Cuando Sasha abrió la compuerta de cola del Explorer, pasaron volando bajo unas gaviotas, que giraron hacia el interior, para ponerse a salvo, espantadas por un viento que astillaba el mar y levantaba los húmedos fragmentos por encima del extremo del promontorio.
Con la caja de Thor’s Gun Shop en los brazos, contemplé las alas blancas menguando en el cielo negro de tormenta.
La niebla había desaparecido. Bajo las nubes amenazadoras, la noche era cristalina.
En la península, a nuestro alrededor, el viento sacudía la hierba de la ribera. Altos diablos de arena formaban remolinos en la cima de las dunas, como pálidos espíritus saliendo de sus tumbas.
Me pregunté si no fue alguien más que el viento quien echó a las gaviotas de su refugio.
—Todavía no han aparecido —me aseguró Bobby mientras sacaba dos cajas de la pizzería de la parte de atrás del Explorer—. Es pronto para ellos.
—A estas horas los monos están comiendo —repuse—. Luego bailan un poco.
—Quizá no vengan en toda la noche —comentó Sasha esperanzada.
—Vendrán.
—Sí. Vendrán —aseguró Bobby.
Bobby entró en la casa con la cena, seguido de cerca por Orson, no porque temiera que el horrible grupo pudiera estar escondido entre las dunas, sino porque interpretaba el papel de guardián de la comida, para vigilar que la pizza se distribuyera equitativamente.
Sasha sacó dos bolsas de plástico del Explorer. Contenían los extintores que había comprado en Crown Hardware.
Cerró la compuerta trasera y utilizó el mando a distancia para cerrar las puertas del coche. Desde que el todo-terreno de Bobby ocupaba el garaje de una plaza, teníamos que dejar el Explorer frente a la casa.
Mientras Sasha se acercaba, el viento removía sus hermosos cabellos color caoba, su piel brillaba suavemente, como si un rayo de luna hubiera conseguido abrirse paso a través de las nubes para acariciarle la cara. Parecía un espíritu elemental.
—¿Qué? —dijo, incapaz de interpretar mi mirada.
—Eres muy hermosa. Como si una diosa del viento hubiera diseñado la tormenta para ti.
—Estás lleno de tonterías —repuso sonriendo.
—Es una de mis cualidades más encantadoras.
Un diablo de arena bailó una danza a nuestro alrededor, nos escupió granos de arena a la cara y corrimos a resguardarnos en la casa.
Bobby esperaba dentro, había rebajado las luces y reinaba una agradable oscuridad. Una vez estuvimos todos dentro, cerró la puerta con cerrojo.
—Podríamos clavar unas maderas —propuso Sasha, mirando los grandes paños de vidrio.
—Es mi casa —replicó Bobby—. No voy a tapar las ventanas y vivir como un prisionero por culpa de unos endemoniados monos.
—A este tío lo conozco desde hace tiempo y unos monos no lo van a intimidar —añadí, dirigiéndome a Sasha.
—Nunca —admitió Bobby—. Y no voy a empezar ahora.
—Al menos bajemos las persianas —dijo Sasha.
—No es una buena idea. Les haría sospechar. Si pueden vernos, si no parece que les estemos esperando, serán menos cautelosos.
Sasha sacó los dos extintores de las bolsas y cortó los protectores de plástico de los disparadores. Eran un modelo de la marina de dos kilos, fáciles de manejar. Dejó uno en un rincón de la cocina donde no podía ser visto desde las ventanas y el otro lo escondió junto a uno de los sofás de la sala de estar.
Mientras Sasha se ocupaba de los extintores, Bobby y yo nos sentamos en la cocina, a la luz de las velas con las cajas de munición en el regazo y trabajamos bajo el nivel de la mesa, por si acaso la mafia de los monos aparecía mientras estábamos ocupados. Sasha había comprado tres cargadores extra para la Glock, otros tres para el revólver, y pusimos dentro los cartuchos.
—Anoche después de salir de aquí —dije—, fui a ver a Roosevelt Frost.
Bobby me miró por debajo de las cejas.
—¿Él y Orson tuvieron una charla interesante?
—Roosevelt lo intentó. Pero Orson no tenía ganas. Había un gato que se llama Mungojerrie.
—Oh, claro —dijo secamente.
—El gato dice que los de Wyvern quieren que me aparte de esto.
—¿Hablaste personalmente con el gato?
—No. Roosevelt me transmitió el mensaje.
—Como no.
—Según el gato, voy a tener problemas. Si no dejo de comportarme como Nancy, irán matando a mis amigos uno a uno hasta que abandone.
—¿Me borrarán del mapa para que tú abandones?
—Es idea suya, no mía.
—¿No pueden matarte solo a ti? ¿Creen que necesitas criptonita?
—Según Roosevelt me respetan.
—¿Y quién no? —aun después de haber visto a esos monos seguía sin creer en el comportamiento humano de los animales. Sin embargo, había rebajado el volumen de su sarcasmo.
—En cuanto salí del Nostromo —dije—, recibí amenazas, tal y como había dicho el gato.
Le conté a Bobby lo de Lewis Stevenson.
—¿Iba a matar a Orson?
Desde su puesto de guardia donde vigilaba las cajas con las pizzas, Orson lanzó un gemido como para confirmar mi relato.
—Así que le disparaste al sheriff.
—Al jefe de policía.
—Disparaste al sheriff —insistió Bobby.
Hacía muchos años había sido un seguidor radical de Eric Clapton, y yo sabía por qué prefería llamarlo así.
—Está bien. Le he disparado al sheriff, aunque no a un diputado.
—No puedo perderte de vista.
Acabó de llenar los cargadores y los metió en la bolsa que Sasha había comprado.
—Llevas una camisa de puta madre —comenté.
Bobby se había puesto una camisa hawaiana de manga larga adornada con un espectacular festival tropical de colores naranjas, rojos y verdes.
—Kamehameha Garment Company de 1950.
Cuando acabó con los extintores, Sasha entró en la cocina y encendió uno de los hornos para calentar las pizzas.
—Luego incendié el coche patrulla para destruir las pruebas —dije dirigiéndome a Bobby.
—¿De qué son las pizzas? —le preguntó a Sasha.
—Una de salchicha italiana y la otra de chorizo y cebolla.
—Bobby lleva una camisa de segunda mano —le dije a ella.
—Antigua —corrigió Bobby.
—Después de hacer estallar el coche patrulla fui a St. Bernadette y entré.
—¿Rompiendo una cerradura?
—Por una ventana abierta.
—A eso se le llama allanamiento de morada.
—Camisa de segunda mano, camisa antigua, a mi me parece que es lo mismo —dije cuando acabe de llenar los cargadores de la Glock.
—Una es barata —explicó Sasha— y la otra no lo es.
—Una es arte —dijo Bobby. Sostuvo en alto la bolsa de cuero con los cargadores—. Aquí tienes tu bolsa.
Sasha la cogió y se la colgó del cinturón.
—La hermana del padre Tom era compañera de mi madre.
—¿Del tipo loco científico que hace estallar el mundo? —preguntó Bobby.
—No se trata de explosivos. Pero, bueno, ahora está infectada.
—Infectada —hizo una mueca—. ¿En qué estamos metidos?
—Es algo complicado. Se trata de genética.
—Cosas de sabios. Muy aburrido.
—Esta vez, no.
Lejos en el mar las brillantes arterias de los relámpagos latían en el cielo seguidas de la atenuada vibración de los truenos.
Sasha también había comprado un cinturón cartuchera diseñado para cazadores de patos y para tiradores de tiro al plato y Bobby empezó a meter balas en las abrazaderas de cuero.
—El padre Tom también está infectado —dije poniéndome uno de los cargadores de 9 milímetros en el bolsillo de la camisa.
—¿Y tú? —preguntó Bobby.
—Quizá. Mi madre lo estaba. Y mi padre, también.
—¿Cómo se contagia?
—Por los fluidos corporales —contesté, dejando los otros dos cargadores detrás de una vela roja que había en la mesa, donde no podían verse desde las ventanas—. Y quizá por otras vías.
Bobby miró a Sasha que estaba trasladando las pizzas a las bandejas del horno.
—Si Chris lo está, yo también —dijo ella encogiéndose de hombros.
—Nos hemos cogido de la mano durante todo el año.
—¿Quieres calentarte tu mismo tu pizza? —le preguntó Sasha.
—No. Demasiados problemas. Adelante, contágiame.
Cerré la caja de munición y la dejé en el suelo. Mi pistola todavía estaba en la chaqueta que colgaba del respaldo de la silla.
Sasha siguió preparando las pizzas.
—Orson puede no estar infectado. Quiero decir que más bien puede ser portador o algo así —comente.
Bobby pasó una bala entre sus dedos y por los nudillos como un mago hace con las monedas.
—¿Y cuando empiezas con el pus y los vómitos? —preguntó Bobby.
—No es una enfermedad en sentido estricto. Se trata más bien de un proceso.
Otro relámpago, hermoso, demasiado breve para perjudicarme.
—Un proceso —dijo Bobby tras meditarlo.
—No estás enfermo. Solo que… cambias.
—¿Quién fue el dueño de la camisa antes que tú? —preguntó Sasha metiendo las pizzas en el horno.
—¿A primeros de los cincuenta? ¿Quién sabe? —repuso Bobby.
—¿Había dinosaurios entonces? —inquirí.
—No muchos.
—¿De que está hecha? —preguntó Sasha.
—De rayón.
—Está perfecta.
—No se debe abusar de una camisa como esta —declaró Bobby con expresión solemne—, es un tesoro.
Me acerqué a la nevera y saqué unas botellas de Corona para todos menos para Orson. Por su peso, puede beber una al día sin emborracharse, pero esa noche tenía que mantener la cabeza completamente clara. El resto necesitábamos la bebida, con los nervios calmados seríamos más efectivos.
Cuando estaba junto al fregadero, sacando las chapas de las cervezas, un rayo volvió a atravesar el cielo, intentando sin éxito rasgar las nubes y dejar correr la lluvia. A su luz, vi tres figuras encorvadas corriendo de una duna a otra.
—Ya están aquí —anuncié, llevando las cervezas a la mesa.
—Siempre necesitan un rato para coger fuerzas.
—Espero que nos dejen cenar.
—Estoy hambrienta —comentó Sasha.
—¿Cuales son los síntomas de esta no enfermedad, de este proceso? —preguntó Bobby—. ¿Vamos a acabar pareciendo que tenemos esos hongos de los robles?
—Unos degeneran psicológicamente, como Stevenson —expliqué—. Otros también pueden sufrir cambios físicos menores. O quizá graves, por lo que sé. Pero al parecer cada caso es diferente. Quizás hay personas que no se contagian, o que no te das cuenta, y sin embargo otros cambian mucho.
—Es de un mural de Eugene Savage titulado Island Feast —dijo Bobby cuando Sasha le rozó con los dedos la manga de la camisa.
—Los botones tienen mucho estilo.
—Sí —asintió Bobby, pasando el pulgar por uno de los botones estriados amarillo tostado, sonriendo con el orgullo de un coleccionista apasionado y disfrutando de su textura sensual—. Corteza de coco pulida. Sasha cogió un buen montón de servilletas de papel y las puso sobre la mesa.
El ambiente era denso y húmedo. Podía sentir la piel de la tormenta hinchándose como la de un balón. Pronto iba a estallar.
—Bueno, hermano, antes de contarte el resto Orson te hará una pequeña demostración —le dije a Bobby, tras beber un sorbo de cerveza.
—Ya tengo todos los Tupperware que necesito.
Llamé a Orson.
—En los sofás de la sala hay varios cojines. Uno de ellos es un regalo que le hice a Bobby ¿Quieres traerlo aquí por favor?
Orson salió de la cocina.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Bobby.
—Espera —dijo Sasha riendo sentada detrás de su cerveza. Su Chiefs Special del 38 estaba sobre la mesa. Desdobló una servilleta y tapó el arma con ella—. Espera.
Todos los años, Bobby y yo intercambiamos regalos por Navidad. Sólo un regalo. Como ambos tenemos todo lo que necesitamos, el precio y la utilidad no tienen nada que ver cuando vamos a comprarlos. La idea es encontrar las cosas más horteras que estén en venta. Esta ha sido la tradición desde que cumplimos doce años. En la habitación de Bobby hay unos estantes en los que colecciona los regalos de más mal gusto que le he hecho. El único que no cabe en esos estantes es el cojín.
Orson volvió a la cocina con el objeto en la boca y Bobby lo acepto, haciendo ver que no le había impresionado la proeza del perro.
El cojín, de doce pulgadas por ocho, llevaba un bordado en una de sus caras. Era un objeto manufacturado y vendido, para recaudar fondos, por un popular evangelista de televisión. En el interior del bordado, había siete palabras en punto calado: JESÚS COME PECADORES Y ESCUPE ALMAS SALVADAS.
—¿No lo encuentras horrible? —preguntó Sasha con incredulidad.
—Horrible, si —dijo Bobby, ajustándose alrededor de la cintura la cartuchera sin levantarse de la silla—. Pero no lo bastante horrible.
—Hemos alcanzado niveles pavorosos —admití.
El año pasado le regale el cojín a Bobby, junto con una figura de cerámica de Elvis Presley. Elvis lleva uno de sus maravillosos trajes de seda blanca y lentejuelas de teatro de Las Vegas, y esta sentado en el retrete donde murió; las manos unidas en oración, los ojos elevados al cielo y un halo alrededor de la cabeza.
En esta competición navideña Bobby está en desventaja porque insiste en ir a tiendas de regalos a buscar la perfecta horterada. Pero yo estoy obligado a hacer encargos por correo, donde uno encuentra catálogos de las más exquisitas porquerías, suficientes para llenar todos los estantes de la Biblioteca del Congreso. Bobby dio la vuelta al cojín en sus manos y miró a Orson frunciendo el ceño.
—Buen truco —dijo.
—No es un truco. En Wyvern se hicieron muchos experimentos. Uno de ellos consistía en aumentar la inteligencia de los animales y de los seres humanos.
—Falso.
—Verdadero.
—Demencial.
—Sí, completamente demencial.
Ordené a Orson que devolviera el cojín a donde lo había encontrado luego que fuera al dormitorio, abriera la puerta corredera y volviera con uno de los mocasines negros que Bobby había comprado cuando se dio cuenta de que solo tenía chancletas, sandalias y zapatos deportivos para ponerse en el sepelio de mi madre.
La cocina olía a pizza y el perro miró anheloso al horno.
—Tendrás tu parte —le aseguré—. Ahora largo.
—Espera —dijo Bobby cuando Orson iba a salir de la cocina.
Orson lo miró con expectación.
—No un zapato, ni un mocasín cualquiera. Trae el mocasín de mi pie izquierdo.
Orson se esponjó como diciendo que la dificultad era insignificante y siguió su camino.
Afuera, en el Pacifico, una brillante escala de relámpagos unió el cielo al mar, como si señalara el descenso de arcángeles. El posterior retumbar del trueno sacudió las ventanas y reverberó en las paredes de la casa.
En esta costa templada, nuestras tormentas rara vez están acompañadas de alardes pirotécnicos de este tipo. Al parecer en esta ocasión iba a ser impresionante.
Puse en la mesa un pote de pimentón, platos de papel y las bandejas de servir en las que Sasha había dispuesto las pizzas.
—Mungojerrie —dijo Bobby.
—El nombre es de un libro de poemas sobre gatos.
—Parece presuntuoso.
—Es mono —dijo Sasha.
—Fluffy, este sí que es un nombre para un gato.
Se había levantado un viento que sonaba estrepitoso entre los orificios del tejado y murmuraba en los aleros. No hubiera podido asegurarlo, pero creí oír, en la distancia, los gritos de somormujo del grupo.
Bobby bajó una mano para asegurarse de que tenía el arma junto a la silla.
—Fluffy o Boots —dijo—. Son nombres muy adecuados para gatos.
Sasha, con un cuchillo y un tenedor, partió la pizza de salchicha italiana en varias porciones y dejó una aparte, a enfriar, para Orson.
El perro volvió del dormitorio con un mocasín en la boca. Se lo llevó a Bobby. Era el del pie izquierdo.
Bobby tiró el zapato en el cubo de la basura.
—No es por las marcas de dientes ni las babas de perro, pero no voy a ponerme nunca más estos zapatos —le aseguró a Orson.
Recordé el sobre de Thor’s Gun Shop que estaba en mi cama cuando encontré la Glock la noche anterior. Estaba un poco húmedo y tenía unas curiosas marcas dentadas. Saliva. Marcas de dientes. Orson era la persona que había puesto la pistola de mi padre donde yo pudiera encontrarla.
Bobby volvió a sentarse a la mesa y se quedó mirando fijamente al perro.
—¿Y? —le pregunté.
—¿Qué?
—Ya lo ves.
—¿Tengo que decir algo?
—Sí.
Bobby suspiro.
—Me siento como si un camión enorme tocando la bocina se abriera paso por mi cabeza y poco más o menos me succionara el cerebro a su paso.
—Eres de impacto —le dije a Orson.
Sasha acercó la mano a una de las porciones de pizza del perro, para asegurarse de que el queso ya se había enfriado y no se le quedaría pegado al paladar y lo quemaría. Luego puso el plato en el suelo.
Orson movió el rabo contra la mesa y las patas de la silla demostrando que una elevada inteligencia no significa necesariamente ser bien educado en la mesa.
—Silky —dijo Bobby—. Un nombre sencillo. Un nombre de gato. Silky.
Mientras comíamos la pizza y bebíamos cerveza, las tres velas fluctuantes apenas proporcionaban la luz suficiente para que pudiera leer las páginas de papel amarillo en las que mi padre había escrito un relato conciso de las actividades en Wyvern, la inesperada evolución que había desembocado en catástrofe y el alcance de la implicación de mi madre. Aunque mi padre no era un científico y solo podía transcribir —con términos muy profanos— lo que mi madre le había contado había una gran profusión de información en el documento que había dejado para mí.
—Un chico trabajador. Eso me dijo Lewis Stevenson la noche pasada cuando le pregunté que cambios había sufrido. «Un chico trabajador que no debería morir». Se refería a un retrovirus. Al parecer mi madre experimentaba con un nuevo tipo de retrovirus… para la selección de un retrotransportador.
Cuando alcé la vista de las páginas, me miraban fijamente.
—Orson probablemente sabe de lo que estás hablado, pero yo abandoné la universidad —dijo él.
—Y yo estoy fuera de onda —añadió Sasha.
—Y muy buena.
—Gracias.
—Aunque tengas una fijación con Chris Isaak.
Esta vez el rayo no bajó del cielo sino que cayó rápido y directo, como un llameante y veloz ascensor cargado de explosivos, que detonará cuando se introdujera en la tierra. La península pareció estallar, retumbó la casa y una lluvia como un chorro de detritos repiqueteó en el tejado.
—A lo mejor no les gusta la lluvia y no vienen —dijo Sasha echando un vistazo a las ventanas.
Alargué la mano hasta el bolsillo de la chaqueta que colgaba de la silla y saqué la Glock La dejé en la mesa donde me fuera fácil cogerla y, como había hecho Sasha con la suya, la oculté debajo de una servilleta de papel.
—En muchas clínicas se tratan enfermedades como el sida, el cáncer o enfermedades hereditarias con terapia genética. La idea consiste en que si el paciente padece ciertos defectos genéticos o le faltan ciertos genes, reemplazas los genes defectuosos con otras copias de laboratorio o añades los genes que faltan para que combatan la enfermedad. Se han obtenido resultados alentadores. Un número creciente de éxitos modestos. Y fracasos y sorpresas desagradables.
—Siempre hay un Godzilla. Ese zumbado de Tokio que va por ahí, tan campante y feliz y, un instante después, aparece el pie de un lagarto gigante aplastándolo todo.
—El problema consiste en introducir los genes sanos en el paciente. La mayoría utilizan virus debilitados para transportar los genes a las células. Y la mayoría son retrovirus.
—¿Debilitados? —preguntó Bobby.
—Significa que no pueden reproducirse. Que no son una amenaza para el cuerpo. En cuanto transportan el gen a la célula, tienen la capacidad de unirse a los cromosomas de la célula.
—Chicos trabajadores —dijo Bobby.
—Y una vez han hecho su trabajo —preguntó Sasha—, ¿se mueren?
—A veces no lo hacen rápidamente. Pueden provocar una inflamación o graves respuestas inmunológicas que destruyen el virus y las células a las que han transportado los genes. Algunos investigadores están estudiando cómo modificar los retrovirus transformándolos en retrotransportadores, que son fragmentos del ADN del cuerpo que ya pueden copiar y transformarse en cromosomas.
—Ahí viene Godzilla —le dijo Bobby a Sasha.
—Snowman, ¿cómo sabes todas estas cosas? No puedes haberte enterado ahora mismo, echando un vistazo a estas páginas.
—Siempre se tiende a buscar lo que a uno le interesa cuando en ello te va la vida. Si alguien puede encontrar la manera de reemplazar mis genes defectuosos con copias de laboratorio, mi cuerpo será capaz de producir los enzimas que repararán el daño de los rayos ultravioleta a mi ADN.
—Entonces ya no serás nunca más la lombriz nocturna —comentó Bobby.
—Adiós, cara rayada —asentí.
Sobre el ruidoso tamborileo de la lluvia en el tejado llegó el sonido de algo que corría por el porche de atrás.
Cuando miramos hacia aquella dirección vimos a un rhesus saltando del suelo del porche al antepecho de la ventana que daba al fregadero de la cocina. Tenía el pelo húmedo y enmarañado, lo que le hacía parecer más flacucho de lo que parecía cuando estaba seco. Se balanceó hábilmente en el estrecho borde y se colgó de un montante vertical con una mano. Nos observó con la característica curiosidad de los monos. Parecía una criatura benigna, excepto por sus maléficos ojos.
—Se interesarán más rápido si no les prestamos atención —dijo Bobby.
—Cuando más interesados estén —añadió Sasha—, menos descuidados serán.
Di otro mordisco a la pizza de chorizo y cebolla y pasé el otro dedo por las páginas amarillas.
—Ahora acabo de ver este párrafo en el que mi padre explica hasta qué punto comprende esta nueva teoría de mi madre. Para el proyecto Wyvern desarrolló una teoría revolucionaria de ingeniería del retrovirus, para que se pudieran utilizar con mayor seguridad para transportar genes a las células de los pacientes.
—Acabo de oír el pie de un lagarto gigante —dijo Bobby—. Boom, boom, boom, boom.
Desde la ventana, el mono nos lanzó un chillido.
Miré hacia la ventana más próxima, junto a la mesa, pero allí no había nada asomado.
Orson se irguió y puso las pezuñas encima de la mesa manifestando un teatral interés por la pizza y exhibiendo todos sus encantos a Sasha.
—Ya sabes que los niños intentan enfrentar a un padre con el otro —le advertí.
—Yo soy más como una cuñada —repuso—. Podría ser su última comida. Y para nosotros también.
—Está bien —reconocía con un suspiro—. Pero si no nos matan, entonces habremos sentado un precedente.
Apareció otro mono en el antepecho de la ventana. Ambos gritaron y nos enseñaron los dientes.
Sasha eligió una porción pequeña de pizza, la cortó en pedacitos y los puso en el plato del perro en el suelo.
Orson miró con aire preocupado los duendes de la ventana, pero ni siquiera los malditos primates pudieron quitarle el apetito y volvió a concentrarse en la comida.
Uno de los monos empezó a batir la mano rítmicamente contra el paño de la ventana, gritando más que antes.
Sus dientes parecían más largos y afilados que los de un rhesus común y corriente, largos y afilados como los de un predador. Quizás era un rasgo físico resultado de la ingeniería e introducido por los traviesos chicos de Wyvern. Me vino el recuerdo de la garganta desgarrada de Angela.
—Debe de haber una manera de distraerlos —sugirió Sasha.
—No pueden entrar en la casa sin romper un cristal —dijo Bobby—. Los oiremos.
—¿Por encima de este alboroto y de la lluvia? —preguntó ella.
—Los oiremos.
—Creo que no deberíamos desplegarnos en distintas habitaciones a menos que estemos absolutamente seguros —dije—. Son lo bastante inteligentes para saber aquello de divide y vencerás.
Lancé otra ojeada a la ventana próxima a la mesa, pero no había monos en ese sector del porche y sólo la lluvia y el viento se movían en las oscuras dunas bajo la lluvia.
Tras la ventana del fregadero, uno de los monos había conseguido volverse. Daba alaridos mientras apretaba su culo desnudo y pelado contra el cristal.
—¿Y qué pasó cuando entraste en la rectoría? —preguntó Bobby.
Con la sensación de que el tiempo corría a contrarreloj, resumí los acontecimientos del ático, de Wyvern y la casa de Manuel Ramírez.
—Manuel es una basura —declaró Bobby, moviendo la cabeza con tristeza.
—¡Uf! —exclamó Sasha, pero no hizo ningún comentario sobre Manuel.
En la ventana, el mono macho se puso a orinar copiosamente sobre el cristal.
—Bueno, esto es nuevo —observó Bobby.
En el porche, tras las ventanas del fregadero, otros monos empezaron a brincar en el aire como semillas de maíz en una sartén de aceite hirviendo. Gritaban, resoplaban, parecía que había multitud de ellos, aunque seguramente sería la media docena apareciendo y desapareciendo repetidamente.
Acabé la cerveza.
Permanecer sereno era cada vez más difícil. Quizá requería más energía y concentración de la que yo poseía.
—Orson —dije—, no sería mala idea que hicieras una ronda por la casa.
Lo entendió y se dirigió inmediatamente a hacer la ronda.
—Sin heroicidades. Si ves algo que no te gusta, da la vuelta y vuelve corriendo aquí —le dije antes de que saliera de la cocina.
Desapareció de mi vista.
Inmediatamente me arrepentí de haberlo enviado, aun sabiendo que era lo correcto.
El primer mono había vaciado la vejiga y ahora el segundo se había vuelto de cara a la cocina y empezó mear. Otros correteaban por la baranda exterior y se balanceaban en las cabrias del tejado del porche.
Bobby estaba sentado frente a la ventana contigua a la mesa. Igual que yo consideraba sospechosa la calma con la que había transcurrido parte de la noche.
La tormenta de rayos ya había pasado, pero las descargas de truenos todavía cruzaban el mar. Los cañonazos excitaban a la tropa.
—He oído que la nueva película de Brad Pitt es estupenda —dijo Bobby.
—No la hemos visto.
—Siempre espero a que salga en vídeo —le recordé.
Alguien intentó abrir la puerta trasera del porche. El pomo se movía de un lado a otro, pero el cerrojo estaba corrido.
Los dos monos de la ventana del fregadero saltaron al suelo. Dos más salieron del porche para relevarlos y empezaron a orinar en el cristal.
—No voy a limpiarlo —dijo Bobby.
—Ni yo —declaró Sasha.
—Quizás expresan de esta manera su agresividad y enfado, y luego se marchan —dije yo.
Bobby y Sasha debieron de haber estudiado expresión sarcástica en la misma escuela.
—O quizá no —reconsideré.
Una piedra del tamaño de una cereza se estrello en una ventana y los monos que estaban asomados saltaron para escapar de la línea de fuego. Otras piedrecitas siguieron a las primeras, como una lluvia de granizo.
No tiraban piedras contra las ventanas más próximas.
Bobby cogió la pistola del suelo y se la puso en el regazo.
Cuando la andanada de piedras llegó a su punto álgido, de repente acabó.
Los furiosos monos empezaron a chillar con más fuerza. Sus gritos eran cada vez más espantosos, escalofriantes, con un efecto que parecía sobrenatural, se introducían en la noche con una energía tan demoníaca que hasta la lluvia empezó a golpear con más fuerza la casa. El sonido despiadado de los truenos quebró la cáscara de la noche y de nuevo las puntas brillantes de los relámpagos rasgaron la carne del cielo.
Una piedra, mayor que las anteriores, resonó en una de las ventanas del fregadero: snap. Siguió otra aproximadamente del mismo tamaño, chocó con más fuerza que la primera.
Por suerte sus manos eran demasiado pequeñas para sostener y manipular pistolas o revólveres. Y el peso del cuerpo, relativamente bajo, les hubiera hecho caer de cabeza por el efecto de retroceso. Aquellas criaturas eran lo bastante inteligentes para comprender el funcionamiento de un arma, pero al menos la horda de genios de los laboratorios de Wyvern no había elegido gorilas para trabajar. Aunque si se les hubiera ocurrido, no hubieran dudado en buscar fondos para la empresa y no sólo hubieran obtenido gorilas capaces de sostener un arma de fuego sino que les hubieran instruido en los detalles del diseño de armas nucleares.
Otras dos piedras fueron a parar contra el blanco del cristal de la ventana.
Me acordé del teléfono móvil que llevaba en el cinturón. Tenía que haber alguien al que podía llamar para pedir ayuda. Ni la policía, ni el FBI. Si respondía la primera, los amistosos oficiales de las fuerzas armadas de Moonlight Bay es probable que cubrieran a los monos. Y si podíamos ponernos en contacto con las oficinas más próximas del FBI y lográbamos parecer más creíbles que todas las llamadas relatando abducciones de platillos volantes, estaríamos hablando con el enemigo. Manuel Ramírez me dijo que la decisión de permitir que esta pesadilla siguiera su curso se había tomado en «niveles muy altos», y yo le creía.
A causa de la cesión de responsabilidades sancionada por muchas generaciones anteriores, hemos confiado nuestra vida y nuestro futuro a profesionales y expertos que nos convencen de que no tenemos la suficiente inteligencia y juicio para tomar decisiones de importancia sobre el control de la sociedad. Y esta es la consecuencia de nuestra estupidez e indolencia. Apocalipsis con primates.
Una piedra de mayores dimensiones chocó contra la ventana. El paño se rajó pero no se hizo añicos.
Cogí los dos cargadores de 9 milímetros que había dejado en la mesa y me los metí en los bolsillos de los tejanos. Sasha deslizó una mano debajo de la servilleta de papel que ocultaba la Chiefs Special.
La imité y puse una mano sobre la Glock.
Nos miramos. Vi una nube de temor en sus ojos, y con toda seguridad ella observó las mismas corrientes oscuras en los míos.
Intenté sonreír con confianza, pero sentí como si mi rostro se quebrara como yeso endurecido.
—Todo saldrá bien. Una pinchadiscos, un rebelde surfista y el hombre elefante, el equipo perfecto para salvar el mundo.
—Si es posible —dijo Bobby—, no desperdiciemos munición con los dos primeros que entren. Dejemos entrar a algunos más. Retrasémoslo cuanto podamos. Hay que dejarlos que se sientan seguros. Lamerles el culo. Luego, déjenme ser el primer en abrir fuego, para enseñarles respeto. No tengo siquiera que apuntar con el arma.
—De acuerdo, general Bob —dije.
Dos, tres, cuatro piedras —casi tan grandes como huesos de melocotón— chocaron contra las ventanas. Se quebró el segundo paño y se abrió una nueva fisura, como la ramificación de un relámpago.
Experimenté un nuevo ordenamiento fisiológico que hubiera hecho las delicias de cualquier médico: agitaciones en el estómago, que había subido hasta el pecho, con una insistente presión en la base de la garganta, mientras los latidos del corazón habían caído en el espacio que anteriormente ocupaba el estómago.
Una media docena de piedras de tamaño más considerable chocaron contra las dos grandes ventanas y los paños se rompieron hacia dentro. Con un sonido irritante, una lluvia de cristales cayó en el fregadero de acero, en los mostradores de granito y en el suelo. Algunos fragmentos llegaron hasta el pequeño comedor y yo cerré los ojos un instante cuando algunos fragmentos afilados cayeron encima de la mesa y se esparcieron por las porciones de pizza sobrante.
Cuando abrí los ojos un instante después, dos monos aullando, del mismo tamaño que el descrito por Angela Ferryman, estaban de nuevo en la ventana. Desconfiando de los cristales rotos y de nosotros, el par de monos saltó al interior, al mostrador de granito. El viento se agitó a su alrededor y les levantó el pelo enmarañado por la lluvia.
Uno de ellos miró hacia el armario de las escobas, donde Bobby guardaba el arma. No nos habían visto aproximarnos al armario y no podían ver el arma del 12 que se balanceaba en las rodillas de Bobby, debajo de la mesa.
Bobby los miró, pero estaba más interesado en la ventana que tenía frente a él, al otro lado de la mesa.
Las dos criaturas, encorvadas y ágiles, se movieron por el mostrador alejándose del fregadero. Bajo la débil luz de la cocina, sus malevolentes ojos amarillos eran tan brillantes como las llamas que saltaban en los extremos de la mecha de las velas.
El intruso de la izquierda encontró la tostadora y la tiró al suelo violentamente. Salieron chispas del enchufe de la pared.
Recordé el relato de Angela del rhesus bombardeándola con manzanas con tal fuerza que le partieron el labio. Bobby tenía la cocina despejada pero si esas bestias abrían la puerta de los armarios y empezaban a lanzarnos vasos y platos, podían herirnos de gravedad aunque nosotros disfrutáramos de la ventaja de las armas de fuego. Un plato lanzado como si fuera un frisbee que te alcance en el puente de la nariz puede ser casi tan efectivo como una bala.
Otras dos criaturas de ojos horrendos saltaron del suelo del porche al alféizar de la ventana rota. Nos enseñaron los dientes y silbaron.
La servilleta de papel que ocultaba el arma de Sasha temblaba visiblemente, y no por la corriente de aire que entraba por la ventana.
A pesar de los gritos, silbidos y parloteos de los intrusos, y a pesar de las ráfagas del viento de marzo que entraban por las ventanas rotas, los truenos y la lluvia, creí oír cantar a Bobby entre dientes. Hacía caso omiso de los monos que estaban en un extremo de la cocina y su mirada se concentraba en la ventana que permanecía intacta, frente a él y, mientras, movía los labios.
Envalentonadas quizá por nuestra falta de respuesta, o creyéndonos inmovilizados por el miedo, aquellas dos criaturas que estaban junto a las ventanas rotas se fueron animando cada vez más y saltaron al interior, se alejaron en dirección opuesta por el mostrador y formaron pareja con los dos intrusos anteriores.
O Bobby había empezado a cantar en voz alta o el terror me había deformado el oído, porque de pronto reconocí la canción Daydream Behever. Una antigua melodía pop, la primera que grabaron los Monkees, es decir, «los monos».
Sasha también la debió oír porque dijo.
—Un recuerdo del pasado.
Otros dos miembros del grupo se encaramaron por la ventana del fregadero y saltaron al alféizar, con fuego del infierno en los ojos, lanzando contra nosotros su odio de simios.
Los cuatro que ya estaban en la habitación incrementaron sus chillidos, saltaron arriba y abajo de los mostradores, agitando los puños en el aire, enseñando los dientes y escupiéndonos.
Eran inteligentes, aunque no lo bastante. La rabia les ofuscaba por completo el juicio.
—Destruirlos —dijo Bobby.
«Allá vamos», pensé.
En lugar de echar la silla hacia atrás para dejar espacio libre entre él y la mesa, se dio la vuelta con ella, se levantó con agilidad y alzó el arma como si hubiera recibido instrucción militar y lecciones de ballet. Del orificio brotó una llama y el primer disparo ensordecedor cogió a los dos últimos monos en las ventanas, lanzándolos al porche, como si fueran juguetes de trapo, y la segunda ronda abatió a los del mostrador, a la izquierda del fregadero.
Mis oídos resonaron como si estuviera en el interior de la campana de una catedral en plena actividad, y aunque el estruendo del disparo en el reducido espacio fue lo bastante fuerte como para desorientar a cualquiera, estuve de pie antes de que el arma del 12 volviera a disparar por segunda vez. Igual que Sasha, que se apartó de la mesa y descargó el arma hacia la restante pareja de intrusos justo cuando Bobby lo hacía contra el numero tres y el cuatro.
Tras los disparos en la cocina, la ventana más próxima explotó. Con la cascada de cristales entró un rhesus chillando, aterrizó en el centro de la mesa, golpeó dos de las tres velas, apagó una de ellas al sacudirse la lluvia del pelo y lanzó al suelo una bandeja con pizza.
Levanté la Glock, pero el último en llegar se abalanzó hacia la espalda de Sasha. Si disparaba, la bala atravesaría a aquella cosa y probablemente también mataría a Sasha.
Mientras yo apartaba una silla de una patada y rodeaba la mesa, Sasha empezó a gritar porque el mono intentaba arrancarle mechones del cabello. Dejó caer el arma para agarrar a ciegas al mono que tenía en la espalda, quien dio una dentellada en el aire, sin alcanzarle las manos. El cuerpo de Sasha se inclinó de espaldas a la mesa y su asaltante intentó echarle la cabeza hacia atrás, para que su cuello quedara expuesto.
Dejé la Glock en la mesa y agarré a la criatura por detrás, poniendo mi mano derecha alrededor de su cuello y sujetando con la izquierda el pelo y la piel entre sus omoplatos. Retorcí el pelo y la piel con tanta fuerza que la bestia chilló de dolor. Sin embargo, no soltó a Sasha, y cuando yo forcejeé para separarla de ella, intentó arrancarle el cabello de raíz.
Bobby disparó un tercer tiro. Las paredes de la casa se movieron como si un terremoto las hubiera sacudido. Pensé que se había cargado a la última pareja de intrusos, pero entonces Bobby lanzó un juramento y pensé que llegaban más problemas.
Otra pareja de monos, que se distinguían más por sus ojos brillantes que bajo la luz de las dos velas que quedaban, saltaron de las ventanas del fregadero.
Bobby estaba recargando el arma.
En el otro extremo de la casa, se oyeron los fuertes ladridos de Orson. No sabía si venía hacia nosotros o si pedía ayuda.
Me oí maldecir con una viveza muy poco habitual en mí y gruñir con ferocidad animal mientras rodeaba con ambas manos el cuello del maldito rhesus. Apreté, apreté hasta que no tuvo otra elección que soltar a Sasha.
El mono sólo pesaba unos once kilos, la sexta parte de mi peso, pero era todo músculos y huesos y desbordaba odio. Gritando y escupiendo mientras luchaba para poder respirar, esta cosa intentó bajar la cabeza para morder las manos que le rodeaban la garganta. Se retorcía, pateaba, golpeaba y me resultaba difícil imaginar que una anguila como esa fuera tan difícil de dominar. Pero mi furia por lo que ese jodido había querido hacerle a Sasha era tan grande, que mis manos eran como el acero y, finalmente, sentí que su cuello se partía en dos. Luego fue una cosa fláccida, muerta, y la dejé caer al suelo.
Sentí náuseas, hice un esfuerzo para recuperar el aliento y cogí la Glock cuando Sasha, que también había recuperado su arma, avanzó hacia la ventana rota próxima a la mesa y abrió fuego contra la noche.
Mientras recargaba el arma, Bobby había perdido de vista a los dos últimos monos, a pesar de sus ojos brillantes, y había subido la luz. Luego volvió a bajarla para que no me molestara.
Unos de esos hijos de puta estaba en el mostrador junto a los fogones. Había sacado uno de los cuchillos más pequeños del soporte de la pared y antes de que pudiéramos abrir fuego, lo lanzó contra Bobby.
Ignoro si el grupo había aprendido artes militares o es que el mono era listo. El cuchillo voló por el aire y fue a clavarse en el hombro derecho de Bobby.
Dejó caer el arma.
Disparé dos veces al lanzador de cuchillos, que cayó muerto sobre los quemadores del fogón.
El mono que quedaba debió de haber oído el viejo dicho acerca de que la discreción es la mejor parte del valor, porque se metió el rabo entre las patas, saltó al fregadero y salió por la ventana. Hice dos disparos más, pero ambos fallaron.
Con sorprendente serenidad y ágil dedo, Sasha sacó una bala de la cartuchera y la deslizó en su arma, luego otra y otra hasta llenar la recámara, tiró el cargador al suelo y cerró el cilindro con un chasquido.
Me pregunté en qué escuela de radio daban cursos de tiro y habilidad a los pinchadiscos. De todas las personas en Moonlight Bay, Sasha era la única que parecía lo que aparentaba. Ahora sospeché que guardaba un par de secretos.
De nuevo comenzó a disparar a la noche. Ignoraba si tenía algún objetivo a la vista o si lanzaba disparos de aviso para desanimar a los que quedaban del grupo.
Volví a llenar el cargador de la Glock y me acerqué a Bobby mientras se arrancaba el cuchillo que tenía clavado en el hombro. La hoja había penetrado sólo uno o dos centímetros, pero la sangre le había manchado la camisa.
—¿Duele? —le pregunté.
—¡Demonios!
—¿Puedes aguantar?
—¡Era mi mejor camisa!
Se encontraba bien.
Los ladridos de Orson se seguían escuchando en la parte delantera de la casa, pero ahora intercalados con gemidos de terror.
Me metí la Glock en el cinturón, en la espalda, cogí el arma de Bobby, que estaba recién cargada, y corrí hacia los ladridos.
Las luces estaban encendidas en la sala de estar, pero rebajadas y las subí ligeramente.
Una de las grandes ventanas estaba rota. La fuerza del viento llevaba la lluvia hacia el tejado y dentro de la sala.
Cuatro monos brincaban en los respaldos de las sillas y en los brazos de los sofás. Cuando incrementé la luz, volvieron la cabeza hacia mí y silbaron.
Bobby había calculado que el grupo estaba compuesto de ocho a diez individuos, pero estaba claro que eran más. Yo ya había visto entre doce y catorce y a pesar del hecho de que estaban medio enloquecidos de rabia y odio, no creí que fueran tan imprudentes —o estúpidos— que sacrificaran a la mayoría de los miembros de su comunidad en un solo ataque.
Habían sido liberados hacía dos o tres años. El tiempo suficiente para procrear.
Orson estaba en el suelo, rodeado por este cuarteto de goblins, que ahora empezaron a gritarle. El perro giraba en círculo, intentando no perder de vista a ninguno.
Uno de ellos estaba a una distancia y un ángulo que no me preocupó que una bala hiriera al perro. Sin dudarlo un segundo, disparé a la criatura que estaba en línea de fuego y como resultado las tripas del mono iban a hacer que a Bobby le costara cinco mil billetes volver a decorar la habitación.
Los otros tres intrusos empezaron a saltar de un mueble a otro, dirigiéndose a las ventanas. Abatí a otro, pero el tercer disparo sólo acertó a una pared forrada de madera de teca y aquello le iba a costar a Bobby otros cinco de los grandes.
Dejé el arma de Bobby y tras coger otra vez la Glock, perseguí a los dos monos que saltaban a través de la ventana rota al porche de la parte delantera de la casa, y ya estaba casi con los pies en el aire cuando alguien me sujetó por detrás. Un brazo musculoso me rodeó el cuello dejándome casi sin aire para respirar y una mano me quitó la Glock. Lo siguiente que supe fue que estaba con los pies en el aire y que me habían levantado y me estaban sacudiendo como si fuera un niño. Caí sobre la mesa de café que se rompió con mi peso.
Tendido sobre lo que antes había sido la mesa, alcé la vista y vi a Carl Scorso inclinándose sobre mí, aún más gigantesco de lo que ya era. La cabeza calva. El pendiente. Aunque había subido las luces, la habitación estaba lo bastante en penumbra para que pudiera ver el brillo animal en sus ojos.
Él era el jefe del grupo. No lo dudé un instante. Llevaba zapatos deportivos, tejanos, una camisa de franela y un reloj en la muñeca, si lo hubieran puesto en una ronda de identificación con cuatro gorilas, nadie hubiera tenido dificultad alguna en identificarlo como el único ser humano presente. Sin embargo, a pesar de las ropas y de la forma humana, irradiaba el aura salvaje de algo infrahumano, y no por el brillo de los ojos sino porque sus rasgos se retorcían en una expresión que no reflejaba una emoción humana que se pudiera identificar como tal. Aunque fuera vestido, también hubiera podido ir desnudo, iba completamente afeitado, desde el cuello hasta la cabeza, pero podía ser tan peludo como un simio. Si vivía dos vidas, estaba claro que le iba mejor la que vivía por la noche, con el grupo, que la que viviera durante el día, entre aquellos que no estaban transformados como él.
Sostenía la Glock con el brazo estirado, y me apuntaba a la cara.
Orson se abalanzó sobre él, gruñendo, pero Scorso fue el más rápido de los dos. Dio una fuerte patada en la cabeza del perro, Orson cayó y se quedó inmóvil, sin un gemido ni un movimiento en las patas.
Sentí que mi corazón se desplomaba como una piedra en un pozo.
Scorso me disparó un tiro en la cara. Por un instante eso es lo que me pareció. Pero una décima de segundo antes de que apretara el gatillo, Sasha le disparo en la espalda desde el otro extremo de la habitación, el crac que oí fue el de su Chiefs Special.
Scorso acusó el impacto y desvió el arma. El suelo de madera junto a mi cabeza se astilló cuando la bala lo atravesó.
Scorso, herido pero menos preocupado que cualquiera de nosotros con un tiro en la espalda, giró en redondo y agitó la Glock mientras se volvía.
Sasha se tiró al suelo, salió rodando de la habitación y Scorso vació la pistola en el lugar donde ella había estado. Apretó el gatillo aun después de que el cargador estuviera vacío.
Observé cómo brotaba la sangre oscura y espesa de su camisa de franela.
Finalmente tiró la Glock y se volvió hacia mí. Por un momento pareció contemplar si bailar un zapateado encima de mi cara o arrancarme los ojos, dejándome ciego y moribundo. No escogió ninguna de estas dos opciones sino que se dirigió hacia la ventana rota por la que habían huido los últimos dos monos.
Estaba a punto de salir de la casa al porche cuando Sasha reapareció y aunque parezca increíble, lo persiguió.
Le grité que se detuviera, pero parecía tan salvaje que no me hubiera sorprendido nada ver aquella luz espantosa en sus ojos. Atravesó la sala de estar y salió al porche mientras yo todavía estaba incorporándome en medio de los pedazos rotos de la mesa del café.
Afuera resonó el Chiefs Special, volvió a sonar y luego otra vez.
Aunque ahora era evidente que Sasha estaba capacitada para cuidar de sí misma, quise ir tras ella y cubrirle las espaldas. Aunque acabara con Scorso, era probable que la noche ocultara más monos que aunque una pinchadiscos de primera categoría los pudiera dominar… la noche era su reino, no el de ella.
Sonó el cuarto disparo. Y el quinto.
Vacilé porque Orson yacía inmóvil y no podía ver su flanco elevarse y descender con la respiración. O estaba muerto o inconsciente. Si estaba inconsciente, podía necesitar ayuda. Había recibido una patada en la cabeza. Y aunque estuviera vivo, corría el peligro de tener el cerebro dañado.
Empecé a llorar. El dolor me hacía llorar. Como siempre.
Bobby estaba atravesando la sala de estar sujetándose con una mano el hombro herido.
—Ayuda a Orson —le dije.
Me negué a pensar que nada podía ayudarle, porque la posibilidad era tan terrible que ni siquiera quise considerarla.
Pia Klick lo hubiera comprendido.
Quizá Bobby también.
Esquivando muebles y monos muertos, pisando cristales rotos, corrí hacia la ventana. La lluvia impulsada por el viento agitaba los fragmentos de cristal que todavía estaban fijos en el marco de la ventana. Atravesé el porche, bajé los escalones y me metí en el corazón del chaparrón con Sasha, que se encontraba a treinta pies de las dunas.
Carl Scorso yacía con la espalda en la arena.
Mojada y temblorosa, Sasha estaba a su lado, recargando el revólver. Debió de acertarle casi todos los disparos que había oído, pero debía pensar que podía necesitar más.
De hecho Scorso se retorcía y movía las manos en la arena, como si quisiera meterse en ella, como hacen los cangrejos.
Con un estremecimiento de horror, se inclinó y disparó el último tiro, esta vez en la nuca.
Cuando se volvió hacia mí, estaba llorando. Y no intentó reprimir las lágrimas. Yo ya no lloraba. Y me dije a mí mismo que uno de nosotros debía mantenerse sereno.
—Eh —dije suavemente.
Ella vino a mis brazos.
—Eh —murmuró junto a mi cuello.
La abracé.
La lluvia caía con tal fuerza que no podía ver las luces de la ciudad. Moonlight Bay podía haberse disuelto en este flujo infernal, desapareciendo como si sólo hubiera sido la escultura de arena de una ciudad.
Pero seguía estando allí. Esperando que la tormenta remitiera, y luego otra, y otra, hasta el final de los días. No había escape. No para nosotros. Llevábamos Moonlight Bay en nuestra sangre.
—¿Qué será de nosotros ahora? —preguntó, todavía en mis brazos.
—Viviremos.
—Todo es tan confuso…
—Como siempre.
—Todavía están allá afuera.
—Quizá nos dejen tranquilos por una temporada.
—¿Adónde vamos a ir, Snowman?
—A casa. A tomar una cerveza.
Todavía temblaba, y no a causa de la lluvia.
—¿Y después qué? No podemos estar bebiendo cerveza siempre.
—Mañana tendremos buen oleaje.
—¿Va a ser tan sencillo?
—Encárate a las grandes olas mientras puedas.
Volvimos hacia la casa y nos encontramos a Bobby y a Orson sentados en los escalones en el porche de atrás. Había sitio suficiente para que nos sentáramos junto a ellos.
Ninguno de mis hermanos estaba del mejor humor.
Bobby necesitaba un antibiótico y un vendaje.
—Es una herida superficial, fina como una cuchilla, y sólo debe tener medio centímetro de profundidad.
—Lo siento por la camisa —dijo Sasha.
—Gracias.
Orson se levantó, descendió los escalones, se metió en la lluvia y vomitó en la arena. Era una noche para el vómito.
No pude apartar los ojos de él. Estaba trémulo de miedo.
—Quizá debiéramos llevarlo a un veterinario —dijo Sasha.
Negué con la cabeza. No lo llevamos al veterinario.
No iba a llorar. Yo no lloro ¿Cuánta amargura puedes soportar tragándote tantas lágrimas?
Cuando pude hablar, dije.
—No confiaría en ningún veterinario de la ciudad. Probablemente forman parte de todo esto. Si se dan cuenta de que es uno de los animales de Wyvern, podrían llevárselo otra vez a los laboratorios.
Orson estaba con la cabeza levantada hacia la lluvia, refrescándose.
—Volverán —dijo Bobby, refiriéndose al grupo.
—Esta noche no. Y quizá no durante mucho tiempo.
—Más pronto o más tarde.
—Sí.
—¿Y qué más? —se preguntó Sasha—. ¿Qué más?
—Ahí afuera hay un caos —dije recordando lo que me había dicho Manuel—. Un mundo completamente nuevo. ¿Quién demonios sabe lo que hay en él, o lo que va a nacer de él?
A pesar de todo lo que había visto y todo lo que había aprendido del proyecto Wyvern, quizá no fue hasta ese momento en los escalones del porche cuando comprendimos de verdad que estábamos viviendo el fin de la civilización, en el borde de Armagedón. Como los tambores del Juicio Final, una lluvia fuerte e incesante batía el mundo. Esta noche era como cualquier otra noche en la tierra y no me hubiera sentido más extraño si las nubes se hubieran abierto para dar paso a tres lunas en lugar de una y el cielo estuviera lleno de estrellas que no había visto antes.
Orson lamió el agua que se había concentrado en el último escalón del porche. Vino a mi lado más seguro que cuando había bajado.
Vacilante, utilizando el código de los movimientos del sí y el no, le pregunté cómo se encontraba. Estaba perfectamente.
—Jesús —exclamó Bobby con alivio. Nunca le había visto tan conmovido.
Entré a coger cuatro cervezas y el cuenco en el que Bobby había escrito la palabra Rosebud. Luego volví al porche.
—Hay un par de cuadros de Pia con agujeros de bala —dije.
—Le echaremos la culpa a Orson —apuntó Bobby.
—No, sería más peligroso que un perro con un arma.
Nos quedamos unos instantes en silencio, escuchando la lluvia y el delicioso susurro del aire fresco.
Miré hacia el cuerpo de Scorso que yacía en la arena. Ahora Sasha era una asesina como yo.
—Esto ha sucedido de verdad —dijo Bobby.
—Totalmente —repuse.
—Fantástico.
—Una locura —apuntó Sasha.
Orson se esponjó.