18

La casa es la residencia ideal para un huésped como Bobby. Está situada en la punta sur de la bahía, muy avanzada en el promontorio, el único edificio en más de un kilómetro. Y rodeada por el rompiente del oleaje.

Desde la ciudad, las luces de la casa de Bobby Halloway parecen tan alejadas de las luces que siguen la curva interna de la bahía, que los turistas creen que están viendo un bote anclado en el canal, más allá de nuestras aguas resguardadas. Para los antiguos residentes, la casa es un punto de referencia.

El lugar fue construido hace cuarenta y cinco años, antes de que se implantaran restricciones en la edificación en la costa, y nunca se formó un barrio porque, en aquella época, había abundancia de tierra barata a lo largo de la playa, donde la temperatura y el viento eran más benignos que en el promontorio, y donde había calles y servicios públicos. Con el tiempo, las parcelas de los terrenos de la playa —con las colinas a sus espaldas— se llenaron, y las regulaciones emitidas por la Comisión de Costas de California hicieron imposible la edificación en los extremos de la bahía.

Mucho antes de que la casa llegara a manos de Bobby, una cláusula legal del abuelo preservo su existencia. Bobby pretendía morir en este lugar singular, decía, velado por el sonido de las olas en los rompientes, aunque no hasta bien pasada la mitad del primer siglo del nuevo milenio.

En el promontorio no hay un camino pavimentado o empedrado, solo un sendero rocoso flanqueado por dunas bajas que se sostienen precariamente en su lugar gracias a una hierba alta esparcida por la costa.

Los promontorios que abrazan la bahía son formaciones naturales, penínsulas curvas: son los restos del borde de un macizo volcánico apagado. La bahía es un cráter de volcán estratificado con arena durante miles de años de mareas. Próximo a la orilla, el promontorio del sur mide unos cien o ciento veinte metros de ancho, pero se estrecha hasta alcanzar los treinta en la punta de tierra.

Cuando había recorrido unos dos tercios del camino hacia la casa de Bobby, tuve que bajar de la bicicleta y continuar a pie. Pequeños montones de arena, de menos de treinta centímetros de grosor, se deslizaban por el sendero rocoso. No serían un obstáculo para el Jeep con tracción en las cuatro ruedas de Bobby, pero a mí me dificultaban el pedaleo.

El paseo habitualmente era tranquilo, muy adecuado para la meditación. Aquella noche el promontorio estaba sereno, aunque parecía tan extraño como una espina de roca en la luna y yo no dejaba de mirar hacia atrás, por si alguien me seguía.

La casa de una planta es de teca, con una cubierta de tejas de madera de cedro. La intemperie le ha dado un lustre gris plateado y la madera recibe la caricia de la luz de la luna como el cuerpo femenino recibe el roce de un amante. Un porche profundo, con mecedoras y columpios, rodea tres lados de la casa.

No hay árboles. El jardín consiste solamente en arena y hierba silvestre. De cualquier modo la vista se satura de la proximidad y de los favores del cielo, del mar y del débil resplandor de las luces de Moonlight Bay, que parecen más distantes que mil doscientos metros.

Me tomé tiempo para calmar mis nervios, apoyé la bicicleta contra la barandilla del porche y me acerqué a la casa al final del promontorio. Una vez allí, me detuve con Orson en la parte superior de un talud que descendía hacia la playa desde una altura de diez metros.

El oleaje era tan lento que resultaba difícil captar una ola y el movimiento final se dilataba. Era casi una marea de cuadratura, aunque fuera luna llena. El oleaje era un poco desordenado debido al viento que soplaba en la orilla que era lo bastante fuerte como para provocar alguna agitación, aunque solo eso, porque desaparecía en la ciudad.

El viento terral es el mejor porque calma la superficie del océano. Sopla sobre la cresta de las olas, las sostiene arriba más tiempo y las obliga a ahuecarse antes de romper.

Bobby y yo hemos practicado el surf desde los once años, él durante el día y ambos por la noche. Hay muchos surfistas que remontan las olas a la luz de la luna, algunos cuando la luna esta baja, pero a Bobby y a mi nos gusta hacerlo con olas de temporal sin ni siquiera estrellas.

Juntos fuimos grumetes, molestos bisoños surfistas, pero alcanzamos un completo dominio de la tabla antes de cumplir los catorce años y nos convertimos en autoridades al mismo tiempo que Bobby se graduaba en la escuela superior y yo obtenía el grado equivalente a través de la educación a distancia. Bobby ahora es algo más que una autoridad; es un surfista admirado y personas de todo el mundo se dirigen a él para que descubra en que lugar romperán las grandes olas.

¡Dios!, como me gusta el mar por la noche. Es la oscuridad destilada en un líquido y no existe ningún lugar en este mundo que me haga sentir que me encuentro en casa como estas negras protuberancias. La única luz que siempre se alza en el océano procede del plancton bioluminiscente, que adquiere mayor brillo cuando se le perturba, y aunque pueda convertir una ola entera en un intenso resplandor verde limón, su brillo no me molesta en los ojos. Por la noche el mar no alberga nada de lo que yo deba ocultarme o de lo que deba apartar la vista.

Cuando me dirigí hacia la casa, Bobby me estaba esperando en la puerta. Debido a nuestra amistad, todas las luces de su casa son graduables y él las había rebajado hasta convertirlas en luz de velas.

Ignoro de qué modo se había enterado de nuestra llegada. Ni Orson ni yo habíamos hecho ruido. Pero Bobby siempre lo sabe.

Iba descalzo, aunque fuera marzo, y llevaba tejanos en lugar de traje de baño o pantalón corto. Se había puesto una camisa hawaiana —no admite otro estilo— pero había hecho una concesión a la estación porque llevaba un jersey de manga larga de cuello de cisne, de algodón blanco debajo de la camisa de manga corta, que destacaba con su estampado de extravagantes papagayos y frondosas palmeras.

Mientras subía los escalones del porche, Bobby me hizo un shaka, el signo del surfista, más fácil que el que intercambian los de Star Trek, que probablemente se inspira en el shaka. Doblas hacia la palma de la mano los tres dedos de en medio, extiendes el pulgar y el meñique y luego haces oscilar indolentemente la mano. Significa muchas cosas —hola, ¿qué pasa?, tranquilo, buen dibujo— siempre amistosamente, y nunca se toma como un insulto a menos que lo utilices con alguien que no sea surfista, como con alguien de Los Angeles, miembro de una banda, en cuyo caso podría dispararte a matar.

Yo iba dispuesto a contarle todo lo que había sucedido desde la puesta de sol, pero a Bobby le gusta encarar la vida con tranquilidad. Si perdiera su tranquilidad, moriría. Excepto cuando cabalga sobre una ola, valora la tranquilidad. La atesora. Si quieres ser amigo de Bobby Halloway, tienes que aprender a aceptar su punto de vista: nada de lo que suceda más allá de un kilómetro de la playa tiene la importancia suficiente para preocuparle, y ningún acontecimiento es lo bastante solemne o elegante para justificar que se ponga una corbata. Responde a una conversación lánguida mejor que a una charla y a la vaguedad mejor que a exposiciones directas.

—¿Me pones una cerveza? —le pedí.

—¿Corona, Heineken, Löwenbräu? —dijo Bobby.

—Corona para mí.

—¿Y el del rabo que va a beber esta noche? —preguntó Bobby mientras se dirigía a la sala de estar.

—Una Heine.

—¿Clara o negra?

—Negra.

—Debe de haber sido una noche agitada para los perros.

—Llena de gruñidos.

La casa consiste en una gran sala de estar, un despacho donde Bobby sigue la pista de las olas por todo el mundo, un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. Las paredes son de teca bien barnizada, oscura y de calidad, las ventanas son grandes, los suelos de pizarra y el mobiliario cómodo.

La decoración —además del marco natural— se limita a ocho excelentes acuarelas de Pia Klick, una mujer de la que Bobby todavía sigue enamorado, aunque ella lo abandonó para irse una temporada a Waimea Bay, en la orilla norte de Oahu. Bobby quería acompañarla, pero ella le dijo que necesitaba estar sola en Waimea, su hogar espiritual, la armonía y belleza del lugar se suponía iba a darle la paz mental que necesita para decidir si va a vivir o no con su destino. Ignoro lo que esto significa. Bobby también. Pia dijo que se iba por uno o dos meses. Ya han pasado casi tres años. En Waimea la marejada procede de aguas muy profundas. Las olas son tan altas como paredes. Pia dice que son de un verde translúcido, como el jade. Hay días que sueño que estoy paseando por esa playa y oigo el estruendo de las olas al romperse. Una vez al mes Bobby llama a Pia por teléfono, o ella lo llama a él. A veces hablan durante unos minutos, otras durante horas. No está con otro hombre y sigue enamorada de Bobby. Pia es una de las personas más encantadoras, amables e inteligentes que he conocido. No entiendo por qué está haciendo esto. Bobby tampoco. Los días van pasando. Y él espera.

En la cocina, Bobby sacó de la nevera una Corona y me la dio.

Le arranqué la chapa y bebí un trago. Sin lima, sin sal, a palo seco.

Abrió una Heineken para Orson.

—¿Media o toda?

—Es una noche radical —dije. A pesar de mis espantosas novedades, ya me había sumergido en los ritmos tropicales de Bobbylandia.

Vació la botella en un cuenco hondo, de interior metalizado, que había puesto en el suelo y que reservaba para Orson. En el cuenco había puesto ROSEBUD con letras de imprenta, una referencia al trineo infantil de Ciudadano Kane.

No tengo la intención de inducir a mi compañero canino a convertirse en un alcohólico. No bebe cerveza todos los días y normalmente comparte una botella conmigo. Sin embargo, tiene sus gustos y yo no quiero negarle que se divierta. Considerando el formidable peso de su cuerpo, no se emborracharía solamente con una cerveza. Pero si le das dos, busca una nueva definición para el término «fiesta animal».

Cuando Orson empezó a lamer ruidosamente la Heineken, Bobby se abrió una Corona para él y se apoyó en la nevera.

Yo hice lo mismo en el mostrador, cerca de la pileta. Había una mesa con sillas, pero cuando estábamos en la cocina Bobby y yo casi siempre nos apoyábamos en algo.

Nos parecemos en muchas cosas. Tenemos la misma altura, el mismo peso y la misma complexión. Aunque él tiene los cabellos de color castaño muy oscuro y unos ojos tan negros como un cuervo que parecen tener reflejos azules, nos han llegado a tomar por hermanos.

Ambos coleccionamos callos de surfista y cuando se apoyó en la nevera, Bobby se frotó distraídamente con la planta de uno de sus pies desnudos los callos del empeine del otro. Estas protuberancias son depósitos nudosos de calcio que se desarrollan debido a la constante presión contra una tabla de surf, te salen en los dedos del pie y en los empeines, de tanto batir las piernas en posición prona. También los tenemos en las rodillas y Bobby al final de las costillas.

Yo no estoy bronceado como Bobby, claro. Él está más que bronceado. Durante todo el año luce un tono tostado y en verano es una tostada untada con mantequilla. Baila el mambo con el melanoma, quizás un día muera por el mismo sol que él corteja y yo rechazo.

—Hoy he visto unos relámpagos fantásticos allá afuera —dijo—. De dos metros y una forma perfecta.

—Parece que han remitido.

—Sí. A la caída del sol.

Bebimos nuestras cervezas mientras Orson se relamía feliz.

—Así —dijo Bobby—, que tu padre ha muerto.

Asentí. Sasha debió de llamarle por teléfono.

—Bien —añadió.

—Sí.

Bobby no es una persona cruel o insensible. Quiso decir que era bueno que mi padre hubiera dejado de sufrir.

Entre nosotros, a menudo decimos mucho con pocas palabras. La gente nos toma por hermanos no porque tengamos la misma estatura, el mismo peso y complexión física.

—Llegaste al hospital a tiempo. Estupendo.

—Sí.

No me preguntó cómo lo estaba llevando. Lo sabía.

—Y después del hospital —dijo—, cantaste un par de números en un minstrel show[2].

Me llevé una mano tiznada a mi cara tiznada.

—Alguien ha matado a Angela Ferryman y ha incendiado su casa para ocultarlo. Y yo he estado a punto de alcanzar el gran onaula-loa[3] en el cielo.

—¿Quién ha sido?

—Me gustaría saberlo. Los mismos que han robado el cuerpo de mi padre.

Bobby bebió un poco de cerveza y no dijo nada.

—Asesinaron a un autoestopista y sustituyeron su cuerpo por el de mi padre. No quieras saberlo.

Durante unos instantes, sopesó la sabiduría de la ignorancia contra el aguijón de la curiosidad.

—Puedo olvidar lo que he oído, si esto resulta doloroso.

Orson eructó. La cerveza le produce gases.

—Para ti ya no hay más, cara peluda —le dijo Bobby cuando el perro empezó a mover el rabo y a mirarlo con expresión suplicante.

—Estoy hambriento —dije.

—Y también sucio. Ve a darte una ducha y coge ropa mía. Luego prepararemos unos cuantos tacos.

—Creo que voy a limpiarme nadando.

—Afuera hace fresco.

—Unos dieciséis grados.

—Me refiero a la temperatura del agua. Créeme, la humedad es alta. Será mejor que te duches.

Orson también necesita un repaso.

—Mételo en la ducha contigo. Hay un montón de toallas.

—Gracias, hermano —dije.

—Sí, soy tan buen cristiano que ya no voy a dibujar olas nunca más; a partir de ahora voy a pasear sobre ellas.

Hacía unos minutos que estaba en Bobbylandia, me había serenado y estaba deseando soltar las novedades. Bobby es algo más que un querido amigo, es un tranquilizante.

De pronto observé que se apartaba de la nevera e inclinaba la cabeza, escuchando.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—Alguien.

Yo no había oído nada, tan sólo la voz cada vez más tenue del viento. Con las ventanas cerradas y el oleaje tan lento, no podía oír el mar, pero observé que Orson también estaba alerta.

Bobby salió de la cocina para ver quién podía ser el visitante.

—Toma, hermano —dije ofreciéndole la Glock.

Se la quedó mirando con expresión de duda y luego me miró a mí.

—No te pases.

—Al autoestopista le arrancaron los ojos.

—¿Por qué?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué lo hicieron?

Durante unos instantes Bobby consideró lo que le acababa de decir. Luego sacó una llave del bolsillo de los tejanos y abrió el armario de las escobas el cual, según yo recordaba, nunca había tenido una cerradura. Del estrecho armario sacó una pistola, una pistola de aire comprimido.

—Vaya novedad —dije.

—Imbécil repelente.

Esto no era habitual en Bobbylandia.

—No te pases —repuse sin poderlo resistir.

Orson y yo seguimos a Bobby a través de la sala y salimos al porche, en la parte delantera de la casa. La corriente que se dirigía a tierra olía vagamente a algas marinas.

La casa estaba orientada al norte. En la bahía no había ningún barco, o al menos ninguno con las luces encendidas. Hacia el este, las luces de la ciudad parpadeaban a lo largo de la costa y arriba, en las colinas.

Alrededor de la casa, en el extremo del promontorio, destacaban unas dunas bajas y la hierba parecía congelada bajo la luz de la luna. No se veía a nadie.

Orson se quedó en la parte superior de los escalones, rígido, con la cabeza levantada y extendida hacia delante, husmeando el aire y captando un olor más interesante que el de las algas marinas.

Fiándose quizá de su sexto sentido, Bobby no necesitó mirar a Orson para confirmar sus sospechas.

—Quédate aquí. Si pesco a alguien ahí afuera hay que decirle que no puede marcharse hasta que le comprobemos el ticket del aparcamiento.

Bajó los escalones con los pies desnudos y atravesó las dunas para echar un vistazo al escarpe que descendía hacia la playa. Alguien podía estar agachado en el talud, observando la casa desde el escondite.

Bobby caminó por el borde del terraplén, se dirigió al promontorio, observó el talud y la playa más abajo, girándose a cada paso para comprobar el terreno situado entre él y la casa. Sostenía el arma con ambas manos y llevaba la investigación con meticulosidad militar.

Era obvio que había hecho lo mismo en más de una ocasión. Pero no me había dicho que alguien lo acosaba o que le molestaban los intrusos. Generalmente cuando tiene un problema serio, lo comparte conmigo.

Me pregunté qué secreto guardaba.