22

Con un sonido suave y tierno, como carne sobre carne en un lecho nupcial, las olas bajas se deslizaban entre los pilotes y golpeaban sonoramente el rompeolas. El aire húmedo brindaba una tenue y agradable mezcla de aromas de salmuera, plancton, creosota, hierro oxidado y otras fragancias que no podía identificar totalmente.

La dársena, encajada en el protegido extremo nordeste de la bahía, da cobijo a más de trescientas embarcaciones, de las cuales sólo seis son residencia permanente de sus propietarios. Aunque la vida social en Moonlight Bay no se centra alrededor de los paseos en barco, hay una larga lista de espera por conseguir el primer amarre que quede libre.

Hice rodar la bici hacia el extremo oeste del embarcadero principal, que discurre paralelo a la orilla. Las cubiertas se apartaban y golpeaban suavemente el punto de humedad, tablas oscilantes. Sólo una de las embarcaciones de la dársena tenía luces en sus ventanas a esas horas. Las débiles farolas del muelle me mostraron el camino a través de la niebla.

Como la flota pesquera está amarrada más allá del promontorio norte de la bahía, la dársena más resguardada se reserva a las embarcaciones de placer. Hay balandros, queches, desde el menor hasta el mayor —aunque más de los primeros que de los últimos— yates a motor, la mayor parte de un tamaño y un precio asequibles, algunos Boston Whalers y hasta dos casas flotantes. La embarcación a vela amarrada más grande es la Sunset Dancer, un cúter Windship de dieciocho pies. Entre las embarcaciones a motor, la mayor es el Nostramo, un crucero costero Bluewater de quince metros, y yo me dirigía a esta última embarcación.

En el extremo oeste del muelle, tuve que hacer un giro de noventa grados sobre un muelle subsidiario con dos plataformas de embarque y desembarque a ambos lados. El Nostromo estaba en el último amarre, a la derecha.

«He tenido un encuentro con la noche».

Era el código que Sasha había utilizado para identificar al hombre que había ido a la emisora de radio a buscarme, que no quiso que su nombre se dijera por teléfono y que no había querido ir casa de Bobby a hablar conmigo. Un verso del poema de Robert Frost, que a cualquier escucha furtivo le hubiera resultado difícil reconocer, y que entendí que se refería a Roosevelt Frost, el propietario del Nostromo.

Cuando apoyé la bicicleta contra la baranda del malecón próximo a la pasarela de la plataforma de embarque, la acción de la marea hacía oscilar a las embarcaciones en los amarres. Crujían y gemían como viejos artríticos murmurando débiles quejidos durante el sueño.

Nunca me había preocupado de atar la bicicleta con la cadena cuando la dejaba sin vigilancia, porque hasta esa noche Moonlight Bay había sido un refugio contra el crimen que infecta el mundo moderno. Después de aquel fin de semana, nuestra pintoresca ciudad podría superar al país en asesinatos, mutilaciones y palizas a los curas per cápita, aunque probablemente no tengamos que preocuparnos de un dramático incremento de robos de bicicletas.

La pasarela de la plataforma estaba seca porque la marea no había subido todavía, pero resbalaba debido a la condensación. Orson bajó con tantas precauciones como yo.

Habíamos recorrido dos tercios del camino cuando una voz queda, apenas un ronco murmullo, que parecía haberse originado por arte de magia en la niebla que discurría sobre mi cabeza, preguntó:

—¿Quién va?

La sorpresa estuvo a punto de hacerme caer, pero conseguí mantener el equilibrio agarrándome a la pringosa barandilla de la pasarela.

El Bluewater 563 es un crucero elegante, blanco, de perfil bajo, de dos cubiertas con una cabina de timonel más elevada cerrada por una cubierta rígida y paredes de lona. La única luz que había a bordo procedía del otro lado de las ventanas con cortinas del camarote de popa y de la cabina principal en medio de la nave, en la cubierta más baja. La cubierta superior abierta y la cabina del timonel estaban a oscuras y envueltas en niebla y no logré ver quien había hablado.

—¿Quién va? —murmuró el hombre otra vez, no en voz alta pero con un tono de rudeza.

Reconocí a Roosevelt Frost.

—Soy yo, Chris Snow —murmuré.

—Protégete los ojos, hijo.

Hice visera con la mano y me incliné cuando un rayo de luz resplandeció y me inmovilizo en la pasarela. Se apagó casi al instante.

—¿Viene tu perro contigo? —preguntó Roosevelt, también con un murmullo.

—Si, señor.

—¿Y nadie más?

—¿Cómo?

—¿Nadie viene contigo, nadie más?

—No, señor.

—Entonces, sube a bordo.

Ya podía verle porque se había aproximado a la barandilla de la cubierta abierta superior, a popa de la cabina de mandos. Sin embargo, a pesar de la corta distancia que nos separaba todavía no podía identificarlo, porque lo protegía la niebla espesa, la noche y la oscuridad.

Ordené a Orson que me precediera y salté a bordo por la abertura en la barandilla de babor, luego ascendimos rápidamente los escalones hasta la cubierta superior.

Cuando estuvimos arriba, observé que Roosevelt Frost empuñaba un arma. Muy pronto la National Rifle Association iba a trasladar su cuartel general a Moonlight Bay. No me apuntaba con el arma, pero hubiera asegurado que me cubría con ella hasta poder identificarme con el haz de luz de la linterna.

El aspecto de Frost era formidable. Uno noventa y dos de altura, el cuello como un pilote del muelle, las espaldas tan anchas como una vela de estay extendida, pecho corpulento, con dos palmos más que el diámetro de un timón corriente. Era el tipo que el capitán Ahab hubiera escogido para darle una lección a Moby Dick. Durante los años sesenta y principios de los setenta fue una estrella del fútbol, los comentaristas deportivos solían llamarlo El Machomartillo. A los sesenta y tres años era un hombre de negocios de éxito, propietario de una tienda de ropa masculina, acciones en el Moonlight Bay Inn y en el Country Club y capaz de pulverizar a cualquiera de esos mutantes genéticos o monstruos accionados con esteroides que ocupan puestos clave en los equipos contemporáneos.

—Hola, chico —murmuró.

Orson se esponjó con satisfacción.

—Sujeta esto hijo —musitó Frost, entregándome el arma.

Llevaba colgados alrededor del cuello unos prismáticos de alta resolución. Se los llevó a los ojos y, desde su situación aventajada, observó las embarcaciones de los alrededores y el muelle por el cual acababa de acercarme al Nostramo.

—¿Puede ver algo? —pregunté.

—Son prismáticos de visión nocturna. Amplían la luz dieciocho mil veces.

—Pero la niebla.

Presionó un botón en los cristales y zumbó un mecanismo en su interior.

—También tienen un dispositivo de infrarrojos que solo muestra las fuentes de calor.

—Habrá muchas fuentes de calor alrededor del muelle.

—No con los motores de las embarcaciones apagados. Además, sólo me interesan las fuentes de calor en movimiento.

—Gente.

—Quizá.

—¿Quién?

—Quienquiera que te haya seguido. Ahora silencio, hijo.

Me callé. Mientras Roosevelt registraba a conciencia el muelle, pasé el siguiente minuto preguntándome si el antiguo futbolista y hombre de negocios de la localidad no era tan pacifico como aparentaba.

No me sorprendí. Desde la puesta de sol las personas con las que me había encontrado me habían revelado aspectos de su vida que yo ignoraba hasta entonces. Hasta Bobby tenía secretos: el arma en el armario de las escobas, el grupo de monos. Cuando recordé el convencimiento de Pia Klick de ser la reencarnación de Kaha Huna, que Bobby había guardado para si, comprendí mejor su amargura, las agrias respuestas a cualquier punto de vista que para él tuviera un gustillo New Age, incluidos los inocentes comentarios sobre mi extraño perro. Al menos, Orson había mantenido su carácter durante la noche aunque, considerando como iban las cosas, no me hubiera sorprendido si de pronto descubría que tenía la habilidad de mantenerse sobre las patas posteriores y arrancaba a bailar con hipnotizadora teatralidad.

—Nadie te ha seguido —dijo Roosevelt bajando los prismáticos y cogiendo el arma—. Vamos, hijo.

Le seguí por la cubierta de popa hasta una compuerta abierta a estribor.

Roosevelt se detuvo y miró atrás, por encima de mi cabeza, hacia la barandilla donde Orson permanecía en silencio.

—Aquí. Deprisa, muchacho.

El tonto se rezagó no porque observara algún movimiento en el muelle. Como era habitual, sentía curiosidad y cierta desconfianza hacia Roosevelt.

La afición de nuestro anfitrión era la «comunicación animal», la quintaesencia de un concepto New Age que había sido el alimento de la mayoría de las charlas televisivas de día, aunque Roosevelt no hablaba mucho de su talento y solo lo empleaba a petición de amigos y vecinos. La mera mención de comunicación con animales hacía que Bobby echara espuma por la boca aun antes de que Pia hubiera decidido que era la diosa del oleaje en busca de su Kahuna. Roosevelt aseguraba que era capaz de distinguir las ansiedades y los deseos de las mascotas con problemas que le llevaban. No cobraba por sus servicios, aunque su desinterés por el dinero no convencía a Bobby: «Demonios, Snow, nunca he dicho que sea un charlatán intentando conseguir un dólar. Tiene buenas intenciones. Sólo que se ha dado de cabeza contra el poste de la portería más de lo que aconseja la prudencia».

Según Roosevelt, el único animal con el que nunca había sido capaz de comunicarse era mi perro. Consideraba a Orson un reto y nunca perdía la oportunidad de intentar charlar con él.

—Ven aquí, muchacho.

Orson, con aparente pereza, aceptó finalmente la invitación. Las pezuñas chasquearon en cubierta.

Roosevelt Frost, sosteniendo el arma, pasó por la escotilla abierta y bajó un tramo de escalones de fibra de vidrio iluminados solamente con un globo de tenue brillo al fondo. Agachó la cabeza, encorvó las anchas espaldas, alargó los brazos a ambos lados del cuerpo para hacerse más delgado, pero a pesar de todo parecía que iba a quedarse encajado en el estrecho tramo.

Orson vaciló, metió el rabo entre las patas, pero finalmente bajó detrás de Roosevelt y yo fui el último en hacerlo. Los escalones llevaban a una cubierta de popa estilo porche que sobresalía del puente.

Orson era reacio a meterse en el camarote, que parecía un lugar acogedor y agradable a la suave luz de una lámpara de una mesilla de noche. Sin embargo, una vez que Roosevelt y yo entramos, Orson se sacudió vigorosamente la humedad de la niebla de su capa de pelo, rociando con ella toda la cubierta, y luego entró. Pensé que había sido todo un detalle por su parte, para no salpicarnos.

En cuanto Orson estuvo dentro, Roosevelt cerró la puerta. Comprobó que estuviera bien cerrada. Y luego volvió a comprobarlo.

Más allá del camarote de popa, la cubierta principal albergaba una galería con armarios de caoba descolorida y un suelo de chapas de falsa caoba, la zona comedor y un salón en una planta del piso abierta y espaciosa. En atención a mí, estaba iluminada solamente por una luz baja en una vitrina de la sala llena de trofeos de fútbol y dos velas verdes en unos platillos en la mesa del comedor.

En el ambiente se respiraba un aroma de café recién hecho y cuando Roosevelt me ofreció una taza, la acepté.

—Me he enterado de lo de tu padre, lo siento —dijo.

—Bueno, al menos ya ha pasado todo.

—¿Es cierto? —preguntó alzando las cejas.

—Quiero decir, para él.

—Pero no para ti. No después de lo que has visto.

—¿Cómo sabe lo que he visto?

—Se dice por ahí —repuso misteriosamente.

—¿Qué?

Alzó una mano como un tapacubos.

—Hablaremos de ello dentro de un momento. Por esto te he pedido que vengas. Pero aún estoy pensando qué es lo que he de decirte. Déjame que lo haga a mi manera, hijo.

Una vez hubo servido el café, el hombre se sacó la cazadora con capucha de nailon, la colgó en el respaldo de una de las sillas, de tamaño mayor que el habitual, y tomó asiento ante la mesa. Me indicó que me sentara en diagonal a él y empujó otra silla con el pie.

—Tú aquí —dijo, ofreciendo el tercer asiento a Orson. Orson, como siempre que lo visitábamos, fingió no entenderlo. Se sentó en el suelo frente a la nevera.

—Esto es inaceptable —le informó tranquilamente.

Orson bostezó.

Roosevelt empujó suavemente con el pie la silla que antes había apartado de la mesa.

—Sé buen chico.

Orson bostezó con más esmero que antes, exhibiendo su desinterés.

—Te aseguro, muchacho, que iría a buscarte, te levantaría y te pondría en esta silla —dijo Roosevelt—, lo cual sería embarazoso para tu dueño, al que le gustaría que fueras un huésped bien educado.

Sonreía y en su voz no había el menor tono de amenaza. Su rostro ancho parecía el de un Buda negro y sus ojos expresaban una bondadosa diversión.

—Sé bueno, cachorrillo —repitió.

Orson barrió el suelo con el rabo, se contrajo y dejó de moverlo. Nos lanzó una mirada cautelosa a Roosevelt y a mí e irguió la cabeza.

Yo me encogí de hombros.

Roosevelt, un poco confundido, le ofreció otra vez la silla con el pie.

Orson se levantó del suelo, pero no se acercó inmediatamente a la mesa.

Del bolsillo de la cazadora de nailon que colgaba en la silla, Roosevelt extrajo una galleta en forma de hueso. La sostuvo a la luz de las velas para que Orson pudiera verla con claridad. Entre el gran pulgar y el dedo índice, la galleta parecía casi tan fina como el eslabón de una pulserita, aunque de hecho era un buen bocado. Con la solemnidad digna de una ceremonia, Roosevelt la puso encima de la mesa frente al asiento que le estaba reservado al perro.

Con unos ojos llenos de deseo, Orson siguió la trayectoria de la galleta. Caminó hacia la mesa, pero se detuvo a poca distancia de ella. Se comportaba con desacostumbrada reserva.

Roosevelt extrajo una segunda galleta de la cazadora. La acercó a la luz de las velas, la giró como si fuera una joya exquisita que brillara ante la llama, y luego la dejó en la mesa junto a la primera.

Aunque gimió con deseo, Orson no se acercó a la silla. Agachó un poco la cabeza y a continuación miró a nuestro anfitrión por debajo de las cejas. Era el único hombre al que a veces Orson no quería mirar a los ojos.

Roosevelt cogió la tercera galleta del bolsillo de la cazadora. La sostuvo debajo de su nariz ancha y tantas veces rota, aspiró profundamente, con generosidad, como si saboreara el incomparable aroma de la golosina en forma de hueso.

Orson irguió la cabeza y también olisqueó.

Roosevelt sonrió con disimulo, dirigió un guiño al perro y luego se metió la galleta en la boca. La masticó con gran deleite, la remojó con un sorbo de café y dejó escapar un suspiro de placer.

Me quedé impresionado. Nunca se lo había visto hacer antes.

—¿Qué sabor tiene?

—No esta mal. Sabe a trigo triturado. ¿Quieres una?

—No, señor. No, gracias —repuse, me conformaba con el café.

Orson tenía las orejas erguidas, Roosevelt acaparaba toda su atención. Si el imponente gigante negro y de voz amable disfrutaba de verdad con las galletas, debía de haber más para cualquier can que se esforzara por conseguirlas.

De la cazadora que colgaba del respaldo de la silla, Roosevelt sacó otra galleta. La sostuvo debajo de la nariz y aspiró de tal manera que estuve a punto de quedarme sin oxígeno. Cerró los párpados con sensualidad. Le recorrió un estremecimiento de pretendido placer, que se dilató casi en un desmayo: parecía que iba a caer en un frenesí devorador de galletas.

La ansiedad de Orson era palpable. De un salto se acercó a la silla donde Roosevelt le esperaba, se sentó sobre sus cuartos traseros y estiró el cuello hasta que el hocico estuvo sólo a dos pulgadas de la nariz de Roosevelt. Juntos olisquearon la comprometida galleta.

En lugar de metérsela en la boca, Roosevelt la colocó cuidadosamente en la mesa junto a las otras dos que estaban alineadas frente al asiento de Orson.

—Buen chico.

Yo no creía demasiado en la supuesta habilidad de Roosevelt Frost para comunicarse con los animales, pero en mi opinión, era sin discusión un psicólogo de perros de primera categoría.

Orson olisqueó las galletas de la mesa.

—Ah, ah, ah —le advirtió Roosevelt.

El perro miró a su anfitrión.

—No debes comértelas hasta que yo te lo diga —dijo Roosevelt.

El perro se relamía.

—Veras, muchacho, si te las comes sin mi permiso, nunca, nunca, nunca más habrá galletas para ti.

Orson emitió un gemidito plañidero.

—Esta es mi intención —dijo Roosevelt con voz suave pero firme—. No puedo obligarte a hablar conmigo si tú no quieres. En cambio puedo insistir en que te comportes con un mínimo de educación a bordo de mi barco. No puedes venir aquí y devorar groseramente los canapés como si fueras una bestia salvaje.

Orson miraba fijamente a los ojos a Roosevelt, al parecer calibraba sus obligaciones en el papel de no devorador grosero.

Roosevelt ni siquiera parpadeo.

Cuando se convenció de que no se trataba de una amenaza vacía de contenido, el perro dirigió su atención a las tres galletas. Las contempló con tal desesperado anhelo, que pensé que después de todo yo también podría coger una de esas condenadas cosas.

—Buen chico —dijo Roosevelt.

Cogió de la mesa un mando de control remoto y pulsó uno de los botones, aunque la punta de su dedo era lo bastante ancha para presionar al menos tres botones a la vez. Detrás de Orson, se abrieron unas puertas con bastidor a motor, escondidas en la mitad superior de una caja empotrada, y aparecieron dos estantes llenos de aparatos electrónicos que brillaban con una luz que emitía diodos.

Al parecer a Orson todo aquello le interesó bastante y giró la cabeza un momento antes de centrarse de nuevo en el culto a las galletas prohibidas.

Un gran monitor de vídeo se puso en marcha en la caja. La pantalla cuarteada mostraba el panorama sombrío del muelle cubierto por la niebla y de la bahía, desde los cuatro costados del Nostromo.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Seguridad —Roosevelt cerró el control remoto—. Los detectores de movimiento y los sensores infrarrojos captarán a cualquiera que se acerque al barco y nos alertarán. Luego una lente telescópica automática aísla y aproxima al intruso antes de que llegue aquí. Así sabremos con quién nos vamos a enfrentar.

—¿Es que vamos a enfrentarnos con alguien?

El hombre montaña se tomó dos sorbos de café lentamente y con afectación antes de responder.

—Ya debes de saber bastantes cosas.

—¿Qué quiere decir? ¿Quién es usted?

—No soy nadie, sólo soy yo —repuso—. Sólo el viejo Rosie Frost. Si estás pensando que quizá soy uno de los que están detrás de todo esto, te equivocas.

—¿A quién se refiere? ¿Detrás de qué?

—Con un poco de suerte, quizás aún no estén enterados de que los conozco —contestó mientras examinaba las cuatro vistas de las cuatro cámaras de seguridad en el monitor del vídeo.

—¿Quién? ¿Los de Wyvern?

Se volvió para mirarme de nuevo.

—Ya no están en Wyvern. Ahora son gente de la ciudad. No sé cuántos son. Un par de cientos, quinientos quizá, probablemente no más, al menos todavía. Indudablemente se va extendiendo gradualmente a los demás y más allá de Moonlight Bay.

—¿Intenta ser impenetrable? —pregunté con frustración.

—Todo lo que pueda, sí.

Se levantó, fue a buscar la cafetera, y sin ningún otro comentario volvió a llenar las tazas. Era evidente que quería hacerme esperar dándome una información en porciones, del mismo modo que el pobre Orson se veía obligado a esperar pacientemente su bocado.

El perro lamió la superficie de la mesa alrededor de las tres galletas, pero su lengua ni siquiera rozó las golosinas.

—Si no está relacionado con esa gente, ¿cómo sabe tanto de ellos? —inquirí cuando volvió a su silla.

—No sé mucho.

—Al parecer mucho más que yo.

—Sólo se lo que los animales me cuentan.

—¿Qué animales?

—Bueno, tu perro no, desde luego.

Orson alzó la vista de las galletas.

—Es una esfinge —comentó Roosevelt.

No había sido consciente de hacerlo, pero en algún momento, poco después de la caída del sol, debí atravesar un espejo mágico.

—Y… Dejando a un lado a mi flemático perro, ¿qué le han contado esos animales? —pregunté, decidido a interpretar el papel de lunático en ese nuevo mundo.

—No debes enterarte de todo. Sólo de lo justo para que comprendas que será mejor que olvides lo que has visto en el garaje del hospital y en la funeraria.

Me enderecé en la silla, como si de repente se me erizara todo el cuero cabelludo.

—Es uno de ellos.

—No. Tranquilízate, hijo. Conmigo estás a salvo ¿Cuánto tiempo hace que somos amigos? Hace más de dos años que viniste aquí por primera vez con tu perro. Y creo que sabes que puedes confiar en mí.

Sólo me convenció a medias, ya no estaba tan seguro de mi buen criterio como lo estaba antes.

—Si no olvidas lo que has visto —siguió—, si intentas comunicarte con las autoridades de fuera de la ciudad, arriesgarás la vida.

—Acaba de decirme que confíe en usted y ahora me está amenazando —protesté con el corazón en un puño. Mis palabras parecieron herirle.

—Soy tu amigo, hijo. No te he amenazado. Solo te estoy diciendo…

—Sí. Lo que dicen los animales.

—Son los de Wyvern quienes desean taparlo a toda costa, no yo. De todas formas, tu persona no estaría realmente en peligro aunque intentaras ir a las máximas autoridades, al menos no al principio. No quieren tocarte. Te veneran.

Era una de las cosas más desconcertantes que había oído nunca y parpadeé confundido.

—¿Me veneran?

—Sí. Les infundes respeto.

Me di cuenta de que Orson me estaba mirando fijamente y que se había olvidado por el momento de las tres galletas prometidas.

La afirmación de Roosevelt no sólo era desconcertante: era completamente absurda.

—¿Y por qué nadie ha de venerarme? —pregunté.

—Por lo que eres.

La cabeza me empezó a dar vueltas, y a bailar y a brincar como una gaviota loca.

—¿Y quién soy?

Roosevelt frunció el ceño y se pellizcó la cara pensativamente con una mano.

—Diablos si lo sé. Sólo repito lo que me han dicho.

«Lo que los animales te han dicho. El doctor Doolittle negro».

Algo del desdén de Bobby se deslizó en mi interior.

—El caso es —dijo—, que los de Wyvern no te matarán a menos que no les dejes otra alternativa, a menos que sea la única manera de hacerte callar.

—Cuando habló con Sasha, le dijo que era un asunto de vida o muerte.

Roosevelt asintió con expresión solemne.

—Y lo es. Para ella y los demás. Por lo que he oído, esos hijos de puta intentarán controlarte asesinando a las personas que amas hasta que desistas, hasta que olvides lo que has visto y te ocupes solo de tu vida.

—¿Personas que amo?

—Sasha. Bobby. Hasta Orson.

—¿Matarían a mis amigos para hacerme callar?

—En efecto. Uno a uno, los matarán uno a uno hasta que te calles para salvar a los que queden.

Estaba dispuesto a arriesgar mi vida para descubrir lo que les había sucedido a mis padres —y por qué— pero no podía poner en peligro la vida de mis amigos.

—Monstruoso. Matar a inocentes…

—Pues con esto es con lo que te estás enfrentando.

Sentí que me iba a estallar el cráneo.

—¿Y con quién he de habérmelas? Necesito saber algo más concreto.

Roosevelt dio un sorbo a su café y no contestó.

Quizá era mi amigo, quizá su advertencia, si la tenía en cuenta, salvaría las vidas de Sasha o de Bobby, pero yo tenía ganas de atizarle. Podía haberlo hecho, podía haberle machacado con una despiadada serie de porrazos si al hacerlo hubiera tenido alguna oportunidad de no romperme las manos.

Orson había apoyado una pata encima de la mesa, no con la intención de arrastrar las galletas hasta el suelo y fugarse con ellas, sino para mantenerse en equilibrio mientras se inclinaba hacia un lado de la silla y miraba por encima de mi hombro. Algo en el salón, más allá de la galería y de la zona comedor, le había llamado la atención.

Cuando me volví en mi silla para seguir la mirada de Orson, vi a un gato sentado en el brazo del sofá, iluminado desde atrás por la luz de la vitrina llena de trofeos de fútbol. Era un gato de color gris claro. En las sombras que le enmascaraban la cara, sus ojos verdes brillaban con puntitos dorados.

Podía ser el mismo gato que, horas antes, había encontrado en las colinas detrás de la funeraria de Kirk.