Tras alejarse de los escalones y meter el hocico entre un par de balaustres en el extremo oriental del porche, Orson no centró su atención hacia el oeste, donde se encontraba Bobby, sino a sus espaldas, hacia el promontorio y la ciudad. Dejó escapar un profundo gruñido. Seguí la dirección de su mirada. Aunque la luna estaba en su plenitud, enredada en jirones de nubes que no la oscurecían, fui incapaz de ver nada.
Con la firmeza del rugido de un motor, el sordo gruñido del perro continúo sin interrumpirse.
Bobby había llegado al promontorio y seguía moviéndose por el borde del terraplén. Aunque podía verle, era poco más que una forma gris contra el telón de fondo negro y estrellado del mar y del cielo.
Mientras había estado mirando hacia el otro lado, alguien podía haber derribado a Bobby con tanta rapidez y violencia que no hubiera podido gritar y yo no me hubiera enterado. La figura borrosa y de color gris que rodeaba el promontorio y se iba acercando a la casa por el lado sur, podía ser la de otro.
—Me estás asustando —le dije al perro, que seguía gruñendo.
Aunque forcé la vista, seguí sin poder distinguir a nadie o a la posible amenaza procedente del este, donde la atención de Orson seguía fija. El único movimiento era la ondulación de la hierba alta y rala. El viento ya no tenía la fuerza suficiente para levantar la arena de las compactas dunas.
Orson dejó de gruñir y bajó pesadamente los escalones del porche, como si fuera a perseguir una pieza. Sin embargo, correteó en la arena a cierta distancia de la parte izquierda del porche, donde levantó una pata trasera y vació la vejiga.
Cuando volvió al porche, sus patas temblaban. De nuevo miró hacia el este, pero ahora sin gruñir, en su lugar, gimió nervioso.
El cambio me preocupó más que si se hubiera echado a ladrar con furia.
Crucé sigilosamente el porche y me dirigí al extremo occidental de la casa, procurando no perder de vista el exterior arenoso y a Bobby —si en realidad era Bobby—, que, bordeando la parte sur del terraplén, desapareció detrás de la casa.
Cuando me di cuenta de que Orson había dejado de gemir, me volví hacia él y observé que había desaparecido.
Pensé que debía de haber ido tras algo y que era sorprendente que lo hubiera hecho con tanto sigilo. Lleno de ansiedad volví sobre mis pasos y me dirigí a los escalones del porche, pero no vi al perro por ningún sitio, ni entre las dunas iluminadas por la luna.
Finalmente lo encontré ante la puerta abierta, escudriñando el exterior. Se había refugiado en la sala de estar, justo un poco más allá del umbral. Tenía las orejas aplastadas contra el cráneo. La cabeza gacha. El pelo del cuello erizado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. No gruñía ni gemía, pero le temblaban los flancos.
Orson es muchas cosas —entre ellas, raro— pero no es cobarde ni estúpido. Lo que le había hecho retroceder debió de provocarle un miedo respetable.
—¿Qué pasa, colega?
No me dirigió siquiera una rápida mirada y continuó obsesionado en la árida extensión que se dilataba más allá del porche. Tenía los negros hocicos abiertos y enseñaba los dientes, pero no emitía ningún gruñido. Era obvio que no albergaba ninguna intención agresiva, en cambio, sus dientes desnudos parecían expresar gran aversión, repulsión.
Cuando me volví a escudriñar la oscuridad, observé un movimiento con el rabillo del ojo: la fugaz impresión de un hombre corriendo ligeramente inclinado, atravesando la propiedad de este a oeste, avanzando rápidamente con largas y ágiles zancadas a través de la última hilera de dunas que marcaban el final del talud hacia la playa, a unos cuarenta pies de donde yo me encontraba.
Giré en redondo y levanté la Glock. El corredor, o se había caído al suelo o era un fantasma.
Me pregunté si sería Pinn. No. Orson no hubiera sentido temor de Jesse Pinn o de cualquier otro hombre como él.
Crucé el porche, bajé los tres escalones de madera, me detuve en la arena y eché un vistazo a las dunas de los alrededores. Aquí y allá, la alta hierba rala se balanceaba con la brisa. Algunas luces de la costa parpadeaban en las aguas tranquilas de la bahía. No se movía nada más.
Como el vendaje de tiras deshilachadas de la cara blanca y seca de un faraón momificado, una nube estrecha y larga se apartó de la barbilla de la luna.
Quizás el corredor no fuera otra cosa que la sombra de una nube. Quizá. Pero la idea no me convenció.
Eché un vistazo a la puerta abierta de la casa. Orson se había apartado un poco más del umbral, adentrándose en la habitación. No se sentía cómodo.
Yo tampoco.
Estrellas. Luna. Arena. Hierba. Y la escalofriante sensación de ser observado.
Desde el talud que descendía hacia la playa o desde el somero bajío entre las dunas, a través de una pantalla de hierba, alguien me estaba observando. Una mirada puede pesar, y aquella llegaba hasta mí en oleadas consecutivas, no en un lento oleaje sino en olas de doble altura, que me derribaban.
El perro no fue el único cuyos pelos se erizaron.
Justo cuando me empezaba a preocupar la larga ausencia de Bobby, mi amigo apareció en el extremo oriental de la casa. Mientras se aproximaba, con la arena formando plumas alrededor de sus pies desnudos no me miró ni una sola vez, su atención se centraba en las dunas.
—A Orson se le han puesto los pelos de punta —dije.
—No me lo creo —replicó Bobby.
—Completamente erizados. Nunca le había pasado antes. Este perro es la encarnación del valor.
—Bueno —dijo Bobby—, no se lo reprocho. Casi se me han erizado a mí.
—Hay alguien ahí afuera.
—Más de uno.
—¿Quién?
Bobby no contestó. Apretó con firmeza el arma y siguió sosteniéndola mientras escudriñaba los alrededores.
—¿Ya han estado aquí antes? —aventuré.
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué quieren?
—No lo sé.
—¿Quiénes son? —pregunté otra vez.
Como antes, no me contestó.
—¿Bobby? —le urgí.
Una gran masa pálida, a unos cien metros de altura, desapareció gradualmente en la oscuridad sobre el océano, hacia el oeste: una masa densa de niebla que la blanquecina luz de la luna hacía resaltar y que se fue extendiendo hacia el norte y hacia el sur. Tanto si avanzaba hacia tierra o si se detenía sobre la costa toda la noche, el movimiento de la niebla producía una silenciosa presión. Una formación de pelícanos volando bajo y en silencio sobre la península se desvaneció tras cruzar las aguas negras de la bahía. La brisa que se dirigía hacia tierra desapareció, la hierba cayó y se quedó inmóvil y entonces pude percibir mejor el lento romper de las olas en la orilla de la bahía, aunque el sonido no era más que un murmullo en la adormecida quietud.
Más allá del promontorio un grito tan espectral como la llamada de un somormujo cortó el profundo silencio. Un grito de respuesta, igualmente cortante y estridente, se elevo de las dunas más próximas a la casa.
Me acordé de aquellas viejas películas del Oeste en las que los indios se llaman unos a otros en la oscuridad, imitando a los pájaros y a los coyotes para coordinar sus movimientos inmediatamente antes de atacar los carromatos en círculo de los colonos.
Bobby disparó un tiro a un montículo de arena próximo, sorprendiéndome de tal manera que a punto estuvo de estallarme la aorta.
El eco del disparo rebotó en la bahía y retrocedió de nuevo hasta que las últimas reverberaciones fueron absorbidas por la gran almohada de niebla en el oeste.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunté.
En lugar de responderme, Bobby volvió a cargar y aguzó el oído.
Me acordé de Pinn disparando al techo en el sótano de la iglesia para reforzar sus amenazas al padre Tom Eliot.
—Probablemente no era necesario, aunque no va mal que mediten sobre la idea de recibir un perdigonazo —dijo Bobby, como si pensara en voz alta, cuando ya no se elevaron más gritos de somormujo.
—¿A quién? ¿A quién estás advirtiendo?
No era la primera vez que lo veía así, aunque nunca tan enigmático como en aquel momento.
Siguió atento a las dunas y pasó otro minuto antes de que me mirara, de pronto, como si hubiera olvidado que yo estaba allí, a su lado.
—Entremos. Tienes que sacarte este disfraz tan malo de Denzel Washington; mientras tanto prepararé unos cuantos tacos asesinos para los dos.
Yo sabía mejor que nadie como tenía que llevar el asunto. Con su actitud misteriosa quería despertar mi curiosidad y recalcar su reputación de rareza o, quizá, tenía una buena razón para mantener el secreto hasta para mí. En ambos casos, Bobby se encontraba en un estado de ánimo especial en el que es inaccesible, como si estuviera en su tabla, a medio camino del extremo del túnel, en la concavidad de una ola.
Mientras recorríamos el camino de vuelta a la casa, continuó la sensación de que alguien me estaba observando. La atención del observador desconocido me producía picor en la espalda, como si un cangrejo ermitaño recorriera una playa sin oleaje. Antes de cerrar la puerta principal, escudriñé la noche una vez más, pero nuestros visitantes siguieron ocultos.
El cuarto de baño es grande y lujoso: el suelo es de granito completamente negro, a juego con las repisas, tiene un hermoso armarito de teca y una gran superficie cubierta de espejos con los bordes biselados. La enorme ducha puede albergar a cuatro personas, lo que la hace ideal para limpiar al perro.
Corky Collins —que construyó la casa de Bobby mucho antes de su nacimiento— era un tipo sin pretensiones, pero se permitía hacer americanadas. Como el jacuzzi para cuatro personas forrado de mármol, en la esquina opuesta a la ducha. Quizá Corky —que se llamaba Toshiro Tagawa antes de cambiarse el nombre— imaginaba orgías con tres chicas o quizá fuera un maniático de la limpieza.
Cuando era joven —un prodigio que se licenció en Derecho en 1941 a la edad de veintiún años—. Toshiro fue recluido en Manzanar, el campo de concentración en el que los leales estadounidenses de origen japonés permanecieron prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, indignado y humillado, se dedicó al activismo político, comprometido en proteger a los oprimidos. Cinco años más tarde perdió la confianza en la posibilidad de una justicia igual para todos y llegó al convencimiento de que la mayoría de los oprimidos, si se les da la oportunidad, se convierten en entusiastas opresores por derecho propio.
Cambió para ejercer de abogado especialista en derecho civil. Como su sabiduría no tenía limites, rápidamente se convirtió en el abogado privado de más éxito en el área de San Francisco.
Cuatro años después, tras acumular una sustanciosa fortuna, dejó de practicar el derecho. En 1956, a los treinta y seis años, se construyó su casa en la punta sur de Moonlight Bay, e hizo llegar hasta allí corriente eléctrica, agua y teléfono con un gasto considerable. Con un seco sentido del humor resultado del cinismo y el rencor adquiridos, Toshiro Tagawa cambió legalmente su nombre por el de Corky Collins el día en el que se instaló en la casita, y dedicó todos los días del resto de su vida a la playa y al océano.
Le aparecieron nódulos en la punta de los dedos de los pies y en los pies, debajo de las rotulas y en las últimas costillas. Como quería oír libremente el retumbar de las olas, Corky no siempre utilizaba tapones para los oídos cuando practicaba surf, y desarrolló una exóstosis: el canal del oído interno se va estrechando porque se llena de agua fría y, debido al abuso repetido, un tumor benigno de huesos le redujo dicho canal. A los cincuenta años, Corky padecía sordera intermitente en el oído izquierdo. A todos los surfistas nos moquea la nariz después de una fuerte sesión de espuma de mar, porque los senos se vacían violentamente y expulsas toda el agua del mar que has aspirado por las ventanas de la nariz; estas porquerías suelen pasar cuando estás charlando con una chica fantástica con un bikini muy pequeñito. Después de veinte años de absoluta dedicación y de las consiguientes cataratas del Niágara, Corky desarrolló una exóstosis en los conductos de la nariz, que requirió cirugía para aliviar la jaqueca y recuperar el drenaje. En cada aniversario de la operación, organizaba la «fiesta del drenaje». Durante años de exposición a los rayos del sol y al agua salada, Corky también padecía lo que se llama el ojo del surfista —pterygium—, un engrosamiento aliforme de la conjuntiva sobre la esclerótica del ojo, que a veces se extiende a la cornea. Su visión se iba deteriorando poco a poco.
Hace nueve años no sufrió la operación oftalmológica porque murió. No a causa de un melanoma ni de un tiburón, sino de la Gran Madre, el océano. Corky tenía entonces sesenta y nueve años, pero aquel día salió a dibujar las monstruosas olas de una tormenta, gigantes de siete metros, temibles, truenos rodantes que la mayoría de los surfistas con la tercera parte de su edad no hubieran intentado superar. Según los testigos, estaba sobre una de ellas, aullando de alegría, casi volando, recorrió el filo, dibujó correctamente los tajos del carril sagrado, se lanzó a gran velocidad, hasta que desapareció de la vista durante mucho rato y fue abatido por una ola que rompía. Monstruos que pueden pesar miles de toneladas, lo que es mucha agua, demasiada para abrirse paso a través de ella, en las que hasta el nadador más experimentado tiene que permanecer en su interior un minuto y medio o más, a veces mucho más antes de poder tomar aire. Lo peor fue que Corky salió a la superficie justo a tiempo de ser martilleado por la siguiente ola, ahogándose al ser aplastado por las dos olas.
Los surfistas de un extremo al otro de California compartían la opinión de que Corky Collins había llevado una vida perfecta y había encontrado una muerte perfecta. Exóstosis en el oído, exóstosis en los conductos nasales, pterygium en ambos ojos, nada de esto significaba lo más mínimo para Corky, todo esto era mejor que el aburrimiento o una enfermedad de corazón, mejor que una asquerosa pensión de jubilado ganada pasándose toda la vida en una oficina. La vida era el surf, la muerte era el surf, la fuerza de la naturaleza grande y envolvente, el corazón se exaltaba al pensar en el envidiable paso por el mundo de Corky que tan problemático era para tantos otros.
Bobby heredó la casa.
Este inesperado acontecimiento dejó atónito a Bobby. Ambos conocíamos a Corky Collins desde que teníamos once años, desde la primera vez que nos aventuramos hasta el final del promontorio con nuestras tablas en las bicis. Fue el mentor de toda rata surfista con ansias de experimentar y facilidad para dominar el punto de rompimiento. Él no se comportaba como si el punto fuera suyo, pero todos respetaban a Corky como si fuera el propietario de la playa desde Santa Bárbara hasta Santa Cruz. Se mostraba impaciente con todo huevón que robaba o cortaba una buena ola, estropeándola para los demás, y desdeñaba a los surfistas domingueros y sin carácter, pero era un amigo y una inspiración para todos aquellos que estábamos enamorados del mar y en sintonía con su ritmo. Corky tenía legiones de amigos y admiradores, algunos de los cuales conocía desde hacía más de tres décadas, y por esta razón nos desconcertó que dejara en herencia todas sus posesiones a Bobby, al que conocía tan solo desde hacía ocho años.
Como explicación, el ejecutor del testamento entrego a Bobby una carta de Corky que era una obra maestra de brevedad:
Bobby.
Lo que la mayoría de gente considera importante, tú no lo consideras. Esto es sabiduría.
A lo que crees importante estás dispuesto a entregar la mente, el corazón y el alma. Esto es gracia. Nosotros solo tenemos el mar, el amor y el tiempo. Dios te dio el mar. Por tus acciones siempre encontraras el amor. Así que yo te entrego el tiempo.
Corky vio en Bobby a alguien que poseía la innata comprensión de las verdades que él no había aprendido hasta cumplir los treinta y seis años. Quiso honrar y animar dicha comprensión. Dios le bendiga por ello.
El verano siguiente a su entrada en el Ashdon College, Bobby heredó después de pagar los impuestos, la casa y una modesta suma de dinero. Abandonó la universidad y eso enfureció a sus padres. Sin embargo pasó por alto aquella furia porque la playa, el mar y el futuro eran suyos.
Además, sus padres han estado furiosos por una cosa u otra durante toda su vida y Bobby se ha inmunizado. Propietarios y editores del periódico de la ciudad, se constituyeron en incansables cruzados para orientar la política publica, lo que significa que creen que la mayoría de los ciudadanos o son demasiado egoístas para hacer bien las cosas o demasiado estúpidos para saber lo que es bueno para ellos. Esperaban que Bobby compartiera lo que llamaban su «pasión por los grandes retos de nuestro tiempo», pero Bobby quería escapar del cacareado idealismo de su familia, y de la mal disimulada envidia, rencor y egoísmo que formaban parte de ella. Todo lo que Bobby deseaba era paz. Sus padres también querían paz, la paz en todo el planeta, paz en todos los rincones de la Tierra, pero eran incapaces de proporcionarla dentro de las paredes de su propia casa.
Con la casa y el dinero suficiente para montar el negocio con el que ahora se gana la vida, Bobby encontró la paz.
Las manecillas de los relojes son cizallas, nos recortan trozo a trozo, y cada cronómetro con un marcador nos proyecta hacia una explosión interna. El tiempo es tan precioso que no se puede comprar. Lo que Corky le dio a Bobby no era en realidad tiempo, sino la oportunidad de vivir sin relojes, sin conciencia del paso del tiempo, lo que hace que parezca que pasa con mayor lentitud, con menor furia amputadora.
Mis padres quisieron darme lo mismo a mí. Sin embargo, debido al XP, a veces oigo el tictac. Quizá Bobby también lo oye de vez en cuando. Porque no hay manera de que podamos escapar por completo a la conciencia del paso del tiempo.
La noche de la desesperación de Orson, cuando contemplaba las estrellas con melancolía y rechazaba todos mis esfuerzos por consolarle, pudo haber sido provocada por la conciencia del paso de su tiempo. Decimos que la mente simple de los animales no es capaz de abarcar el concepto de su propia mortalidad. Sin embargo, los animales poseen un instinto de supervivencia y reconocen el peligro. Si luchan por sobrevivir, comprenden la muerte no importa lo que digan los científicos y los filósofos.
No se trata de un sentimentalismo New Age. Es simple sentido común.
En la ducha de Bobby mientras limpiaba de hollín a Orson, él seguía temblando. El agua era templada. Los temblores no tenían nada que ver con el baño.
Cuando envolví al perro con varias toallas y le sequé el pelo con un secador de mano que había dejado allí Pia Klick, sus temblores habían remitido. Mientras me ponía unos tejanos azules de Bobby y un jersey de algodón azul de manga larga, Orson miró hacia la ventana empañada varias veces como si recelara de que pudiera haber alguien allá afuera, aunque parecía haber recuperado la confianza.
Limpié con toallas de papel mi chaqueta de cuero y la gorra. Todavía olían a humo, la gorra más que la chaqueta.
Bajo la débil luz, apenas pude leer las palabras bordadas encima de la visera: Instrucción Secreta. Pasé la yema del pulgar por las letras bordadas, recordando la habitación de cemento y sin ventanas donde la había encontrado, en uno de los recintos abandonados más extraños de Fort Wyvern.
Recordé las palabras de Angela Ferryman cuando me respondió ante mi afirmación de que Wyvern había sido cerrada un año y medio antes: «Algunas cosas no mueren. No pueden morir. No importa cuanto deseemos que mueran».
Tuve otro flash back del cuarto de baño de la casa de Angela una imagen de sus ojos fijos y muertos y el «oh» silencioso y sorprendido de su boca. De nuevo me asaltó el convencimiento de que había pasado por alto un detalle importante respecto a su cuerpo y, como antes, cuando intenté una representación más viva de su rostro cubierto de sangre mi mente, en lugar de aclararse, quedó aún más confundida.
«Es una estafa, Chris… la mayor estafa que se haya hecho nunca… y no se puede retroceder… y deshacer lo que ya se ha hecho».
Los tacos —rellenos con pollo picado, lechuga, queso y salsa— estaban deliciosos. Nos sentamos a comer en la mesa de la cocina, en lugar de hacerlo apoyados en el fregadero, y regamos la cena con cerveza.
Orson, aunque Sasha le había dado de comer antes, mendigo algunos bocados de pollo, pero no logró convencerme para que le diera otra Heineken.
Bobby conectó la radio y sintonizó el programa de Sasha, que acababa de salir al aire. Ya era medianoche. No me mencionó ni presentó la canción con una dedicatoria, pero puso Heart Shaped World de Chris Isaak, porque es mi favorita.
Condensando todos los acontecimientos de la tarde, le hablé a Bobby del incidente en el garaje del hospital, la escena del crematorio de Kirk y del pelotón de hombres sin rostro que me persiguieron a través de las colinas detrás de la funeraria.
—¿Tabasco? —me preguntó después de escucharlo todo.
—¿Qué?
—Si quieres añadir picante a la salsa.
—No —dije—. Ya es bastante fuerte.
Sacó una botella de Tabasco de la nevera y vertió un poco en su primer taco del que había comido la mitad.
Luego Sasha puso Two Hearts de Chris Isaak.
Durante un rato miré varias veces a través de la ventana que había cerca de la mesa, preguntándome si alguien nos estaría observando afuera. En un primer momento pensé que Bobby no compartía mi preocupación, pero después observé que de vez en cuando miraba atentamente a través de la ventana, como por casualidad, hacia la negrura del exterior.
—¿Bajamos la persiana? —sugerí.
—No. Podrían pensar que estoy preocupado.
Fingíamos no estar intimidados.
—¿Quiénes son?
Se quedó callado, pero esperé.
—No estoy seguro —contestó finalmente.
Cuando continué mi historia, para no ser objeto de las mofas de Bobby, no hice mención del gato que me condujo hasta las alcantarillas en las colinas, pero le hablé de la colección de cráneos ordenados al final de los escalones de la represa. Le hablé del jefe Stevenson charlando con el calvo del pendiente y de cómo encontré la pistola en mi cama.
—Una pistola de puta madre —dijo con admiración.
—Papá optó por una con mira de láser.
—Genial.
A veces Bobby es tan sereno como una roca, tan dueño de sí mismo que tienes que preguntarte si te está escuchando. Cuando era un muchacho, a veces se comportaba así, pero con la edad esta extraña serenidad ha ido en aumento. Acababa de contarle mis sorprendentes y espantosas aventuras y él reaccionaba como si estuviera escuchando los resultados del partido de baloncesto.
Eché un rápido vistazo a la oscuridad que se extendía al otro lado de la ventana, me pregunté si había alguien ahí afuera apuntándome con un arma y me tenía en el centro del punto de mira telescópica. Luego me dije que si hubieran querido dispararnos lo hubieran hecho cuando estábamos afuera en las dunas.
Le conté a Bobby todo lo que había sucedido en casa de Angela Ferryman.
—Licor de albaricoque —dijo haciendo una mueca.
—No bebí mucho.
—Dos vasos de esa basura y estarías hablando a las focas —que en la jerga de los surfistas significaba vomitar.
Cuando le conté lo de Jesse Pinn aterrorizando al padre Tom en la iglesia, íbamos por el tercer taco cada uno. Preparo otros dos y los puso sobre la mesa.
Sasha había puesto Graduation Day.
—Es un festival de Chris Isaak —dijo Bobby.
—Lo hace por mí.
—Sí, no me imagino a Chris Isaak en la emisora apuntándole con una pistola a la cabeza.
No dijimos nada más hasta que acabamos la ronda de tacos.
Cuando al fin Bobby me hizo una pregunta, lo único que quería saber era lo que había dicho Angela.
—Así que te dijo que era un mono y no lo era.
—Las palabras exactas, que yo recuerde, fueron «Parecía un mono. Y era un mono. Era y no lo era. Y esto era lo malo».
—¿Te pareció que estaba zumbada?
—Estaba angustiada, dolorida, herida, pero no loca. Además, la mataron para hacerla callar, por algo que había dicho.
Bobby asintió y bebió un poco de cerveza.
Se mantuvo callado durante un buen rato.
—¿Y ahora qué? —dije.
—¿Me lo dices a mí?
—No estoy hablando con el perro —repuse.
—¡Basta! —exclamó.
—¿Qué?
—Olvídalo todo y vive.
—Sé por qué me lo dices —admití.
—¿Entonces, por qué me lo preguntas?
—Bobby es posible que mi madre no muriera de accidente.
—Parece más que una posibilidad.
—Y quizás el cáncer de mi padre no era precisamente un cáncer.
—¿Así es que quieres dejarte arrastrar por la venganza?
—Esa gente no puede escapar con un asesinato.
—Claro que puede. Siempre hay gente que escapa después de cometer un asesinato.
—Bueno pero ellos no deberían.
—Yo no digo eso. Solo he dicho que lo hacen.
—Sabes, Bobby, quizá la vida no sea tan solo surf, sexo, comida y cerveza.
—Nunca dije que lo fuera. Solo digo que debería serlo.
—Bien —admití, mientras estudiaba la oscuridad más allá de la ventana—. No me voy a rajar.
Bobby lanzó un suspiro y se acomodó en la silla.
—Cuando estás esperando coger una ola, y las condiciones son tremendas, esas grandes olas humeantes a lo largo de la costa, llega una serie de seis metros que te empuja hasta el límite, pero tú crees que puedes dar más de ti mismo y dominarla; te sientas en la alineación, eres como una boya en la serie, entonces te rajas. Porque de pronto aparece una serie larga de diez metros, un coloso agitándose que viene a llevársete por delante, que viene a despegarte de la tabla, a hundirte, a hacer que mames algas marinas y reces a Jesús. Entonces eliges mantenerte a flote, te rajas y te quedas en la línea. Eres juicioso. Hasta el surfista más rebelde necesita un poco de juicio. Y el tipo que fuerza la ola, aun cuando sepa que va a atravesar la pendiente pero que va a ser totalmente dominado por ella, bueno, es un huevón.
Me sorprendió su larga perorata porque significaba que mi situación le preocupaba mucho.
—Me estás llamando huevón —dije.
—Todavía no. Depende de lo que hagas.
—Soy un huevón a la espera de los acontecimientos.
—Sería como decir que tu huevonada potencial está más allá de la escala Richter.
Negué con un movimiento de la cabeza.
—Desde donde estoy sentado no parece tener diez metros.
—Quizá más.
—Siete como máximo.
Hizo girar sus ojos, como diciendo que él era el único que tenía sentido común.
—Según Angela todo esto viene de un proyecto en Fort Wyvern. Subió a buscar algo que quería enseñarme, una prueba, creo algo que su marido debió de birlar. Fuera lo que fuera, lo destruyó el fuego.
—Fort Wyvern. El Ejército. Los militares.
—¿Qué?
—Estamos hablando del gobierno —dijo Bobby—. Hermano, el gobierno no es una ola de diez metros. Es una ola de treinta metros. Es un maremoto.
—Esto es América.
—Suele serlo.
—Tengo un deber.
—¿Qué deber?
—Un deber moral.
Levantó una ceja, se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, como si escucharme le hubiera producido dolor de cabeza.
—Creo que si oyeras en las noticias de la noche que un cometa va a destruir la Tierra te pondrías la capa y volarías al espacio exterior para desviar a ese mamón al otro extremo de la galaxia —repuso.
—A no ser que la capa estuviera en la tintorería.
—Huevón.
—Huevón.