Me parece que Dios holgazanea por los alrededores de la iglesia de St. Bernadette, tocando la guitarra con una banda de ángeles o jugando al ajedrez mental. Está en una dimensión que no podemos ver, sacando copias para nuevos universos en los cuales problemas como el odio, la ignorancia, el cáncer y el pie de atleta serán eliminados en el plan previo. Vuela por encima de los bancos de la iglesia de roble barnizado, como en una piscina llena de nubes de incienso y sencillas plegarias en lugar de agua. Tropieza silenciosamente con las columnas y las esquinas del techo de la catedral mientras medita ensoñaciones y espera a los parroquianos que necesitan acercarse a Él con problemas que resolver.
Aquella noche tuve el presentimiento de que Dios se mantenía a distancia de la rectoría contigua a la iglesia. Tuve una sensación de grima cuando pasé por delante pedaleando en la bicicleta. La casa de piedra de dos plantas —como la de la iglesia— era de estilo normando francés con algunas modificaciones, las suficientes para acomodarla al suave clima de California. Las tejas superpuestas de pizarra negra del tejado en vertiente, con la humedad de la niebla, eran tan gruesas como la armadura de escamas del ceño de un dragón, y más allá de los inexpresivos ojos negros del cristal de las ventanas —incluyendo un óculo a cada lado de la puerta principal— se levantaba un reino sin alma. La rectoría nunca me había parecido un lugar prohibido, pero ahora la contemplaba con desasosiego debido a la escena que había presenciado entre Jesse Pinn y el padre Tom en el sótano de la iglesia.
Pasé por delante de la rectoría y de la iglesia y entré en el cementerio, bajo los robles y las tumbas. Noah Joseph James, que había fallecido a los noventa y seis años, seguía tan silencioso como cuando lo había saludado antes; aparqué la bicicleta contra su lápida.
Saqué el teléfono móvil del cinturón e inserté la clave que me comunicaba directamente con la cabina de la emisora KBAY. Escuché cuatro llamadas antes de que Sasha respondiera, aunque en la cabina no debió sonar ningún timbre. Sasha vio la llamada por la luz azul intermitente de la pared que tenía enfrente cuando estaba ante el micrófono. La contestó apretando el botón de espera y mientras lo hacía, escuché su programa a través de la línea telefónica.
Orson empezó a husmear buscando ardillas.
Formas nebulosas flotaban como espíritus entre las tumbas.
Oí a Sasha introducir un par de cuñas «donut» de veinte segundos; no son anuncios comerciales de donuts, sino anuncios con el principio y el final grabado que dejan un espacio en el centro para temas de actualidad. Siguió con unos comentarios sobre Elton John, y luego emitió Japanese Hands. Evidentemente el festival de Chris Isaak ya había acabado.
—He puesto varias grabaciones, tienes algo más de cinco minutos, encanto —dijo levantando el auricular.
—¿Cómo sabías que era yo?
—Sólo unas cuantas personas tienen este número, y la mayoría están durmiendo a estas horas. Además, cuando se trata de ti, tengo una gran intuición. En cuanto vi la luz del teléfono, sentí un hormigueo en mis partes bajas.
—¿Tus partes bajas?
—Mis partes bajas femeninas. Estoy impaciente por verte, Snowman.
—Veo que empezamos bien. Oye, ¿quién más está trabajando contigo esta noche?
—Doogie Sassman —era el ingeniero de producción que operaba en la emisora.
—¿Estáis los dos solos? —me inquieté.
—¿De pronto te has vuelto celoso? Qué maravilla. Pero no tienes que preocuparte. No alcanzo el nivel de Doogie.
Cuando Doogie no estaba acomodado en la silla de mandos del panel de control de audio, se pasaba casi todo el tiempo encima de una Harley-Davidson. Medía unos dos metros y pesaba ciento treinta kilos. Sus abundantes e indomables cabellos rubios y la barba ondulada eran tan brillantes y sedosos que tenías que resistir el impulso de acariciarlos y el colorido tatuaje que virtualmente le cubría cada pulgada de los brazos y el torso se lo había hecho durante sus años universitarios. Sin embargo, Sasha no bromeaba del todo cuando me dijo que no alcanzaba los niveles de Doogie. Con el sexo opuesto, tenía más atractivo que Pooh con el décimo poder. Lo conocía desde hacía seis años y las cuatro mujeres con las que había mantenido relaciones podían haber asistido a los premios de la Academia en tejanos, camisa de franela y sin maquillaje y brillar más que cualquier estrella deslumbrante en la ceremonia. Bobby dice siempre que Doogie Sassman ha vendido su alma al diablo, que es el amo secreto del universo, que posee los genitales con las proporciones más sorprendentes de la historia del planeta y que produce unas hormonas sexuales que tienen más poder que la gravedad de la Tierra.
Me alegré de que Doogie estuviera trabajando esa noche, porque no tenía duda alguna de que era mucho más fuerte que cualquiera de los otros ingenieros de la KBAY.
—Creía que había alguien más aparte de vosotros dos —dije.
Sasha sabía que no estaba celoso de Doogie, y captó el tono de preocupación en mi voz.
—Ya sabes que aquí las cosas se han ajustado mucho desde que cerró Fort Wyvern y que hemos perdido la audiencia de los militares por la noche. Apenas nos da dinero para salir al aire, aun con un exiguo personal. ¿Qué pasa, Chris?
—¿Has cerrado con llave las puertas de la emisora?
—Sí. Al final de la noche los y las disc jockeys se reúnen a mirar Llamada en la noche para animarse.
—Aunque salgas después del amanecer, prométeme que o Doogie u otro te acompañará hasta el Explorer.
—¿Quién se ha escapado… Drácula?
—Prométemelo.
—Chris, ¿qué demonios…?
—Te lo contaré luego. Prométemelo —insistí.
Suspiró.
—Está bien. Pero ¿tienes algún problema? ¿Estás…?
—Estoy bien, Sasha. De verdad. No te preocupes. Prométemelo.
—Ya lo he hecho.
—No has dicho la palabra.
—Caray. Está bien, está bien. Te lo prometo. Si no lo cumplo, que me parta un rayo. Espero que luego me cuentes una historia fantástica, al menos tan espantosa como las que se suelen escuchar en los campamentos de las scouts. ¿Me estarás esperando en casa?
—¿Llevaras tu antiguo uniforme de scout?
—La única parte que podría ponerme son los calcetines hasta las rodillas.
—Ya es suficiente.
—Te excita el cuadro, ¿eh?
—Me emociona.
—Eres malo, Christopher Snow.
—Sí, soy un asesino.
—Nos veremos dentro de un ratito, asesino.
Desconectamos y volví a colgarme del cinturón el teléfono móvil. Me quedé un rato escuchando el silencio en el cementerio. Ni un ruiseñor practicaba, y hasta el humo de las chimeneas se había ido a la cama. Sin duda los gusanos estaban despiertos y trabajando, pero siempre llevan a cabo su solemne labor en un respetuoso silencio.
—Creo que necesito un guía espiritual. Vamos a hacerle una visita al padre Tom —le dije a Orson.
Mientras cruzaba el cementerio a pie y me dirigía a la parte de atrás de la iglesia, saqué la Glock del bolsillo de la chaqueta. En una ciudad en la que el jefe de policía soñaba con pegar y torturar a jovencitas y en la que los empleados de la funeraria van armados, podía presumir que el cura no iría armado solamente con la palabra de Dios.
Desde la calle la rectoría parecía estar a oscuras, pero una vez en la parte trasera, vi dos ventanas iluminadas en la habitación posterior del segundo piso.
Después de la escena que había presenciado protegido por el pesebre en el sótano de la iglesia, no me sorprendió que el rector de St. Bernadette no pudiera dormir. Aunque eran cerca de las tres de la mañana, cuatro horas desde la visita de Jesse Pinn, el padre Tom todavía no se había atrevido a apagar la luz.
—Como si fuéramos gatos —le dije a Orson.
Subimos un tramo de escalones y luego, tan silenciosamente como pudimos, cruzamos el suelo de madera del porche de la parte de atrás.
Probé a abrir la puerta, pero estaba cerrada. Creí que un hombre de Dios consideraría un asunto de fe confiar en su Creador más que en un pestillo.
No quise llamar ni dar la vuelta hasta la puerta de entrada y hacer sonar el timbre. Con un asesinato a mis espaldas parecía estúpido tener escrúpulos por un allanamiento de morada. Sin embargo, quería evitar tener que entrar rompiendo algo porque el sonido de cristales rotos alertaría al cura.
Cuatro ventanas daban al porche. Intenté abrirlas una tras otra, la tercera no tenía puesto el cerrojo. Tuve que meterme la Glock en el bolsillo de la chaqueta, porque la humedad había hinchado la madera de la ventana y costaba abrirla, necesité ambas manos para levantar el bastidor más bajo, haciendo presión primero en el marco y después metiendo los dedos debajo del raíl inferior La deslicé hacia arriba con chirridos y estridencias suficientes para dar ambiente a una película de Wes Craven.
Orson hizo un gesto despectivo sobre mi habilidad como infractor de la ley. Crítico con todo el mundo.
Esperé hasta que me convencí de que el ruido no se había oído en el piso de arriba y entonces me deslicé por la ventana abierta a una habitación tan negra como el bolso de una bruja.
—Vamos, colega —murmuré, porque no quería dejarlo solo afuera, sin una pistola.
Orson saltó adentro y cerré la ventana tan silenciosamente como me fue posible. También pasé el pestillo. Aunque no creía que nos estuvieran vigilando los miembros del grupo ni otros, no quise dar facilidades a alguien o a algo para seguirnos al interior de la rectoría.
Un rápido vistazo con el lápiz linterna me reveló que estábamos en el comedor. Dos puertas —una a mi derecha y la otra en la pared opuesta a las ventanas— se abrían en la habitación.
Apagué la linterna, volví a sacar la Glock y me acerqué a la puerta más próxima, a la derecha. Detrás estaba la cocina. El brillo de los números de los relojes digitales de dos hornos y el microondas iluminaban lo suficiente para permitirme ir hasta la puerta basculante que daba al vestíbulo sin chocar contra la nevera o la cocina.
Al pasillo daban unas habitaciones oscuras y la entrada estaba iluminada únicamente por una velita. En una mesa de tres patas y en media luna apoyada en una de las paredes había un altarcito dedicado a la Santa Madre. Una vela votiva en un vaso de color rojo rubí parpadeaba irregularmente en el centímetro de cera que quedaba.
En medio del inconstante latido de la luz, el rostro de porcelana de la imagen de María era el retrato de la pena y no de la gracia. Al parecer, sabía que el residente de la rectoría era más un cautivo del miedo que un capitán de la fe.
Con Orson a mi lado, subí los dos tramos de escalera hasta el segundo piso. El malvado hippie y su pariente de cuatro patas.
El pasillo del segundo piso formaba una L, con el rellano en el punto de unión. El tramo de la izquierda estaba a oscuras. Al final del pasillo, directamente delante de mí, había una escalera plegable abierta que descendía de una trampilla del techo; debía de haber encendida una lámpara en un extremo del ático, aunque sólo un brillo fantasmal descendía por los peldaños de la escalera.
Una luz más fuerte llegaba procedente de una puerta abierta, a la derecha. Crucé el pasillo hasta el umbral, me asomé al interior cautelosamente y me encontré con el austero dormitorio del padre Tom, en el que un crucifijo colgaba encima de una cama sencilla de pino oscuro. El cura no estaba allí; evidentemente había subido al ático. La colcha había sido retirada, las mantas estaban bien dobladas a los pies de la cama, y las sábanas en su sitio.
Las dos lámparas de las mesillas de noche estaban encendidas, lo cual hacía que la zona estuviera demasiado iluminada para mí, aunque me interesaba más el otro extremo del cuarto, donde había un escritorio apoyado en la pared. Bajo la lámpara de bronce con una pantalla de cristal verde, había un libro abierto y una pluma. El libro parecía un diario.
A mis espaldas, Orson emitió un suave gruñido.
Me volví y vi que estaba al pie de la escalera, mirando con suspicacia hacia el ático débilmente iluminado encima de la trampilla abierta. Cuando me miró, levanté un dedo hasta los labios, le ordené callar suavemente y que viniera a mi lado.
Y lo hizo, en lugar de saltar como un perro circense hasta lo alto de la escalera. Por ahora parecía disfrutar de la novedad de la obediencia.
El padre Tom haría bastante ruido al bajar del ático y me alertaría de su llegada con el tiempo suficiente. De todos modos, situé a Orson ante la puerta del dormitorio, desde donde podía ver la escalera.
Protegiéndome la cara de la luz que rodeaba la cama, crucé la habitación hacia el escritorio no sin antes echar un vistazo al otro lado de la puerta abierta del cuarto de baño contiguo. No había nadie.
En el escritorio, además del diario, había una botella llena al parecer de whisky escocés. Junto a la botella, un vaso de doble dosis casi lleno de un líquido dorado. El cura había estado bebiendo a palo seco, sin hielo. O quizá no precisamente bebiendo.
Levanté el diario. La caligrafía del padre Tom era apretada y precisa, como la de una máquina de escribir. Me metí en la zona más oscura de la habitación, porque mis ojos adaptados a la oscuridad necesitaban poca luz para leer, y examiné el último párrafo de la página, que se refería a su hermana. Se había interrumpido en la mitad de una frase:
Cuando llegue el final, no podré salvarme. Sé que no podré salvar a Laura, porque ya no es quien era. Casi se ha ido. Sólo queda de ella la cáscara, y quizás hasta esto ha cambiado. O Dios se ha llevado su alma a Su seno mientras ha dejado su cuerpo habitado por la entidad en que se ha convertido, o Él la ha abandonado. Por consiguiente, también nos abandonará a nosotros. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo porque no tengo nada más por lo que vivir. Y si creo, debo vivir para mi fe y salvar a los que pueda. Si no puedo salvarme a mí o a Laura, al menos puedo rescatar a esas tristes criaturas que vienen a mí para liberarse del tormento y del control. Jesse Pinn o los otros que les dan órdenes pueden matar a Laura, pero ella ya no es Laura, Laura se ha perdido para siempre y no puedo permitir que sus amenazas detengan mi labor. Pueden matarme, pero hasta que lo…
Orson permanecía alerta ante la puerta abierta, vigilando el pasillo. Fui a la primera página del diario y observé que la anotación inicial estaba fechada el primero de enero del mismo año:
Laura esta retenida hace ya más de nueve meses, y yo he perdido toda esperanza de volverla a ver. Si se me da la oportunidad de volverla a ver, debo negarme, Dios me perdone, porque me daría mucho miedo enfrentarme con lo que puede haberse convertido. Todas las noches le pido a la Santa Madre que interceda ante su Hijo para que prive a Laura de los sufrimientos de este mundo.
Para comprender del todo la situación y la condición de su hermana, hubiera tenido que encontrar el volumen o volúmenes anteriores del diario, pero no tenía tiempo de buscarlos.
Sonó un golpe en el ático. Me quedé inmóvil, contemplando el techo, escuchando. Orson, ante el umbral de la puerta, levantó una oreja.
Pasó medio minuto sin que se escuchara otro sonido y volví a centrar mi atención en el diario. Con la sensación de que el tiempo discurre a toda prisa, busqué apresuradamente en el libro y leí al azar.
La mayor parte del contenido hacía referencia a las dudas teológicas y a los tormentos del cura. Se esforzaba a diario en recordar —para convencerse, para implorarse que tenía que recordar— que su fe siempre lo había sostenido y que se perdería irremediablemente si no podía sostener su fe en momentos de crisis. Esos fragmentos eran desagradables y podían haber sido una lectura fascinante por el retrato que proporcionaban de una mente torturada, pero no revelaban nada acerca de la conspiración de Wyvern que había infectado Moonlight Bay. En consecuencia, los examine superficialmente.
Encontré una página y luego otras más en las que la caligrafía del padre Tom se convertía en un garabato. Los fragmentos eran bastante incoherentes, altisonantes y paranoicos, y deduje que debió de haberlos escrito después de haber bebido el suficiente whisky como para hablar balbuciendo.
Más turbadoras aún fueron las anotaciones fechadas el 5 de febrero, tres páginas en las que la elegante escritura era precisa hasta la obsesión.
Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo. Creo en la gracia de Cristo.
Las seis palabras se repetían una línea tras otra, aproximadamente doscientas veces. Ni siquiera una aparecía escrita apresuradamente, cada frase había sido escrita en la página con tanta meticulosidad, que un sello de goma o un tampón no hubieran producido un resultado tan uniforme. Al recorrer estas anotaciones, comprendí la desesperación y el terror que debía de sentir el cura cuando las escribía, como si sus turbulentas emociones hubieran entrado en el papel junto con la tinta, para expandirlas por siempre jamás.
«Creo en la gracia de Cristo».
Me pregunté qué incidente habría llevado al padre Tom el 5 de febrero al borde del abismo espiritual y emocional. ¿Qué debió ver? Me pregunté si quizá lo habría escrito en un momento de apasionado y desesperado conjuro después de experimentar una pesadilla similar a los sueños de violación y mutilaciones que habían atormentado —y por último le habían hecho disfrutar— a Lewis Stevenson.
Seguí pasando páginas y revisando anotaciones y encontré una observación interesante fechada el 11 de febrero. Se hallaba en medio de un pasaje largo y torturado en el que el cura argüía consigo mismo sobre la existencia y la naturaleza de Dios, jugando a ser creyente y escéptico a la vez, y hubiera pasado por encima si mi vista no hubiera tropezado con la palabra grupo.
Este nuevo grupo, en cuya libertad me he comprometido, me da esperanzas precisamente porque es la antítesis del grupo original. En estas nuevas criaturas no hay maldad, ni sed de violencia, ni rabia…
Un grito desesperado procedente del ático desvió mi atención del diario. Fue un sollozo sin palabras, de miedo y de dolor, tan espantoso y patético que reverberó como un gong tremendo a través de mi mente y a la vez me rozó la fibra sensible. La voz parecía la de un niño, quizá de tres o cuatro años, perdido, temeroso y angustiado al mismo tiempo.
A Orson le afectó tanto aquel grito que salió rápidamente del cuarto al pasillo.
El diario del cura era demasiado grande para que entrara en uno de los bolsillos de mi chaqueta. Me lo metí bajo el cinturón de los tejanos, en la región lumbar.
Cuando salí al pasillo tras el perro, lo encontré al pie de la escalera, observando las sombras plegadas y la suave luz procedente del ático de la rectoría. Volvió hacia mí sus expresivos ojos y supe que si hubiera podido hablar, hubiera dicho: «Tenemos que hacer algo».
Este perro peculiar alberga un montón de misterios, posee la mayor inteligencia que un perro puede poseer y con frecuencia tiene un sentido muy definido de responsabilidad moral. Incluso antes de los acontecimientos que escribo. Algunas veces me preguntaba si la reencarnación no sería algo más que una superstición, porque podía imaginar a Orson como un maestro, un policía o hasta una prudente enfermera en una antigua vida, renacidos en un cuerpo más pequeño, peludo y con rabo.
Pensamientos de este tipo me hubieran cualificado como candidato al premio Pia Klick por la excepcional obra en el campo de especulaciones descabelladas. De los verdaderos orígenes de Orson me iba a enterar pronto y, aunque no fueran sobrenaturales, resultarían más sorprendentes que cualquier escenario que Pia Klick y yo, en ferviente colaboración, hubiéramos podido imaginar.
Descendió un segundo grito, y a Orson le afectó tanto que soltó un gemido de angustia demasiado suave para que llegara hasta el ático. Como la vez anterior, la voz que sollozaba parecía la de un niño de corta edad.
Le siguió otra voz, demasiado baja para que pudiera distinguir las palabras. Hubiera asegurado que era la del padre Tom, pero no pude oír su tono con la suficiente claridad para decir si era de consuelo o de amenaza.