientos, con el apoyo de la policía del Tribunal Supremo, que además se ocupará de la seguridad de este edificio.

—¿Y los viajes?

—Es preferible evitarlos, por lo menos por ahora. El director cree que los jueces deberían permanecer en Washington hasta fin de año.

—¿Está usted loco? ¿Se ha vuelto loco el director? Si les comunico esto a mis colegas, saldrán todos esta noche y no dejarán de viajar durante un mes. Esto es absurdo —exclamó Runyan mientras miraba con ceño a sus secretarios, que movían asqueados la cabeza—. Auténticamente absurdo.

Lewis no se inmutó. Su reacción era previsible.

—Como usted diga. No era más que una sugerencia.

—Una sugerencia estúpida.

—El director no contaba con su cooperación en este tema. Sin embargo, espera que se le notifiquen con antelación sus planes de viaje, para que podamos tomar las medidas de seguridad oportunas.

—¿Quiere decir que pretenden escoltar a los jueces, cada vez que uno de ellos abandone la ciudad?

—Sí, presidente. Esa es nuestra intención.

—No funcionará. Esa gente no está acostumbrada a tener niñera.

—Por supuesto, señor, pero tampoco están acostumbrados a ser acechados. Lo único que pretendemos es protegerle a usted y a sus ilustrísimos colegas. Claro que nadie dice que debamos intervenir. Si mal no recuerdo, señor, fue usted quien nos llamó. Si lo desea podemos retirarnos.

Runyan se balanceó en su silla, cogió un sujetapapeles que tenía sobre la mesa y empezó a enderezarlo, procurando convertir sus curvas en una línea perfectamente recta.

—¿Qué medidas hay que tomar aquí?

—Este edificio no nos preocupa, presidente —suspiró Lewis casi sonriente—. Aquí es fácil tomar medidas de seguridad y no esperamos ningún problema.

—¿Entonces dónde?

—Ahí fuera, en cualquier lugar —respondió Lewis, al tiempo que movía la cabeza en dirección a la ventana—. Las calles están llenas de maniáticos, locos y fanáticos.

—Y todos nos odian.

—Evidentemente. Oiga, presidente, nos preocupa muchísimo el juez Rosenberg. Todavía no permite que nuestros agentes entren en su casa; les obliga a pasar la noche entera en el coche. Llega a permitir que su agente predilecto del Tribunal Supremo, Ferguson si mal no recuerdo, se instale junto a la puerta posterior de la casa, pero sólo desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Nadie entra en la casa, a excepción del juez Rosenberg y su enfermero. El edificio no es seguro.

Runyan se limpió las uñas con el sujetapapeles y sonrió ligeramente para sí. La muerte de Rosenberg, independientemente de sus circunstancias, sería un alivio. Más que eso, sería una ocasión gloriosa. El presidente tendría que vestirse de luto y pronunciar un encomio, pero a puerta cerrada lo celebraría con sus secretarios. Le encantaba la idea.

—¿Qué sugiere? —preguntó.

—¿Puede hablar con él?

—Lo he intentado. Le he explicado que probablemente es el hombre más odiado de Norteamérica, que millones de personas le maldicen todos los días, que mucha gente querría verle muerto, que él solo recibe una cantidad cuatro veces superior de cartas insultantes que todos los demás jueces juntos, y que es una víctima potencial de un asesinato perfecto y fácil.

—¿Y bien?

—Me respondió que le besara el culo y se quedó dormido.

Los secretarios soltaron unas carcajadas y, al comprender que el humor estaba permitido, los agentes del FBI también se rieron.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Lewis con toda seriedad.

—Protéjanle lo mejor que puedan, redacten su informe y no se preocupen. No le teme a nada, ni siquiera a la muerte, y si a él no le importa, ¿por qué debería preocuparles a ustedes?

—El director está nervioso y, por consiguiente, también lo estoy yo. Es muy sencillo, presidente. Si alguno de ustedes sufre un percance, el Bureau se ve comprometido.

El presidente se meció en su sillón. El bullicio de la calle era enervante. La reunión se había prolongado ya demasiado.

—Olvide a Rosenberg. Puede que muera mientras duerme. Estoy más preocupado por Jensen.

—Jensen es un problema —dijo Lewis, mientras hojeaba unos documentos.

—Sé que es un problema —declaró lentamente Runyan—. Es un embarazo. Ahora se cree liberal. La mitad de las veces vota lo mismo que Rosenberg. El mes próximo será partidario de la supremacía blanca y defenderá la segregación de las escuelas. A continuación se enamorará de los indios y querrá darles Montana. Es como tener que vérselas con un niño retrasado.

—¿Sabe que recibe tratamiento por depresión?

—Lo sé, lo sé. Me lo ha contado. Soy como un padre simbólico para él. ¿Qué medicamento toma?

—Prozac.

—¿Qué se sabe de aquella monitora de aeróbic con la que tenía relaciones? —preguntó el presidente, mientras se hurgaba las uñas—. ¿Todavía sale con ella?

—Parece que no, presidente. Creo que no le interesan las mujeres —respondió Lewis en un tono afectado.

Sabía más. Miró a uno de sus agentes y confirmó la sabrosa indiscreción, de la que Runyan hizo caso omiso. No le interesaba.

—¿Coopera?

—Claro que no. En muchos sentidos es peor que Rosenberg. Permite que le acompañemos a su bloque de pisos y nos obliga a permanecer toda la noche en el aparcamiento. No olvide que vive en el séptimo piso. Ni siquiera permite que nos instalemos en el pasillo. Dice que podría molestar a los vecinos. De modo que nos quedamos en el coche. Hay diez formas distintas de entrar y salir del edificio, de modo que es imposible protegerle. Le gusta jugar con nosotros al escondite. Siempre se escabulle y nunca sabemos si está o no en el edificio. Por lo menos sabemos que Rosenberg pasa la noche en su casa. Jensen es imposible.

—Magnífico. Si ustedes son incapaces de seguirle, ¿cómo se las arreglaría un asesino?

A Lewis no se le había ocurrido y no le vio la gracia.

—El director está muy preocupado por la seguridad del juez Jensen.

—No recibe muchas amenazas.

—Es el número seis de la lista, con sólo unas pocas menos que usted, su señoría.

—De modo que yo soy el número cinco.

—Efectivamente. Detrás del juez Manning. Que dicho sea de paso, coopera plenamente.

—Tiene miedo hasta de su sombra —dijo el presidente—. Lo siento. No debí haber dicho eso —agregó después de titubear unos instantes.

—A decir verdad —prosiguió Lewis, haciendo caso omiso del comentario—, la cooperación es bastante buena, a excepción de Rosenberg y Jensen. El juez Stone protesta muchísimo, pero nos escucha.

—No se lo tome a pecho, protesta con todo el mundo. ¿Dónde supone que va Jensen cuando se escabulle?

—No tenemos ni idea —respondió Lewis, al tiempo que miraba a uno de sus agentes.

Una gran parte de la muchedumbre formó de pronto un coro incontrolado, al que parecieron unirse el resto de los presentes en la calle. El presidente no pudo ignorarlo. Las ventanas vibraban. Se puso de pie y clausuró la reunión.

El despacho del juez Glenn Jensen estaba en el segundo piso, alejado de la calle y del ruido. Era una sala espaciosa y, no obstante, la más pequeña de las nueve. Jensen era el más joven y tenía suerte de tener un despacho. Cuando hacía seis años se le había nombrado a los cuarenta y dos años, se le suponía un exegeta de la Constitución de ideas profundamente conservadoras, como las de quien le propuso para el cargo. Su confirmación por parte del Senado había sido muy controvertida. En temas delicados se mostraba indeciso y recibía ataques de ambos bandos. Los republicanos estaban avergonzados. Los demócratas olían sangre. El presidente ejerció toda la influencia de la que fue capaz y se le confirmó en el cargo, gracias a un voto sumamente indeciso.

Pero lo consiguió, para el resto de su vida. En seis años, no había complacido a nadie. Profundamente afectado por las audiencias de su confirmación, juró que la compasión regiría sus actos. Esto había enojado a los republicanos. Se sintieron traicionados, especialmente cuando el nuevo juez descubrió una pasión latente por los derechos de los delincuentes. Con escasa base ideológica, abandonó inmediatamente la derecha, se trasladó al centro y a continuación a la izquierda. Pero cuando los eruditos profesores empezaron a rascarse la barbilla, Jensen volvió a la derecha para unirse al juez Sloan, en uno de sus virulentos ataques contra las mujeres. A Jensen no le gustaba el sexo femenino. Era neutral en cuanto a la religión, escéptico respecto a la libertad de expresión, simpatizaba con quienes protestaban contra los impuestos, sentía indiferencia para con los indios, temía a los negros, era duro con los pornógrafos, blando con los delincuentes y bastante persistente como protector del medio ambiente. Y para mayor desesperación de los republicanos, que habían derramado sangre para lograr su nombramiento, Jensen había manifestado una perturbadora simpatía por los derechos de los homosexuales.

A petición suya, se le había asignado un escabroso caso conocido como caso «Dumond». Ronald Dumond había vivido ocho años con un amante masculino. Formaban una pareja feliz, completamente entregados el uno al otro y satisfechos de compartir las experiencias de la vida. Intentaron casarse, pero las leyes de Ohio no permitían dicha unión. Entonces el amante contrajo el sida y tuvo una muerte horrible. Ronald sabía exactamente cómo disponer de su cadáver, pero intervino la familia del amante y le excluyó del funeral y del entierro. Aturdido, Ronald entabló juicio con la familia, por daños emocionales y psicológicos. El caso había circulado por los tribunales inferiores a lo largo de seis años, y ahora se encontraba de pronto sobre la mesa de Jensen.

El tema en cuestión era el de los derechos de los «esposos» homosexuales. «Dumond» se había convertido en una consigna para los activistas homosexuales. Su mera mención había bastado para provocar peleas callejeras.

Y el caso estaba en manos de Jensen. La puerta de su despacho estaba cerrada. Jensen y sus tres secretarios estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias. Después de dos horas dedicadas al caso «Dumond», no habían llegado a ninguna parte. Estaban cansados de discutir. Uno de los secretarios, un liberal de Cornell, proponía un pronunciamiento amplio que otorgara plenos derechos a los miembros de las parejas homosexuales. Jensen también lo deseaba, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Los otros dos secretarios eran escépticos. Sabían, al igual que Jensen, que una mayoría de cinco era imposible.

Decidieron hablar de otros temas.

—El presidente ha manifestado su descontento respecto a usted, Glenn —dijo el secretario de Duke.

En el despacho le llamaban por su nombre de pila; el título de «su señoría» resultaba demasiado engorroso.

—¿Debería sorprenderme? —exclamó Glenn, al tiempo que se frotaba los ojos.

—Uno de sus secretarios me ha comunicado que el presidente y el FBI están preocupados por su seguridad. Dice que usted no coopera y que el presidente está bastante perturbado. Quiere que usted lo sepa.

Todo se comunicaba a través de la red de secretarios, absolutamente todo.

—Se supone que debe estar preocupado. En eso consiste su trabajo.

—Quiere asignarle otros dos federales como guardaespaldas y desean tener acceso a su casa. Además, el FBI quiere llevarle de casa al trabajo y del trabajo a casa. También se proponen limitar sus desplazamientos.

—Ya me lo han dicho otras veces.

—Sí, lo sabemos. Pero el secretario del presidente dice que el presidente quiere que insistamos en que coopere con el FBI, para que puedan salvarle la vida.

—Comprendo.

—De modo que nos limitamos a insistir.

—Gracias. Respóndale al secretario del presidente que no sólo han insistido, sino que se han ensañado conmigo, y que agradezco su insistencia y su preocupación, pero que me ha entrado por una oreja y salido por la otra. Dígales que Glenn se considera ya mayorcito.

—Por supuesto, Glenn. Pero ¿no tiene usted miedo?

—En absoluto.