15

Busqué a tientas en la impenetrable penumbra y finalmente conseguí encontrar la barandilla. Sujeté la madera pulida con una mano sudorosa y bajé el último tramo de escalera que llevaba al vestíbulo.

Aquella oscuridad poseía una sinuosidad extraña, parecía enroscarse y retorcerse a mi alrededor mientras descendía a través de ella. Luego comprendí que eso se debía al aire, no a la oscuridad: tortuosas corrientes de aire caliente subían por la caja de la escalera.

Instantes después zarcillos, luego tentáculos y luego una gran masa modulada por impulsos de humo maloliente se derramó en la caja de la escalera desde abajo, invisible aunque palpable, y me envolvió como una anémona marina gigante podría envolver a un buceador. Tosí, me sofoqué, me esforcé por respirar y volví sobre mis pasos, con la esperanza de escapar por una ventana del segundo piso, aunque no por la del cuarto de baño principal, donde estaba Angela.

Volví al descansillo y subí a gatas tres o cuatro escalones del segundo tramo antes de detenerme. A través de las lágrimas que me llenaban los ojos debido al picor que producía el humo, vi una luz palpitante arriba.

Fuego.

Habían encendido dos fuegos. Uno arriba y otro abajo. Aquellos invisibles niños sicóticos, ocupados en su juego demente, eran al parecer numerosos. Me vino a la memoria el pelotón de rastreadores que parecían salir del suelo de la funeraria, como si Sandy Kirk tuviera el poder de convocar a los muertos fuera de sus tumbas.

Inclinado y una vez más con la mayor rapidez, me precipité hacia la única esperanza de aire respirable. La encontraría, si la había en algún sitio, en el punto más bajo del edificio, porque el humo se eleva mientras que la llama succiona el aire frío en la base para alimentarse.

Cada aspiración me provocaba un ataque de tos espasmódica que incrementaba la sensación de ahogo y aumentaba el pánico, de manera que contuve la respiración hasta que llegué al vestíbulo. Una vez allí, caí de rodillas, me extendí en el suelo y noté que podía respirar. El aire era caliente y tenía un olor acre, pero como todas las cosas son relativas, me alivió más que el aire tonificante procedente del Pacífico.

No me quedé allí echado, entregado a una orgía respiratoria. Dudé lo suficiente para hacer algunas aspiraciones profundas que limpiaron mis pulmones sucios y para acumular la suficiente saliva que me permitiera escupir el hollín que tenía en la boca.

Luego levanté la cabeza para catar el aire y comprobar hasta dónde llegaba la zona en que podía estar a salvo. No era muy alta. Tendría de diez a doce centímetros. Sin embargo, el somero refugio sería suficiente para mantenerme vivo mientras buscaba una salida.

Siempre que la alfombra no se quemara, claro está, porque entonces ya no sería un lugar seguro.

Las luces seguían apagadas, el humo era denso y cegador, repté sobre el estómago, dirigiéndome en línea recta hacia donde creía que iba a encontrar la puerta principal, la salida más próxima. Lo primero que encontré en la oscuridad fue un sofá, a juzgar por el tacto, lo que significaba que había atravesado la arcada y me encontraba en la sala de estar, al menos unos noventa grados lejos del trayecto que había creído seguir.

Unas cadencias de un luminoso naranja atravesaron el aire limpio próximo al suelo, iluminando por debajo las rizadas masas de humo como si fueran cúmulos pasando sobre una llanura. Desde mi perspectiva, sobre la alfombra, las fibras de nailon beige se pusieron tiesas como una gran llanura de hierba seca, iluminada a intervalos por una tormenta eléctrica. Aquel refugio reducido y vital bajo el humo parecía un mundo paralelo en el que había caído después de atravesar la puerta hacia otra dimensión.

Las siniestras vibraciones de la luz eran reflejos del fuego del otro lado de la habitación, aunque no mitigaban la penumbra lo suficiente como para ayudarme a encontrar el camino de salida. Aquella fluctuación sólo contribuía a confundirme y a atemorizarme.

No podía ver el fuego vivo, por lo que imaginé que se estaba produciendo en un extremo alejado de la casa. Pero ahora ya no tenía el refugio que pretendía. Como desde allí no podía vislumbrar el reflejo del fuego, era incapaz de decir si las llamas estaban a unos centímetros o a unos metros de distancia, si se acercaban o se alejaban de mí, de modo que la luz aumentó mi ansiedad sin proporcionarme una guía.

O bien estaba sufriendo los efectos perjudiciales de la inhalación del humo, entre ellos una percepción del tiempo distorsionada, o bien el fuego se extendía con una rapidez poco habitual. Los incendiarios probablemente habían utilizado un acelerador, quizá gasolina.

Determinado a volver al vestíbulo y luego a la puerta principal, aspiré desesperado el aire cada vez más acre cerca del suelo y repté por la habitación, hundiendo los codos en la alfombra para darme impulso, rebotando en los muebles, hasta que mi frente choco contra el saliente de ladrillo de la base de la chimenea. Me encontraba aún más alejado del vestíbulo y lo cierto es que no podía imaginarme metiéndome en el hogar y subiendo por el tubo de la chimenea como un Santa Claus en su camino de vuelta al trineo.

Estaba aturdido. El dolor de cabeza me partía el cráneo en diagonal desde la ceja izquierda hasta la parte derecha del cabello. Los ojos me picaban a causa del humo y el sudor salado que caía sobre ellos. No me atraganté, sino que aquellos punzantes humos que sazonaban el aire más limpio próximo al suelo me hicieron sentir náuseas y empecé a pensar que no iba a sobrevivir.

Procuré recordar cómo estaba situada la chimenea en relación con el arco del vestíbulo, di la vuelta a la base de ladrillos y luego me volví a mover en ángulo por la habitación.

Era absurdo que no pudiera encontrar la salida. No era una mansión, por Dios, ni un castillo, apenas una casa modesta de siete habitaciones, ninguna demasiado grande, y dos cuartos de baño, y ni el corredor de fincas más listo del condado hubiera podido describirla para dar la impresión que tenía suficiente espacio para satisfacer al príncipe de Gales y su acompañamiento.

De vez en cuando, en las noticias de la noche, ves historias de personas que mueren en casas ardiendo y no entiendes por qué no han podido salir por una puerta o por una ventana, cuando una u otra estaban seguramente a una docena de pasos. A menos, desde luego, que estuvieran borrachas. O ciegas por las drogas. O lo bastante locas para volver a meterse en las llamas a rescatar a Fluffy, el minino. Lo cual puede parecer poco agradecido por mi parte, porque aquella misma noche fui rescatado, en cierto sentido, por un gato. Entonces comprendí por qué hay personas que mueren en esas circunstancias: el humo y la profusa oscuridad son más desorientadores que las drogas o el alcohol, además, a medida que respiras el aire envenenado, tu mente va perdiendo agilidad, hasta que empiezas a divagar y ni siquiera el pánico puede hacer que te concentres.

Cuando subí las escaleras a comprobar que le había sucedido a Angela, me sorprendió la tranquilidad y la serenidad con las que me tomaba la amenaza de una violencia inminente. Con un montón de orgullo viril tan empalagoso como un tazón lleno de mayonesa, hasta había sentido en mi interior un desconcertante entusiasmo por el peligro.

Como podía cambiar la cosa en diez minutos. Cuando tuve claro hasta la brutalidad que jamás me enfrentaría a tales situaciones ni siquiera con la mitad del aplomo de Batman, el atractivo del peligro dejó de entusiasmarme.

De repente, avanzando cautelosamente por la lúgubre oscuridad, algo se movió a mi lado y se frotó en mi cuello y en mi mejilla: algo vivo. En el circo de trescientas arenas de mi cabeza, imaginé a Angela Ferryman sobre su estomago, reanimada por algún vudú diabólico, deslizándose por el suelo para reunirse conmigo y darme un beso sangriento con labios fríos en el cuello. Los efectos de la falta de oxígeno eran tan graves que hasta esa imagen espantosa no fue suficiente para aclararme un poco la mente y, sin reflexionar, apreté el gatillo.

Gracias a Dios, disparé en dirección equivocada, porque aun antes de que el sonido del tiro retumbara en la sala de estar, reconocí el frío hocico en el cuello y la cálida lengua en la oreja como los de mi perro único, mi fiel amigo, Orson.

—Hola, colega —dije, pero sonó como un graznido sin sentido.

Me lamió la cara. Respiraba como un perro, pero lo cierto es que no podía culparle por ello. Parpadeé con fuerza para aclarar la visión y una luz roja muy brillante atravesó la habitación. Inmóvil, no me llevé más que una impresión difusa de su rostro peludo apoyado en el suelo frente al mío.

Entonces caí en que si había podido entrar en la casa y encontrarme, podría mostrarme la salida antes de que el fuego nos atrapara con su hedor de piel y algodón ardiendo.

Reuní la fuerza suficiente para ponerme de pie, vacilante. Aquella pertinaz serpiente de náuseas me subió de nuevo por la garganta, pero, como había hecho antes, la volví a reprimir.

Me froté los ojos cerrados e intenté no pensar en la ola de intenso calor que de repente me sobrevino, luego me incliné y busqué a tientas el grueso collar de cuero de Orson, que encontré fácilmente porque tenía al animal apretado contra mis piernas.

Orson mantenía el hocico cerca del suelo, donde podía respirar, pero yo tenía que aguantar la respiración y olvidar el humo que me cosquilleaba en la nariz mientras el perro me conducía a través de la casa. Me metió en algunos muebles en los que él cabía e ignoro si se estaba divirtiendo en medio de la tragedia. Cuando mi cara chocó contra el marco de una puerta, no perdí ningún diente. Sin embargo, durante el breve trayecto, le di gracias a Dios varias veces por haberme puesto a prueba con el XP en lugar de con la ceguera.

Justo en el instante en que pensaba que ya no podía seguir sin tirarme al suelo a coger un poco de aire, sentí en la cara una corriente fría, y cuando abrí los ojos, ya podía ver. Estábamos en la cocina y el fuego todavía no había llegado allí. Tampoco había humo porque la brisa que entraba por la puerta abierta se lo llevaba al comedor.

Sobre la mesa estaban las velas con sus soportes de color rojo rubí, los vasos de licor y la botella abierta de brandy de albaricoque. Parpadeé ante aquel cuadro acogedor, deseando que los acontecimientos de minutos antes hubieran sido solamente un sueño monstruoso y que Angela, perdida todavía en el jersey de su marido muerto, se sentara otra vez conmigo, volviera a llenar su copa y acabara su extraña historia.

Tenía la boca tan seca y sucia que estuve a punto de coger la botella de brandy. Bobby Halloway hubiera tenido cerveza y hubiera sido mucho mejor.

El pestillo de la puerta de la cocina estaba abierto. Aunque Orson fuera muy inteligente, era poco probable que hubiera podido abrir una puerta cerrada para buscarme, en primer lugar, no tenía llave. Era evidente que los asesinos habían escapado por allí.

Una vez en el exterior, espiré profundamente para eliminar todo vestigio de humo de los pulmones y me guardé la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Escudriñé la parte posterior por si hubiera algún asaltante mientras me secaba las manos llenas de sudor en los tejanos.

Como bancos de peces bajo la plateada superficie de un estanque, sombras de nubes se deslizaban suavemente a través del césped iluminado por la luna.

Nada más se movía, excepto la vegetación agitada por el viento.

Agarré la bicicleta y cuando la llevaba a través del patio hacia el pasaje cubierto por el emparrado alcé la vista hacia la casa, me sorprendió que no estuviera todavía envuelta en llamas. Por el contrario, desde el exterior solo existía una mínima indicación del incendio que iba creciendo habitación tras habitación en el interior: brillantes sarmientos de llamas retorciéndose en las cortinas de dos ventanas del piso superior, blancos pétalos de humo floreciendo en los respiraderos abiertos de los aleros del ático.

A excepción de las ráfagas y los rugidos del viento intermitente, la noche estaba inexplicablemente silenciosa. Moonlight Bay no es una ciudad, aunque posee una voz nocturna distintiva: coches en marcha, la música distante de un bar de copas o un muchacho practicando con la guitarra en algún porche, el ladrido de un perro, el sonido de los grandes cepillos de la máquina limpiadora de las calles, las voces de los paseantes, la risa de los chicos del instituto reunidos fuera del Millenium Arcade abajo, en el embarcadero, y siempre el melancólico silbido como el de un tren de pasajeros o de una cadena de vagones mercancía aproximándose al cruce de Ocean Avenue… Pero entonces no, aquella noche no. Podíamos haber estado en el barrio más muerto de una ciudad fantasma en el corazón del desierto de Mojave.

Al parecer el ruido del disparo que había hecho en la sala no había llamado la atención.

Bajo el arco del enrejado, en medio de la suave fragancia del jazmín, con la bicicleta cuyas ruedas producían suaves chasquidos acompasados y mi corazón latiendo no tan suavemente, corrí tras Orson hacia la puerta de entrada. Dio un salto y abrió el pestillo con la pata, un truco que ya le había visto hacer antes. Juntos seguimos la acera hacia la calle, con paso apresurado pero sin correr.

Estuvimos de suerte: no hubo testigos. Ningún automóvil se acercaba o se alejaba por la calle. Tampoco iba nadie a pie.

Si un vecino me hubiera visto salir corriendo a la calle justo cuando las llamas rodeaban la casa, el jefe Stevenson hubiera podido utilizarlo como excusa para ir por mí. Y dispararme si me resistía al arresto. O hacerlo tanto si me resistía como si no.

Me monté en la bici, me mantuve en equilibro apoyando un pie en el suelo y me volví hacia la casa. El viento hacía temblar las hojas de los enormes magnolios y, a través de las ramas, vi las llamas lamiendo varias ventanas de ambos pisos.

Lleno de angustia y de excitación, de curiosidad y de temor, de lástima y de profunda preocupación, me embalé por la acera y me dirigí hacia una calle con poca iluminación. Resollando con fuerza, Orson corría a mi lado.

Estábamos en las proximidades de un edificio cuando oí unas explosiones procedentes de las ventanas de la casa Ferryman. El violento calor las había hecho estallar.