El enterrador se dirigió apresuradamente a la parte trasera de la iglesia, sin mirar hacia atrás. Descendió un tramo ancho de escalones de piedra que conducían a la puerta del sótano.
Le seguí de cerca para no perderlo de vista. Me detuve al llegar a unos diez pies de la parte superior de los escalones y lo vigilé desde una esquina.
Si se volvía y miraba hacia arriba, me hubiera visto antes de que hubiera podido ocultarme, pero no me preocupaba demasiado. Parecía tan concentrado en lo que tenía entre manos que la convocatoria de las trompetas celestiales y la barahúnda de los muertos levantándose de sus tumbas no hubieran desviado su atención.
Estudió el misterioso aparato que tenía en la mano, lo desconectó y se lo metió en un bolsillo interior de la americana. Sacó un instrumento de otro bolsillo, pero la luz era demasiado débil para que yo pudiera ver de qué se trataba, a diferencia del primero, este otro no llevaba incorporada ninguna parte luminosa.
Por encima del susurro del viento y de las hojas de los robles, oí una serie de crujidos y ruidos de roces. Les siguió un chasquido, otro chasquido y luego un tercero.
Al cuarto chasquido, creí reconocer el sonido: era el resorte de la recámara de una pistola Lockaid. Esta arma tiene unas balas finas que deslizas suavemente en la ranura del pistón, bajo los pasadores del seguro. Cuando tiras del percutor, un resorte plano de acero salta hacia arriba y aloja algunas de las balas en la línea de tiro.
Hace unos años, Manuel Ramírez me hizo una demostración con una Lockaid. Las pistolas con recámara de resorte sólo se vendían a entidades relacionadas con la ley, y la posesión de una de ellas por un civil era ilegal.
Aunque Jesse Pinn pudiera exhibir una expresión de condolencia en su jeta tan convincente como podría serlo la de Sandy Kirk, incineraba víctimas de asesinato en un horno crematorio y ayudaba a encubrir crímenes capitales, de modo que no era verosímil que le molestaran unas leyes restrictivas sobre la propiedad de una Lockaid. Quizá tenía límites. A lo mejor, por ejemplo, no empujaría a una monja por un barranco sin una razón. No obstante, al recordar el rostro afilado de Pinn y el brillo de estilete de sus ojos castaño rojizo cuando se había acercado a la ventana del crematorio aquella noche, no hubiera dado un duro por la monja.
El enterrador tuvo que empujar el percutor del arma cinco veces para pasar todas las balas. Tras forzar la puerta cautelosamente, devolvió la Lockaid a su bolsillo.
Cuando empujó la puerta hacia dentro, la ventana baja del sótano estaba iluminada. Su silueta quedó perfilada mientras se quedaba durante medio minuto escuchando en el umbral, con los hombros huesudos ladeados hacia la izquierda, la cabeza medio colgando hacia la derecha y el cabello levantado por el viento como la paja. De pronto, se movió como un espantapájaros animado que hubiera perdido la cruz del soporte y entró tras empujar la puerta, dejándola medio cerrada detrás de él.
—Quédate —murmuré a Orson.
Bajé los escalones y mi siempre obediente perro me siguió.
Al acercar la oreja a la puerta, no oí nada procedente del sótano.
Orson metió el hocico en la abertura de unos cincuenta centímetros, olisqueó, y aunque le di un ligero golpecito en la parte superior de la cabeza, él no se retiró.
Inclinándome hacia el perro, asomé la nariz por la abertura, no para olisquear sino para ver lo que había dentro. Eludiendo la luz directa fluorescente, vi una habitación de poco más de seis por doce metros con paredes y techo de cemento, revestida con los accesorios que servían a la iglesia y el ala añadida de las aulas de la escuela dominical: cinco calderas de gas, un calentador grande de agua, los paneles de la electricidad y una maquinaria que no reconocí.
Jesse Pinn había recorrido las tres cuartas partes de esta primera habitación y se aproximaba a una puerta cerrada situada en la pared más alejada, dándome la espalda.
Me alejé de la puerta y me saqué del bolsillo de la camisa la funda de las gafas. El cierre de velero se abrió con un sonido que me hizo pensar en el pedo de una serpiente, aunque no sé por qué, porque en mi vida había oído tirarse un pedo a una serpiente. La flamante imaginación a la que antes me he referido había dado un giro hacia lo escatológico.
Cuando me puse las gafas y me asomé otra vez, Pinn había desaparecido en la segunda habitación del sótano. La puerta del extremo permanecía abierta a medias y se veía luz en su interior.
—El suelo es de cemento —murmuré—. Mis Nikes no harán ruido, pero tus uñas sí. Quédate aquí.
Empujé la puerta que tenía ante mí y entré en el sótano.
Orson se quedó fuera, al pie de los escalones. Quizás obedeció esta vez porque le había dado una razón lógica para hacerlo.
O quizá, debido a algo que había husmeado, sabía que seguir adelante era imprudente. Los perros poseen un olfato mil veces más agudo que el nuestro y les aporta más datos que todos los sentidos humanos combinados.
Con las gafas de sol estaba a salvo de la luz y veía lo suficiente para navegar por la habitación. Evité el centro y permanecí cerca de los calentadores y de los otros equipamientos, donde podía meterme en un hueco y esperar oculto si oía volver a Jesse Pinn.
El tiempo y el sudor habían disminuido la efectividad de la crema protectora en la cara y en las manos, pero contaba con la capa de hollín para protegerme. Las manos parecían enfundadas en guantes de seda negra y pensé que también llevaba una máscara en la cara.
Cuando llegué a la puerta interior, oí dos voces distantes, ambas masculinas, una de ellas perteneciente a Pinn. Eran voces apagadas y no pude entender lo que estaban diciendo.
Eché un vistazo a la puerta exterior, desde la que Orson me vigilaba, un oído atento y el otro en descanso.
Al otro lado de la puerta interior había una habitación larga, estrecha y casi vacía. Únicamente estaban encendidas algunas luces del techo, suspendidas en unas cadenas entre cañerías de agua a la vista y conductos de la calefacción, pero no me quité las gafas.
Al parecer, esta habitación formaba parte de un espacio en forma de L, el tramo siguiente, abierto hacia la derecha, era más largo y más ancho que el primero, aunque también estaba débilmente iluminado. Este segundo tramo se utilizaba como almacén, y mientras seguía la dirección de las voces, pasé cautelosamente junto a cajas de suministros, decorados de distintas fiestas y celebraciones y una hilera de armarios llenos de los registros de la iglesia. Las sombras se reunían por todas partes como grupos de monjes encapuchados y me saqué las gafas.
A medida que avanzaba las voces aumentaron de volumen, pero la acústica era pésima y todavía no podía discernir las palabras. Aunque no gritara, Pinn estaba enfadado, como deduje por el tono de soterrada amenaza que había en su voz. El otro hombre, al parecer, intentaba aplacar al enterrador.
En medio de la habitación había un belén de tamaño natural no sólo con san José y la Virgen María y el Niño Jesús en la cuna, sino toda la escena con los Reyes Magos, los camellos, patos, corderos y el ángel anunciador. El establo estaba confeccionado con madera y los haces de heno eran reales, las personas y los animales eran de yeso sobre tela metálica y listones, con las ropas y los rasgos de la cara pintados por un artista con talento, protegidos con una laca a prueba de agua que les proporcionaba un brillo sobrenatural hasta bajo aquella débil luz. A juzgar por las herramientas, la pintura y otros materiales, la restauración estaba hecha a conciencia, el pesebre se exhibiría durante las próximas Navidades.
Escuchando palabras sueltas de la conversación de Pinn con el desconocido, me moví entre las figuras, algunas de las cuales eran más altas que yo. La escena desorientaba porque ninguno de los elementos estaba dispuesto para la representación, ninguno mantenía la relación adecuada con los demás. Uno de los Reyes tenía la cara metida en el cinturón de un ángel que sostenía una trompeta, José parecía conversar con un camello. El Niño Jesús yacía sin que nadie le hiciera caso en su cuna, que tenía un haz de heno a uno de los lados. María permanecía sentada con una beatífica sonrisa y una mirada de adoración, pero el objeto de su atención no era su santo hijo, sino un cubo galvanizado. Otro Rey Mago contemplaba el culo de un camello.
Avancé en medio del desorganizado Belén y cuando ya llegaba al final, aproveché un ángel que tocaba un laúd para protegerme. Estaba en la sombra, pero cuando me asomé por la curva de un bastidor medio enrollado, vi a Jesse Pinn a la luz, a unos seis metros de distancia, amenazando a otro hombre que estaba cerca de las escaleras que conducían a la planta baja de la iglesia.
—Se te ha avisado —decía Pinn, alzando la voz hasta casi convertirla en un gruñido—. ¿Cuántas veces hay que hacerlo?
Al principio no pude distinguir al otro hombre porque Pinn lo tapaba. Hablaba en voz baja y no pude oír lo que decía.
El enterrador reaccionó con enfado y empezó a caminar con impaciencia, pasándose una mano por los despeinados cabellos.
Entonces vi que el otro hombre era el padre Tom Eliot, el párroco de St. Bernadette.
—Loco, estúpido de mierda —dijo Pinn furioso, con aspereza—. Eres un charlatán, una imbécil efusión divina.
El padre Tom debía de medir uno setenta, era un hombre rollizo, con el rostro expresivo y elástico de un comediante de nacimiento. Aunque no era miembro de su iglesia, ni de ninguna otra, había hablado con él en bastantes ocasiones y siempre me había parecido un hombre de naturaleza bondadosa con un modesto sentido del humor y un entusiasmo por la vida casi infantil. Resultaba fácil entender por qué lo adoraban sus feligreses.
Pinn no lo adoraba. Alzó una de sus manos esqueléticas y señaló con uno de sus huesudos dedos al cura.
—Me pone enfermo tu santurronería, hijo de puta.
Evidentemente el padre Tom había decidido soportar el ultrajante asalto verbal sin responder.
Pinn cortó el aire con el borde afilado de una mano, como si se esforzara —con considerable frustración— en esculpir sus palabras en una verdad que el cura pudiera entender.
—Ya no vamos a aguantar más tus disparates ni tu interferencia. No voy a amenazarte con patearte los dientes, aunque estoy seguro de que sería muy divertido. Nunca me ha gustado bailar, ¿sabes?, pero me gustaría hacerlo sobre tu estúpida cara. Pero no más amenazas, no, esta vez no, ya no. No voy a amenazarte con enviarlos por ti, porque creo que te interesaría. El padre Eliot, el mártir, sufriendo por Dios. Oh, ¿te gustaría, verdad? Ser un mártir, sufrir una muerte bestial. Sin una queja.
El padre Tom estaba con la cabeza inclinada, los ojos abatidos, los brazos a ambos lados del cuerpo, como si esperase pacientemente a que la tormenta remitiera.
La pasividad del cura inflamó a Pinn. El enterrador cerró en un puño la mano derecha y se golpeó con él la palma de la mano izquierda como si necesitara oír el duro chasquido de la carne sobre la carne. Entonces su voz sonó tan llena de desprecio como de furia.
—Una noche te despertarás y los tendrás encima, o quizá te cojan por sorpresa en el campanario o en la sacristía cuando estés arrodillado en el reclinatorio, te entregarás a ellos en éxtasis, en un éxtasis morboso, te recrearás en el dolor, en el sufrimiento por tu Dios —así es como lo verás—; sufrirás por tu Dios muerto y sufriendo te irás derecho al cielo. Vas a quedarte mudo, hijo de puta. Retrasado incurable. Si has rezado alguna vez por ellos, reza ahora para que te falle el corazón mientras te hacen pedazos ¿Qué te parece, cura?
El cura regordete respondió a todo esto con los ojos bajos y resistencia muda.
Me costó un esfuerzo mantenerme en silencio. Tenía muchas preguntas que hacerle a Jesse Pinn. Muchas.
Pinn dejó de caminar y se inclinó hacia el padre Tom.
—Ya no te volveremos a amenazar más, cura. Ya no. Emociónate pensando en sufrir por el Señor. Porque esto es lo que te va a pasar si no dejas de entrometerte. Nos ocuparemos de tu hermana. De la preciosa Laura.
El padre Tom levantó la cabeza y clavó la vista en Pinn, pero no dijo nada todavía.
—La mataré yo mismo —aseguró Pinn—. Con esta pistola.
Sacó la pistola de la americana, evidentemente de una pistolera. Aun en la distancia y bajo la débil luz, observé que el cañón era inusualmente largo.
A la defensiva, introduje la mano en el bolsillo de la chaqueta, y busqué la culata de la Glock.
—Suéltenla —dijo el cura.
—Nunca la soltaremos —aseguró Pinn—. Es tan… interesante. El hecho es que, antes de matar a Laura, la violaré. Es una mujer todavía de muy buen ver, aunque se esté volviendo rara.
Laura Eliot que había sido amiga y colega de mi madre era una mujer encantadora. Aunque hacia un año que no la veía, recordaba su rostro perfectamente. Al parecer había encontrado un empleo en San Diego cuando Ashdon le rescindió su contrato. Mis padres recibieron una carta de Laura, pero no nos agradó que no viniera a despedirse en persona. Evidentemente se trataba de una tapadera y todavía se encontraba en la zona, retenida en contra de su voluntad.
—Dios mío, ayúdale —dijo el padre Tom, finalmente.
—No necesito ayuda —replicó Pinn—. Le meteré la pistola en la boca y justo antes de apretar el gatillo le diré que su hermano dice que la verá pronto, que la verá pronto en el infierno, y luego le saltaré la tapa de los sesos.
—Dios mío, ayúdame.
—¿Qué has dicho, cura? —inquino Pinn con un tono de burla.
El padre Tom no respondió.
—¿Has dicho «Dios, ayúdame»? —se burló— ¿«Dios ayúdame»? Una exclamación no muy verosímil. Después de todo, tú ya no eres uno de los suyos, ¿verdad?
La curiosa afirmación provocó que el padre Tom se apoyara contra la pared y se cubriera la cara con las manos. Debía de estar llorando, aunque no podía verlo.
—Imagina el rostro de tu querida hermana —dijo Pinn—. Y ahora imagina su cuerpo retorciéndose, distorsionándose, y la parte superior de su cabeza estallando.
Disparó un tiro al techo. El cañón era largo porque llevaba acoplado un silenciador y, en lugar de un fuerte estampido, solo se escuchó un ruido parecido al que hace un puño golpeando una almohada.
En el mismo instante, y con un duro sonido metálico, la bala pasó velozmente por la pantalla metálica rectangular de la lámpara que colgaba directamente encima del enterrador. El tubo fluorescente no se hizo añicos, pero el movimiento de la larga cadena provocó el balanceo de la lámpara, una espada de luz glacial como una guadaña atravesó la habitación formando brillantes arcos.
En el rítmico recorrido de la luz, a pesar de que Pinn no hizo ningún movimiento, su sombra de espantapájaros saltó hacia otras sombras que aleteaban como mirlos. A continuación se enfundó la pistola bajo la americana.
Cuando las cadenas de la lámpara oscilante se doblaron, los eslabones se retorcieron y friccionaron los unos con los otros provocando un espectral campanilleo, como si unos monaguillos de ojos de lagarto con casacas y sobrepellices empapadas de sangre hicieran sonar unas campanas desafinadas en una misa satánica.
Al parecer, la música estridente y las cabriolas de las sombras excitaron a Jesse Pinn. Emitió un grito inhumano, primitivo y sicópata, un maullido de esos que a veces te despiertan durante la noche y te levantas preguntándote que especie lo ha originado. Cuando aquel sonido salió de sus labios llenos de saliva, clavó los puños en la región abdominal del cura: dos fuertes puñetazos.
Rápidamente salí de detrás del ángel que tocaba el laúd e intenté sacar la Glock, pero se había metido en el forro del bolsillo de la chaqueta.
Cuando el padre Tom se dobló por los dos golpes, Pinn cruzó las manos y golpeó la nuca del cura.
El padre Tom cayó al suelo y yo finalmente pude sacar la pistola del bolsillo.
Pinn pateó al cura en las costillas.
Levanté la Glock, apunté a la espalda de Pinn y ajusté la mira de láser. Cuando el mortal círculo rojo apareció entre sus huesudos hombros, y yo ya iba a decir basta, el enterrador se detuvo y se alejó del cura.
Continué en silencio.
—Si no eres parte de la solución, eres parte del problema. Si no puedes formar parte del futuro, entonces lárgate al infierno —le dijo Pinn al padre Tom.
Aquello sonaba a despedida. Desconecté la mira de láser y me retiré detrás del ángel justo cuando el enterrador se alejaba del padre Tom. No me vio.
Jesse Pinn se fue por donde había venido bajo el canto de las cadenas; aquel sonido chirriante no parecía proceder del techo sino de su interior, como si en su sangre hubiera un enjambre de cigarras. Su sombra corrió una y otra vez por delante de él y luego saltó hacia atrás hasta que pasó al otro lado de la arqueada espada de luz de la lámpara oscilante, formó un todo con la sombra y rodeó la esquina del otro brazo de la habitación en forma de L.
Volví a guardar la Glock en el bolsillo de la chaqueta.
Desde el refugio del desordenado pesebre, observé al padre Tom Eliot. Yacía al pie de las escaleras, en posición fetal, retorciéndose de dolor.
Pensé acercarme a él para comprobar si estaba herido de gravedad, y enterarme de las circunstancias que habían provocado el enfrentamiento que acababa de presenciar, pero no quise revelar mi presencia y me quedé donde estaba.
Cualquier enemigo de Jesse Pinn tendría que ser aliado mío, pero no podía estar seguro de la buena voluntad del padre Tom. Aunque eran adversarios, el cura y el enterrador compartían un misterioso mundo subterráneo que yo desconocía hasta aquella noche, por lo que cada uno de ellos tenía más en común con el otro que conmigo. Imaginé que, si me dejaba ver, el padre Tom llamaría a Jesse Pinn y el enterrador volvería volando, agitando su traje-negro, con el inhumano maullido vibrando entre sus finos labios.
Además, Pinn y sus compañeros tenían secuestrada a la hermana del cura. El hecho de tenerla les proporcionaba una palanca, un punto de apoyo con el que mover al padre Tom, mientras que yo no tenía influencia alguna.
La música estridente de las cadenas retorcidas fue decayendo poco a poco, mientras la espada de luz describía un arco cada vez más reducido.
Sin una protesta, sin ni siquiera una queja involuntaria, el cura se enderezó sobre las rodillas y luego con un esfuerzo se puso de pie. No podía mantenerse erguido. Encorvado como un simio, con una mano en la barandilla, empezó a subir trabajosamente la pendiente, los crujientes escalones hacia la planta baja de la iglesia.
Cuando llegara al final, apagaría las luces, y yo me quedaría sumergido en una oscuridad tal que hasta santa Bernadette, la de los milagros de Lourdes, se amilanaría. No había tiempo que perder.
Poco antes de iniciar la retirada en medio de aquellas figuras de pesebre de tamaño natural, alcé la vista por primera vez hacia los ojos pintados del ángel del laúd que tenía frente a mí, y pensé que eran de color azul como los míos. Estudié el resto de los rasgos de yeso laqueado y, aunque la luz era pobre, hubiera asegurado que aquel ángel y yo compartíamos la cara.
El parecido me dejó paralizado y confundido, y me esforcé intentando comprender cómo ese ángel Christopher Snow estaba allí contemplándome. Pocas veces he visto mi rostro a la luz, pero me he visto reflejado en los espejos de las habitaciones poco iluminadas y la luz que allí había era similar. Sin lugar a dudas era yo beatífico e idealizado, pero yo.
Desde que tuve la experiencia en el garaje del hospital, cada incidente y cada objeto parecían guardar un significado. Me resultó imposible, por lo tanto, creer en la posibilidad de una coincidencia. Hacia donde mirara, el mundo rezumaba misterio.
Claro que este es el camino que lleva a la locura: creer que todo lo que sucede en la vida se debe a una complicada conspiración dirigida por unos manipuladores extraordinarios que todo lo ven y todo lo saben. La sana conciencia consiste en pensar que los seres humanos son incapaces de llevar a cabo conspiraciones a gran escala, porque algunas de las cualidades que nos definen como especie son la poca atención por el detalle, la tendencia al pánico y la incapacidad de mantener nuestras bocas cerradas. Hablando con sentido del humor, apenas somos capaces de atarnos los cordones de los zapatos. Y si además existe algún orden en el universo, no es obra nuestra, y probablemente ni siquiera somos capaces de percibirlo.
El cura estaba a un tercio del final de las escaleras.
Observé estupefacto el ángel.
Muchas noches durante la época de Navidad, año tras año, había paseado en bicicleta por la calle frente a St. Bernadette. El pesebre se exhibía en el prado de la iglesia, cada figura en el lugar adecuado, ninguno de los Reyes Magos con su regalo estaba colocado como si fuera un proctólogo de camellos, y el ángel en cuestión no estaba. O yo no lo había visto. La explicación más sencilla, claro, era que el pesebre tenía demasiada luz y yo no quería correr el riesgo de pararme a admirarlo, el ángel Christopher Snow formaba parte de la escena, pero yo siempre había girado la cabeza al pasar frente a él, para protegerme los ojos.
El cura ya había subido la mitad del tramo de escaleras y ahora lo hacía a mayor velocidad.
Entonces recordé que Angela Ferryman oía misa en St. Bernadette. Considerando su afición por las muñecas, era indudable que la habían convencido para que aplicase su talento al pesebre.
Final del misterio.
No entendía, sin embargo, por qué le asignó mi rostro al ángel. Si mis rasgos casaban con alguien en la escena del pesebre, deberían de haber sido los del burro. La opinión que ella tenía de mí era más elevada sin duda de lo que merecía.
Recordé la imagen de Angela, aquella Angela que había visto por última vez en el suelo del cuarto de baño, con los ojos fijos en alguna visión última, más lejana que Andrómeda, con la cabeza colgando hacia atrás en la taza del inodoro y con un tajo en la garganta.
De repente tuve la certeza de que había olvidado un detalle importante cuando encontré su pobre cuerpo roto. Asqueado por las salpicaduras de sangre, angustiado por el dolor, en un estado de shock y de miedo, había evitado mirarla mucho, precisamente como, durante años, había evitado mirar las figuras del pesebre iluminado en el exterior de la iglesia. Vi una pista de vital importancia, pero no la registré conscientemente. Y ahora mi subconsciente estaba jugando conmigo.
Cuando el padre Tom llegó al tramo superior de las escaleras, estalló en sollozos. Se sentó en el rellano y lloró con desconsuelo.
Me resultó imposible soportar por más tiempo la imagen mental del rostro de Angela. Luego tendría tiempo de enfrentarme a ella y, a regañadientes, explorar aquel recuerdo de gran guiñol.
Entre el ángel y el camello, los Reyes Magos, José y el burro, la Virgen, el cordero y el Cordero, avancé en silencio por el belén, luego pasé junto a las hileras de armarios y cajas de suministros, entré en el espacio más reducido y estrecho donde se almacenaban las cosas pequeñas, y me dirigí hacia la puerta de la habitación de servicios.
Los sonidos que emitía el angustiado cura resonaban en las paredes de cemento, y se iban apagando hasta convertirse en gritos de una entidad inquietante apenas capaz de hacerse oír a través de la fría barrera entre este mundo y el otro.
Recordé con tristeza el agudo dolor de mi padre en la cámara frigorífica del Mercy Hospital, la noche de la muerte de mi madre.
Por razones que no me resultan del todo comprensibles, me reservo la angustia. Cuando uno de esos gritos salvajes amenaza con elevarse, muerdo con fuerza hasta que trituro la energía por completo y me la trago sin decir una palabra.
En sueños aprieto los dientes —no es raro— y algunas noches me despierto con dolor en las mandíbulas. Quizá temo poner voz en mis sueños a unos sentimientos que prefiero no expresar cuando estoy despierto.
Cuando iba a salir del sótano de la iglesia imaginé que el enterrador —pálido, con los ojos rojizos como el atardecer— se me echaría encima o saldría de las sombras detrás de mí o rebotaría como un perverso muñeco de resorte en una caja de sorpresas desde la puerta de un horno. Pero no me estaba esperando en ningún lugar de mi camino.
Afuera, Orson vino a mí desde las lápidas, donde se había ocultado de Pinn. A juzgar por el comportamiento del perro, el enterrador se había ido.
Se me quedó mirando con gran curiosidad, o así me lo imaginé yo.
—Ignoro lo que ha pasado ahí dentro. No sé lo que significa —dije.
Parecía indeciso. Tiene el don de parecerlo, la cara roma, la expresión lejana de los ojos.
—Es cierto —insistí.
Con Orson a mi lado, me dirigí hacia la bicicleta. El ángel de granito que había vigilado mi medio de transporte no se parecía a mí en absoluto.
El viento molesto se había transformado de nuevo en una brisa acariciadora y los robles permanecían en silencio.
Una filigrana de nubes en movimiento era plata cruzando una luna plateada.
Una gran bandada de vencejos descendió rápidamente del tejado de la iglesia y se posó en los árboles; algunos ruiseñores también volvieron, como si el cementerio no hubiera sido santificado hasta que Pinn hubo desaparecido.
Sosteniendo la bicicleta por el manillar, me quedé mirando las hileras de lápidas.
—«… la oscuridad crece sólida a su alrededor, transformando al fin la tierra». Es de Louise Glück, una gran poeta —dije.
Orson se agitó satisfecho como dando su conformidad.
—Ignoro lo que está pasando aquí, pero creo que hay personas que van a morir antes de que les llegue la hora, y algunas de ellas es probable que sean personas que nosotros apreciamos. Quizás hasta yo. O tú.
La mirada de Orson era solemne.
Desde el cementerio observé las calles de mi ciudad, que de repente me parecieron mucho más pavorosas que cualquier camposanto.
—Vamos a tomar una cerveza —dije.
Salté a la bici mientras Orson danzaba una danza de perro por la hierba del cementerio; por lo pronto, dejamos la muerte atrás.