Como una escultura egipcia en el sepulcro de un faraón, el inmóvil gato parecía dispuesto a pasar la eternidad en el brazo del sofá.
Sólo era un gato, pero yo me sentía incómodo dándole la espalda al animal. Me trasladé a la silla situada frente a Roosevelt Frost, desde la que podía dominar, a mi derecha, todo el salón y el sofá en su extremo.
—¿Desde cuándo tiene un gato? —pregunté.
—No es mío. Está de visita.
—Creo que lo he visto antes.
—Sí.
—¿Y él se lo ha contado todo, eh? —dije con cierto tono burlón.
—Mungojerrie y yo hemos hablado, sí —confirmó Roosevelt.
—¿Quién?
Roosevelt hizo un gesto hacia el gato en el sofá.
—Mungojerrie —deletreó el nombre.
Un nombre exótico y curiosamente familiar. Como soy hijo de mi padre en algo más que en la sangre y en el nombre, sólo requerí un momento para reconocer la fuente.
—Es uno de los gatos de Old Possum’s Book of Practical Cats, de T. S. Eliot.
—La mayor parte de los nombres de esos gatos proceden del libro de Eliot.
—¿Esos gatos?
—Los nuevos gatos como Mungojerrie.
—¿Nuevos gatos? —pregunté, esforzándome por seguirle.
—Prefieren esos nombres. No podría decirte por qué o cómo los han obtenido. Conozco a un tal Rum Tum Tugger, a un Rumpelteazer, Coricopat y Growltiger —contestó Roosevelt, en lugar de explicarme lo que había querido decir.
—¿Prefieren? Lo dice como si ellos eligieran sus nombres.
—Más o menos —repuso Roosevelt.
—Todo esto es extraordinario —comenté, meneando la cabeza.
—Después de todos estos años de comunicación con los animales, a veces también lo considero extraordinario.
—Bobby Halloway cree que recibió demasiados golpes en la cabeza.
Roosevelt sonrió.
—No es el único. Aunque yo fui jugador de fútbol, ya sabes, y no boxeador. ¿Y tu qué piensas, Chris? ¿Tengo medio cerebro de gelatina?
—No, señor —admití—. Es usted la persona más perspicaz que he conocido.
—Por otro lado, la inteligencia y la poca coherencia no se excluyen mutuamente. ¿Verdad?
—He conocido a demasiados académicos colegas de mis padres para discutírselo.
En la sala, Mungojerrie seguía observándonos, desde su silla, Orson no perdía de vista al gato, no con el típico antagonismo canino sino con considerable interés.
—¿Te he contado alguna vez como me metí en esto de la comunicación con los animales? —quiso saber Roosevelt.
—No señor. Y yo nunca se lo he preguntado —señalar tal excentricidad me habría parecido tan descortés como mencionar un defecto físico, así es que siempre había fingido aceptar este aspecto de Roosevelt como si fuera algo natural.
—Bien —dijo—, hace unos nueve años tenía aquel perro tan grande, Sloopy, negro y tostado, sería la mitad de Orson. De raza indefinida, pero era especial.
Orson había desviado su atención del gato a Roosevelt.
—Sloopy tenía un carácter extraordinario. Era juguetón y de buen temperamento, no había nada malo en él. De pronto su carácter cambió. Se volvió introvertido, nervioso, hasta deprimido. Tenía ya diez años, no era un cachorro, así que lo llevé a hacerle una revisión y temí que iba a oír el peor de los diagnósticos. Sin embargo, el examen no reveló que padeciera ninguna enfermedad. Sloopy tenía un poco de artritis, algo que conoce muy bien un añoso ex defensa con rodillas de futbolista, aunque no la suficiente para inhibirle, y esto fue lo único que le encontraron. Y, sin embargo, semana tras semana se iba retrayendo.
Mungojerrie se había movido. Salto del brazo del sofá al respaldo y se aproximaba sigilosamente.
—Un día —continuó Roosevelt—, leí uno de esos relatos de interés humano en el periódico acerca de esa mujer de Los Angeles que decía que se comunicaba con las mascotas. Se llamaba Gloria Chan. Participaba en charlas televisivas, aconsejaba a personas que tenían problemas con sus animales y había escrito un libro. El tono sabiondo del periodista presentaba a Gloria como la típica loca de Hollywood. Es probable que la encasillara. Ya sabes que cuando acabó mi carrera de futbolista, hice algunas películas. Conocí a muchas celebridades, actores, estrellas del rock, comediantes. También productores y directores. Algunos eran tipos encantadores pero, con franqueza, muchos de ellos y muchas de las personas que les rondaban eran unos locos de mierda a los que nunca te hubieras acercado a menos que llevaras un arma escondida.
Tras recorrer el sofá, el gato bajó al brazo más próximo. Se encogió, los músculos tensos, la cabeza gacha e inclinada hacia delante, las orejas aplastadas contra el cráneo, como si estuviera dispuesto a hacer una carrera para cruzar los dos metros de distancia entre el sofá y la mesa.
Orson permanecía en alerta, concentrado en Mungojerrie, en Roosevelt y en las galletas prohibidas.
—Yo tenía negocios en Los Angeles —dijo Roosevelt—, así que me llevé conmigo a Sloopy. Cogimos el barco y cruzamos la costa. Entonces no tenía el Nostromo. Navegaba en un chris-craft Roamer de sesenta pies, muy suave. Lo dejé anclado en Marina del Rey, alquilé un automóvil porque esos asuntos iban a llevarme dos días. Había conseguido el número de Gloria a través de unos amigos del negocio del cine y ella accedió a recibirme. Vivía en Palisades y allí me dirigí con Sloopy a última hora de la mañana.
El gato, en el brazo del sofá, permanecía inmóvil, dispuesto a saltar. Tenía los músculos más tensos que antes. Una pequeña pantera gris.
Orson estaba rígido, tan inmóvil como el gato. Emitió un sonido fino, agudo, de ansiedad, y luego se quedó en silencio.
—Gloria era una chino-americana de cuarta generación. Pequeña, parecía una muñeca. Y hermosa, hermosa de verdad. Rasgos delicados, ojos enormes. Algo parecido a lo que un Miguel Ángel chino hubiera tallado en un luminoso jade. Te esperabas oír una voz infantil, en cambio era como la de Lauren Bacall: una voz profunda de fumadora saliendo de aquella delicada mujer. A Sloopy le gusto al instante. Antes de darme cuenta, lo sentó en su regazo, cara a cara, le habló y lo acarició. Luego me dijo qué le pasaba.
Mungojerrie saltó del brazo del sofá y no fue al pequeño comedor sino al escritorio, y luego corrió desde el escritorio al asiento de la silla que yo había abandonado cuando me había cambiado de sitio para no perderlo de vista.
En ese instante Orson y yo sufrimos una crispación simultánea.
Mungojerrie se sentó con las patas traseras apoyadas en la silla, las delanteras en la mesa y se quedó mirando fijamente a mi perro.
Orson volvió a emitir ese sonido breve, fino y ansioso, y no apartó los ojos del gato.
Roosevelt, sin preocuparse del gato, siguió hablando.
—Gloria me dijo que Sloopy estaba deprimido principalmente porque yo ya no pasaba tanto tiempo con él. «Sales con Helen —dijo—, y Sloopy sabe que no gusta a Helen. Cree que vas a tener que elegir entre él y Helen, y sabe que la elegirás a ella». Bueno, hijo, me quedé atónito al escuchar todo eso, porque era cierto que yo salía con una mujer llamada Helen aquí en Moonlight Bay, pero Gloria Chan no podía conocerla. Y yo estaba obsesionado con Helen, pasaba con ella la mayor parte de mi tiempo libre, y a ella no le gustaban los perros, lo que significaba que siempre dejaba solo a Sloopy. Yo creía que acabaría gustándole Sloopy, porque ni Hitler hubiera sido capaz de no sentir ternura por ese perrillo. Pero cuando esto salía a colación, Helen se volvía tan agria conmigo como cuando se le acercaba un perro, aunque yo esto todavía no lo sabía.
Mungojerrie, mirando fijamente a Orson, enseñó los dientes.
Orson se contrajo en la silla, como si temiera que el gato fuera a lanzarse hacia él.
—Luego Gloria me dijo otras cosas que preocupaban a Sloopy; una de ellas era la furgoneta Ford que había comprado. Su artritis no era grave. Pero el pobre perro no podía entrar y salir de la camioneta con tanta facilidad como lo hacía en el coche y temía romperse un hueso.
El gato, siempre inmóvil, emitió un silbido y siguió enseñando los dientes.
Orson retrocedió y se le escapó un sonido de ansiedad que mantuvo brevemente, como una ráfaga de vapor que sale silbando de una tetera.
Inconsciente de la escena felino-canina, Roosevelt siguió hablando.
—Gloria y yo cominos y pasamos toda la tarde charlando de su trabajo en la comunicación con los animales. Me confesó que no poseía un talento especial, que no se trataba de ningún dislate psíquico paranormal, sino de la sensibilidad hacia otras especies que todos poseemos pero que tenemos reprimida. Me dijo que todo el mundo puede hacerlo, que yo podía hacerlo si aprendía las técnicas y le dedicaba el tiempo suficiente, lo cual me pareció descabellado.
Mungojerrie volvió a silbar, esta vez con mayor ferocidad, y de nuevo Orson se echó hacia atrás. Luego observé que el gato sonreía o mostraba algo parecido a una sonrisa, como hacen los gatos.
Y más extraño aún, me pareció que la cara de Orson se transformaba en una amplia sonrisa, lo cual no requiere demasiada imaginación porque todos los perros pueden sonreír. Jadeó con felicidad, sonrió al gato sonriente, como si su enfrentamiento hubiera sido una broma divertida.
—Y yo te pregunto, hijo, ¿quién no hubiera deseado aprender todas esas cosas? —dijo Roosevelt.
—¿De veras? —repliqué aturdido.
—Gloria me enseñó durante meses y meses. A veces era muy frustrante, pero finalmente conseguí ser tan bueno como ella. El primer gran obstáculo es creer que lo puedes hacer enseguida. Tienes que superar tus dudas, tu cinismo, todos tus conceptos preconcebidos acerca de lo que es posible y lo que no lo es. Lo más difícil de todo es dejar de preocuparte de parecer un loco, porque el temor a las humillaciones te limita. Mucha gente no lo puede superar y a mí me sorprendió que pudiera hacerlo.
Orson se desplazó hacia delante en su silla, se inclinó sobre la mesa y enseñó los dientes a Mungojerrie.
Los ojos del gato se abrieron con temor.
En silencio, pero amenazador, Orson hizo rechinar los dientes.
—Sloopy murió tres años después. Dios, cómo lo sentí. Pero lo más hermoso y fascinante de aquellos tres años fue estar en armonía con él —dijo Roosevelt con su profunda voz llena de añoranza.
Orson, todavía enseñando los dientes, gruñó suavemente a Mungojerrie y el gato gimoteó. Orson volvió a gruñir, el gato lanzó un lastimero maullido del más genuino temor… y luego ambos rieron.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —pregunté.
Orson y Mungojerrie se mostraron perplejos ante el nervioso temblor en mi voz.
—Se están divirtiendo —explicó Roosevelt.
Yo le hice un guiño. A la luz de las velas, su rostro brillaba como teca oscurecida y barnizada.
—Han estado burlándose de sus estereotipos —comentó.
Me resultó difícil creer que le había oído bien. Considerando que debía de haber entendido mal sus palabras, iba a necesitar mangueras a presión y desagües de plomo para limpiarme las orejas.
—¿Burlándose de sus estereotipos?
—Sí, eso es —meneó la cabeza en sentido afirmativo—. Claro que ellos no lo dirían en estos términos, pero eso es lo que están haciendo. Se supone que los perros y los gatos han de ser hostiles. Los tíos se están divirtiendo mofándose de estos prejuicios.
Roosevelt me sonrió tan estúpidamente como el perro y el gato. Sus labios eran de un rojo tan oscuro que prácticamente parecían negros, y sus dientes tan grandes y blancos como terrones de azúcar.
—Señor —le dije—, me retracto de lo que he dicho antes. Tras una cuidadosa reconsideración, he decidido que está completamente loco, pasado de rosca al máximo.
De nuevo meneó la cabeza y me sonrió. De pronto, como los oscuros rayos de una luna negra, su rostro cobró una expresión demencial.
—No tendrías ningún maldito problema si yo fuera blanco —y mientras alargaba la última palabra, dio un fuerte puñetazo en la mesa, de tal magnitud que las tazas de café temblaron en sus platos y a punto estuvieron de volcar.
Su acusación me dejó atónito. Jamás había oído que mis padres hablaran con desden de otras etnias o hicieran declaraciones racistas, crecí sin prejuicios. Además, si existía en este mundo el colmo de los parias, ese era yo. Yo era una minoría de minorías, la minoría de uno. La Lombriz Nocturna, como algunos bravucones me habían llamado cuando era pequeño, antes de conocer a Bobby y tener a alguno de mi lado. Yo no era albino y tenía pigmento en la piel, pero a los ojos de muchos era más raro que Bo Bo, el chico Cara de Perro. Para otros estaba sucio, contaminado como si mi vulnerabilidad genética a la luz ultravioleta pudiera contagiarse a los demás con un estornudo, y algunos me temían y despreciaban más que hubieran temido y despreciado al hombre sapo de tres ojos en una exhibición de feria de monstruos marinos, sólo porque yo vivía en la puerta de al lado.
Roosevelt Frost se alzó ligeramente de su asiento, se inclinó hacia el otro lado de la mesa y alzó un puño mayor que un melón. Se dirigió a mí con una hostilidad que me dejó atónito, mareado.
—¡Racista! ¡Eres un hipócrita hijo de puta racista!
—¿Cuándo me ha importado la raza? ¿Cómo podría importarme? —respondí con una voz apenas audible.
Me dio la sensación de que iba a alargarse hasta el otro extremo de la mesa, arrancarme de la silla y estrangularme hasta que la lengua me rozara los zapatos. Me enseñó los dientes y me lanzó un gruñido, como un perro, igual que un perro, sospechosamente como un perro.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —pregunté, aunque esta vez me dirigí al perro y al gato.
Roosevelt me lanzó otro gruñido y cuando me lo quedé mirando con la boca abierta y expresión estúpida, dijo.
—Vamos, hijo, si no puedes insultarme, al menos lánzame un gruñidito. Lánzame un gruñidito. Vamos, hijo, puedes hacerlo.
Orson y Mungojerrie me contemplaban expectantes.
Roosevelt emitió otro gruñido dándole una inflexión interrogadora al final, luego le devolví el gruñido. Gruñó más fuerte que antes y yo también lo hice.
—Hostilidad. Perro y gato. Blanco y negro. Acabamos de divertirnos un poco burlándonos de los estereotipos —dijo con una amplia sonrisa.
Cuando Roosevelt volvió a sentarse en su silla, mi aturdimiento empezó a dejar paso a una trémula sensación de milagro. Fui consciente de una sutil revelación que sacudiría mi vida para siempre, que me abriría unas dimensiones del mundo que ni siquiera podía imaginar, pero aunque me esforcé en agarrarla, esa lucidez permaneció esquiva hasta la exasperación, justo al otro lado del límite de mi búsqueda. Miré a Orson. Sus ojos líquidos, negros como la tinta.
Y a Mungojerrie.
El gato me mostró los dientes.
Orson también.
Un temor frío y desmayado me recorrió las venas, como hubiera expresado el bardo de Avon[6], no porque creyera que el perro y el gato pudieran morderme, sino por lo que significaba la exhibición burlona de los dientes. No fue miedo lo que me hizo temblar, sino una deliciosa sensación helada de prodigio y vertiginosa excitación.
Aunque una actuación así no hubiera concordado con su carácter, me pregunté si Roosevelt habría puesto algo en el café. No brandy, sino algún alucinógeno. En ese momento yo tenía la cabeza más clara y a la vez más confusa que nunca, como si estuviera en un estado alterado de conciencia.
El gato me silbó y yo silbé al gato.
Orson me gruñó y yo le lancé un gruñido.
En el instante más sorprendente de toda mi vida, sentados alrededor de la mesita del comedor, sonriéndonos hombres y animales, recordé esas pinturas encantadoras y vulgares muy populares hacía unos años: escenas de perros jugando al póquer. Solo uno de nosotros era un perro desde luego, y ninguno tenía naipes así que el cuadrito de mi recuerdo no podía aplicarse a la situación, y cuanto más pensaba en ello más próximo estaba a la revelación, a la epifanía, a la comprensión de todas las ramificaciones de lo que había sucedido en aquella mesa hacia unos minutos…
… Y entonces el curso del tren de mis pensamientos sufrió un descarrilamiento debido a un ruido procedente del equipo electrónico de seguridad en la caja junto a la mesa.
Cuando Roosevelt y yo nos volvimos a mirar en la pantalla de video, las cuatro vistas de la pantalla se convirtieron en una. El sistema automático de aproximación se centró en el intruso bajo una tenebrosa luz aumentada por las lentes de visión nocturna.
El visitante estaba rodeado de niebla, a popa en el extremo del brazo del puerto, en el amarradero en el que estaba anclado el Nostromo. Parecía haber venido directamente del periodo Jurásico a nuestra época: poco más de un metro de altura quizá, como un pterodáctilo, con un pico largo y feroz.
Tenía la cabeza tan llena de febriles especulaciones relacionadas con el perro y el gato —y a la vez estaba tan enervado por los otros acontecimientos de la noche— que confundía lo sobrenatural con lo corriente. El corazón se me desbocó. Sentí la boca ácida y seca. Si el shock no me hubiera dejado petrificado, me hubiera puesto de pie como un rayo y hubiera derribado la silla. Transcurrieron cinco segundos y todavía hubiera podido hacer el ridículo, pero Roosevelt me salvó del papelón. Era por naturaleza más ponderado que yo o había vivido tanto tiempo con lo sobrenatural que era más rápido a la hora de diferenciar un espectro genuino de un falso espectro.
—Una garza —dijo—. Dedicándose a la pesca nocturna.
Estaba tan familiarizado con las grandes garzas azules como con cualquier ave que medrara por Moonlight Bay. En cuanto Roosevelt nombró a nuestro visitante, lo reconocí inmediatamente.
«Cancela la llamada al señor Spielberg. No hay película», pensé.
En mi defensa, diría que con su elegante figura y su gracia innegable aquella garza poseía un aura de predador fiero y una fría mirada de reptil que la identificaba como un superviviente de la época de los dinosaurios.
El ave se había posado justo en el borde del embarcadero y observaba el agua intensamente. De repente se inclinó, lanzó la cabeza hacia abajo como un dardo, el pico se clavó en la bahía, sacó un pequeño pescado y echó la cabeza hacia atrás exhibiendo la captura. Algunos mueren para que otros puedan vivir.
Considerando la precipitación con la que había atribuido unas cualidades inexplicables a aquella garza ordinaria, empecé a preguntarme si estaba atribuyendo más significado del que en realidad tenía al reciente episodio del perro y el gato. Lo cierto es que era lógico que dudase. La embestida de la ola de apariciones que se estaba formando se detuvo abruptamente sin romper y una marea de confusión churly-churly se me vino encima de nuevo.
—Desde que Gloria Chan me enseñó la comunicación entre las especies —dijo Roosevelt desviando mi atención de la pantalla—, lo cual significa ser un buen escucha de lo cósmico, mi vida se ha enriquecido inmensamente.
—Buen escucha de lo cósmico —repetí, preguntándome si Bobby sería capaz de ejecutar uno de sus encantadores estribillos con una frase tan cojonuda como esa. Es posible que sus experiencias con los monos le dejaran con un déficit permanente de escepticismo y sarcasmo. Yo esperaba que no fuera así. Aunque el cambio puede ser un principio fundamental del universo, algunas cosas parecen intemporales, entre ellas la insistencia de Bobby en una vida dedicada sólo a cosas tan elementales como la arena, el surf y el sol.
—Me he divertido mucho con todos los animales que han venido aquí durante años —decía Roosevelt, como si fuera un veterinario recordando su carrera dedicada a la medicina animal. Estiró la mano hasta Mungojerrie, le acarició la cabeza y le rascó detrás de las orejas. El gato se restregó en la gran mano del hombre y ronroneó—. Pero estos nuevos gatos que he encontrado los últimos dos años… poseen mayores posibilidades de comunicación —se dirigió a Orson— Y estoy seguro de que tú eres casi tan interesante como los gatos.
Jadeando y con la lengua colgando, Orson puso una expresión de perfecta vacuidad perruna.
Oye, muchacho nunca me has engañado —le aseguró Roosevelt—. Y después de tu jueguecito con el gato de hace un momento, ya puedes dejar de fingir.
Haciendo caso omiso de Mungojerrie, Orson se puso a mirar fijamente las tres galletas que había frente a él, en la mesa.
—Puedes fingir que eres un perro hambriento, puedes fingir que para ti no existe nada más importante que esos bocados, pero yo me doy cuenta.
Con la vista fija en las galletas Orson gimoteó con expresión anhelante.
—Fuiste tú quien trajo a Chris aquí por primera vez, muchacho, ¿por qué viniste sino para hablar? —preguntó Roosevelt.
Una Nochebuena de hacía más de dos años, un mes antes de la muerte de mi madre, Orson y yo habíamos estado dando nuestro paseo nocturno como era habitual. El solo tenía un año entonces. Era juguetón y vivaracho como todos los cachorros, pero no tanto. Cuando contaba un año, no siempre podía reprimir su curiosidad y no siempre se comportaba tan bien como lo hacía después. Estábamos mi perro y yo en la cancha de baloncesto contigua al instituto y yo me dedicaba a hacer lanzamientos. Le decía a Orson que Michael Jordán debería sentirse satisfecho de que yo hubiera nacido con XP y de que no pudiera competir bajo las luces, cuando el chucho, de pronto, se alejó corriendo. Lo llamé varias veces, pero él solo se detuvo un momento para mirarme y luego volvió a alejarse. Cuando me di cuenta de que no iba a volver, no tuve tiempo siquiera de guardar la pelota en la mochila que colgaba del manillar de la bicicleta. Pedaleé tras la fugitiva bola de pelo que me obligó a una salvaje persecución: pasó por calles y avenidas, atravesó el Quester Park, bajó al muelle y luego hasta los amarres y el Nostromo. Aunque raramente ladraba, aquella noche lo hizo con frenesí mientras saltaba del muelle directamente a cubierta más allá del amarre del crucero, y cuando yo me detuve en las húmedas tablas del desembarcadero, Roosevelt ya había salido de la embarcación y estaba acariciando y calmando al perro.
—Querías hablar —le dijo Roosevelt a Orson— Viniste aquí para hablar, pero sospecho que no confías en mí.
Orson bajó la cabeza y clavó la mirada en las galletas.
—Hace dos años sospechaste que quizá yo podía estar implicado con los de Wyvern y decidiste comportarte como un perrito hasta estar seguro.
Orson olisqueó las galletas, volvió a lamer la mesa a su alrededor, como si no fuera consciente de que le estaban hablando.
—Esos nuevos gatos proceden de Wyvern. Algunos son primera generación, los prófugos originales, y otros segundas generaciones que han nacido en libertad —dijo Roosevelt volviendo a centrar en mí su atención.
—¿Animales de laboratorio? —inquirí.
—La primera generación sí lo eran. Ellos y su prole son diferentes de los otros gatos. Diferentes en muchas cosas.
—Son más inteligentes —añadí recordando el comportamiento de los monos.
—Sabes más de lo que creía.
—Ha sido una noche muy activa ¿Hasta qué punto son inteligentes?
—No sé cómo calibrarlo —repuso evasivo—. Pero son más inteligentes y diferentes también.
—¿Por qué? ¿Qué les hicieron?
—Lo ignoro —contestó.
—¿Cómo consiguieron liberarse?
—Eso me pregunto yo también.
—¿Por qué no los han capturado?
—Me estás dando la paliza.
—No se ofenda, pero miente muy mal.
—Siempre me ha pasado —contestó Roosevelt sonriendo—. Oye, hijo, yo tampoco lo sé todo. Sólo lo que los animales me cuentan. Y a ti no te conviene saber demasiado. Cuanto más sepas, cuanto más quieras saber… ya tienes bastante con preocuparte de tu perro y tus amigos.
—Suena a amenaza —dije sin animosidad.
Cuando alzó sus inmensos hombros se creó una corriente de aire.
—Si piensas que he cooperado con ellos en Wyvern, entonces es una amenaza. Si crees que soy tu amigo, entonces es una advertencia.
Aunque deseaba creer a Roosevelt, compartía las dudas de Orson. Me resultaba difícil creer que ese hombre fuera capaz de una traición. Pero estaba en el lado fantástico del espejo mágico, y creía que el rostro verdadero era el rostro falso.
Nervioso por la cafeína, pero con deseos de ingerir más, acerqué la taza a la cafetera y la volví a llenar.
—Lo que puedo decirte —dijo Roosevelt— es que al parecer hay perros y gatos procedentes de Fort Wyvern.
—Orson no es de Wyvern.
—¿De dónde salió?
Apoyé la espalda en la nevera y sorbí un poco de café caliente.
—Nos lo dio un colega de mi madre. Su perra había tenido cachorros y necesitaban encontrar casas para ellos.
—¿Uno de los colegas de tu madre en la universidad?
—Sí. Un profesor de Ashdon.
Roosevelt se me quedó mirando en silencio mientras una terrible sombra de piedad le atravesaba la cara.
—¿Qué? —pregunté, la nota de temblor en mi voz no me gustó.
Abrió la boca para hablar, pero luego se lo pensó mejor y continuó en silencio. De repente fue como si quisiera evitar mis ojos. Él y Orson se concentraron en las malditas galletas.
Al gato no le interesaban las galletas. Me observaba.
Si un gato de oro puro y ojos de diamante, permaneciendo en silenciosa guardia durante milenios en la cámara sagrada de una pirámide bajo un mar de arena, hubiera recuperado la vida de repente ante mis ojos, no hubiera parecido más misterioso que ese gato con su mirada fija y antigua.
—¿No creerás que Orson procede de Wyvern? ¿Por qué le iba a mentir a mi madre uno de sus colegas? —le pregunté a Roosevelt.
Sacudió la cabeza, como si no lo supiera, pero lo sabía muy bien.
Me desorientaba aquella fluctuación entre revelaciones y secretos. No comprendía su juego, no podía captar por qué se comportaba amigablemente y un instante después se negaba a hablar.
Bajo la jeroglífica mirada del gato gris, a la luz temblorosa de las velas, con el aire húmedo más denso por un misterio tan palpable como el incienso, dije:
—Lo que necesita para completar su actuación es una bola de cristal, unos pendientes de aro de plata, un pañuelo de gitano en la cabeza y acento rumano.
Mis palabras no le provocaron una explosión de indignación.
Volví a mi silla ante la mesa e intenté utilizar lo poco que sabía para hacerle creer que sabía más de lo que en realidad conocía. A lo mejor se abría más si pensaba que algunos de sus secretos no eran tales.
—En los laboratorios de Wyvern no solo había gatos y perros. Había monos.
Roosevelt no replicó y siguió evitando mi mirada.
—¿Sabe algo de los monos? —pregunté.
—No —repuso, pero apartó la mirada de las galletas y la dirigió al monitor de la cámara de seguridad.
—Creo que debido a los monos soltó amarras hace tres meses.
Se dio cuenta de que se había delatado al mirar hacia el monitor cuando yo mencioné a los monos y volvió a centrar su atención en las galletas.
Solo había disponibles cien amarres en aguas de la bahía, en la dársena para embarcaciones menores, y casi eran tan apreciados como los del muelle, aunque existía el inconveniente de tener que trasladar arriba y abajo la embarcación amarrada. Roosevelt había subarrendado un espacio a Dieter Gessel, un pescador cuyo palangrero estaba amarrado en la punta norte con el resto de la flota de pesca, pero que tenía un trasto de bote en el amarre para el día que se retirara y comprara una embarcación de recreo. Se rumoreaba que Roosevelt estaba pagando cinco veces más de lo que le costaba el arriendo a Dieter.
Hasta entonces nunca me lo había cuestionado porque no era asunto mío.
—Todas las noches saca el Nostromo del amarre y duerme allí. Todas las noches sin falta, excepto esta noche, porque me estaba esperando. La gente cree que va a comprar otra embarcación, más pequeña y más rápida, una embarcación de recreo. Cuando empezó a salir todas las noches a dormir abajo, en la litera, la gente pensaba: «Bueno, está bien, el viejo Roosevelt es un poco excéntrico, habla con los animales, por qué no».
Siguió en silencio.
Él y Orson aparentaban una fascinación tal por aquellas tres galletas, que podía casi imaginármelos rompiendo la disciplina y agarrando las golosinas.
—Ahora ya sé por qué se va a dormir allí. Se imagina que está a salvo. Quizá porque los monos no nadan bien, o al menos no les divierte hacerlo.
—Muy bien, chico, aunque no quieras hablar conmigo, puedes coger tus bocaditos —dijo, como si no me hubiera oído.
Orson arriesgó un intercambio de miradas con su inquisidor, buscando una confirmación.
—Adelante —le urgió Roosevelt.
Orson me lanzó una mirada vacilante, como preguntándome si creía que el permiso de Roosevelt era un truco.
—Él es el anfitrión —dije.
El perro agarró la primera galleta y la masticó con expresión de felicidad.
Finalmente fui el centro de su atención y con esa irritante expresión de piedad en el rostro y en los ojos, Roosevelt dijo:
—Las personas que están detrás del proyecto de Wyvern… quizá tuvieran buenas intenciones al principio. Al menos algunas de ellas. Creo que podían haber obtenido algo bueno de su trabajo —alargó la mano hacia el gato, que se relajó bajo su caricia, pero no apartó de mí sus brillantes ojos—. Aunque en todo este asunto existe un lado oscuro. Un lado muy oscuro. Según me han contado, los monos son sólo una manifestación de este lado.
—¿Sólo uno?
Roosevelt clavó en mí su mirada durante un buen rato, en silencio, mientras Orson se comía la segunda galleta, cuando al fin dijo algo, lo hizo con una voz muy suave.
—En esos laboratorios había algo más que gatos, perros y monos.
Ignoraba lo que había querido decir.
—Sospecho que no se refiere a cerdos de Guinea o a ratones blancos.
Desvió la mirada y se concentró en algo que estaba más allá de la cabina de la embarcación.
—Habrá muchos cambios.
—Se dice que el cambio es bueno.
—Algunas veces.
Cuando Orson se hubo comido la tercera galleta, Roosevelt se levantó de la silla. Cogió al gato, lo apretó contra el pecho, lo acarició con suavidad, parecía considerar si yo necesitaba —o debía— saber más.
Cuando finalmente volvió a tomar la palabra, lo hizo otra vez con aquel tono misterioso.
—Estoy cansado, hijo. Debería estar en la cama hace horas. Pero quería avisarte que tus amigos estaban en peligro si seguías adelante.
—El gato le pidió que me avisara.
—Es cierto.
Me levanté y empecé a darme cuenta del movimiento de la embarcación. Durante un instante me dominó una sensación de vértigo y me agarré al respaldo de la silla para mantenerme en equilibrio.
Aquel síntoma físico se unió a la confusión mental y la noción de la realidad se fue haciendo cada vez más tenue. Me sentí como si estuviera corriendo por el borde superior de un remolino que iba a succionarme rápido, rápido, rápido, hasta hacerme atravesar el fondo del embudo —mi versión del tornado Dorothy— y me encontré no en Oz sino en Waimea Bay, Hawai, discutiendo solemnemente delicados asuntos de la reencarnación con Pia Klick.
—Y el gato, Mungojerrie… ¿no se relaciona entonces con los de Wyvern? —pregunté, aunque era perfectamente consciente de la extrema inconsistencia de la pregunta.
—Huyó de ellos.
Relamiéndose para asegurarse de que ninguna preciosa miga de las galletas se le quedaba adherida a los labios o en el pelo del hocico, Orson abandonó la silla del comedor y vino a mi lado.
—A primeras horas de la noche, me han descrito el proyecto de Wyvern en términos apocalípticos… como el fin del mundo —le expliqué a Roosevelt.
—Del mundo tal y como lo conocemos.
—¿Lo cree así?
—Podría suceder, sí. Pero quizá cuando todo esto suceda, los cambios serán para mejor y no para peor. El fin del mundo que conocemos no es necesariamente lo mismo que el fin del mundo.
—Como los dinosaurios después del impacto del cometa.
—Tengo mis momentos de duda —admitió.
—Si tiene tanto miedo como para soltar amarras y salir a dormir todas las noches, si cree realmente que lo que estaban haciendo en Wyvern era tan peligroso, ¿por qué no se ha ido de Moonlight Bay?
—Consideré la posibilidad. Pero aquí tengo mis negocios. Mi vida está aquí. Además, no hubiera podido escapar. Solo comprar un poco de tiempo. Nadie está a salvo.
—Es una perspectiva sombría.
—Es lo que creo.
—Y, sin embargo, no parece deprimido.
Con el gato en brazos, Roosevelt salió de la cabina principal y atravesó la sala de popa.
—Siempre he sido capaz de dominar los bandazos de la vida, hijo, sus vaivenes, siempre que fueran interesantes. He disfrutado de una vida plena y variada, y lo único que me espanta de verdad es el aburrimiento —salimos a cubierta de popa, en medio del abrazo viscoso de la niebla—. La vida puede resultar muy peligrosa aquí en la Joya de la Costa Central, pero vaya como vaya este asunto, te aseguro que no resultará aburrida.
Roosevelt tenía más en común con Bobby Halloway de lo que hubiera imaginado.
—Bien, señor, gracias por su advertencia. Eso creo —me senté en la brazola de escotilla y me deslicé de la embarcación al muelle un par de pies más abajo, Orson lo hizo a mi lado.
La gran garza ya se había ido. La niebla se arremolino a mi alrededor, las aguas negras se rizaban bajo la embarcación y todo lo demás permanecía tan inmóvil como un sueño de muerte.
Solo había recorrido dos pasos hacia la pasarela cuando oí a Roosevelt.
—¿Hijo?
Me detuve y me volví.
—La vida de tus amigos está realmente en peligro. Pero tu felicidad también está en juego. Créeme, no quieras saber más de todo esto. Ya tienes bastantes problemas… el modo en que has de vivir.
—No tengo ningún problema —aseguré—. Solo más ventajas y desventajas que otros.
Tenía la piel tan negra que podía haber sido un espejismo en la niebla, una jugarreta de las sombras. El gato que sostenía en sus brazos era invisible, solo se veían sus ojos, incorpóreos, misteriosos, brillantes órbitas flotantes en el aire.
—Otras ventajas… ¿realmente estás convencido? —preguntó.
—Sí —contesté, aunque no estaba muy seguro de que me lo creía, de hecho podía ser verdad o me había pasado parte de la vida convenciéndome de que era cierto. Durante mucho tiempo la realidad es como tú quieres que sea.
—Te diré algo más —dijo—. Una cosa más para que te convenzas de que debes abandonar y hacer tu vida.
Esperé.
—La razón por la que la mayoría de ellos no quiere hacerte daño, la razón por la que quieren controlarte asesinando a tus amigos, la razón por la cual la mayoría te venera es por lo que fue tu madre —añadió con expresión de pena en la voz.
El miedo, tan blanco y frío como un grillo de Jerusalén, ascendió por la parte inferior de mi espalda y por un momento los pulmones se me contrajeron tanto que no pude respirar. No sabía por qué pero la enigmática revelación de Roosevelt me afecto profundamente. Quizá porque comprendí más de lo que imaginaba. Quizá la verdad estaba esperando ser reconocida en los cañones del subconsciente… o en el abismo del corazón.
—¿Qué quiere decir? —pregunté cuando recobré el aliento.
—Si piensas en ello un momento —contestó—, si piensas de verdad quizá comprendas por qué no vas a ganar nada si sigues con tu idea y en cambio si tienes mucho que perder. El conocimiento de uno mismo nos trae la paz, hijo. Hace cientos de años no sabíamos nada de la estructura atómica o del ADN o de los agujeros negros y sin embargo, ¿somos más felices ahora que estamos enterados?
Cuando dijo la última palabra la niebla llenó el espacio en cubierta donde él había estado. La puerta de una cabina se cerró suavemente, con un sonido más fuerte se corrió un pestillo.