El rayo cruzó los ojos del jefe Stevenson tan fugazmente que antes lo hubiera achacado al reflejo de las luces del salpicadero. Pero desde la puesta de sol, había visto monos que no eran monos, un gato que era algo más que un gato, había flotado por misterios que fluían como ríos en las calles de Moonlight Bay, y había aprendido a extraer un significado de lo aparentemente insignificante.
Luego sus ojos perdieron brillo y recuperaron su tono oscuro. La ira se transformó en su voz en una corriente de fondo, mientras la superficie era de un dolor y un desespero grises.
—Todo ha cambiado, todo, y no se puede volver atrás.
—¿Qué ha cambiado?
—Yo ya no soy el mismo. Apenas puedo recordar como era, que clase de hombre era. Se ha perdido.
Observé que estaba hablando tanto para mí como para el mismo, se lamentaba en voz alta por la pérdida que imaginaba.
—No tengo nada que perder. Me han arrebatado todo lo que importa. Soy un muerto que camina, Snow. En eso me he convertido ¿Puedes imaginarte como me siento?
—No.
—Hasta tú con tu vida de mierda, ocultándote del día, saliendo solo por la noche como algunas babosas salen de debajo de las piedras, hasta tú tienes una razón para vivir.
El jefe de policía era un cargo electo en nuestra ciudad, pero a Lewis Stevenson no parecía preocuparle obtener mi voto. Tuve ganas de decirle que se fuera a tomar por el culo, pero existía una diferencia entre no mostrar ningún temor y hacer oposiciones a recibir una bala en la cabeza.
Cuando apartó la cara para mirar la blanca capa de niebla que se deslizaba densa a través del parabrisas, aquel fuego frío volvió a aparecer en sus ojos, una fluctuación más breve y veloz que antes, pero aún más turbadora porque no era imaginaria.
—Tengo unas pesadillas terribles, terribles, llenas de sexo y sangre —confesó bajando la voz como si temiera ser descubierto.
Yo no sabía exactamente que esperaba de la conversación, pero las revelaciones de tormentos personales no encabezaban mi lista de temas probables.
—Empezaron hará un año —continuo—. Al principio una vez por semana, pero luego incrementaron la frecuencia. Entonces, durante un tiempo, a las mujeres de las pesadillas no las había visto en mi vida, solo eran imágenes de la fantasía. Eran como esos sueños que tienes durante la pubertad, chicas de seda tan carnosas y deseables, asequibles… solo que en esos sueños yo no hacía el amor con ellas…
Sus pensamientos parecían arrastrados por una niebla biliosa al territorio más oscuro.
Solo veía su perfil, apenas iluminado y brillante de sudor, y, sin embargo, observé un salvajismo que me hizo desear no tener el privilegio de contemplar el rostro completo.
—En esos sueños, les doy palizas, puñetazos en la cara, puñetazos y puñetazos y puñetazos hasta que no les queda nada en la cara, las estrangulo hasta que la lengua les cuelga de la boca.
Cuando empezó a describir las pesadillas, su voz adquirió un tono espantoso. Ahora, además del miedo, apareció en él una inequívoca excitación perversa, evidente no solo en la voz ronca sino también en la nueva tensión que le atenazaba el cuerpo.
—Y cuando gritan de dolor, me gustan sus quejidos, la agonía en sus rostros, la visión de la sangre. Es delicioso. Excitante. Me despierto temblando de placer, lleno de deseo. Y a veces… aunque ya tengo cincuenta y dos años, gracias a Dios, tengo un clímax durante el sueño o justo cuando me estoy despertando.
Orson se apartó de la reja de seguridad y se retiró al asiento trasero.
A mi también me hubiera gustado poner más distancia entre Lewis Stevenson y yo. El coche patrulla parecía cerrarse a nuestro alrededor, como si lo estuviera aplastando una de aquellas tremendas trituradoras hidráulicas.
—Luego Louisa, mi mujer empezó a aparecer en los sueños y así mismo mis dos… mis dos… hijas Janine y Kyra. Me tienen mucho miedo en los sueños, y yo les doy pie, porque su terror me excita. Me disgusta pero… pero también me hace estremecer de emoción lo que hago con ellas, a ellas.
Su voz traslucía ira, desespero y una excitación perversa, que se manifestaba en la profunda respiración, en la inclinación de los hombros, y en la sutil y horrible reconstrucción de su rostro, todavía de perfil. Y entre todos esos poderosos deseos en conflicto que estaban en guerra para controlar su mente, subyacía la desesperada esperanza de que podría evitar hundirse en el abismo de locura y salvajismo en cuyo borde se balanceaba tan precariamente. Y esa esperanza la expresaba tan claramente en la angustia de la voz y del semblante, como expresaba la ira, el desespero y sus depravadas necesidades.
—Las pesadillas eran tan terribles, lo que hacía en ellas tan enfermizo y espantoso, tan repulsivo, que comencé a tener miedo de ir a dormir. Permanecía despierto hasta que caía agotado, hasta que la cafeína ya no me tenía de pie, hasta que ni siquiera un cubo de hielo en la nuca podía impedir que se me cayeran los ojos de sueño. Luego, cuando al fin me quedaba dormido, los sueños eran más intensos que otras veces, como si el agotamiento me introdujera en un sueño sonoro, en una oscuridad más profunda todavía, donde habitaban los peores monstruos. Animales en celo y carnicerías, incesantes y vívidas, los primeros sueños que soñaba en color, en unos colores y sonidos muy intensos, con sus lamentos y mis respuestas despiadadas, sus gritos y sollozos, sus convulsiones y estertores de muerte cuando me metía dentro y les arrancaba la garganta a dentelladas.
Lewis Stevenson veía esas terribles imágenes donde yo sólo podía ver la niebla agitándose perezosamente, como si el parabrisas fuera una pantalla en la que se proyectaran sus demenciales fantasías.
—Y después… Dejé de luchar contra el sueño. Durante un tiempo, los soporté. Luego, no puedo recordar la noche precisa, los sueños dejaron de producirme terror y se convirtieron en algo absolutamente delicioso, mientras poco antes me inspiraban muchos más sentimientos de culpa que placer. Aunque al principio no lo podía admitir, empecé a esperar el momento de ir a la cama. Aquellas mujeres eran muy preciadas para mí cuando estaba despierto, pero cuando dormía… entonces… entonces me estremecía ante la oportunidad de envilecerlas, humillarlas, torturarlas de manera inimaginable. Ya no me despertaba lleno del temor que antes me provocaban esas pesadillas… sino con un extraño arrobamiento. Me echaba en la oscuridad y me decía que estaría muy bien cometer esas atrocidades en la realidad, cuando me sentía así en sueños. En cuanto pensé en convertir en realidad mis sueños, empecé a ser consciente del enorme poder que fluía de mi interior y me sentí libre, extraordinariamente libre, como nunca me había sentido. Lo cierto es que me parecía vivir con unas enormes esposas de acero, envuelto en cadenas, arrastrando bloques de piedra. Y dar rienda suelta a esos deseos no sería criminal ni tendría una dimensión moral, fuera la que fuera. No existía nada mejor o peor. Ni bueno ni malo. Solo tremendamente liberador.
O el aire en el coche patrulla se había viciado o me ponía enfermo pensar que estaba inhalando los mismos vapores que el jefe exhalaba, no estoy seguro. Tenía la boca llena de un sabor metálico, como si hubiera estado chupando una pluma, y el estómago se me retorció en un nudo frío como una roca del ártico mientras el corazón se cubría de hielo.
Ignoraba la razón por la que Stevenson quería compartir sus problemas anímicos conmigo, pero tuve la premonición de que esas confesiones eran solo el preludio de una espantosa revelación que nunca hubiera querido oír. Quise silenciarlo antes de que me revelara el último secreto, aunque era obvio que un poderoso impulso le empujaba a contarme esas horribles fantasías, quizá porque yo era el primero con el que se había atrevido a desahogarse. La única manera de hacerle callar era matándolo.
—Últimamente —continuó con un murmullo lleno de deseo que me alteraría el sueño durante el resto de mi vida—, todos los sueños se centran en mi nieta Brandy. Tiene diez años. Es una niña preciosa. Preciosa. Esbelta y bonita. Las cosas que le hago en sueños… Ah, las cosas que hago. No puedes imaginar que brutalidad más despiadada. Que inventiva tan exquisita y perversa. Y cuando me despierto, estoy eufórico. Me siento trascendente. Embelesado. Me echo en la cama, al lado de mi mujer, que duerme ignorante de los extraños pensamientos que me obsesionan, que no tiene la posibilidad de conocerlos, y rozo el poder, soy consciente de que la libertad absoluta me es asequible cada vez que deseo aprehenderla. En cualquier momento. La semana que viene. Mañana. Ahora.
Sobre nuestras cabezas, el silencioso laurel empezó a hablar en rápida sucesión cuando sus apuntadas lenguas verdes temblaron con el peso de la niebla condensada. Se desprendió de una única nota acuosa y yo sentí una crispación ante el repentino rataplán de gruesas gotitas que golpearon el coche, sorprendido casi de que lo que se deslizaba por el parabrisas y por la carrocería no fuera sangre.
Cerré la mano derecha alrededor de la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Después de lo que Stevenson me había contado, me costaba imaginar las circunstancias en las que me iba a permitir salir vivo del coche. Me moví ligeramente en el asiento, el primero de unos cuantos pequeños movimientos que haría para no despertar sus sospechas y con los que me pondría en posición de dispararle a través de la chaqueta sin tener que sacar el arma del bolsillo.
—La semana pasada —murmuró el jefe—, Kyra y Brandy vinieron a comer con nosotros, me costaba mucho apartar los ojos de la niña. Cuando la miraba, la veía desnuda, como en los sueños. Tan esbelta. Tan frágil. Vulnerable. Me empezó a excitar su vulnerabilidad, su ternura, su debilidad, y tuve que reprimirme ante Kyra y Brandy. Ante Louisa. Quería… quería… necesitaba…
De repente me sobresaltó un sollozo: olas de pena y desespero volvieron a inundarle, como las que le habían inundado cuando había empezado a hablar. Su pavorosa necesidad, su obsceno deseo, se ahogaban en aquella marea de sufrimiento y autodestrucción.
—Una parte de mí quiere matarse —dijo Stevenson— pero solo la parte más pequeña, la parte más pequeña y débil, el fragmento que todavía queda del hombre que fui. El predador en el que me he convertido nunca se matará. Nunca. Está demasiado vivo.
Cerró la mano izquierda en un puño, se lo llevó a la boca abierta y se lo puso entre los dientes; mordió con tanta fiereza los dedos cerrados que no me hubiera sorprendido que hubiera brotado sangre, y mordía y sofocaba los sollozos más dolorosos que había oído en mi vida.
En la nueva persona en que se había convertido Lewis Stevenson, no había nada de la calma y rectitud que le convirtieron en la imagen de la autoridad y la justicia. Al menos no aquella noche, no en ese humor sombrío que le atormentaba. Una emoción destemplada parecía recorrerle, corrientes dispares, sin intervalos de aguas tranquilas, con las mareas siempre en movimiento, batiendo.
La piedad ocupó el espacio del temor y estuve a punto de alargar la mano hasta su hombro para consolarlo, pero me reprimí porque sentí que el monstruo que había estado escuchando hacía un instante no se había desvanecido ni estaba encadenado.
Apartó el puño de la boca y giró el rostro hacia mí. Un rostro desencajado por un tormento de tal calibre, por una agonía del corazón y de la mente tal, que tuve que apartar la vista.
Él también la apartó y la fijó de nuevo en el parabrisas y cuando el laurel derramó otro puñado de niebla liquida, los sollozos se fueron dilatando hasta que pudo volver a hablar.
—Desde la semana pasada he estado dando excusas para no visitar a Kyra, para no acercarme a Brandy —al principio un temblor distorsionó sus palabras, pero desapareció rápidamente y fue reemplazado por la hambrienta voz del troll desalmado—. Algunas veces, por la noche, cuando me domina este endemoniado humor, cuando en mi interior aparece una sensación fría y hueca y quiero gritar y no parar nunca de gritar, pienso en cómo voy a llenar ese vacío. La única manera de detener esta horrible sensación que me roe las entrañas… es hacer lo que me hace feliz en los sueños. Y voy a hacerlo. Más pronto o más tarde. Lo haré. Más pronto o más tarde —la marea de emociones se había transformado de un sentimiento de culpa y de angustia a un regocijo tranquilo y demoníaco—. Voy a hacerlo y lo haré. He estado buscando niñas de la edad de Brandy, de nueve o diez años, tan esbeltas como ella, tan bonitas como ella. Estaré a salvo si empiezo con alguna que no tenga ninguna relación conmigo. A salvo, pero no menos satisfecho. Me sentiré bien. Me sentiré muy bien, el poder, la destrucción, abriré los grilletes que me sujetan a la vida, superare los muros, seré totalmente libre, totalmente libre por fin. Morderé a esa niña cuando esté a solas conmigo, la morderé y la morderé. En sueños les lamo la piel, que tiene un gusto salado y luego las muerdo y siento sus gritos vibrando en mis dientes.
Aún bajo la mortecina luz, observé las maniacas pulsaciones latiendo en sus sienes. Tenía los músculos de las mandíbulas abultados y el extremo de la boca se retorcía con excitación. Parecía más animal que humano o algo menos que ambas cosas.
Cerré la mano en la Glock con tanta fuerza que me dolió el brazo hasta el hombro. De pronto me di cuenta de que había deslizado el dedo hasta el gatillo y que corría el peligro de disparar un tiro involuntariamente, porque todavía no había ajustado perfectamente mi posición para dirigir el orificio del arma hacia Stevenson. Haciendo un considerable esfuerzo, retiré el dedo del gatillo.
—¿Y qué ha pasado para que le guste todo esto? —pregunté.
Al girar la cabeza la efímera luz brilló de nuevo en sus ojos. Su mirada, cuando el brillo de los ojos se apagó, era oscura y sanguinaria.
—Un chico trabajador —dijo misteriosamente—. Un chico trabajador que no tendría que morir.
—¿Por qué me ha contado esos sueños y lo que le va a hacer a una niña?
—Porque, maldito hippie, te acabo de dar un ultimátum y quiero que comprendas lo serio que es esto, lo peligroso que soy, lo poco que tengo que perder y lo mucho que disfrutaré destripándote si se da el caso. Hay otros que no quieren que te toque.
—Por mi madre.
—¿Así que ya lo sabes?
—No sé lo que significa ¿Qué tuvo que ver mi madre en todo esto?
—Hay otros que no quieren tocarte y que tampoco quieren que te toque yo. Pero si tengo que hacerlo, lo haré. Si sigues metiendo la nariz te abriré el cráneo, te arrancaré el cerebro y lo echaré a la bahía para alimento de los peces. ¿Crees que no lo haría?
—Le creo —contesté con sinceridad.
—Como el libro que escribiste fue un éxito quizá puedas hacer que ciertos periodistas te escuchen. Si haces alguna llamada e intentas propagar este problema, me meteré primero con esa puta y le retorceré las entrañas.
La referencia a Sasha me enfureció, pero a la vez me sobresaltó tanto que me quedé en silencio.
Estaba claro que la advertencia de Roosevelt Frost había sido solo un aviso. Esta era la amenaza de la que Roosevelt, a exigencias del gato me había prevenido. La palidez había desaparecido del rostro de Stevenson y había sido sustituida por una afluencia de color como si en el momento en que había decidido someterse a sus sicóticos deseos, el frío y los espacios vacíos de su interior se hubieran llenado con fuego.
Alargó la mano al salpicadero y desconectó la calefacción del coche.
Ese hombre se iba a llevar a una niña antes de la próxima puesta de sol.
Hallé la suficiente seguridad en mi mismo para continuar preguntando mientras le apuntaba con la pistola que llevaba en el bolsillo.
—¿Dónde esta el cuerpo de mi padre?
—En Fort Wyvern. Tienen que hacerle la autopsia.
—¿Por qué?
—No necesitas saberlo. Para poner punto y final a esta estúpida cruzadita que has empezado, te diré que lo mató un cáncer. Un tipo de cáncer. No hay nadie de quien tengas que vengarte, como le dijiste a Angela Ferryman.
—¿Por qué debería creerle?
—Porque puedo matarte con tanta facilidad como darte una respuesta, así es que ¿por qué iba a mentir?
—¿Qué está pasando en Moonlight Bay?
El jefe Stevenson emitió una risita parecida a esas que se oyen detrás de las paredes de un manicomio. Como si la perspectiva de una catástrofe le divirtiera, se enderezó en el asiento y pareció engordar cuando contestó.
—Toda la ciudad se va a ir derecha al infierno y el viaje será increíble.
—No es una respuesta.
—Es todo lo que me sacarás.
—¿Quién mato a mi madre?
—Fue un accidente.
—Lo creía hasta esta noche.
Su sonrisita torcida, tan fina como una hoja de afeitar, se ensanchó.
—Está bien. Una cosa más si insistes. Tu madre fue asesinada, tal como sospechas.
El corazón me empezó a rodar, me pesaba tanto como una rueda de piedra.
—¿Quién la asesino?
—Ella misma. Ella misma se mató. Se suicidó. Puso el Saturno a más de cien y se metió de cabeza en el estribo del puente. No fue un fallo mecánico. El acelerador no se clavó. Eso solo fue una historia que nosotros fabricamos para encubrirlo.
—Estás mintiendo, hijo de puta.
Despacio, muy despacio, Stevenson se humedeció los labios, como si encontrara dulce su sonrisa.
—No miento Snow. ¿Y sabes algo? Si hace dos años hubiera sabido lo que me iba a pasar, hasta que punto iban a cambiar las cosas, yo mismo habría matado a tu vieja. La hubiera matado porque formaba parte de todo eso. Me la hubiera llevado a algún sitio, le hubiera arrancado el corazón, le hubiera rellenado el pecho de sal y la hubiera quemado en una estaca que es lo que se hace para estar seguro de que una bruja está muerta. Porque ¿qué diferencia existe entre lo que ella hizo y la maldición de una bruja? ¿Ciencia o magia? ¿Qué importa cuando el resultado es el mismo? Entonces no sabía lo que iba a suceder, lo que ella había hecho, así que me evitó el problema, apretó el acelerador y se incrustó en medio metro de cemento.
Me subió una nausea aceitosa porque había oído la verdad en su voz. Solo comprendí una fracción de lo que estaba diciendo y, sin embargo, fue demasiado.
—No tienes nada de que vengarte, hippie. Nadie asesino a tus padres. De hecho según como lo mires, lo hizo tú vieja, se mató ella y mató a tu viejo.
Cerré los ojos. No podía soportar mirarlo, sobre todo porque había confesado que la muerte de mi madre le había dado una satisfacción y porque creía —¿con razón?— que se había hecho justicia.
—Y ahora quiero que vuelvas a tu roca y vivas allí el resto de tus días. No podemos permitir que esto se propague. Si el mundo descubre lo que ha sucedido aquí, si lo de Wyvern y nosotros trasciende, los de afuera pondrán en cuarentena a todo el condado. Lo sellarán, matarán hasta el último de nosotros, quemarán todos los edificios, envenenarán a los pájaros, a los coyotes y a los gatos caseros, y luego es probable que lancen algunas bombas nucleares como medida de seguridad. Y todo sería para nada porque la plaga ya se ha extendido más allá de este lugar hasta el otro extremo del continente y más lejos aún. Nosotros somos la fuente original, los efectos son más llamativos aquí y se multiplican rápidamente aunque ahora se irá extendiendo sin nosotros. Y claro, ninguno está dispuesto a morir porque lo exija uno de esos políticos chupópteros.
Cuando abrí los ojos observé que había levantado la pistola y me estaba apuntando con ella. El orificio estaba a poco más de medio metro de mi cara. Mi única ventaja era que él no sabía que iba armado; una significativa solo si yo era el primero en apretar el gatillo.
Sabía que no daría demasiados resultados pero de todos modos intenté discutir con él, quizá también porque era la única manera de olvidar lo que acababa de revelarme de mi madre.
—Oiga, por Dios hace tan solo unos minutos decía que no tenía ninguna razón para vivir. Cualquier cosa que suceda aquí, quizá si le ayudamos.
—Estaba de mal humor —me interrumpió con rudeza—. ¿Es que no me has oído, hippie? Te he dicho que estaba de mal humor. De un humor muy desagradable. Pero ahora he cambiado. Estoy mejor. Estoy en disposición de ser lo que quiera, de abrazarme a lo que me estoy convirtiendo en lugar de intentar resistirme. Cambio, compañero. Es lo que pasa, ya sabes. Cambio, glorioso cambio, todo cambia, siempre y para siempre, cambio. El nuevo mundo que se aproxima va a ser deslumbrante.
—Pero no podríamos…
—Si aclaras el misterio y se lo dices al mundo, estarás cantando tu propia sentencia de muerte. Y estarás matando a tu putita sexy y a todos tus amigos. Y ahora sal del coche, coge tu bici y lleva tu flaco culo a casa. Entierra las cenizas que Sandy Kirk ha escogido para ti. Y luego, si no puedes vivir sin saber más, si te pica mucho la curiosidad, baja unos días a la playa, toma el sol y consigue un jodido bronceado.
No podía creer que iba a soltarme.
—El perro se queda conmigo —dijo entonces.
—No.
Hizo un gesto con la pistola.
—Fuera.
—Es mi perro.
—Es el perro de nadie. Sin discusión.
—¿Qué quiere hacer con él?
—Darle una lección.
—¿Qué?
—Me lo voy a llevar al garaje municipal. Hay allí una máquina de cortar madera, para podar árboles.
—No irá.
—Meteré una bala en la cabeza del chucho.
—No.
—… Lo echaré en la máquina…
—Déjele salir del coche ahora.
—… Meteré en una bolsa los restos que salgan por el otro extremo y te la dejaré en tu casa como recuerdo.
Al mirar a Stevenson observé que no era un hombre que había cambiado. No era el mismo hombre en absoluto. Era alguien nuevo. Alguien que había nacido del antiguo Lewis Stevenson, como una mariposa de la crisálida, excepto que esta vez el proceso se había invertido: la mariposa se había convertido en crisálida y de ella había salido un gusano. La metamorfosis de pesadilla se había dilatado durante un tiempo y había culminado ante mis ojos. Lo último del antiguo jefe se había ido para siempre y la persona a la que ahora estaba desafiando se conducía por la necesidad y el deseo, tenía inhibida la conciencia y ya no era capaz de sollozar como lo había hecho hacía solo unos minutos. Y era tan mortífera como nada o nadie en la faz de la tierra.
Si llevaba la infección de un laboratorio de ingeniería que podía inducir a tales cambios, ¿qué me iba a pasar ahora a mí?
Se me encogió el corazón y sentí unas fuertes punzadas una tras otra.
Aunque no me había imaginado nunca que sería capaz de matar a otro ser humano, pensé que podía disparar contra ese hombre porque tenía que salvar no solo a Orson sino a mujeres y niñas desconocidas que él intentaría atraer hasta su pesadilla.
—Dejé salir al perro del coche ahora —dije con un tono de voz más acerado de lo que esperaba.
Su rostro, con una expresión de incredulidad, se deformó con esa sonrisa familiar de serpiente cascabel.
—¿Te has olvidado de quién es el poli? ¿Eh hippie? ¿Has olvidado quién lleva el arma?
Si disparaba el arma podía no matar instantáneamente a ese hijo de puta, aunque estuviera tan cerca Y si el tiro le acertaba en el corazón, podía disparar por reflejo y a una distancia que no llegaba a dos pies no podía errar el tiro.
—Bueno, está bien ¿quieres mirar mientras lo hago? —preguntó rompiendo el silencio.
Se giró en su asiento, metió el cañón del arma en uno de los tramos de la rejilla de acero y disparó al perro.
La descarga hizo vibrar el coche y Orson emitió un quejido.
—¡No! —grité.
Mientras Stevenson retiraba el arma de la rejilla, le disparé. El proyectil hizo un agujero en mi chaqueta de cuero y le desgarro el pecho. Disparó alocadamente al techo. Le volví a disparar, esta vez en la garganta, la bala salió por la nuca e hizo astillas la ventanilla del coche.