—Mira —dijo Bobby—. Están llegando datos. Del satélite meteorológico del gobierno británico. Al procesarlos puedes medir el peso de cualquier ola en cualquier parte del mundo.
No había encendido las luces del despacho. Las grandes pantallas de vídeo de los computadores le proporcionaban iluminación suficiente, y a mí más que suficiente. Las barras de los gráficos de colores, los mapas, las fotografías vía satélite aumentadas y el dinámico discurrir del estado del tiempo se movían en las pantallas.
No he entrado en el mundo de la informática y nunca podré hacerlo. Con las gafas de sol anti UV, no me resulta fácil leer lo que aparece en la pantalla, y tampoco puedo arriesgarme a pasar horas ante una de esas pantallas con todos esos rayos bombardeándome. Para los demás son emisiones de bajo nivel, pero considerando los peligros de la acumulación, para mí unas horas ante un computador serían como una tormenta de rayos. Escribo a mano en tablillas: un artículo ocasional, el libro más vendido que dio como resultado el largo artículo en la revista Time sobre mí y el XP.
Este cuarto-computadora es el corazón de Surfcast, el servicio de predicción del oleaje, que proporciona predicciones diarias por fax a suscriptores de todo el mundo, mantiene un Web y tiene un número 900 para la información del estado del oleaje. En las oficinas de Moonlight Bay trabajan cuatro empleados, conectados por red con esta habitación, aunque Bobby realiza el análisis final de los datos y las predicciones del oleaje.
En las costas de los océanos de todo el mundo, aproximadamente seis millones de surfistas remontan las olas con asiduidad, y a unos cinco y medio de ellos les gustan olas con frentes —medidos desde el seno hasta la cresta— de dos a tres metros. Las marejadas oceánicas ocultan su fuerza debajo de la superficie, a profundidades que superan los trescientos metros, y no se convierten en olas hasta que llegan a aguas menos profundas y rompen en la costa; hasta finales de los años ochenta no había manera de predecir con fiabilidad dónde y cuándo podían encontrarse olas de dos metros. Los maniáticos del surf se pasaban días en la playa, esperando que el oleaje fuera suave o plano, mientras que los centenares de miles arriba o abajo de la costa que se sumergían en las rompientes eran devueltos a la orilla, o llegaban hasta el horizonte. Un porcentaje significativo de aquellos cinco millones y medio de surfistas iban a pagar a Bobby un montón de pasta por enterarse dónde iba a producirse la acción, o si esta iba a depender solamente de la voluntad de Kahuna, el dios del oleaje.
Un montón de pasta. Sólo el número 900 proporcionaba centenares de miles de llamadas al año, a dos dólares el paso. Y Bobby, ironías del destino, el surfista rebelde y holgazán, probablemente es la persona más rica de Moonlight Bay, aunque nadie lo comprenda y él lo regale casi todo.
—Aquí —dijo, dejándose caer en una silla frente a uno de los computadores—. Antes de marcharte a salvar el mundo y de que te salten la tapa de los sesos, piensa en esto.
Cuando Orson irguió la cabeza para mirar la pantalla, Bobby tocó el teclado y solicitó nuevos datos.
El medio millón restante de los seis millones de surfistas remontan olas de cinco metros y probablemente unos diez mil pueden con las de siete metros, pero aunque los tipos más hábiles y cojonudos son muchos menos, un elevado porcentaje de ellos utilizan las predicciones de Bobby. Viven y mueren para cabalgar en las olas; para ellos perderse una sesión de monstruos gigantescos, especialmente en su tierra, sería como una tragedia de Shakespeare con arena.
—El domingo —dijo Bobby, tecleando.
—¿Este domingo?
—Dentro de dos noches, querrás verlo. Creo que será mejor que estar muerto.
—¿Se acercan olas grandes?
—Será magnífico.
Quizá trescientos o cuatrocientos surfistas en el mundo poseen la experiencia, el talento y los cojones[4] suficientes para montar olas de siete metros, y un puñado de ellos le paga bien a Bobby para que siga la pista correcta de la ola gigante, aunque sea algo semejante a matarlos. Algunos de estos maniáticos son hombres ricos que volarían a cualquier parte del mundo a desafiar una tempestad con olas gigantes, de diez o hasta de quince metros, a las que con frecuencia son remolcados por un ayudante en un Jet Ski, porque alcanzar tales monolitos de la manera habitual es difícil y, a menudo, imposible. En todo el mundo puedes encontrar olas de diez metros bien formadas y dignas de ser remontadas únicamente unos treinta días al año, y a menudo alcanzan las costas de lugares exóticos. Con la ayuda de mapas, fotos de satélite y las informaciones del tiempo de numerosas fuentes, Bobby puede suministrar predicciones de dos a tres días, tan fiables que sus clientes nunca se han quejado.
—Ahí —Bobby señaló el perfil de una ola en el computador. Orson se acercó a mirar la pantalla—, el punto de rompimiento del oleaje, Moonlight Bay. Va a ser el clásico domingo, la tarde, la noche, hasta el amanecer del lunes lleno de agitación.
—¿Estoy viendo cuatro metros? —me acerqué a la pantalla entornando los ojos.
—De tres a cuatro metros, con la posibilidad de alguna serie de cinco. Pronto alcanzarán Hawai luego nos tocará a nosotros.
—Estarán vivas.
—Completamente vivas. Se aproxima una gran tormenta de movimiento lento por el norte de Tahití. También habrá viento terral, así es que esos monstruos formarán las barreras más secas y con los túneles más locos que hayas visto en sueños.
—Fantástico.
Giró en la silla para mirarme.
—¿Qué prefieres, montar el oleaje del domingo por la noche o el maremoto mortal de Wyvern?
—Ambos.
—Suicida —dijo despectivamente.
—Pato —contesté sonriendo, lo cual es lo mismo que decir «boya», se refiere a esos que se sientan en la línea y no tienen las agallas de coger una ola.
Orson movía la cabeza mirando a uno y otro, como si contemplara un partido de tenis.
—Payaso —dijo Bobby.
—Tramposo —repuse, lo cual es lo mismo que decir «pato».
—Huevón —contestó, lo cual tiene el mismo significado en jerga surfista que en el idioma corriente.
—Presiento que no vas a estar conmigo en esto.
—No puedes ir a la poli. Tampoco al FBI. A todos ellos les paga el otro lado ¿Cómo vas a enterarte de un proyecto secreto en Wyvern? —inquirió levantándose de la silla.
—Ya he descubierto algo.
—Sí, y cuando te enteres de algo más te matarán. Escucha, Chris, no eres Sherlock Holmes o James Bond. En el mejor de los casos, eres Nancy Drew.
—Nancy Drew tenía una elevadísima cota de casos cerrados —le recordé—. Atrapo el cien por cien de los hijos de puta que perseguía. Me sentiría honrado de que se me considerase el igual de una luchadora contra el crimen del calibre de doña Nancy Drew.
—Suicida.
—Pato.
—Payaso.
—Tramposo.
—Me pones enfermo —dijo Bobby riendo en voz baja mientras se rascaba la barba.
—Y tú a mí.
Sonó el teléfono y Bobby contestó.
—Hola, encanto, ya he acabado el nuevo formato… siempre Chris Isaak, siempre. Pon Dancin para mí, ¿quieres? —me paso el auricular—. Es para ti, Nancy.
Me gusta la voz de disk jockey de Sasha. Es ligeramente diferente de su voz real, un poco más profunda, más suave y sedosa, pero el efecto es fuerte. Cuando la oigo deseo revolcarme en la cama con ella. Deseo revolcarme en la cama con ella siempre, tan a menudo como sea posible, pero cuando habla con su voz de la radio, deseo revolcarme en la cama con ella con urgencia. Transforma la voz desde el momento en que entra en el estudio y sigue con ella hasta que sale del trabajo.
—La línea se cortará en un minuto, he tenido que charlar entre los cortes —me dijo—, así es que seré breve. Ha venido uno que esta rondando por la emisora hace un rato, quiere ponerse en contacto contigo. Dice que es cuestión de vida o muerte.
—¿Quién?
—No puedo decirte el nombre por teléfono. Le he prometido que no lo haría. Cuando le he dicho que probablemente estabas con Bobby esta persona no ha querido llamarte ni ir a verte allí.
—¿Por qué?
—No sé exactamente por qué. Pero… esta persona estaba muy nerviosa, Chris «He tenido un encuentro con la noche». ¿Sabes a lo que me refiero?
«He tenido un encuentro con la noche».
Era un verso de un poema de Robert Frost.
Mi padre me había inculcado la pasión por la poesía. Y yo he contagiado a Sasha.
—Sí —dije—. Creo que sé a lo que te refieres.
—Quiere verte lo antes posible. Dice que es cuestión de vida o muerte. ¿Qué esta pasando, Chris?
—El domingo por la tarde tendremos una sesión de grandes olas —contesté.
—No es esto a lo que me refiero.
—Lo sé. Luego te contaré el resto.
—Olas. ¿Podré salir?
—Olas de cuatro metros.
—Creo que me quedaré en la fiesta de la playa.
—Me encanta tu voz —dije.
—Suave como la bahía.
Colgó el aparato y yo hice lo mismo.
Aunque solo había oído la mitad de la conversación, Bobby confiaba en su intuición e imaginó la intención de la llamada de Sasha.
—¿Qué estas tramando?
—Asuntos de Nancy —repuse—. No te interesarían.
Cuando Bobby y yo encontramos a Orson todavía inquieto en el porche, en la radio de la cocina empezó a sonar Dancin, de Chris Isaak.
—Sasha es una mujer encantadora —dijo Bobby.
—Extraordinaria.
—Si te matan ya no podrás estar con ella.
—Tomo nota.
—¿Llevas las gafas de sol?
Palpé el bolsillo de la camisa.
—Sí.
—¿Te has embadurnado con mi crema antisolar?
—Si, mamá.
—Payaso.
—Estaba pensando… —empecé.
—Ya era hora de que empezaras a hacerlo —me interrumpió.
—He estado trabajando en el nuevo libro.
—Al fin te has decidido a mover el culo.
—Trata de la amistad.
—¿Estoy yo?
—Sorprendentemente, sí.
—Pero no pondrás mi verdadero nombre, ¿no es cierto?
—Te llamas Igor. El asunto es… Temo que los lectores no puedan identificarse con lo que voy a decir, porque tú y yo (todos mis amigos) vivimos una vida muy diferente.
Bobby se detuvo en el borde de los escalones del porche y me miró con su típica mirada burlona.
—Creo que debes de ser muy listo para escribir libros.
—No es obligatorio.
—Obviamente no. Pero hasta el más bobo sabe que todos nosotros llevamos vidas diferentes.
—¿Sí? ¿María Cortez lleva una vida diferente?
María es la hermana pequeña de Manuel Ramírez, tiene veintiocho años como Bobby y yo. Es cosmetóloga y su marido, mecánico de coches. Tienen dos hijos, un gato y una casita de folleto con una gran hipoteca.
—No vive la vida en el salón de belleza haciendo peinados, ni en su casa limpiando las alfombras con la aspiradora. Vive su vida dentro de su cabeza. Existe un mundo en el interior de su cráneo, probablemente más extraño y más jodido que el tuyo o el mío, con nuestras estupideces, imagino. Seis billones de nosotros se pasean por el planeta, seis billones de mundos más pequeños o más grandes. Vendedores de zapatos y cocineros de segunda clase que parecen aburridos desde fuera, algunos tienen una vida más fantástica que la tuya. Seis billones de historias, cada una de ellas una epopeya llena de tragedias y de triunfos, de bondad y de maldad, de desespero y de esperanza. Tú y yo no somos especiales, hermano —dijo Bobby.
Me quedé callado un momento. Luego jugueteé con la manga de su camisa de papagayos y palmeras.
—No sabía que fueras filósofo.
Bobby se encogió de hombros.
—¿Por esta pequeña muestra de sabiduría? Demonios si la encontré en una galletita china.
—Debió de ser el gran hombre blanco de las galletitas.
—Fue un enorme monolito, tío —repuso dirigiéndome una sonrisa socarrona.
La gran muralla de niebla iluminada por la luna que se asomaba a media milla de la costa no estaba ni más cerca ni más lejos que antes. El aire nocturno estaba tan inmóvil como en una habitación de temperatura regulada del Mercy Hospital.
Cuando bajamos los escalones del porche, nadie nos disparó. Ni tampoco nadie lanzó aquel grito de somormujo.
Sin embargo, todavía debían de estar allí ocultos en las dunas o detrás de la cresta del talud que descendía hasta la playa. Sentía su vigilancia como la peligrosa energía que subyace en las espirales de una serpiente cascabel inmóvil a punto de morder.
Bobby había dejado su arma en el interior, pero seguía vigilante. Mientras me acompañaba hasta la bicicleta sin dejar de vigilar, empezó a revelar un interés mayor de lo que antes había admitido por mi historia.
—El mono que mencionó Angela.
—¿Qué pasa con él?
—¿Cómo era?
—Como un mono.
—¿Cómo un chimpancé, u orangután, o qué?
Agarré con firmeza el manillar de la bicicleta y le di la vuelta sobre la arena blanda.
—Era un mono rhesus. ¿No te lo dije?
—¿De qué tamaño?
—Dijo que de unos sesenta centímetros de alto y quizá de unos once kilos de peso.
—He visto un par de ellos —dijo mientras echaba un vistazo a través de las dunas.
Sorprendido, volví a apoyar la bici en la barandilla del porche.
—¿Monos rhesus? ¿Aquí?
—Alguna clase de monos, de ese tamaño más o menos.
No existe ninguna especie de mono originaria de California. Los únicos primates en sus bosques y campos son los seres humanos.
—Descubrí a uno de ellos una noche, mirándome por una ventana.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará unos tres meses.
Orson se movía entre nosotros, como si buscara seguridad.
—¿Has vuelto a verlos desde entonces? —pregunté.
—Seis o siete veces. Siempre por la noche. Son sigilosos. Aunque últimamente son más osados. Marchan en grupo.
—¿Grupo?
—Los lobos marchan en manada. Los caballos en recua. Los monos en grupo.
—Has estado investigando ¿Por qué no me lo has contado antes?
Permaneció en silencio, observando las dunas.
Yo también hacía lo mismo.
—¿Es lo que puede estar aquí afuera?
—Quizá.
—¿No se lo has contado a nadie? ¿Ni a los de control de animales?
—No.
—¿Por qué no?
No me respondió enseguida, dudó y luego dijo.
—Me dejé llevar por las tonterías de Pia.
Pia Klick. A Waimea por uno o dos meses y ya hacía tres años que se había ido.
No comprendía cómo Pia había podido convencer a Bobby de que no informara de los monos a los oficiales de control de animales, pero luego él me lo explicó.
—Dice que ha descubierto que es la reencarnación de Kaha Huna —dijo Bobby.
Kaha Huna es la diosa hawaiana del oleaje, en realidad nunca se había encarnado y, por consiguiente, no podía ser re.
Considerando que Pia no era una kamaaina, es decir, natural de Hawai, sino una haole que había nacido en Oskaloosa, Kansas, y allí vivió hasta que dejó su casa a los diecisiete años, parecía una candidata muy poco probable a ser una wher wahine mitológica.
—Le faltan algunas credenciales —dije.
—Es muy seria con todo eso.
—Bueno, es lo bastante guapa para ser Kaha Huna. O cualquier otra diosa.
Estaba al lado de Bobby y no podía ver sus ojos demasiado bien, pero en su rostro había una expresión desolada. Jamás se la había visto antes. Ignoraba que la desolación fuera una alternativa para él.
—Dice que ser Kaha Huna le exige ser célibe.
—Ah.
—Cree que probablemente nunca podrá vivir con un tipo corriente, quiero decir con un mortal. Sería como rechazar su destino con una blasfemia.
—Bestial —dije con simpatía.
—Para ella sería fantástico cohabitar con la reencarnación actual de Kahuna.
Kahuna es el dios del oleaje. Es una creación de los surfistas modernos que extrapolan su leyenda de la vida de un antiguo hechicero hawaiano.
—Tú podrías ser la reencarnación de Kahuna.
—Me niego a serlo.
Por su respuesta deduje que Pia había intentado convencerle de que era, además, el dios del surfing.
—Es tan lista, tan inteligente —dijo Bobby con evidente dolor y confusión.
Pia se había graduado con summa cum laude en la UCLA. Pagó la universidad pintando retratos, ahora sus trabajos hiperrealistas se venden a precios exorbitantes, tan rápidamente como ella quiera producirlos.
—¿Cómo puede ser tan lista e inteligente —preguntó Bobby— y luego esto?
—A lo mejor eres Kahuna —repuse yo.
—No es divertido —lo cual era una declaración sorprendente, porque de un modo u otro, a Bobby todo le divertía.
La hierba de las dunas se había desplomado bajo la luz de la luna y permanecía inmóvil en la noche sin brisa. El suave ritmo del oleaje, que se alzaba desde la playa de más abajo, era como el murmullo de los rezos de una multitud distante.
Este asunto de Pia era fascinante, pero incomprensible y a mí me interesaban más los monos.
—Estos últimos años —dijo Bobby—, con este asunto de Pia… bueno, a veces está bien, pero otras es como malgastar los días en violentos churly-churly.
Churly-churly para el surfista es un giro incorrecto en el que te llenas de arena y de guijarros, que te saltan a la cara cuando entras en la ola. No es agradable.
—A veces —añadió Bobby—, cuando acabo de tener una conversación telefónica con ella, me armo un lío, la añoro, quiero estar con ella. Y hasta casi logro convencerme a mí mismo de que es Kaha Huna. Es tan sincera… No desvaría, lo sé. Es algo inherente a ella, lo cual hace todo aún más perturbador.
—No sabía que estuvieras perturbado.
—Yo tampoco.
Suspiró, golpeó la arena con un pie desnudo y enlazó el tema de Pia con los monos.
—Cuando vi aquel mono en la ventana la primera vez, fue magnífico, me hizo reír. Pensé que era una mascota que se había perdido… pero la segunda vez vi más de uno. Y fue tan fantasmagórico como toda esta mierda de Kaha Huna, porque no se comportaban como simples monos.
—¿Qué quieres decir?
—Los monos son juguetones, ridículos. Esos tipos no eran juguetones. Tenían un propósito, eran solemnes y lúgubres. Me observaban y vigilaban la casa, no con curiosidad sino con un plan.
—¿Qué plan?
Bobby se encogió de hombros.
—Eran tan extraños.
No encontró las palabras y yo tomé una prestada de H. P. Lovecraft, cuyos relatos nos entusiasmaban cuando teníamos trece años.
—Espectros.
—Sí. Eran espectros. Sabía que nadie iba a creerme. Si hasta yo pensé que estaba alucinando. Cogí una cámara pero no pude hacer ninguna fotografía ¿Sabes por qué?
—¿El dedo en la lente?
—No querían ser fotografiados. En cuanto vieron la cámara, corrieron a esconderse, son extraordinariamente rápidos —me miró, esperando mi reacción, luego volvió a dirigir la vista hacia las dunas—. Sabían lo que era una cámara de fotos.
—Oye, no los estarás antropomorfizando, ¿verdad? Ya sabes, atribuir características y actitudes humanas a los animales —dije, sin poderlo resistir.
—Después de aquella noche —siguió, pasando por alto mis palabras—, no guardé la cámara en el armario. La dejé en el mostrador de la cocina, para tenerla a mano. Si aparecían de nuevo, pensé que podría hacer un disparo antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía. Una noche, hará unas seis semanas, había unas olas de dos metros, un buen terral, llegaban unas tras otras, así que me puse el traje de goma y me pasé unas dos horas en el agua. No me llevé la cámara de fotos conmigo.
—¿Por qué no?
—No había visto a los malditos monos desde hacía una semana. Pensé que quizá ya no los volvería a ver. Cuando volví a casa, me saqué el neopreno, entré en la cocina y cogí una cerveza. Cuando me aparté de la nevera, había monos en las dos ventanas, colgados de los marcos exteriores, contemplándome. Entonces fui a buscar la cámara y había desaparecido.
—La habías cambiado de sitio.
—No. Había desaparecido por las buenas. Cuando fui a la playa aquella noche dejé la puerta abierta. Ya no lo he vuelto a hacer nunca más.
—¿Quieres decir que los monos la cogieron?
—Al día siguiente compré una cámara desechable. La dejé otra vez en el mostrador del horno. Aquella noche dejé las luces encendidas, cerré y bajé con la tabla a la playa.
—¿Buen surf?
—Lento. Pero quise darles una oportunidad. Y la aprovecharon. Mientras me encontraba fuera, rompieron un paño, abrieron la ventana y robaron la cámara desechable. Nada más. Solo la cámara.
Ahora entendía por qué guardaba la pistola en un armario cerrado con llave.
La casa en el promontorio, sin vecindario, siempre me había atraído como un magnífico refugio. Por la noche, cuando los surfistas desaparecen, el cielo y el mar forman una esfera en la que la casa permanece como un diorama en uno de esos pisapapeles de cristal que se llenan de copos de nieve cuando los agitas, aunque en lugar de ventisca allí había una profunda paz y una gloriosa soledad. Ahora, sin embargo, la extraordinaria paz se había convertido en un aislamiento enervante. En lugar de proporcionar sensación de paz, la noche era densa y silenciosa.
—Y me dejaron un aviso —dijo Bobby.
Imaginé una nota de amenaza escrita laboriosamente con letras mayúsculas: VIGILA EL CULO. Firmado: LOS MONOS.
Pero eran demasiado listos para dejar un papel.
—Uno de ellos se cagó en mi cama —añadió Bobby.
—Oh, que amable.
—Son muy sigilosos, como ya te he dicho. Decidí no intentar siquiera fotografiarlos. Si conseguía disparar el flash una noche… Creo que se hubieran cabreado.
—Les tienes miedo. No sabía que estuvieras inquieto, ni que tuvieras miedo. Me estoy enterando de muchas cosas esta noche, hermano.
Bobby no admitió que sentía miedo.
—Compraste el arma —le apremié.
—Porque creo que es conveniente desafiarlos de vez en cuando, bueno, para demostrarles a esos hijos de puta que soy territorial, y que este es mi territorio. En realidad no tengo miedo. Solo son unos monos.
—Y no lo son.
—Hay días que me pregunto si me he contagiado de algún virus New Age por vía telefónica de Pia, desde Waimea… y ahora, mientras ella esta obsesionada con ser Kaha Huna, yo estoy obsesionado con los monos y el nuevo milenio. Sospecho que así los llamarían en la prensa sensacionalista, ¿no crees?
—Los monos del milenio. Tiene tirón.
—Por esta razón no he informado. No voy a convertirme en blanco de la prensa ni de nadie. No voy a ser el payaso que vio a Bigfoot o a extraterrestres en una nave espacial en forma de tostadora. Mi vida cambiaría por completo.
—Serías un raro como yo.
—Exacto.
La sensación de ser observado se intensificó. Me apropié de un truco de Orson, casi un gruñido sordo en la garganta.
El perro seguía todavía entre Bobby y yo, alerta e inmóvil, con la cabeza levantada y una oreja erguida. Ya no temblaba, aunque sentía respeto hacia aquello que nos estaba observando desde la oscuridad.
—Lo que te he contado de Angela, ya sabes, eso de que los monos tienen algo que ver con lo que se ha estado haciendo en Fort Wyvern —dije—, no es ninguna noticia sensacionalista producto de la fantasía. Es algo real, vivo, y nosotros podemos hacer algo al respecto.
—Aún está en marcha —comentó Bobby.
—¿Qué?
—Según te dijo Angela, Wyvern no está parado del todo.
—Lo abandonaron hace dieciocho meses. Si todavía hay personal llevando a cabo alguna operación, nosotros lo sabremos. Si hay personas que viven en la base, bajarán a comprar a la ciudad, irán al cine.
—Dices que Angela lo llamó apocalipsis. Dijo que era el fin del mundo.
—Sí ¿Y?
—Si estuvieras ocupado trabajando en un proyecto para destruir el mundo, no tendrías tiempo de ir al cine a la ciudad. De todas formas, como yo digo, esto es un maremoto, Chris. Es el gobierno. No hay manera de hacer surf en estas aguas y sobrevivir.
Agarré el manillar de la bicicleta y la volví a enderezar.
—A pesar de los monos y de todo lo que has visto, ¿quieres abandonar?
—Si mantengo la calma, es posible que se vayan. No vienen todas las noches. Una o dos veces por semana. Si los espero fuera, mi vida podría volver a ser como era antes.
—Sí, pero quizás Angela no estuviera soñando. Quizá ya no existe una oportunidad, ninguna, de que las cosas vuelvan a ser lo que eran.
—Entonces, ¿por qué te entregas en cuerpo y alma si es una causa perdida?
—Para los xeperos —dije con solemnidad burlona—, no existen las causas perdidas.
—Suicida.
—Pato.
—Payaso.
—Tramposo —dije con afecto, mientras me alejaba con la bicicleta de la casa a través de la blanda arena.
Orson emitió un suave plañido de protesta cuando nos alejábamos de la relativa protección de la casa, pero no intentó volver. No se separó de mí, olfateaba el aire de la noche mientras nos dirigíamos hacia el interior.
Habíamos recorrido unos treinta pies cuando Bobby, levantando pequeñas nubes de arena, llegó corriendo hasta nosotros y nos bloqueó el paso.
—¿Sabes cuál es tu problema?
—¿La elección de mis amigos? —pregunté.
—Tu problema es que quieres dejar una impronta en el mundo. Quieres dejar algo atrás que diga «Yo estuve aquí».
—Eso no me preocupa.
—Mentiroso de mierda.
—Vigila tu lenguaje. Hay un perro presente.
—Por eso escribes los artículos, los libros —dijo—. Para dejar una marca.
—Escribo porque me divierte hacerlo.
—Eres un hijo de puta.
—Porque es lo más difícil que he hecho nunca, pero además es gratificante.
—¿Y sabes por qué es tan difícil? Porque no es natural.
—Quizá lo sea para la gente que no puede leer y escribir.
—No venimos aquí a dejar una marca, hermano. Monumentos, herencias, marcas… por su causa siempre empeoramos. Venimos a divertirnos, a sumergirnos en las maravillas del mundo, a disfrutar de la cabalgada.
—Orson, mira, aquí esta otra vez Bob el filósofo.
—El mundo es perfecto tal y como es, es bello de un horizonte a otro. Cualquier marca que intentemos dejar, demonios, solo es una pintada. Nada puede superar el mundo que nos ha sido dado. Cualquier marca que se deje solo es vandalismo.
—La música de Mozart —dije.
—Vandalismo —repuso Bobby.
—El arte de Miguel Ángel.
—Una pintada.
—Renoir —apunte.
—Una pintada.
—Bach, los Beatles.
—Pintadas auditivas —dijo ferozmente.
Mientras conversábamos, Orson daba latigazos con el rabo.
—Matisse, Beethoven, Wallace Stevens, Shakespeare.
—Vándalos pandilleros.
—Dick Dale —dejé caer el nombre sagrado del rey de la Surf Guitar, el padre de toda la música surf.
—Una pintada —repuso Bobby haciendo un guiño.
—Estás enfermo.
—Yo soy la persona más sana que conoces. Abandona esta enfermiza cruzada, Chris.
—Estaba en una escuela de holgazanes cuando una pequeña curiosidad se estudió como cruzada.
—Vive la vida. Sumérgete en ella. Diviértete. Esto es lo que tienes que hacer.
—Yo me divierto a mi manera —le aseguré—. No te preocupes, soy tan zángano y aficionado a las pajas como tú.
—Eso quisieras.
Intenté dar la vuelta con la bici, pero él volvió a interponerse en mi camino.
—Está bien —dijo con resignación—. Está bien. Pero lleva la bici con una mano y coge la Glock con la otra hasta que llegues a tierra firme y puedas montarla. Entonces pedalea rápido.
Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta, hundido por el peso de la pistola. En casa de Angela había disparado un tiro accidentalmente. Quedaban nueve en la recámara.
—Pero si solo son monos —me hice eco de las palabras de Bobby.
—Y no lo son.
Busqué su mirada oscura.
—¿Hay algo más que debería saber?
Se mordió el labio inferior.
—A lo mejor soy Kahuna —dijo finalmente.
—No es esto lo que ibas a decirme.
—No, pero no es tan loco como lo que iba a decirte —su mirada erró momentáneamente por las dunas—. El jefe del grupo… Solo lo he visto de lejos en la oscuridad, apenas algo más que una sombra. Es más grande que los demás.
—¿Hasta que punto?
Nuestras miradas se cruzaron.
—Creo que es un fulano de mi tamaño.
Antes, cuando estaba en el porche esperando a que Bobby volviera de su investigación por el acantilado, había observado un movimiento con el rabillo del ojo la fugaz impresión de un hombre corriendo con paso largo y elástico a través de las dunas. Cuando me di la vuelta empuñando la Glock no vi a nadie.
—¿Un hombre? —dije—. ¿Corriendo con los monos del milenio, conduciendo el grupo? ¿Nuestro Tarzán de Moonlight Bay?
—Bueno, creo que se trata de un hombre.
—¿Y eso que significa?
Bobby apartó la mirada y se encogió de hombros.
—Lo que quiero decir es que no solo he visto monos. Con ellos hay algo o alguien grande.
Contemplé las luces de Moonlight Bay.
—Es como si hubiera un reloj funcionando en algún sitio, una bomba de relojería, y la ciudad estuviera llena de explosivos.
—Yo también lo creo, hermano. Aléjate de la zona de detonación.
Sosteniendo la bici con una mano saqué la Glock del bolsillo de la chaqueta.
—Cuando estés metido en tus locas y peligrosas aventuras xepero —dijo Bobby—, hay algo que debes tener presente.
—Dominar siempre la tabla.
—Cualquier cosa que haya pasado en Wyvern, o lo que todavía esté sucediendo, puede haber implicado a un gran equipo de científicos. Fulanos extraordinariamente formados, con la frente más ancha que tu cara. Y también muchos tipos del gobierno y militares. La élite del sistema. Promotores y protagonistas ¿Sabes por qué formaban parte de todo esto antes de que les saliera mal?
—¿Deudas que pagar, una familia que mantener?
—Todos ellos querían dejar su marca.
—No se trata de ambición. Yo solo quiero saber por qué murieron mis padres.
—Tienes la cabeza más dura que la concha de una ostra.
—Si, pero hay una perla dentro.
—No hay una perla —me aseguró—. Sino mierda de gaviota fosilizada.
—Manejas bien el lenguaje. Deberías escribir un libro.
Emitió una risita despectiva tan fina como una viruta de piel de limón.
—Preferiría joder con un cactus.
—Es bastante parecido. Pero gratificante.
—Esta ola va a llevarte al circuito de lavado y luego al de secado.
—Quizá. Pero será un viaje fantástico. ¿No eres tú el que decía que estamos aquí para disfrutar del viaje?
Finalmente se dio por vencido; se apartó de mi camino, levantó la mano derecha y me hizo el signo sasha.
Sostuve la bici con la mano con la que sujetaba el arma el tiempo suficiente para hacer el signo de Star Trek.
Me respondió con un gesto con el dedo.
Con Orson a mi lado, me encaminé con la bici hacia el este a través de la arena, hacia la parte más rocosa de la península. Antes de que me hubiera alejado más, oí que Bobby decía algo a mis espaldas, pero no pude entender sus palabras.
Me detuve, me volví y lo vi dirigiéndose hacia la casa.
—¿Qué has dicho?
—Que se acerca la niebla —repitió.
Miré más allá de donde se encontraba y vi blancas masas enormes que descendían desde el lado oeste, una avalancha de vapor con una pátina de luz de luna. Como una pared de muerte derribándose silenciosamente en un sueño.
Las luces de la ciudad parecían las de un continente lejano.