Desde un banco del parque, en la esquina de Palm Street y Grace Drive, Orson y yo contemplamos la escultura de una cimitarra de acero en equilibrio sobre un par de dados tumbados, tallados en mármol blanco, sobre una representación muy refinada de la Tierra, labrada en mármol azul, que a su vez se asentaba sobre un gran montículo de bronce fundido, que parecía un montón de caca de perro.
Esta obra de arte había estado en el centro del parque, rodeada por una fuente burbujeante, durante casi tres años. Nos sentábamos aquí muchas noches, comentando el significado de esta creación que nos intrigaba, nos incitaba y desafiaba, aunque no nos instruía particularmente.
Al principio creíamos que su significado era claro. La cimitarra representa la guerra o la muerte. Los dados tumbados, el destino. La esfera de mármol azul, que es la Tierra, es el símbolo de nuestras vidas. Únelo todo y ya tienes una exposición de la condición humana, nuestra vida o muerte según los caprichos del destino, nuestras vidas en este mundo regladas por el frío azar. La caca de perro de bronce en la base es una repetición minimalista del mismo tema: la vida es una mierda.
A este primer análisis siguieron otros muchos. La cimitarra, por ejemplo, podía no ser una cimitarra después de todo, podía ser una luna creciente. Las formas como dados, terrones de azúcar. La esfera azul podía no ser nuestro planeta, sino una bola de bolos. Lo que las distintas formas simbolizan puede interpretarse de una infinidad de maneras aunque es imposible concebir el bronce fundido como otra cosa que no sea caca de perro.
Vista como Luna, terrones de azúcar o bola de bolos, la obra maestra puede interpretarse de este modo; nuestras mayores aspiraciones (alcanzar la Luna) no se pueden conseguir si castigamos nuestros cuerpos y agitamos nuestras mentes comiendo demasiados dulces. O si soportamos el dolor con mala cara al probar suerte con la bola con demasiada fuerza de torsión, cuando estamos desesperados por ganar la media partida. La caca de perro de bronce nos revela las últimas consecuencias de una mala dieta combinada con la obsesión por el juego de bolos: la vida es una mierda.
Hay cuatro bancos situados alrededor del extenso paso que rodea la fuente en la que está la escultura. Y hemos visto la obra desde todas las perspectivas.
Las farolas del parque llevan un contador y se apagan a media noche para ahorrar fondos a la ciudad. La fuente también deja de echar agua. El suave chapoteo del agua ayuda a la meditación y nos gustaría que funcionara toda la noche, aunque no fuera xepero, también preferiría el parque a oscuras. La luz ambiental no sólo es suficiente, sino ideal para el estudio de la escultura, y una buena niebla espesa puede ayudar inconmensurablemente a tu apreciación de la visión del artista.
Antes de que se erigiera este monumento, en la parte central de la fuente y desde hacía más de cien años, había una simple estatua en bronce de Junípero Serra. Fue un misionero español que trabajó con los indios de California, hace dos siglos y medio: el hombre que estableció la red de misiones que ahora son edificios sobresalientes, tesoro público y atracción para turistas propensos a la historia.
Los padres de Bobby y un grupo de ciudadanos de la misma mentalidad formaron un comité de presión para desterrar la estatua de Junípero Serra, con la excusa de que un monumento a un personaje religioso no podía estar en un parque creado y mantenido con fondos públicos. Separación de la Iglesia y el Estado. La Constitución de Estados Unidos, dijeron, es muy clara en este punto.
Wisteria Jane (Milbury) Snow —Wissi para los amigos, «mamá» para mí—, pese a ser científico y racionalista, lideró el comité de oposición que quería preservar la estatua de Serra. «Cuando una sociedad reniega de su pasado, por la razón que sea, no puede tener futuro», decía.
Mamá perdió el debate. Lo ganaron los parientes de Bob.
La noche en que se tomó la decisión, Bobby y yo nos reunimos en las más solemnes circunstancias de nuestra larga amistad, para determinar si el honor familiar y las sagradas obligaciones de la consanguinidad nos demandaban llevar a cabo una lucha entre familias encarnizada y sin tregua, a la manera de los legendarios Hatfield y McCoy, hasta que los primos más lejanos hubieran sido enviados a dormir con los gusanos o hasta que uno de nosotros hubiera muerto. Tras consumir bastante cerveza para aclarar las ideas, decidimos que era imposible una lucha entre familias y encontrar tiempo, además, para cabalgar las series de monolitos hinchados y cristalinos que el buen mar envía a la orilla. Por no hablar de todo el tiempo gastado en matar y mutilar que podía haber sido ocupado ligando chicas con diminutos bikinis.
Entré en la clave del número de Bobby del móvil y presioné marcar.
Subí un poco el volumen para que Orson pudiera escucharnos a los dos. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, me dije que inconscientemente había aceptado la más fantástica posibilidad del proyecto Wyvern como hecho probado, aunque todavía pretendiera tener mis dudas.
Bobby contestó a la segunda llamada.
—Vete.
—¿Dormías?
—Sí.
—Estoy sentado en el parque la vida es una mierda.
—¿Y a mi que?
—Ha pasado algo horrible.
—Es la salsa de esos tacos —dijo.
—No puedo hablar de ello por teléfono.
—Bien.
—Estoy preocupado por ti.
—Suena bien.
—Estás en peligro real, Bobby.
—Juro que utilizo el hilo de seda, mamá.
Orson se esponjó, divertido. Una experiencia desagradable que no sufría.
—¿Estás despierto ahora? —le pregunté a Bobby.
—No.
—No creo que estuvieras dormido cuando has contestado.
Hubo un silencio.
—Bueno, desde que te fuiste han estado pasando toda la noche una película de espanto.
—¿El planeta de los simios? —aventuré.
—En pantalla panorámica de trescientos sesenta grados.
—¿Qué están haciendo?
—Oh, ya sabes, las habituales monerías.
—¿Nada más amenazador?
—Creen que son encantadores. Uno de ellos está ahora delante de la ventana, haciéndome burla.
—Sí, ¿pero no empezaste tú?
—Tengo el presentimiento de que están intentando irritarme para que vuelva a salir.
—No lo hagas —dije alarmado.
—No soy imbécil.
—Perdona.
—Soy un huevón.
—Es verdad. —Existe una gran diferencia entre un imbécil y un huevón.
—Estoy de acuerdo.
—Que milagro.
—¿Tienes el arma contigo?
—Oye, Snow, ¿no acabas de decir que no soy un imbécil?
—Si podemos mantenernos a flote en este túnel hasta el amanecer, creo que estaremos a salvo hasta la puesta de sol de mañana.
—Ahora están en el tejado.
—¿Haciendo qué?
—No lo sé —hizo una pausa para escuchar—. Hay al menos dos. Corren arriba y abajo. Quizá busquen un acceso.
Orson saltó del banco y se puso tenso, una oreja apuntando al teléfono con aire preocupado. Parecía deseoso de demostrar su inteligencia perruna si eso no me molestaba.
—¿Hay un modo de entrar por el tejado? —pregunté a Bobby.
—Los respiraderos del cuarto de baño y la cocina no son lo bastante anchos para que quepan esos hijos de puta.
Sorprendentemente, y considerando otras comodidades, la casa no tiene chimenea. Corky Collins —antiguamente Toshiro Tagawa— estaba en contra de las chimeneas porque, a diferencia de las aguas de un jacuzzi, la piedra y el duro ladrillo de una chimenea no es un lugar ideal para meterse con un par de chicas desnudas. Gracias a su mente lasciva, no había una chimenea en la que cupieran los monos.
—Tengo que hacer de Nancy antes del amanecer —dije.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bobby.
—Pasaré el día en casa de Sasha y lo primero que haremos al anochecer será ir a tu casa.
—¿Quieres decir que tendré que hacer otra vez la cena?
—Llevaremos una pizza. Oye, creo que vamos a colgar de golpe. Al menos uno de los dos. Y la única manera de evitarlo es hacerlo a la vez. Será mejor que duermas lo que puedas durante el día. Mañana por la noche podrías rajarte en el momento decisivo.
—¿Así que vas a maniobrar tú solo? —dijo Bob.
—No hay nada que maniobrar.
—No eres tan atractivo como Nancy Drew.
No iba a mentirle, ni a él ni a Orson ni a Sasha.
—No hay solución. No hay modo de cerrar el carril. Suceda lo que suceda aquí, tendremos que vivir con ello el resto de nuestra vida. Pero quizá podamos encontrar el modo de encarar la ola, aunque sea una gigantesca y espantosa losa.
—¿Qué pasa, hermano? —inquirió Bob, tras un silencio.
—¿No acabo de decirlo?
—No todo.
—Ya te lo he dicho, no es para hablarlo por teléfono.
—No me refiero a los detalles. Estoy hablando de ti.
Orson apoyó la cabeza en mi regazo, como si creyera que yo sacaría algún consuelo acariciando a mi mascota y rascándole detrás de las orejas. De hecho, lo obtuve. Siempre funciona. Un buen perro es una medicina para la melancolía y mejor alivio para el estrés que el valium.
—Te haces el duro —dijo Bobby—, pero no eres duro.
—Bob Freud, nieto bastardo de Sigmund.
—Vete a tomar por culo.
Acaricié la pelambre de Orson en un intento de calmar los nervios. Luego suspiré y dije.
—Bueno, y resumiendo, es posible que mi madre destruya el mundo.
—Fantástico.
—Eso es, ¿no es cierto?
—¿Asuntos científicos?
—Genética.
—Recuerda que te avisé contra querer dejar tu marca.
—Creo que esto es peor. Es posible que al principio intentara hallar un modo de curarme.
—El final del mundo, ¿eh?
—El final del mundo que nosotros conocemos —dije, recordando la puntualización de Roosevelt Frost.
—La madre de Beave Cleaver nunca hizo mucho más que meter en el horno un pastel.
Me eché a reír.
—¿Qué haría yo sin ti, hermano?
—Sólo he hecho una cosa importante por ti.
—¿Qué es?
—Enseñarte perspectiva.
Asentí.
—¿Qué es importante y qué no lo es?
—La mayoría de las cosas no lo son —me recordó.
—¿Ni siquiera esto?
—Haz el amor con Sasha. Pégate una buena dormida. Mañana tendremos una cena de puta madre. Les daremos por el culo a algunos malditos monos. Encararemos unas olas épicas. Dentro de una semana, en tu corazón, tu madre volverá a ser tu madre, si quieres dejar estar todo esto.
—Quizá —dije titubeante.
—La actitud, hermano. Lo es todo.
—Pensaré en ello.
—Pero me pregunto una cosa.
—¿Qué?
—Tu madre debió de cabrearse de verdad cuando perdió la lucha por mantener la estatua en el parque.
Bobby cortó la comunicación. Y yo desconecté el teléfono.
¿Realmente es una estrategia sabia para vivir? Insistir que la mayor parte de las cosas de la vida no han de tomarse en serio. Contemplar todo esto como una broma cósmica. Tener solo cuatro principios: uno, hacer a los demás el menor daño posible, dos, estar siempre para tus amigos, tres, ser responsable de ti mismo y no pedir nada a los demás, cuatro, agarrar todas las diversiones que puedas. No te fíes de las opiniones de nadie, solo de las de los más allegados. Olvídate de dejar una huella en el mundo. Olvida las grandes cuestiones de tu época; en su lugar mejora la digestión. No vivas en el pasado. No te preocupes del futuro. Vive en el presente. Confía en la finalidad de tu existencia y deja que el significado venga a ti en lugar de esforzarte por descubrirlo. Cuando la vida te tumba de un puñetazo, encógete, pero hazlo con una risa. Engancha la ola, tío.
Así es como vive Bobby, y es la persona más feliz y más equilibrada que he conocido.
Intento vivir como Bobby Halloway, pero no lo consigo. A veces pataleo cuando debería flotar. Paso mucho tiempo anticipando y demasiado poco dejando que la vida me sorprenda. Quizás es que no me esfuerzo lo suficiente por vivir como Bobby, o quizá me esfuerzo demasiado.
Orson se acercó al estanque que rodeaba la escultura. Dio unos ruidosos lametones al agua clara, saboreando el gusto y el frescor.
Recordé aquella noche de julio en el patio cuando contemplaba fijamente las estrellas y se hundió en la desesperación. No tenía la medida precisa para determinar hasta que punto Orson era más inteligente que un perro común y corriente. Porque su inteligencia posee algo que ha sido mejorado por el proyecto Wyvern, posee un conocimiento mucho más vasto que el que la naturaleza jamás concedió a un perro. Aquella noche de julio, y reconociendo con todo su revolucionario potencial quizá por primera vez, comprendiendo las terribles limitaciones debidas a su naturaleza física, cayó en un estado de abatimiento que casi lo atrapó del todo. Ser inteligente sin una laringe compleja y otras características físicas que hacen posible el habla, ser inteligente sin manos para escribir o para confeccionar herramientas, ser inteligente pero estar atrapado en un envoltorio físico que siempre impedirá la plena expresión de tu inteligencia sería semejante a una persona que hubiera nacido sorda, muda y desmembrada.
Ahora miraba a Orson sorprendido, con una nueva apreciación de su valor, y con una ternura que nunca había sentido por nadie en la tierra.
Volvió del estanque, lamiéndose el agua que le caía de los belfos, sonriendo de placer. Cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, movió el rabo, feliz de atraer mi atención o por estar a mi lado en aquella extraña noche.
Por todas sus limitaciones y a pesar de todas las buenas razones por las que debería estar perpetuamente angustiado, mi perro, por Dios, se parece más a Bobby Halloway que yo.
¿Por qué Bobby tiene una idea tan sabia de la vida? ¿Por qué Orson también la posee? Espero que un día habré madurado lo bastante para vivir tan acertadamente con mi filosofía como ellos lo hacen.
Me levanté del banco y señale la escultura.
—No es una cimitarra. No es una luna. Es la sonrisa del invisible gato de Cheshire de Alicia en el país de las Maravillas.
Orson se giró para echarle un vistazo a la obra maestra.
—Ni dados. Ni terrones de azúcar —continué—. Las galletas para crecer y para menguar que Alicia se tomó en el cuento.
Orson lo consideró con interés. Había visto en vídeo la versión del clásico relato en dibujos animados de Disney.
—No es un símbolo de la Tierra. Ni una bola azul de bolos. Es un gran ojo azul. Júntalo todo y ¿qué significa?
Orson me miró para que se lo explicase.
—La sonrisa Cheshire es la risa del artista ante los bobos que le pagaron tan generosamente. El par de galletas representan las drogas que se había tomado cuando creó esta basura. El ojo azul es su ojo, y la razón por la que no puedes ver el otro ojo es porque lo está guiñando. El montón de bronce en la base es, desde luego, caca de perro, que intenta ser un cáustico comentario crítico a la obra, porque, como todo el mundo sabe, los perros son los críticos más perceptivos.
Si el vigor con el que Orson movió el rabo era una indicación fidedigna, disfrutó enormemente con esta interpretación.
Trotó alrededor del estanque de la fuente, observando la escultura desde todos los lados. Quizás el propósito para el que he nacido no es el de escribir sobre mi vida en busca de algún significado universal que pueda ayudar a los demás a comprender mejor sus propias vidas, lo cual, en mis momentos más egocéntricos, es una misión que había abrazado. En lugar de esforzarme por dejar siquiera la mínima huella en el mundo, quizá debiera considerar que, posiblemente, el único propósito por el cual he nacido es para distraer a Orson, no ser su maestro sino su amante hermano, para hacer más fácil su difícil vida, para deleitarla y premiarla cuanto sea posible. Esto constituiría un fin tan significativo como la mayoría y más noble que algunos.
Tan satisfecho con el movimiento del rabo de Orson como él con mi perorata sobre la escultura, consulté el reloj de pulsera. Faltaban menos de dos horas para el amanecer. Tenía que ir a dos lugares antes de que el sol me obligara a ocultarme. El primero era Fort Wyvern.
Desde el parque a Palm Street y Grace Drive en el cuadrante sureste de Moonlight Bay, el viaje a Fort Wyvern dura menos de diez minutos en bicicleta, a un paso que no canse a tu compañero canino. Conozco un atajo a través de una alcantarilla que discurre por debajo de la Autopista 1. Más allá de la alcantarilla, se abre un canal de drenaje de cemento de tres metros de ancho, que continúa por debajo de los terrenos de la base militar después de ser biseccionado por la reja de eslabones, coronada con afilado alambre, que define el perímetro de la propiedad.
A lo largo de la reja —y a través de los terrenos de Fort Wyvern— grandes señales pintadas en negro y blanco advierten que los intrusos serán perseguidos según las leyes federales y que la sentencia mínima a los convictos no es menor de un año. Siempre he desdeñado estas amenazas, en gran parte porque sabiendo mi condición, ningún juez me sentenciaría a prisión por esta infracción menor. Y puedo afrontar los diez mil dólares de la multa.
Una noche, hace dieciocho meses, poco después de que Wyvern fuera cerrado oficialmente, utilicé un cortador para romper la cadena que descendía hasta el canal de drenaje. La oportunidad de explorar el vasto reino era demasiado excitante para resistirse.
Si mi excitación te parece extraña —considerando que no era un muchacho aventurero sino un hombre de veintiséis años—, entonces probablemente eres alguien que no puede coger un avión hasta Londres si lo desea, navegar hasta Puerto Vallarta por capricho o tomar el Orient Express de París a Estambul. Probablemente tienes carnet de conducir y coche. Y no te pasas toda la vida dentro de los límites de una ciudad de doce mil habitantes, y paseas por ella sin cesar por la noche hasta que conoces cada uno de sus caminos apartados tan íntimamente como conoces tu dormitorio, y no precisamente como lo hace un loco por nuevos lugares y nuevas experiencias. Así que basta de rollos.
Fort Wyvern, que debe su nombre al general Harrison Blair Wyvern, un héroe muy condecorado de la Primera Guerra Mundial, fue creado en 1939 como campo de adiestramiento y de servicios de apoyo. Tiene una superficie de 54 hectáreas, lo cual la convierte en una base militar de mediana extensión en el estado de California.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en Fort Wyvern se estableció una escuela de carros de combate, para dar instrucción sobre manejo y mantenimiento de los vehículos pesados en los campos de batalla de Europa y en el teatro asiático. Otras escuelas bajo la férula de Wyvern proporcionaban una educación de primera clase en demoliciones y neutralización de bombas, en sabotaje, artillería de campaña, servicio médico de campaña, policía militar y criptografía, así como instrucción básica a miles de hombres de infantería. Dentro de sus límites, había un campo de tiro de artillería, una enorme red de búnkeres que servían como deposito de munición, un campo de vuelo y más edificios dentro de los límites de la ciudad de Moonlight Bay.
En el punto culminante de la Guerra Fría, el personal en activo asignado a Fort Wyvern era, oficialmente, de 36.400 personas. Contaba además, con 12.904 subordinados y el personal civil relacionado con la base superaba las cuatro mil personas. El presupuesto militar superaba los setecientos millones de dólares anuales y el gasto por contratos superaba los ciento cincuenta millones de dólares por año.
Cuando Wyvern se clausuró por recomendación de la Comisión de Cierre y Redespliegue de Defensa, el ruido del dinero que chupaba de la economía del condado fue tan sonoro que los comerciantes locales no podían dormir por su culpa y sus bebés lloraban por la noche, temerosos de quedarse sin la cuota de reserva para el colegio cuando tuvieran que necesitarla. La KBAY, que casi perdió un tercio de su audiencia en el condado y casi la mitad de sus oyentes nocturnos, se vio forzada a recortar el equipo directivo, y esta era la razón por la cual Sasha era pinchadiscos pasada la media noche y directora general y por qué Doogie Sassman trabajaba ocho horas extra por semana con un salario regular y nunca flexionaba sus tatuados bíceps para protestar.
En los terrenos de Fort Wyvern se llevaban a cabo proyectos de alta seguridad por concesionarios militares cuyos empleados eran obligados a mantener el secreto y que sufrían, de por vida, el riesgo de ser acusados de traición por darle a la lengua. Según un rumor, debido a su historial de centro de instrucción militar y de educación, Wyvern fue elegido para albergar un importante centro de investigación biológica y para ello se construyó un complejo subterráneo independiente y biológicamente seguro.
Debido a los acontecimientos de las últimas doce horas, confiaba que bajo aquellos rumores hubiera algo más que un atisbo de verdad, aunque nunca he visto ni la más mínima prueba de la existencia de la fortaleza.
La base abandonada ofrece un espectáculo tan prometedor que te sorprende, te sobrecoge, y te hace reflexionar sobre el grado de locura del hombre, igual que si estuvieras en un laboratorio de guerra criobiológica. Imagino Fort Wyvern, en su estado actual, como un parque temático, dividido en varios territorios como Disneylandia, con la diferencia de que sólo un amo, con su fiel perro, es admitido cada vez.
La Ciudad Muerta es uno de mis lugares favoritos.
La llamo Ciudad Muerta, y no con el nombre con el que se la llamaba cuando prosperaba Fort Wyvern. Alberga más de trescientas viviendas unifamiliares y bungalows dúplex en los que habitaba el personal casado en activo y sus empleados si elegían quedarse en la base. Desde un punto de vista arquitectónico, estas modestas estructuras tienen poco que admirar: cada una es exactamente igual a la otra. Tienen las comodidades mínimas para la mayoría de las familias jóvenes que las ocuparon, solo un par de años cada una, después de las décadas de las guerras. Pero a pesar de su uniformidad, son casas agradables, y cuando te paseas por sus habitaciones vacías, puedes sentir que se vivía bien en ellas, se hacia el amor, se reía y los amigos se reunían.
Las calles de la Ciudad Muerta exhibían un aspecto militar, con montones de polvo contra los bordillos y plantas rodadoras secas esperando el viento. Después de la estación de las lluvias, la hierba se vuelve de color marrón y permanece así durante la mayor parte del año. Los arbustos están marchitos y muchos árboles, muertos, con sus ramas sin hojas más negras que el cielo negro en el que parecen clavarse. Los ratones se han adueñado de las casas y las aves construyen sus nidos en los dinteles de las puertas, pintando los porches con sus deyecciones.
Uno esperaba que las estructuras se mantendrían para necesidades futuras o bien serían demolidas, pero no había dinero para ninguna de las dos soluciones. Los materiales y los accesorios de los edificios valían menos que el coste de salvarlos, así que no se pudo negociar ningún contrato para disponer de ellos. Con el paso del tiempo se han deteriorado, como las ciudades fantasma de la época de la fiebre del oro.
Cuando paseas por la Ciudad Muerta te sientes como si todo el mundo hubiera desaparecido o muerto a causa de una plaga y estuvieras solo en la faz de la tierra. O que te has vuelto loco y solo existes en una espantosa fantasía, rodeado de gente que no quiere verte. O que te has muerto y te has ido al infierno, donde tu condena particular consiste en el aislamiento eterno. Cuando ves uno o dos coyotes merodeando por las casas, los flancos inclinados, sus largos dientes y sus ojos ardientes, te parecen demonios y que el Hades está más cerca de lo que uno cree. Si tu padre era profesor de poesía, sin embargo, y tú estás bendecido o maldito con una mente con un circo de trescientas pistas, puedes imaginarte infinitos escenarios para describir el lugar.
Esta noche del mes de marzo, atravesé con la bicicleta un par de calles de la Ciudad Muerta, pero no me detuve para visitarla. La niebla no había alcanzado esta isla lejana y el aire seco era más cálido que la húmeda bruma que se extendía por la costa. Aunque la luna estaba en su plenitud, las estrellas brillaban y era una noche ideal para contemplar el espectáculo. Para explorar a conciencia el parque temático en que se ha convertido Wyvern necesitas, sin embargo, una semana entera.
No era consciente de que me vigilaran. Después de lo que me había enterado en las últimas horas, sabía que me debieron controlar al menos de vez en cuando durante mis visitas anteriores.
Junto a los márgenes de la Ciudad Muerta había muchos barracones y otros edificios. Una antigua comisaría, una barbería, un comercio de lavado en seco, una floristería, una panadería, un banco, los rótulos pelados y llenos de polvo. Un centro de asistencia diurna. Los mocosos de los militares en edad escolar asistían a clase en Moonlight Bay, pero aquí hay un jardín de infancia y una escuela elemental. En la biblioteca de la base, los estantes llenos de telarañas estaban desnudos de libros a excepción de una copia de El guardián entre el centeno. Clínicas dentales y médicas. Un cine con nada en la marquesina excepto una palabra enigmática: QUIEN. Una bolera. Una piscina olímpica seca cuarteada y llena de detritos. Un centro de fitness. Hileras de establos, que ya no albergan caballos, las puertas abiertas moviéndose con desagradable coro de roces y crujidos cuando sopla el viento. El campo de soft ball está lleno de malas hierbas y la carcasa podrida de un puma que yace allí hace más de un año en la jaula del bateador es, por fin, solo un esqueleto.
Pero no me interesaba nada de todo esto. Pasé por delante con la bicicleta hasta un edificio similar a un hangar que se levanta sobre la madriguera de cámaras subterráneas donde encontré la gorra Instrucción Secreta el pasado otoño.
Sujeta a la parte trasera de la bicicleta llevo una linterna de policía en la que se puede regular la intensidad de la luz. Aparqué en el hangar y saqué la linterna de la rejilla.
Orson encuentra Fort Wyvern interesante y aterrador al mismo tiempo, pero a pesar de la reacción de una noche particular, permanece a mi lado, impasible. Esta vez estaba asustado, pero no vaciló ni se quejó.
La puertecita del tamaño de un hombre en una de las grandes puertas del hangar estaba abierta. La atravesé guiándome con la linterna y con Orson pisándome los talones.
El hangar es un edificio contiguo al campo de vuelo, y es improbable que aquí hubiera algún avión de servicio. Arriba están los carriles en los que una cabria móvil, ahora desaparecida, se movía de extremo a extremo de la estructura. A juzgar por la solidez de la lámina y la complejidad de los soportes de acero de esos elaborados raíles, la cabria debía levantar objetos de mucho peso. Había también unas planchas de acero con abrazadera, todavía atornilladas al hormigón, una de ellas debió de sostener maquinaria muy fuerte. En el suelo, unos receptáculos de formas curiosas, ahora vacíos, debieron de albergar mecanismos hidráulicos cuya función me era desconocida.
Con el foco de la linterna iluminé unas formas geométricas de luces y sombras que proyectaban las cabrias. Como ideogramas de una lengua desconocida, decoraban las paredes y las planchas curvas del techo y ponían al descubierto que la mitad de los paños de las altas ventanas con galería estaban rotos. Me desconcertó la sensación de que no estaba en un almacén de maquinaria vacío ni en un centro de mantenimiento, sino en una iglesia abandonada. El aceite y las manchas de productos químicos en el suelo emanaban un aroma semejante al incienso. El frío penetrante no era solamente una sensación física sino que también afectaba al espíritu, como si se tratara de un lugar sin consagrar.
Un vestíbulo, en uno de los extremos del hangar, albergaba un tramo de escaleras y un gran pozo de ascensor del cual se habían retirado el mecanismo de elevación y los cables. No puedo asegurarlo, pero a juzgar por el abandono de aquellos que habían dejado el edificio, el acceso al vestíbulo debió de hacerse a través de otra cámara. Y sospecho que la existencia del ascensor y las escaleras se mantuvo en secreto para la mayoría del personal que trabajaba en el hangar o que tenía que atravesarlo.
En la parte superior de la caja de la escalera permanece todavía una formidable armadura de acero y una entrada, pero la puerta ha desaparecido. Aparté unas arañas y cochinillas de humedad de los escalones con la linterna y bajé con Orson a través de una película de polvo que únicamente tenía las huellas que nosotros habíamos dejado durante otras visitas.
Los escalones llevaban a tres plantas subterráneas, con unas huellas de pisadas considerablemente más grandes que las del hangar. La red de corredores y habitaciones sin ventanas habían sido desalojadas de todo el mobiliario que pudiera dar una clave de la naturaleza del trabajo que allí se realizaba se lo habían llevado todo y solo habían dejado las paredes de cemento. Hasta los aparatos más pequeños de filtración de aire y de los sistemas de cañerías habían desaparecido.
Tengo la sensación de que la meticulosa erradicación solo se explica en parte por su deseo de evitar que nadie se enterase del verdadero propósito del lugar. Aunque solo se trataba de una intuición, creo que cuando hicieron desaparecer toda huella del trabajo que allí se había llevado a cabo, en parte estaban motivados por la vergüenza.
No creo, sin embargo, que sea este el servicio de guerra químico-biológica que he mencionado antes. Considerando el alto grado de aislamiento requerido, este complejo subterráneo se encuentra seguramente en un rincón más alejado de Fort Wyvern, es mucho más grande que estas tres inmensas plantas, está más oculto y enterrado a mayor profundidad.
Además aquel servicio al parecer todavía está operativo.
Sin embargo, no estoy seguro de que actividades peligrosas y extraordinarias de un tipo u otro no se llevaran a cabo debajo del hangar. Muchas de las cámaras, reducidas a cuatro paredes de hormigón, tienen peculiaridades que son desconcertantes y profundamente inquietantes.
Una de esas enigmáticas cámaras se encuentra en el nivel más bajo, donde el polvo todavía no ha entrado, en el centro de la planta y rodeada por corredores y habitaciones más pequeñas. Es de forma ovoide, de unos seis metros de longitud, no menos de dieciocho metros de diámetro en el punto más ancho, que va disminuyendo hacia los extremos. Las paredes, el techo y el suelo son curvos, así que ahí dentro te sientes como si estuvieras en el interior de la cáscara de un huevo gigante.
Se entra a través de un pequeño espacio contiguo que podía haber sido ocupado con una antecámara de compresión. En lugar de puertas debía de tener una compuerta, la única abertura en las paredes de la cámara ovoide es un círculo de metro y medio de diámetro.
Crucé el umbral curvo y pasé a través de la abertura con Orson, deslicé el haz de luz por las paredes y, como siempre, me quedé maravillado: metro y medio de hormigón con refuerzos de acero.
En el interior del gigantesco huevo, la curva lisa y continua de las paredes, el suelo y el techo están cubiertos por lo que parece ser un cristal lechoso, ligeramente dorado y translúcido, como es irrompible, cuando pisas fuerte produce un sonido de campanas tubulares. Además, no hay ninguna grieta en ningún sitio.
Este raro material está muy pulimentado y posee la textura de la porcelana. El foco de la linterna penetra el revestimiento, vibra y parpadea a través de él, ilumina las espirales doradas de su interior y brilla tenuemente por su superficie. Sin embargo, ese material no era en absoluto resbaladizo cuando cruzamos hacia el centro de la cámara.
Las suelas de goma de mis zapatos apenas chirriaron. Las uñas de Orson produjeron una tenue música mágica, tañendo el suelo con un tinc-ting como de campanillas.
En la noche de la muerte de mi padre, en la noche de las noches, quise volver a este lugar en el que había encontrado la gorra Instrucción Secreta el último otoño. Estaba en el centro de la habitación en forma de huevo, el único objeto olvidado en las tres plantas bajo el hangar.
Pensé al principio que el último trabajador o el inspector la debieron dejar olvidada allí. Pero ahora sospechaba que una cierta noche de octubre, unos desconocidos me habían descubierto explorando estos lugares, me habían seguido de una planta a otra sin que yo me apercibiera, me habían adelantado sigilosamente y habían dejado la gorra donde pudiera encontrarla.
Si fue así, no parecía un acto de provocación sino más bien un saludo o hasta una gentileza. La intuición me decía que las palabras Instrucción Secreta tenían algo que ver con el trabajo de mi madre. Veintiún meses después de su muerte, alguien me había dado la gorra porque era un lazo de unión con ella y quienquiera que me había hecho el regalo era alguien que admiraba a mi madre y me respetaba a mí porque yo era su hijo.
Esto es lo que deseaba creer: que en la impenetrable conspiración había alguien que no consideraba a mi madre como una villana, alguien amistoso, aunque no me reverenciara, como había dicho Roosevelt. Deseaba creer fervientemente que allí dentro había buenos tipos, no sólo malvados, porque cuando me enteré de lo que mi madre había hecho para destruir este mundo, prefería recibir la información de personas que estaban convencidas, por lo menos, de que sus intenciones habían sido buenas.
No quería enterarme de la verdad por boca de personas que odiaban a mi madre y a mí me perseguían y que soltaban con amargura aquella acusación: «¡Tú!».
—¿Hay alguien ahí? —pregunté.
La pregunta se alzó en espiral en ambas direcciones, rebotó en las paredes de la habitación en forma de huevo y volvió a mí en dos ecos separados, como el murmullo de la brisa a través del agua.
Ninguno de los dos recibió respuesta.
—No busco venganza —exclamé—. No la quiero.
Nada.
—No voy a ir a las autoridades. Es demasiado tarde y lo hecho, hecho está. Lo acepto.
El eco de mi voz desapareció poco a poco. Otra vez la habitación se llenó de un silencio sobrecogedor tan denso como el agua.
Esperé un minuto antes de romperlo de nuevo.
—No quiero que Moonlight Bay quede borrada del mapa, y mis amigos tampoco. Bajo ninguna razón. Todo lo que deseo es comprender.
Nadie apareció para darme explicaciones.
Ir allí había sido una apuesta arriesgada.
Pero no me sentí desilusionado. Rara vez me había permitido sentir desilusión por algo. La lección de mi vida es la paciencia.
Sobre aquellas cavernas construidas por el hombre, el amanecer se estaba aproximando rápidamente y no podía perder más tiempo en Fort Wyvern. Tenía otro asunto importante que resolver antes de ir a casa de Sasha a esperar la desaparición del reinado del sol.
Orson y yo atravesamos el sonoro suelo, en el que el haz de luz de la linterna era refractado con espirales de un brillo dorado como galaxias de estrellas bajo los pies.
Al otro lado del pórtico de la entrada, junto a la pared de cemento de color parduzco de lo que debió de ser una cámara de descompresión, encontré la maleta de mi padre. La que dejé en el garaje del hospital.
No estaba cuando había pasado por allí hacía cinco minutos.
Me aproximé a la maleta y busqué con la luz de la linterna a mi alrededor. No había nadie.
Orson husmeó la maleta y yo volví a su lado. Cuando levanté la maleta, era tan ligera que pensé que estaba vacía, pero escuché un ruidito en su interior.
Al ir a abrirla el corazón se me encogió: podía encontrar un par de ojos dentro. Para superar la horrible visión, imaginé el rostro encantador de Sasha y el corazón volvió a latir.
Cuando abrí la tapa, la maleta sólo parecía contener aire. Las ropas, los objetos de aseo, los libros de bolsillo y demás efectos habían desaparecido.
Entonces vi la fotografía en un rincón de la maleta. La instantánea de mi madre que había prometido incinerar con el cuerpo de mi padre.
Iluminé el retrato con la linterna. Estaba preciosa y sus ojos tenían el brillo de la inteligencia.
Vi en su rostro ciertos rasgos de mi semblante que me hicieron comprender por qué Sasha, a pesar de todo, me mira con buenos ojos. En el retrato mi madre estaba sonriendo y su sonrisa era como la mía.
Orson quería ver la fotografía y se la enseñé. Durante unos segundos su mirada se deslizó por la imagen. El suave gemido que emitió cuando apartó la vista de su rostro, fue la esencia de la tristeza.
Orson y yo somos hermanos. Yo soy el fruto del corazón y el seno de Wisteria. Orson es el fruto de su mente. No compartimos la misma sangre, pero compartimos cosas más importantes que la sangre.
Orson volvió a gemir.
—Muertos y enterrados —dije con firmeza, centrado en el futuro que ahora iba a venir con el día.
Dirigí una última mirada a la fotografía y me la guardé en el bolsillo.
Sin dolor, sin desespero. Sin autocompasión.
De cualquier modo mi madre no está del todo muerta. Vive en mí y en Orson y quizás en otros como Orson.
A pesar de los crímenes contra la humanidad de los que mi madre podría ser acusada, vive en nosotros, vive en el hombre elefante y en su extraño perro. Y con la debida humildad, creo que para nosotros es bueno estar en el mundo. No somos los malos.
—Gracias —dije mientras abandonaba el lugar, dirigiéndome a quien me había dejado la fotografía. Aunque no sabía si podía oírme, consideraba que sus intenciones habían sido buenas.
Arriba, fuera del hangar, la bicicleta me estaba esperando en el mismo sitio donde la había dejado. Las estrellas también.
Me alejé pedaleando a buen ritmo de la Ciudad Muerta y recorrí el camino de vuelta hacia Moonlight Bay donde la niebla —y algo más— me esperaban.