28

De haberme fiado del instinto, hubiera salido volando de la rectoría y me hubiera ido directamente a casa. Tras prepararme una taza de té y untar un panecillo con mermelada de limón, hubiera puesto una película de Jackie Chan y me hubiera pasado las dos horas siguientes en el sofá, con un afgano en el regazo y mi curiosidad en el bolsillo.

En lugar de eso, y para no tener que admitir que tenía un sentido de la responsabilidad moral menos desarrollado que mi perro, hice una señal a Orson para que se quedara quieto y esperara. Luego subí la escalera con la Glock de 9 milímetros en la mano derecha y el diario del padre Tom clavado en la región lumbar.

Como un cuervo batiendo las alas frenéticamente en el interior de la jaula, me vino el recuerdo de las oscuras imágenes de las descripciones de los sueños enfermizos de Lewis Stevenson. El jefe tenía fantasías con niñas de la edad de su nieta, pero los sollozos que acababa de oír parecían los de un niño menor. Si el rector de St. Bernadette estaba al borde de la misma demencia que Stevenson, no iba a importarle la edad de su víctima.

Cerca de la cima de la escalera, con una mano en la frágil barandilla, volví la cabeza y vi a Orson en el pasillo, mirando hacia arriba. Tal como le había ordenado, no me seguía.

Había sido muy obediente durante una hora y no había discutido mis órdenes sin gestos sarcásticos o giros de ojos. Esta moderación significaba una mejora en su comportamiento. Una mejora de al menos media hora, todo un récord olímpico.

Finalmente me metí en el ático, esperando recibir una patada en la cabeza con una bota eclesiástica. Pero había sido lo bastante discreto para no llamar la atención del padre Tom, porque no me estaba esperando para incrustarme de una patada los huesos de la nariz en el lóbulo frontal.

La trampilla estaba en el centro de un pequeño espacio rodeado, hasta donde pude ver, por un laberinto de cajas de cartón de varios tamaños, muebles viejos y otros objetos que no pude identificar amontonados hasta una altura de casi dos metros. La bombilla que daba directamente sobre la trampilla no estaba encendida, y la única luz llegaba procedente de la izquierda, del extremo que daba a la fachada de la casa.

Avancé agachado por el amplio ático, aunque hubiera podido hacerlo erecto. La inclinación del tejado normando me daba la posibilidad de hacerlo. Aunque no me preocupaba darme de cara contra una viga del techo, intuí, sin embargo que podía recibir un porrazo en la cabeza, un tiro entre las cejas o una puñalada en el corazón de manos de un cura loco. Si hubiera podido arrastrarme sobre el vientre como una serpiente no hubiera avanzado agachado.

El aire húmedo olía a tiempo destilado y embotellado a polvo, a viejo cartón rancio, a la persistente fragancia de la madera de las cabrias, a moho y al extraño hedor de algún animal muerto, un pájaro o un ratón pudriéndose en un rincón sin luz.

A la izquierda se abrían dos entradas al laberinto, una de ellas de metro y medio de ancho y la otra de poco más de un metro. Considerando que el pasillo era el camino más directo para atravesar el desordenado ático y era el único que seguramente el cura utilizaba para aproximarse a su prisionero —si se trataba de un prisionero—, me deslicé silenciosamente por el estrecho pasadizo. Prefería coger al padre Tom por sorpresa que encontrármelo accidentalmente en alguna esquina.

Había cajas a ambos lados, algunas atadas con cordel, otras festoneadas con peladuras de papel adhesivo que me rozaron la cara como antenas de insectos. Avancé despacio, tanteando el camino con la mano porque las sombras confundían y no quería hacer ruido.

Cuando llegué al cruce de la T no lo atravesé inmediatamente. Me quedé en el borde, agucé el oído unos instantes, contuve la respiración, pero no oí nada.

Salí sigilosamente del primer pasillo y escudriñe a derecha e izquierda del nuevo corredor, que también tenía un metro de ancho. A la izquierda la luz de la lámpara brillaba un poco más que antes. A la derecha se extendía una profunda penumbra que no quiso revelar sus secretos ni siquiera a unos ojos acostumbrados a la noche como los míos. Me dio la sensación de que un habitante hostil de esa oscuridad permanecía al alcance de mi mano al acecho, dispuesto a saltar.

Me dije que los trolls viven bajo los puentes, que los gnomos malvados lo hacen en cuevas, que los gremlins solo habitan en las tramoyas y que los goblins —entes demoníacos— no establecerían su residencia en una rectoría. Avancé por el nuevo pasillo y giré a la izquierda, dando la espalda a la impenetrable oscuridad.

De pronto se escuchó un grito, tan escalofriante que giré en redondo y apunté con el arma hacia la oscuridad, seguro de que los trolls, los gnomos malvados, los gremlins, goblins, fantasmas, zombies y varios monaguillos mutantes sicóticos venían hacia mí. Por suerte no apreté el gatillo, la locura transitoria pasó porque el grito procedía de la misma dirección que antes: de la zona iluminada del fondo.

El tercer grito que ocultó el ruido que yo hice al volverme para enfrentarme a la horda imaginaria procedía de la misma fuente que los otros dos, y en el ático sonó de manera diferente. No se parecía tanto a la voz de un niño. Y lo más desconcertante era una voz muy extraña, fuera de contexto, como varios compases de una música metálica saliendo de una garganta humana.

Pensé retirarme a la escalera, pero estaba demasiado adelantado para volver atrás. Existía la posibilidad remota, sin embargo, de que estuviera oyendo a un niño en peligro.

Por otro lado, si me echaba atrás, mi perro sabría que me había rajado. Y él era uno de los tres amigos íntimos que tenía en un mundo en el que solo importaban los amigos y la familia, y yo ya no tenía familia; me importaba mucho que tuviera una buena opinión de mí.

Las cajas que había a mi izquierda daban paso a unas sillas de mimbre amontonadas. Una desordenada colección de cestas bardadas y laqueadas de mimbre y caña, una cómoda con espejo ovalado tan mugriento que ni siquiera reflejó mi sombra, objetos amontonados cubiertos con trapos y luego más cajas.

Giré una esquina y entonces pude oír la voz del padre Tom. Hablaba en voz baja, con suavidad, pero no conseguí entender una palabra de lo que decía.

Me metí en una barrera de telarañas, retrocedí cuando se me pegaron en la cara y me rozaron la boca como labios de fantasma. Aparté, con la mano izquierda, las tiras rotas de las mejillas y de la visera de la gorra. Los hilos de la telaraña tenían un gusto amargo a hongos. Con una mueca, procuré escupir sin hacer ningún sonido.

Como esperaba nuevas revelaciones, sentí el impulso de seguir la voz del cura como hubiera seguido la música de una flauta en Hamelin. Tuve que reprimir el deseo de estornudar, provocado por el polvo depositado con un olor tan rancio que debía proceder del siglo pasado.

Tras dar otro giro, llegué al último tramo del pasillo. A unos dos metros más allá del extremo del estrecho corredor de cajas, descendía la armadura de la parte interna del tejado hacia la fachada del edificio. Las cabrias, los puntales, las entrecintas y la parte interna del entablado del tejado, al cual estaba pegada la pizarra, proyectaban una luz de un amarillo opaco, procedente de una fuente fuera de mi vista, a la derecha.

Cuando me arrastraba hasta el final del pasillo, oí el débil crujido de las tablas del piso. No fueron unos ruidos más fuertes o más sospechosos que los habituales en este elevado reducto, aunque podían traicionarme.

La voz del padre Tom se hizo más clara, pero solo podía entender una palabra entre cinco o seis.

Escuché otra voz, temblorosa y de un tono más elevado. Parecía la voz de un niño muy pequeño y, sin embargo, no era exactamente así. No era tan musical como el habla de un niño. Ni tan inocente. No pude distinguir lo que decía, si decía algo. Escuché como se transformaba en un grito espectral que me hizo detener.

El pasadizo terminaba en un corredor final que se extendía a lo largo del lado este del laberíntico ático. Me arriesgué a asomarme a este tramo recto.

A la izquierda estaba oscuro, pero a la derecha, en el extremo sureste del edificio, esperaba encontrar la fuente de luz y al cura con su cautivo. Pero no fue así, porque la lámpara permanecía fuera de la vista, a la vuelta de otra esquina, en la pared sur.

Continué por ese corredor de dos metros de ancho, ligeramente agachado, porque la pared de mi izquierda era la parte inclinada del tejado. Pasé ante la oscura boca de otro corredor entre cajas amontonadas y muebles viejos y luego me detuve, únicamente con la última pared de objetos amontonados entre la lámpara y yo.

De pronto una sombra serpenteante saltó hacia las cabrias y el entablado que formaban la pared que tenía ante mí: un violento y erizado desgranamiento de miembros dentados con una protuberancia bulbosa en el centro, tan extraño que estuve a punto de gritar del susto. Sujeté la Glock con ambas manos.

Luego me di cuenta de que la aparición era la sombra distorsionada de una araña suspendida en un hilo. Debía de encontrarme cerca de la fuente de luz porque su imagen se proyectaba, muy agrandada, en las superficies que tenía ante mí.

Como asesino era bastante asustadizo. Quizá la culpable era la cafeína de la Pepsi que me bebí para endulzar el sabor amargo del vómito. La próxima vez que mate a alguien y vomite, tomaré un brebaje sin cafeína y lo acompañaré con un valium, para no empañar mi imagen de máquina homicida eficiente y carente de sentimientos.

Olvidada la araña, escuché la voz del cura con la claridad suficiente para entender sus palabras.

—… duele, si, claro, duele mucho. Te he sacado el emisor, lo he extraído y lo he triturado, y ya no podrán seguirte más.

Me vino a la memoria Jesse Pinn cruzando el cementerio, con un extraño aparato en la mano, escuchando unos raros tonos electrónicos y leyendo unos datos en una pantallita que emitía una luz verde. Evidentemente estaba siguiendo la señal de un emisor implantado con cirugía a esta criatura ¿Era un mono? ¿No era un mono?

—La incisión no era profunda —siguió diciendo el cura—. El emisor estaba justo debajo de la grasa subcutánea. He esterilizado la herida y la he suturado —suspiro—. Me gustaría saber hasta qué punto me entiendes.

En el diario el padre Tom se refería a los miembros de un grupo nuevo, menos hostil y menos violento que el primero y escribía que se había comprometido en su liberación. Yo no podía saber por qué era un nuevo grupo, tan opuesto al antiguo, o por qué andaban sueltos por el mundo con emisores bajo la piel, ni cómo habían aparecido esos monos tan inteligentes de ambos grupos. Estaba claro que el cura se consideraba un abolicionista de nuestros días luchando por los derechos de los oprimidos y que la rectoría era un refugio clave para el camino hacia la libertad.

Cuando Pinn se enfrentó al padre Tom en el sótano de la iglesia, debió creer que el fugitivo ya había sufrido la extracción quirúrgica y había sido trasladado, y que el rastreador estaba emitiendo la señal del emisor que ya no estaba implantado en la criatura que se proponía identificar. En cambio, el fugitivo se estaba recuperando en el ático.

El misterioso visitante del cura gimoteo suavemente, y el cura replicó con un murmullo de simpatía, como si le hablase a un bebé.

Animado por el recuerdo de la mansedumbre con la que había respondido el cura al empleado de la funeraria, recorrí los dos pasos que me separaban de la pared final de cajas. Me detuve con la espalda apoyada en el extremo de la hilera y doblé solo un poco las rodillas para acomodarme a la inclinación del tejado. Desde allí, para ver al cura y a la criatura que estaba con él, solo tenía que inclinarme a la derecha, girar la cabeza y asomarme.

No quise revelar mi presencia porque recordé algunas de las extrañas anotaciones en el diario del cura: los pasajes delirantes y paranoicos que bordeaban la incoherencia, las doscientas repeticiones de «Creo en la gracia de Cristo». Quizá no siempre fuera tan manso como lo había sido con Jesse Pinn.

Cubriendo el olor a moho, a polvo y a cartón viejo, había un nuevo aroma a medicina compuesto por alcohol, yodo y un antiséptico astringente.

En algún lugar del ala más próxima, la gruesa araña trepó por su filamento, alejándose de la luz de la lámpara, y la sombra magnificada del arácnido disminuyó rápidamente por el techo oblicuo, se contrajo en una mancha negra y, finalmente, desapareció.

El padre Tom, mientras tanto, le hablaba a su paciente.

—Tengo antibiótico en polvo, cápsulas de varios derivados de la penicilina, pero no tengo un analgésico eficaz. Me gustaría tenerlo. Pero este mundo es un valle de lágrimas, ¿verdad? Pronto estarás bien. Te recuperarás. Te lo prometo. Dios te ayudará a través mío.

Si el rector de St. Bernadette era un santo o un villano, una de las pocas personas con la cabeza en su sitio que quedaban en Moonlight Bay o bien un loco, yo no lo podía juzgar. No tenía bastantes datos ni comprendía el contexto de sus actos.

Sólo estaba seguro de una cosa: aunque el padre Tom pareciera racional e hiciera bien las cosas, su cabeza, sin embargo, tenía los cables lo suficientemente cruzados como para que dejarle sostener a un niño durante el bautismo fuera una imprudencia.

—Tengo conocimientos médicos básicos —le dijo el cura a su paciente—, porque, tres años después de acabar el seminario, estuve en una misión, en Uganda.

Creí oír al paciente un murmullo que me recordó —aunque no del todo— el suave arrullo de las palomas mezclado con el ronroneo, más gutural, de un gato.

—Estoy seguro de que te pondrás bien —siguió el padre Tom—. Aunque deberás quedarte aquí unos días para que pueda administrarte los antibióticos y vigilarte la herida. ¿Me comprendes? —y añadió con una nota de frustración y desespero—. ¿Comprendes todo lo que te digo?

Cuando iba a inclinarme hacia la derecha y asomarme al otro lado de la pared de cajas, el Otro contestó al cura. El Otro, esto es lo que pensé del fugitivo cuando le oí hablar desde ese lugar más próximo, porque aquella voz no podía ser la de un niño o la de un mono, ni de nadie más en el Gran libro de la Creación de Dios.

Me quedé helado. Deslicé el dedo en el gatillo.

Es cierto que en parte sonaba como la de un niño, o una niña, y en parte como la de un mono. Y también como un montón de cosas, de hecho, como si un técnico de sonido de Hollywood muy creativo estuviera jugando con una biblioteca de voces humanas y animales, mezclándolas en la consola de audio hasta conseguir la voz de un extraterrestre.

Lo más sorprendente del habla del Otro no era su escala tonal, ni sus inflexiones, ni siquiera la gravedad y la emoción que demostraba. Lo que más me impresionó fue percibir lo que significaba. No estaba oyendo un barboteo de ruidos animales. No era inglés, desde luego, no había una palabra de inglés, y aunque no soy políglota, estaba seguro de que no oía una lengua extranjera, porque no era lo bastante compleja para ser un lenguaje de verdad. Sin embargo, oía una serie fluida de sonidos exóticos compuestos como palabras rudimentarias, un fuerte y primitivo intento de lenguaje, con un pequeño vocabulario polisílabo, marcado por ritmos rápidos.

El Otro parecía querer comunicarse desesperadamente. Me sorprendió que aquella soledad, angustia y anhelo que expresaba su voz me emocionara. No me lo estaba imaginando. Era tan real como las tablas que tenía bajo los pies, el montón de cajas a mi espalda y los acelerados latidos de mi corazón.

Cuando el Otro y el cura hicieron un silencio, no fui capaz de asomarme por la esquina. Sospechaba que fuera cual fuera el aspecto del visitante del cura, no podría pasar por un mono de verdad, a diferencia de los miembros del grupo original que nos habían molestado, a Orson y a mí, cuando los encontramos en la punta sur de la bahía. Y si tenían algún parecido con los rhesus, las diferencias serían mayores y seguramente más numerosas que el maléfico color amarillo de los ojos de los otros monos.

Me dio miedo lo que pudiera encontrar, y mi temor no tenía nada que ver con el posible horror de este Otro resultado del laboratorio. El nudo de emoción que sentía en el pecho me impedía casi respirar y a duras penas podía tragar saliva. Lo que temía era mirar de frente a aquella entidad y ver en sus ojos mi propio aislamiento, mis ansias de normalidad, lo que había estado negando durante veintiocho años con el éxito suficiente como para ser feliz con mi destino. Pero mi felicidad, como todo lo demás, es frágil. Había captado un terrible anhelo en la voz de esa criatura, semejante al agudo anhelo a cuyo alrededor había ido formando durante años una concha de indiferencia y de muda resignación. Temí que al encontrarme con los ojos del Otro, la resonancia entre ambos hiciera estallar la concha y me dejara en una situación vulnerable.

Estaba temblando.

Esta es la razón por la que no puedo, no me atrevo, a expresar mi pena, mi dolor cuando la vida me hiere o se lleva de mi lado a alguien a quien quiero. El dolor conduce con demasiada facilidad al desespero. Y en este fértil campo, puede brotar y prosperar la autocompasión. Yo no puedo dejarme arrastrar por la autocompasión, porque si enumerara y me regodeara en mis limitaciones, caería en un agujero tan profundo que jamás podría salir de él. Tengo que ser un poco hijo de puta para sobrevivir, tengo que ir con una coraza sin grietas alrededor del corazón, al menos en lo que se refiere al dolor por los muertos. Soy capaz de expresar amor por la vida, abrazar a mis amigos sin reservas, entregar mi corazón sin preocuparme que vayan a abusar de él. Pero el día en que murió mi padre, tuve que burlarme de la muerte, del crematorio, de la vida, de todas las malditas cosas, porque no podía arriesgarme —no quise arriesgarme— a descender del dolor al desespero, a la autocompasión y, finalmente, al foso de rabia, soledad y odio hacia mí mismo, porque hubiera sido horrible. No puedo amar a los muertos. No importa lo desesperadamente que desee recordarlos y llevarlos en mi corazón, tengo que dejarlos ir, y rápidamente. Tengo que arrancarlos de mi corazón mientras aún están calientes en su lecho de muerte. Y también tengo que burlarme de mí mismo como asesino porque si pensara demasiado en lo que realmente significa haber asesinado a un hombre, aunque fuera un monstruo como Lewis Stevenson, tendría que preguntarme si soy en realidad el monstruo que aquellos pequeños y detestables mierdas de mi infancia aseguraban que era la lombriz nocturna, el niño vampiro, Chris el repugnante. No debo pensar demasiado en la muerte, en la de aquellos que quiero y en la de aquellos que desprecio. No debo pensar demasiado en que me he quedado solo. No debo pensar en lo que no puedo cambiar. Al igual que todos nosotros en esta confusión entre el nacimiento y la muerte no puedo introducir grandes cambios en el mundo, solo pequeños cambios para mejorar, espero, la vida de aquellos que amo. Lo cual significa que para vivir no debo preocuparme de lo que soy sino de lo que puedo transformar, no del pasado sino del futuro, no tanto de mi mismo sino del alegre círculo de amigos que me proporcionan la única luz en la que soy capaz de florecer.

Temblaba al pensar en la posibilidad de doblar la esquina y enfrentarme al Otro, en cuyos ojos podía ver demasiado de mi mismo. Apretaba la Glock como si en lugar de un arma fuera un talismán, como si fuera un crucifijo con el que podría defenderme de todo lo que pudiera destruirme y me obligué a actuar. Me incliné hacia la derecha, giré la cabeza, y no vi a nadie.

El pasillo situado en el lado sur del ático era más amplio que el del lado este, quizá tendría unos dos metros y medio; en el suelo de madera, doblado contra las guardacabias, había un colchón pequeño y un lío de mantas. La iluminación procedía de una lámpara de mesa con pantalla cónica colocada en un receptáculo GFI montado sobre un puntal de la guardacabia. Junto al colchón había un termómetro, una bandeja con fruta pelada y pan con mantequilla, una jarra con agua, potes con medicamentos y alcohol, los útiles para hacer vendajes, una toalla doblada y un paño húmedo manchado de sangre.

El cura y su invitado parecían haberse desvanecido como por encanto.

Aunque me había quedado inmovilizado por el impacto que me había producido la voz desesperada del Otro, no estuve en el extremo de la fila de cajas más de un minuto, probablemente medio minuto, después que la criatura se quedara en silencio. Y ni el padre Tom ni su visitante se veían en el pasillo que tenía delante.

Silencio absoluto. No escuché ni el sonido de unos pasos. Ni ningún crujido, chasquido o palpitación de la madera que fuera diferente a los ruidos típicos de asiento.

Busqué entre las cabrias hacia el centro del espacio, convencido por el extraño presentimiento de que los desaparecidos habían aprendido el truco de la inteligente araña, habían fabricado finísimas telarañas y se habían acurrucado formando gruesas bolas en las sombras que se extendían sobre mi cabeza.

Mientras me quedara junto a la pared de cajas, a mi derecha, tenía suficiente espacio para permanecer derecho. Elevándose de las guardacabias, a la izquierda, las cabrias muy inclinadas distaban seis u ocho pulgadas de mi cabeza. No obstante, cambie de posición y avance agachado a la defensiva.

La lámpara no propagaba una luz peligrosa y la pantalla cónica alejaba la luz, así que me acerqué al colchón para mirar de cerca lo que había allí. Con la punta del zapato, removí el montón de mantas, aunque no estaba seguro de lo que esperaba encontrar debajo porque lo que encontré fue un montón de nada.

No me preocupaba que el padre Tom bajara las escaleras y descubriera a Orson. Por un lado, no creía que hubiera acabado su trabajo en el ático. Además, mi experimentado chucho tendría la astucia callejera de ponerse a cubierto y esconderse hasta que escapar fuera más factible.

Pero si el cura bajaba, también podía plegar la escalera y cerrar la trampilla. Podía forzarla desde arriba y abrir la escalera, aunque casi con tanto ruido como hicieron Satán y sus conspiradores cuando los echaron del cielo.

En lugar de seguir ese corredor hasta la siguiente entrada al laberinto y arriesgarme a topar con el cura y el Otro en el camino que debían de haber tomado, di la vuelta y retrocedí por donde había venido, diciéndome que era conveniente tener los pies ligeros. Las tablas del suelo de madera tenían algunos huecos, y estaban ajustadas en lugar de clavadas a las vigas del suelo, así que fui virtualmente silencioso aun con las prisas.

Cuando di la vuelta al extremo de la hilera de cajas, el padre Tom emergió con un ruido sordo de las sombras donde yo había estado hacia uno o dos minutos. No iba vestido para decir misa ni para irse a la cama, sino que llevaba un chándal gris, sudado, como si hubiera estado haciendo ejercicios gimnásticos.

—¡Tú! —exclamó amargamente cuando me reconoció, como si no fuera Christopher Snow sino el diablo Baal y hubiera salido del pentáculo de tiza de un conjuro, sin pedir primero permiso o sin poseer un pase exculpatorio.

El cura dulce, jovial, de buen carácter que yo había conocido estaba pasando unas vacaciones en Palm Springs y le había dejado las llaves de su parroquia a su diablo gemelo. Me pegó en el pecho con el extremo romo de un bate de béisbol, lo bastante fuerte como para hacerme daño.

Como hasta un xepero está sometido a las leyes de la física, el golpe me impulsó hacia atrás, tropecé con las guardacabias y me golpeé la parte de atrás de la cabeza con una cabria. No vi las estrellas, ni siquiera a un actor de gran carácter como M. Emmet Walsh o a Rip Torn, y si no hubiera sido por el amortiguador de mis tupidos cabellos a lo James Dean, me habría dejado fuera de combate.

Mientras me volvía a golpear con el extremo romo del bate de béisbol, el padre Tom gritaba.

—¡Tú! ¡Tú!

Desde luego era yo, nunca había dicho que fuera otro, así que no sabía por qué estaba tan furioso.

—¡Tú! —exclamó con un nuevo ataque de ira.

Esta vez me atestó un golpe en el estomago con el endemoniado bate que me dobló, pero que hubiera sido peor si yo no lo hubiera visto venir. Justo antes de que me largara el golpe, encogí el estomago y apreté los músculos abdominales, y como acababa de vomitar los restos de los tacos de pollo de Bobby, la única consecuencia fue una ardiente punzada de dolor, desde la ingle hasta el esternón. Hubiera sido de risa si hubiera llevado la armadura del uniforme de superhéroe debajo de la ropa de calle.

Le apunté con la Glock y la agité con gesto amenazador, pero él o era un hombre de Dios sin ningún temor a la muerte, o le faltaba un tormillo. Sujetando el bate con ambas manos para poder dar con más fuerza, lo dirigió salvajemente contra mi estómago, pero yo me hice a un lado y esquivé el golpe, aunque desgraciadamente me despeiné con el borde afilado de una cabria.

Me desconcertaba estar peleando con un cura. El encuentro parecía más absurdo que alarmante, aunque era lo suficientemente preocupante como para hacerme palpitar el corazón y para que me preocupara tener que devolverle a Bobby sus tejanos con manchas de orina.

—¡Tú! ¡Tú! —exclamó más enfadado que antes, sorprendido, como si mi aparición en su polvoriento ático fuera tan fantástica e inusitada que su sorpresa iría creciendo cada vez más hasta convertir su cerebro en una nova.

Otra vez blandió el palo y hubiera errado el golpe aunque yo no hubiera esquivado el bate. Después de todo era un cura, y no un ninja asesino. Y era un hombre de mediana edad con exceso de peso.

El bate de béisbol golpeó con violencia una de las cajas de cartón, la agujereó, la sacó del montón y fue a parar más allá, en el pasillo vacío. Al bueno del cura, que ignoraba los principios básicos de las artes marciales y carecía del físico de un poderoso luchador, no le faltaba entusiasmo.

No podía imaginarme disparándole un tiro, pero tampoco podía permitir que me aporreara hasta matarme. Me alejé de él, hacia la lámpara y el colchón en el ancho pasillo del lado sur del ático, con la esperanza de que recuperara el sentido común.

Pero el cura me persiguió. Blandía el bate de derecha a izquierda, cortaba el aire con un silbido e inmediatamente otra vez de derecha a izquierda, mientras seguía con la misma cantinela, «¡Tú!», entre una oscilación y otra.

Tenía los cabellos revueltos, le caían sobre las cejas, y en su rostro aparecía una mueca de terror y de rabia. Las aletas de la nariz, dilatadas, temblaban con cada respiración estentórea y le salía de la boca saliva con cada repetición explosiva del pronombre que parecía constituir su único vocabulario.

Iba derecho a la muerte si esperaba que el padre Tom recuperara la lucidez. Si el sentido común no le había abandonado, en ese momento no lo llevaba consigo. Lo debió dejar en algún sitio, quizás en la iglesia, encerrado junto con la astilla de la tibia de un santo en el relicario del altar.

Cuando volvió a abalanzarse hacia mí, busqué el brillo animal que había visto en los ojos de Lewis Stevenson, porque la visión breve de aquel extraño brillo hubiera justificado responder con violencia a la violencia. Hubiera significado que estaba peleando no con un cura o con un hombre normal, sino con algo que tenía un pie en el otro lado. No vi ni rastro de ella. Quizás el padre Tom estaba infectado con la misma enfermedad que había corrompido la mente del jefe de policía, pero si era así, no parecía tan avanzada como en el poli.

Me retiré sin perder de vista el bate de béisbol y me enganché el pie con el cordón de la lámpara. Iba a ser víctima de un cura gordo y maduro, pensé mientras caía de espaldas y aterrizaba en el suelo dándome un golpe en la nuca.

La lámpara también cayó. Por suerte la luz no deslumbró mis sensibles ojos.

Me desembarace del enredo del cordón y me largue al otro extremo a tiempo, porque el padre Tom se abalanzó y golpeó el suelo con el bate.

No me tocó las piernas por unas pulgadas, mientras recalcaba su asalto con esa acusación que ya me era familiar en segunda persona del singular «¡Tú!».

—¡Tú! —exclame con cierta histeria, devolviéndosela mientras se guía apartándome de su camino.

Me pregunté dónde estaba toda esa gente que se suponía me reverenciaba. Yo estaba más que dispuesto a que se me reverenciara un poco, pero Stevenson y el padre Tom no cumplían los requisitos para la Sociedad de Admiradores de Christopher Snow.

Aunque el cura sudaba a mares y jadeaba, estaba fuera de toda cuestión que tenía aguante. Parecía un troll encorvado, con una joroba en el hombro, al acecho, de vacaciones del puente que tenía asignado. Esta postura encorvada le permitía levantar el bate por encima de la cabeza sin que chocara contra una cabria. Quería mantenerlo encima de su cabeza porque estaba claro que quería jugar a Babe Ruth con mi cráneo y sacarme el cerebro por las orejas.

Con o sin brillo en los ojos, tenía que detener a ese tipo sin dilación. No podía escapar porque podía revolverse contra mí, y aunque estaba un poco histérico —bueno, estaba histérico— podía imaginarme las posibilidades bastante bien para saber que ni siquiera el más ávido corredor de apuestas de Las Vegas cubriría una apuesta por mi supervivencia. Presa del pánico, martillado por el terror y por una vertiginosa y peligrosa sensación de lo absurdo, pensé que lo más humano sería dispararle un tiro en los cojones porque había hecho voto de celibato.

Por suerte no tuve la oportunidad de demostrarme a mí mismo el experto tirador que un disparo en aquel lugar hubiera requerido.

Apunté a la entrepierna y el dedo fue hacia el gatillo. No tuve tiempo de utilizar la visión láser. Antes de que pudiera darme cuenta, algo monstruoso salió del corredor detrás del cura y un gran predador oscuro se abalanzó sobre su espalda. El cura lanzó un grito y dejó caer el bate de béisbol mientras él iba a parar al suelo del ático.

Por un instante, me sorprendió que el Otro se pareciera tan poco a un rhesus y que atacara al padre Tom, su enfermera y su campeón, en lugar de lanzarse a mi cuello. Pero, claro, el gran predador oscuro no era el Otro era Orson.

El perro cogió al cura por la espalda y le mordió el cuello sudado del traje. Desgarrón en el tejido. Gruñía de tal modo que temí que ya le hubiera hecho daño al padre Tom.

Lo llamé mientras me ponía de pie. El chucho obedeció enseguida, sin infligirle una herida, no era tan sanguinario como había querido dar a entender.

El cura no hizo ningún esfuerzo para levantarse. Permaneció en el suelo con la cabeza vuelta a un lado y la cara medio cubierta por el pelo enmarañado y empapado de sudor. Le costaba respirar y sollozaba, y después de tres o cuatro intentos, dijo con amargura:

—Tú…

Obviamente sabía lo suficiente acerca de lo que estaba sucediendo en Fort Wyvern y en Moonlight Bay para responder a muchas, si no a todas, mis preguntas más urgentes. Pero no quise hablar con él. No pude hablar con él.

El Otro no debía de haber salido de la rectoría, todavía debía de estar ahí, escondido en la penumbra del ático. Aunque no creía que constituyera un serio peligro para mí o para Orson, sobre todo porque tenía la Glock, como no lo había visto no podía descartarlo como una amenaza. Tampoco quise buscarlo —o que me buscara— en aquel espacio claustrofóbico.

Claro que el Otro fue una mera excusa para salir de allí volando.

Lo que verdaderamente temía eran las respuestas que el padre Tom pudiera dar a mis preguntas. Porque aunque estaba dispuesto a escucharlas, no estaba preparado para ciertas verdades.

«Tú».

Decía esa palabra con un odio desbordante, con una oscura emoción poco habitual en un hombre de Dios y en un hombre que siempre era amable y gentil. Transformó el simple pronombre en una denuncia y una blasfemia.

«Tú».

Yo no había hecho nada para granjearme su enemistad. Yo no había dado la vida a esas desgraciadas criaturas que él se había comprometido a liberar. Yo no había formado parte del programa de Wyvern que había infectado a su hermana y posiblemente a él también. Lo cual significaba que no me odiaba a mí como persona, sino que me odiaba a causa de quien era.

¿Y quién era? ¿Quién era yo sino el hijo de mi madre?

Según Roosevelt Frost —y también el jefe Stevenson— había quienes me reverenciaban porque era hijo de mi madre, aunque todavía no los había conocido. Y por la misma causa era odiado.

Christopher Nicholas Snow, único hijo de Wisteria[7] Jane (Milbury) Snow, cuya madre le había puesto nombre de flor. Christopher, nacido de Wisteria, vino a este mundo demasiado brillante cerca del comienzo de la Década Disco. Nacido en una época de fascinación por las tendencias vulgares y la búsqueda de la frivolidad, cuando el país acababa de liquidar una guerra a duras penas y cuando el máximo temor lo constituía un mero holocausto nuclear.

¿Qué podía haber hecho mi brillante y querida madre para que se me reverenciara o se me insultara?

Tendido en el suelo del ático, atormentado por las emociones, el padre Tom Eliot conocía las respuestas al misterio y casi con total certeza las contestaría cuando hubiera recuperado su compostura.

En lugar de hacer la pregunta que subyacía en el centro de todo lo que había pasado aquella noche, me disculpe con voz temblorosa ante el sollozante cura.

—Lo siento Yo… Yo no debería haber venido. Dios. Escuche. Lo siento mucho. Por favor, discúlpeme. Por favor.

¿Qué había hecho mi madre?

No pregunté.

No pregunté.

Si hubiera empezado a responder a la pregunta que no había planteado, me hubiera tapado los oídos con las manos.

Llamé a Orson y me lo llevé del lado del cura, al laberinto, caminando tan rápido como pude. Los estrechos corredores se torcían y se ramificaban de tal manera que no parecía que estuviera en un ático, sino en una red de catacumbas. En algunos lugares la oscuridad era casi total, pero, como es sabido, soy el chico de la oscuridad y para mí nunca ha sido un impedimento. Llegamos rápidamente a la puerta abierta de la trampilla.

Aunque Orson había subido por la escalera, escudriño los peldaños descendentes con ansiedad y dudó antes de encontrar el camino al rellano de abajo. Hasta para un acróbata de cuatro patas, bajar una escalera empinada era mucho más difícil que subir por ella.

Debido a la gran cantidad de cajas grandes que se guardaban en el ático y a la cantidad de muebles que también se almacenaban, supuse que debía existir otra trampilla, mayor que la primera, con un sistema de poleas incorporado para subir y bajar objetos pesados al segundo piso. No quería buscarla, aunque no sabía como iba a bajar por la escalerilla del ático cargando con un perro de cuarenta kilos.

Desde el extremo más alejado de la gran habitación, el cura me estaba llamando.

—Christopher —su voz delataba remordimiento—. Christopher, estoy perdido.

No quería decir que estaba perdido en su propio laberinto. Nada tan simple como eso, ni tan prometedor.

—Christopher, estoy perdido. Discúlpame. Estoy tan perdido.

Desde algún lugar de la penumbra llegó la voz de niño mono que no es de este mundo que pertenecía al Otro: esforzándose por hablar, desesperado por hacerse entender, lleno de anhelo y soledad, tan desolado como un campo de hielo ártico y, además, y peor aún, lleno de una esperanza temeraria hacia algo que jamás se haría realidad.

El lastimero gemido fue tan insoportable que obligó a Orson a bajar la escalera y ni siquiera necesité ayudarlo. Cuando estaba a medio camino del final, bajó dando un brinco los peldaños que lo separaban del rellano.

El diario del cura se me había deslizado del cinturón hasta los fondillos de los pantalones. Mientras bajaba la escalera, la fricción del libro en la base de la espina me hacía daño. Cuando llegué al pie, lo saqué y lo cogí con la mano izquierda mientras que con la derecha sostenía la Glock. Orson y yo corrimos juntos a través de la rectoría, pasamos junto al altar de la Santa Virgen, donde la vela se apagó por la corriente de aire que levantaba nuestro paso. Recorrimos apresuradamente el vestíbulo de la planta baja, atravesamos la cocina con sus tres relojes digitales verdes, cruzamos la puerta de atrás, el porche y salimos a la noche y a la niebla, como si escapáramos de la Casa de Usher momentos antes de que se desplomase y se hundiera en el profundo y húmedo lago.

Pasamos por la parte de atrás de la iglesia. Su formidable masa era un maremoto de piedra y mientras estuvimos en sus sombras nocturnas pareció que se encrespaba, se quebraba y nos trituraba.

Miré atrás dos veces. El cura no nos seguía. Y tampoco nadie más.

Imaginé por un momento que la bicicleta ya no estaría o la encontraría rota, pero estaba apoyada en la lápida, en el mismo sitio donde la había dejado. No se veían monos por ninguna parte.

No me detuve a hablar un poco con Noah Joseph James. En un mundo tan jodido como el nuestro, noventa y seis años de vida ya no parecían tan deseables como solo unas horas antes.

Tras guardarme la pistola en el bolsillo y meterme el diario dentro de la camisa, corrí con la bicicleta por una avenida entre hileras de tumbas, balanceándome en ella mientras avanzaba. Cubrí de un salto la curva hacia la calle, inclinándome sobre el manillar y, pedaleando con fuerza, me abrí paso como un taladro a través de la niebla, dejando atrás un túnel temporal en la revuelta bruma.

A Orson ya no le interesaba seguir el rastro de las ardillas. Estaba tan ansioso como yo de poner distancia entre nosotros y St. Bernadette.

Habíamos recorrido unas cuantas manzanas cuando empecé a comprender que no era posible escapar. El inevitable amanecer me restringía a los alrededores de Moonlight Bay y la locura de la rectoría de St. Bernadette la iba a encontrar en cada esquina de la ciudad.

Deseaba más que nada alejarme de una amenaza de la que nunca podría escapar, ni siquiera volando a la isla más remota o a la cima del mundo. Fuera donde fuera, llevaría conmigo lo que me producía miedo: la necesidad de saber. Ya no temía las respuestas que pudiera recibir cuando preguntara acerca de mi madre. Lo que temía de verdad eran las propias preguntas, porque su naturaleza, tanto si eran contestadas o no, cambiarían mi vida para siempre.