Cuando Orson y yo salimos de las dunas y llegamos al tramo de roca y arena de la península, nos vimos envueltos en densas nubes. El banco de niebla tenía centenares de metros de profundidad, y aunque una capa fina y pálida de luz de luna se filtraba hasta el suelo a través de la bruma, nos encontramos en medio de una oscuridad gris más ciega que una noche sin estrellas y sin luna. Las luces de la ciudad casi no se veían.
La niebla hacía jugarretas con el sonido. Podía oír el brusco murmullo del oleaje, aunque parecía llegar de todas partes, como si me encontrara en una isla en lugar de en una península.
No quise montar en la bicicleta en aquella penumbra viscosa, no me fiaba. La visibilidad oscilaba entre cero y un máximo de dos metros. Aunque no había árboles ni otros obstáculos en el promontorio, habría sido fácil perder la orientación y dirigirme al borde del acantilado, la bici se hubiera precipitado hacia delante, y cuando el neumático delantero se clavara en la arena blanda de la pendiente del acantilado, hubiera saltado por encima del manillar y hubiera caído de cabeza en la playa, posiblemente rompiéndome un miembro o la nuca.
Además, para ir a velocidad y mantener el equilibrio, tendría que sujetar la bici con ambas manos, lo que significaba guardar la pistola en el bolsillo. Después de la conversación con Bobby, no quise guardar la Glock. Algo podía acercarse en medio de la niebla hasta unos cuantos metros de distancia y cuando me hubiera dado cuenta, no hubiera podido sacar a tiempo el arma del bolsillo de la chaqueta y disparar.
Caminaba con un paso relativamente rápido, sujetando la bicicleta con la mano izquierda, aparentando despreocupación y confianza, Orson trotaba ligero delante de mí. Como no era un perro imprudente, giraba la cabeza incesantemente hacia un lado y hacia el otro.
El sonido de las ruedas y de la cadena de la bicicleta delataba mi posición. No había manera de silenciarla y si hubiera cargado con ella sólo hubiera podido llevarla con un brazo y durante pequeños tramos. De todos modos el ruido carecía de importancia. Probablemente los monos poseían agudos sentidos que captaban el menor estímulo, indudablemente podían detectarme por el olor.
Orson también podía detectarlos por el olor. En aquella noche brumosa, su negra forma apenas era visible y yo no podía ver si tenía el pelo erizado, señal incuestionable de que los monos estaban cerca.
Mientras caminaba, me pregunté qué sería lo que a esas criaturas las hacía diferentes de los rhesus corrientes.
En apariencia, al menos, el animal que apareció en la cocina de Angela era un ejemplo típico de su especie, aunque superaba el tamaño de un rhesus. Dijo que tenía «unos horribles ojos amarillo oscuro» pero hasta donde yo sabía, estaba dentro de la gama del color de ojos de este grupo de primates. Bobby no había mencionado nada extraño sobre el grupo que le estaba acosando, únicamente el peculiar comportamiento y el tamaño anormal de su intangible jefe: ningún cráneo deformado, ni tres ojos en la frente, ni tornillos en el cuello que indicaran que habían sido cosidos y fijados en el laboratorio secreto de la requetenieta megalomaníaca del doctor Víctor Frankenstein, Heather Frankenstein.
A los jefes del proyecto de Fort Wyvern les preocupó que el mono de la cocina de Angela la hubiera arañado o mordido. Considerando el temor de los científicos, era lógico inferir que aquel animal padecía una enfermedad infecciosa que se transmitía por la sangre, la saliva u otros fluidos del cuerpo. Esta posibilidad se reafirmaba con los análisis a los que se la sometió. Durante cuatro años, le fueron tomando muestras de sangre todos los meses, lo que significaba que la enfermedad tenía un período de incubación potencialmente largo.
Guerra biológica. Los dirigentes de todos los países del mundo niegan prepararse para un conflicto tan abominable. Recurren al nombre de Dios, advierten del juicio de la historia, firman solemnemente asquerosos tratados que garantizan que nunca se comprometerán en estas monstruosas investigaciones. Y mientras, todas las naciones fabrican cócteles de ántrax, envasan aerosoles con plagas de peste bubónica y diseñan espléndidas colecciones de virus y bacterias nuevas y exóticas, de manera que ninguna oficina de desempleo de ningún lugar del planeta tendrá alguna vez un solo científico loco en paro en su archivo.
A pesar de todo, me resultaba imposible entender por qué sometieron a Angela a una forzada esterilización. Es indudable que existen enfermedades que incrementan las posibilidades de que los descendientes sufran defectos congénitos. A juzgar por lo que Angela me había contado, sin embargo, no creía que los de Wyvern la hubieran esterilizado porque ella les preocupara o por los hijos que pudiera concebir. El motivo no había sido, al parecer, la compasión, sino un temor próximo al pánico. Le había preguntado a Angela si el mono tenía alguna enfermedad. Ella lo había negado «Ojalá hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir».
Si no era una enfermedad, ¿qué era?
De pronto el grito de somormujo que había oído antes taladró la noche y la niebla y me sacó de mis reflexiones.
Orson se detuvo bruscamente. Yo también me detuve y el ruido de la bicicleta se apagó.
El grito parecía venir del oeste y el sur, y tras breves instantes, llegó la respuesta procedente del norte y el este. No cabía duda de que nos estaban rodeando.
Como el sonido viaja tan engañosamente a través de la bruma, me fue imposible determinar a qué distancia de nosotros se emitían los gritos. Pero hubiera apostado un pulmón a que estaban cerca.
El pulso del oleaje, rítmico como el del corazón, latía a través de la noche. Me pregunté qué canción de Chris Isaak estaría emitiendo Sasha en ese momento.
Orson empezó a moverse otra vez, y yo también lo hice, un poco más rápido que antes. No íbamos a ganar nada titubeando. No estaríamos a salvo hasta que saliéramos de la solitaria península y entráramos en la ciudad, y quizá ni siquiera entonces.
Cuando habíamos recorrido no más de nueve o diez metros, volvió a escucharse aquel horrible aullido. Era una respuesta, como el anterior.
Esta vez captamos un movimiento.
Sentí cómo se me aceleraba el corazón y no se tranquilizó cuando recordé que sólo eran monos. No eran predadores. Comían fruta, bayas, nueces, eran miembros de una comunidad pacífica.
De repente apareció ante mí el recuerdo del rostro muerto de Angela. Y en ese momento comprendí lo que había interpretado equivocadamente, debido a mi estado de shock y de angustia, cuando encontré su cuerpo. Su garganta presentaba varios cortes que parecían haber sido practicados con un cuchillo poco afilado, porque las heridas estaban desgarradas. Pero lo cierto es que no se trataba de desgarros: la carne había sido mordida, arrancada y masticada. Ahora veía la terrible herida con más claridad que cuando estuve en el umbral del cuarto de baño.
Recordé también otras marcas que presentaba el cuerpo, heridas que no había tenido estómago para considerar hasta ese momento. Marcas cárdenas de mordiscos en las manos. Puede que hasta una en la cara.
Monos. Pero no monos comunes y corrientes.
El comportamiento de los asesinos en casa de Angela —el asunto de las muñecas, el juego del escondite— me había parecido una broma de niños dementes. En las habitaciones debieron de entrar varios monos; lo bastante pequeños para ocultarse en lugares en los que un hombre no hubiera podido hacerlo y con una rapidez tan poco humana que parecían fantasmas.
Un grito se elevó en la bruma y fue contestado por otro procedente de dos lugares.
Orson y yo captamos un movimiento rápido; no quise demostrar sobresalto. Si echaba a correr, mi precipitación podía ser interpretada —y con razón— como signo de temor. Para un predador el miedo indica debilidad. Si percibían cualquier debilidad, podían atacar.
Tenía la Glock, que sujetaba con tanta fuerza que el arma parecía integrada en mi mano. Ignoraba cuántas de esas criaturas formaban un grupo: quizá sólo tres o cuatro, quizá diez, posiblemente más. Considerando que nunca había disparado un arma —excepto en una ocasión, aquella misma noche y por accidente— no iba a poder detener a todos aquellos animales antes de que se me echaran encima.
No quería alimentar mi febril imaginación con un material tan sombrío, pero no dejaba de preguntarme cómo serían los dientes del mono rhesus. ¿Bicúspides romos? No. Hasta los herbívoros —admitiendo que el rhesus fuera herbívoro— necesitan arrancar la piel de una fruta, partir una cáscara o un caparazón. Tendrían incisivos, quizás hasta unos colmillos puntiagudos, como los seres humanos. Uno de esos especímenes atacó a Angela, pero el rhesus no se había comportado como un predador; por lo tanto, no estaban equipados con colmillos. Sin embargo, existen simios que los tienen. El babuino posee unos dientes enormes y feroces. De todos modos, el poder de la mordedura del rhesus era indiscutible, porque a pesar de la naturaleza de su dentadura, mataron de manera salvaje y rápida a Angela Ferryman.
Al principio oí y sentí, más que vi, un movimiento en la niebla a unos cuantos metros a mi derecha. Luego vislumbré una forma oscura e indefinida cerca del suelo, que venía hacia mí rápida y sigilosamente.
Me giré hacia lo que se movía. La criatura rozó una de mis piernas y se desvaneció en la niebla antes de que pudiera verla con claridad.
Orson lanzó un moderado gruñido, como si advirtiera algo. Estaba de cara a la ondulada pared de bruma gris que se deslizaba a través de la oscuridad al otro lado de la bicicleta, y sospeché que si hubiera habido luz hubiera visto no solamente que tenía los pelos eréctiles erizados, sino que los del lomo también tenían las puntas tiesas.
Yo caminaba vigilando el suelo; esperaba encontrarme con la mirada brillante y de color amarillo oscuro de la que Angela me había hablado. La forma que apareció de repente en la niebla era casi de mi tamaño. Quizá me superaba. Imprecisa, amorfa, como un ángel caído de la muerte flotando en un sueño, más una sugestión que una sustancia concreta, y terrible, porque no desvelaba el misterio. Sin ojos amarillos. Sin rasgos nítidos. Sin una forma concreta. Hombre o simio o nada: el jefe del grupo, algo y nada a la vez.
Orson y yo nos detuvimos.
Volví la cabeza lentamente y escudriñé el flujo de niebla que nos rodeaba, intentando captar cualquier sonido de referencia. Pero el grupo se movía tan silenciosamente como la bruma.
Me sentí como el buceador que, mar adentro, es atrapado por invisibles corrientes ricas en algas y plancton, con un tiburón nadando en círculo a su alrededor que está esperando a que salga de la penumbra para partirlo en dos de un mordisco.
Algo rozó la parte trasera de mis piernas y me dio un tirón en los tejanos; no fue Orson, porque aquello emitió una especie de silbido malvado. Intenté darle una patada pero no lo conseguí y se desvaneció en la niebla antes de que pudiera echarle la vista encima.
Orson, sorprendido, lanzó un aullido, como si hubiera sido él quien hubiera tenido el encuentro.
—Aquí, muchacho —le urgí, y él vino rápidamente a mi lado.
Solté la bicicleta, que cayó sobre la arena. Agarré la pistola con ambas manos y empecé a girar en círculo, buscando algo a lo que disparar.
Se levantó un murmullo estridente, iracundo. Al parecer eran las voces de los monos. Al menos había media docena.
Si mataba a uno de ellos, acaso los otros podían desaparecer aterrorizados. Pero también podían reaccionar como lo había hecho el mono de la mandarina ante la escoba de Angela en la cocina: con furiosa agresividad.
En cualquier caso, la visibilidad era virtualmente nula, no podía ver el brillo de sus ojos o sus sombras, así es que decidí no gastar munición disparando a ciegas en la niebla. Cuando se me acabaran las balas, sería una presa fácil.
El murmullo de voces se apagó.
Las nubes densas, agitándose sin cesar, acallaban hasta el sonido del oleaje. Oía las pisadas de Orson, mi respiración demasiado acelerada y nada más.
La forma grande y negra del jefe del grupo apareció de nuevo entre los vaporosos velos grises. Descendía rápidamente, como si tuviera alas, aunque la sensación de vuelo seguramente era una ilusión.
Orson gruñó y yo apreté el mecanismo de visión láser. Una mancha roja se agitó entre el rostro dormido de la niebla. El jefe del grupo, como una sombra flotando en una ventana incrustada de escarcha, fue envuelto por completo por la niebla antes de que pudiera apuntar con el láser su forma mercurial.
Recordé la colección de cráneos en los escalones de cemento del vertedero en la alcantarilla. Quizás el coleccionista no era un adolescente sociópata haciendo prácticas para su carrera de adulto. Quizás esos cráneos eran trofeos reunidos y ordenados por los monos, lo cual era una idea peculiar y turbadora.
Y aún más turbador fue lo que se me ocurrió después quizás el cráneo de Orson y el mío —una vez arrancada toda la carne, los ojos y la vida— se añadirían a la colección.
Orson lanzó un aullido cuando un mono saltó chillando de entre los velos de niebla y le saltó al lomo. El perro torció la cabeza, enseño los dientes intentando morder a su indeseable jinete al mismo tiempo que intentaba sacudírselo de encima.
Estábamos tan cerca que, bajo la escasa luz y la agitada bruma, pude ver los ojos amarillos. Brillantes, fríos y feroces. Se alzaron hacia mí. Y yo no pude disparar porque hubiera podido herir a Orson.
El mono se sujetaba con fuerza al lomo de Orson y luego de un salto dejó libre al perro. Me embistió con fuerza, once kilos de fuertes músculos y huesos me hizo tambalear hacia atrás, se encaramó por el pecho, utilizando la chaqueta de cuero para apoyarse. En medio de aquel caos fui incapaz de disparar. Podía lesionarme.
Durante un instante estuvimos cara a cara, ojo con ojo asesino. El animal enseñaba los dientes, silbaba con ferocidad y su respiración era acre y repulsiva. Aquello era un mono y no lo era, y la cualidad profundamente diferente de su atrevida mirada era terrorífica.
Me arranco la gorra de la cabeza, y yo le di un golpe con el cilindro de la Glock. El mono se lanzó al suelo para agarrar la gorra. Le di una patada y él dejó caer la gorra. El rhesus con chillidos de protesta se metió dando tumbos en la niebla y desapareció de mi vista.
Orson salió en busca del animal ladrando, olvidando todos sus temores. Lo llamé para que volviera y no obedeció.
La gran silueta del jefe de la cuadrilla apareció otra vez, más flotante que antes, una sinuosa forma hinchada como una capa agitándose que desapareció tan pronto como hubo aparecido pero dilatándose lo suficiente para que Orson reconsiderase la cordura de perseguir al rhesus que había intentado robarme la gorra.
—Jesús —exclamé cuando el perro gimió con voz lastimera y abandonó la persecución.
Recogí la gorra del suelo pero no me la volví a poner en la cabeza. La doblé y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.
Me dije a mi mismo, temblando, que estaba bien, que no me había mordido. Si me hubiera arañado hubiera sentido el dolor en la cara o en las manos. No, no me había arañado. Gracias a Dios. Si el mono padecía una enfermedad infecciosa que solo se contagiaba por contacto con los fluidos del cuerpo, no me la había contagiado.
Pero había aspirado su fétido aliento, había respirado el aire que él exhalaba. Si el contagio era por vía aérea, ya estaba en posesión de una entrada para el depósito.
Respondí al ruido metálico que se produjo a mis espaldas, giré en redondo y descubrí que mi bicicleta estaba siendo arrastrada hacia la niebla por alguien que no pude ver. Caída de lado y peinando la arena con los radios, la rueda trasera era la única parte de la bici que todavía se veía, y casi había desaparecido en la bruma cuando alargue una mano y la agarre.
Me metí en un tira y afloja con el ladrón del que salí vencedor, lo que significaba que me había peleado con uno de los dos rhesus y no contra el jefe del grupo, mucho mayor. Enderecé la bicicleta, la apoyé contra mi cuerpo para mantenerla derecha y, de nuevo, empuñe la Glock.
Orson se acercó.
Volvió a orinar, nervioso, derramando los últimos vestigios de cerveza. A mí me sorprendió no haberme mojado en los pantalones.
Estuve jadeando ruidosamente durante un rato, temblando tanto que aunque hubiera sujetado la pistola con ambas manos hubiera sido imposible mantenerla quieta. Poco a poco me fui calmando. Las palpitaciones del corazón ya no amenazaban con romperme las costillas.
Al igual que el casco de un buque fantasma las grises paredes de la niebla pasaban flotando, una infinita flotilla, dejando atrás una quietud sobrenatural. Ni cloqueos. Ni chillidos o alaridos. Ni gritos de somormujo. Ni susurros del viento o suspiros del oleaje. Me invadió una extraña sensación, como si me hubieran matado en el reciente enfrentamiento sin haber sido yo consciente de ello, y me encontrara en la helada antecámara más allá del corredor de la vida, esperando que se abriera la puerta del Juicio.
Por fin parecía que los juegos se habían acabado por el momento. Sujetando la Glock con una mano empecé a caminar con la bicicleta a lo largo de la parte oriental del promontorio. Orson caminaba a mi lado.
Era consciente de que el grupo nos seguía vigilando, aunque a una distancia mayor que antes. No vi formas que se aproximaran cautelosamente en la niebla, pero estaban allí, seguro.
Monos. Aunque no eran monos. Escapados de un laboratorio de Wyvern.
El fin del mundo había dicho Angela.
Sin fuego.
Ni hielo.
Algo peor.
Monos. El fin del mundo provocado por monos.
Apocalipsis con primates.
Armagedón. El fin, fini, omega, el día del juicio final, cierra la puerta y apaga las luces para siempre.
Todo eso era una locura. Cada vez que intentaba centrarme en los hechos y quería ordenarlos de forma inteligible, se me borraba todo, todo quedaba sellado por una enorme ola de imponderables.
La actitud de Bobby, su inflexible determinación a separarse de los problemas insolubles del mundo moderno y ser el campeón de los haraganes, siempre me había parecido la legítima elección de un estilo de vida. Ahora ya no me parecía tan sólo legítima, sino razonada, lógica y sabia.
Como no esperaban que sobreviviera a la edad adulta, mis padres me animaron a jugar, a divertirme, fueron indulgentes con mi curiosidad, me animaron a vivir sin preocupaciones y sin temores, a vivir el momento con muy poca preocupación por el futuro: en resumen, a confiar en Dios y a creer que yo, como todo el mundo, estoy aquí con un fin; me enseñaron a agradecer tanto mis limitaciones como mis talentos y bendiciones, porque ambos forman parte de un designio que no alcanza mi comprensión. Reconocían que necesitaba autodisciplina, claro, y también aprender a respetar a los demás. Pero, de hecho, todas esas cosas se dan de una forma natural cuando crees de verdad que tu vida posee una dimensión espiritual y que eres un elemento cuidadosamente diseñado en el misterioso mosaico de la vida. Aunque en apariencia existían muy pocas oportunidades de que yo sobreviviera a mis padres, ellos se prepararon para esta posibilidad: contrataron una póliza de seguros que me proporcionaría una vida cómoda, aunque no cobrara los derechos de mis artículos y mis libros. Yo había nacido para el juego y la diversión, mi destino era no tener nunca un trabajo, no iba a consumirme con las responsabilidades que pesan sobre la mayoría de las personas. Podía dedicarme a mis escritos o bien convertirme en un surfista zángano como Bobby Halloway quien, en comparación, habría parecido un adicto al trabajo compulsivo, con menos capacidad para divertirse que una col. Hubiera podido dedicarme a la holgazanería más absoluta sin ningún sentimiento de culpa, sin escrúpulos o dudas, porque he crecido para ser lo que la humanidad hubiera sido si no hubiéramos violado los términos del contrato y no hubiéramos sido expulsados del paraíso. Como todo aquel que ha nacido de hombre y mujer, vivo por los caprichos del destino debido al XP, soy mucho más consciente de las maquinaciones del destino que la mayoría, y esta conciencia es liberadora.
Mientras caminaba con mi bicicleta por el lado occidental de la península, seguí buscando el significado de todo lo que había visto y oído desde el atardecer.
Antes de que el grupo apareciera y nos atormentara, me preguntaba en qué consistía exactamente la diferencia de esos monos, volví a intentar resolver ese misterio. A diferencia de los rhesus comunes, eran más audaces que apocados, más tristes que alegres. La diferencia más clara residía en que esos monos eran de genio vivo, malvados. Su potencial para la violencia no era, sin embargo, la principal cualidad que los diferenciaba de los otros rhesus, sólo era consecuencia de la otra diferencia, más profunda, que reconocí pero que era inexplicablemente reacio a considerar.
La niebla seguía siendo muy densa, aunque poco a poco empezó a brillar. Manchas de luz borrosa aparecieron en la bruma: edificios y farolas a lo largo de la playa.
Orson gimoteó con satisfacción —o con alivio— ante los signos de la civilización, pero no estábamos más a salvo en la ciudad que fuera de ella.
Cuando dejamos atrás la parte sur del promontorio y entramos en el camino del embarcadero, me detuve para sacar la gorra del bolsillo en el que la había guardado. Me la puse y tiré de la visera. El hombre elefante se componía la indumentaria.
Orson me echó un vistazo, enderezó la cabeza haciendo como que me observaba y luego se esponjó como si quisiera demostrar su aprobación. Después de todo, él era el perro del hombre elefante y como tal, en alguna medida, su propia imagen dependía del estilo y de la gracia con las que yo compusiera la mía.
La visibilidad había aumentado hasta quizás unos cincuenta metros gracias a las farolas de la calle. Como las mareas fantasma de un mar antiguo y muerto desde hace tiempo, la niebla surgía de la bahía y se adentraba en las calles, las finas gotas de bruma refractaban la luz dorada de vapor de sodio y la trasladaban a la siguiente gota.
Si los miembros del grupo todavía seguían detrás de nosotros, para evitar ser vistos tendrían que ocultarse a mucha mayor distancia que la que habían mantenido en la árida península. Como protagonistas de un nuevo reparto de Los crímenes de la calle Morgue de Poe, deberían de haber limitado sus salidas furtivas a parques, avenidas sin iluminación, galerías, salientes de edificios, parapetos y tejados.
A esas horas, no se veían ni peatones ni motoristas. La ciudad parecía abandonada.
Me sobrevino la turbadora sensación de que estas calles silenciosas y vacías presagiaban una desolación real y aterradora que iba a sobrevenir en Moonlight Bay en un futuro no demasiado lejano.
Salté a la bicicleta y me dirigí hacia el norte por el camino del embarcadero. El hombre que se había puesto en contacto conmigo a través de Sasha en la emisora de radio estaba aguardando en su barco, en la dársena.
Mientras pedaleaba por la desierta avenida, mi cabeza volvió a los monos del milenio. Estaba seguro de haber identificado la diferencia fundamental entre los rhesus comunes y corrientes y el grupo que rondaba secretamente en la noche, era reacio a aceptar mis propias conclusiones aunque por fin me rendí a lo inevitable: aquellos monos eran más inteligentes que los monos comunes.
Inteligentes, muy inteligentes.
Habían comprendido la finalidad de la cámara de fotografía de Bobby y se la habían llevado. Y también le habían birlado la nueva.
Reconocieron mi rostro entre los de treinta muñecas en el taller de Angela y la utilizaron para burlarse de mí. Y luego prendieron fuego a la casa para ocultar el asesinato de Angela.
Los grandes cerebros de Fort Wyvern debían de estar implicados en investigaciones secretas de guerra bacteriológica pero eso no explicaba por qué sus monos de laboratorio eran mucho más inteligentes que los demás.
¿Y hasta que punto su inteligencia era «mucho más inteligente»? ¡Quizá no hubieran podido ganar un montón de pasta en Jeopardy![5] Ni enseñar poesía en el ámbito universitario, dirigir con éxito una emisora de radio, descubrir las pautas del oleaje alrededor del mundo, ni siquiera escribir un éxito de ventas en el New York Times, pero quizás era suficiente para convertirse en la plaga más peligrosa e incontrolable de la humanidad. Las ratas con su rapidez reproductora y los perjuicios que causan si fueran la mitad de inteligentes que el ser humano podrían evitar todas las trampas y venenos.
¿Se habían escapado en realidad esos monos de un laboratorio, estaban sueltos en el mundo y eludían su captura con inteligencia? Si era así ¿cómo habían llegado a ser tan inteligentes? ¿Qué querían? ¿Cuál era su finalidad? ¿Por qué nadie los perseguía, los capturaba y los devolvía a las jaulas de las que nunca debieron salir?
¿O eran un instrumento de Wyvern? Como los perros policía amaestrados de los polis. O como la marina utiliza a los delfines para buscar submarinos enemigos, y en tiempo de guerra —se decía— para depositar cargas explosivas magnéticas en el casco de los barcos enemigos.
Se me ocurrieron un millar de preguntas. Todas ellas fantásticas.
La ramificación de esos monos de elevada inteligencia podría aniquilar la Tierra. Las posibles consecuencias para la civilización humana eran especialmente alarmantes considerando la maldad de esos animales y su innata hostilidad.
La predicción de Angela del fin del mundo ya no era tan improbable ni menos pesimista de lo que sería mi valoración de la situación cuando —si sucedía— conociera todos los hechos. Lo cierto es que a Angela le había llegado el fin del mundo.
Intuía además, que los monos no eran toda la historia. Eran solo un capítulo. Había otras sorpresas que estaban esperando ser descubiertas.
Si se las comparaba con el proyecto de Wyvern las consecuencias del mito de la caja de Pandora de la que habían sido liberados todos los males de la humanidad —guerras, peste, enfermedades, hambruna, inundaciones—, solo serían una colección de insignificantes molestias.
En mi precipitación por llegar a la dársena pedaleaba demasiado deprisa y Orson no podía seguirme. Corría hasta la asfixia, meneaba las orejas, resollaba pero se quedaba atrás.
Lo cierto es que forzaba la bici al máximo no porque tuviera prisa de llegar a la dársena, sino porque inconscientemente, deseaba escapar de la oleada de terror que se precipitaba hacia nosotros. No había escape, sin embargo, y no importaba la furia con que pedalease; solo podía dejar atrás a mi perro.
Recordé las palabras finales de mi padre y pedaleé suavemente hasta que Orson pudo correr a mi lado sin realizar ningún esfuerzo heroico.
No hay que dejar atrás a los amigos. Los amigos son todo lo que poseemos en esta vida, y son lo único de este mundo que podemos volver a encontrar en el siguiente.
Además, la mejor manera de habérselas con un mar de problemas es coger la ola en el punto cero y remontarla, deslizarse por la cara correcta de la catedral, quedar totalmente encerrado en la verde habitación, dibujar el túnel con la tabla, aullando, sin demostrar miedo. Esto no solo es magnífico, es clásico.