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Igual que la sangre mana de una herida así el silencio brotaba del fondo de la casa en el rellano de la escalera. Luego se oyó un sonido, pero procedía del exterior: la fuerza del viento bajo los aleros.

Al parecer se había iniciado un extraño juego. Y yo ignoraba las reglas. No sabía identificar a mi adversario. Estaba jodido.

Moviéndome como un rayo, pasé a una zona de sombras en el rellano, lo que hizo que las luces de las tres habitaciones abiertas parecieran más brillantes por el contraste.

Quería bajar corriendo las escaleras. Salir. Afuera. Pero esta vez no podía permitirme dejar atrás sin explorar las habitaciones. Y acabar como Angela, degollado por la espalda.

Si quería seguir vivo tenía que mantener la calma. Pensar. Aproximarme a cada una de las puertas con cautela. Avanzar lentamente hasta salir de la casa. Asegurarme de que tenía las espaldas cubiertas a cada paso.

Agucé el oído y como no oí nada me acerqué a la puerta opuesta al dormitorio principal. No atravesé el umbral sino que permanecí en la oscuridad, utilizando la mano izquierda como visor contra la luz violenta que me venía de frente.

Podía haber sido la habitación de un hijo de Angela si hubiera podido tener niños. En su lugar contenía un armario de herramientas con muchos cajones, un taburete con respaldo y dos grandes mesas de trabajo colocadas en forma de L. Allí Angela practicaba su afición: confeccionar muñecas.

Eché un rápido vistazo al rellano. Seguía vacío.

«Muévete», me dije. No quería ser un blanco fácil.

Abrí completamente la puerta del cuarto de las muñecas. No había nadie.

Entré en la habitación iluminada y me quedé en diagonal con el rellano, de manera que cubría ambos espacios.

Angela era una excelente artesana, como lo demostraban las treinta muñecas que había en los estantes de un armario abierto al fondo de la habitación. Sus creaciones poseían una gran riqueza imaginativa, vestidas con esmero con las ropas que la propia Angela había cosido: equipos de cowboy y de cowgirl, trajes de marinero, vestidos de fiesta con enaguas. Sin embargo lo maravilloso de aquellas muñecas residía en el rostro. Había tallado cada cabeza con talento y paciencia, y las había cocido en un horno que tenía en el garaje. Algunas eran de porcelana mate. Otras de porcelana vidriada. Todas estaban pintadas a mano con tanta atención por el detalle que sus rostros parecían reales.

Angela había vendido algunas muñecas y otras las había regalado. Las que quedaban eran sus favoritas, aquellas de las que no había querido separarse. Aun en las circunstancias en que me encontraba, alerta por la posible aparición de un psicópata con un afilado cuchillo, observé que cada cara era distinta, como si Angela no se hubiera limitado a hacer muñecas, sino que hubiera imaginado los posibles rostros de los niños que nunca llevaría en su seno.

Apagué la lámpara del techo y dejé encendida la de la mesa de trabajo. Tras la repentina inundación de sombras pareció como si las muñecas se deslizaran de los estantes, dispuestas a saltar al suelo. Sus ojos pintados —unos brillantes con puntitos de luz reflejada en ellos y los otros con una mirada fija y oscura— parecían vigilantes y atentos.

Que tontería.

Las muñecas sólo eran muñecas. No eran una amenaza para mí.

Volví al corredor, lo recorrí apuntando con la Glock a la izquierda, a la derecha, a la izquierda otra vez. Nadie.

Al lado anterior del rellano había un cuarto de baño. Con los ojos casi cerrados para evitar el brillo de la porcelana, el cristal, los espejos y las baldosas de cerámica amarilla, escudriñé cada rincón. No había nadie escondido.

Cuando me disponía a apagar las luces del cuarto de baño, se oyó un ruido. Procedía del dormitorio principal. Un golpe rápido como de nudillos en la madera. Con el rabillo del ojo observé que algo se movía.

Giré hacia aquel sonido, levanté la Glock sujetándola con ambas manos, como si supiera qué demonios estaba haciendo, imitando a Willis, a Stallone y a Schwarzenegger, a Eastwood y Cage en una película de cien corre-saca-dispara-caza, como si creyera que ellos sabían qué demonios estaban haciendo. Pensé que iba a encontrarme con una figura de cuerpo pesado, ojos de loco, el brazo levantado, enarbolando un cuchillo, pero seguía estando solo en el corredor.

El movimiento que había visto era el de la puerta del dormitorio principal al ser empujada desde el interior. En la pequeña cuña de luz entre la puerta que se había movido y el quicio, vislumbre una sombra retorcida, serpenteante, encogida. La puerta se cerró con un sonido compacto como el de una caja de seguridad.

La habitación estaba desierta cuando yo la abandoné y nadie había entrado desde que yo hube salido al corredor. Solo podía estar el asesino, y solo si había vuelto a entrar por la ventana del cuarto de baño desde el tejado del porche donde debía estar cuando yo descubrí el cuerpo de Angela.

Si el asesino volvía a estar en el dormitorio, no podía haberse deslizado a mis espaldas momentos antes para encender las luces del segundo piso. Por lo tanto los intrusos tenían que ser dos. Y yo estaba cogido entre ellos.

¿Seguir adelante o volver atrás? Menuda elección. Las dos eran una mierda y yo sin las botas de goma.

Esperaban que corriera hacia las escaleras. Mejor hacer algo inesperado. Así es que sin dudarlo me acerqué a la puerta del dormitorio principal. No utilice el tirador. Di una fuerte patada, arranqué el pestillo e irrumpí en la habitación con la Glock por delante, dispuesto a disparar cuatro o cinco tiros a cualquier cosa que se moviera.

Estaba solo.

La lámpara de la mesilla de noche todavía seguía encendida.

En la alfombra no había ninguna huella manchada de sangre y nadie podía haber vuelto a entrar en el cuarto de baño salpicado de sangre desde el exterior y luego volver aquí por este camino para cerrar la puerta que daba al corredor.

De todos modos volví a mirar en el cuarto de baño. Esta vez dejé el lápiz linterna en el bolsillo, conformándome con la débil luz de la lámpara del dormitorio, porque no necesitaba —o no quería— volver a revivir todos los detalles. La ventana de bisagra seguía abierta. El olor era tan repugnante como hacía dos minutos. La forma derrumbada contra el retrete era Angela. Aunque permanecía velada por la oscuridad, pude ver la mueca de sorpresa en su boca y sus ojos abiertos e inmóviles.

Salí de allí y eché un vistazo a la puerta abierta que daba al corredor. Nadie me había seguido.

Me quedé desconcertado en medio de la habitación.

La corriente de aire procedente de la ventana del cuarto de baño no era lo bastante fuerte para haber cerrado de golpe la puerta del dormitorio. Además, ninguna corriente de aire proyecta la sombra retorcida que había vislumbrado.

Aunque el espacio que había debajo de la cama era lo bastante grande para ocultar a un hombre, se hubiera quedado muy comprimido entre el suelo y el somier, con los muelles hundidos en su espalda. Y de todas formas nadie hubiera podido arrastrarse hasta el escondite antes de que yo me abriera camino a patadas hasta el interior de la habitación.

A través de la puerta abierta podía ver el trastero, que obviamente no era el refugio de un intruso. De todas maneras me acerqué a echar un vistazo. El lápiz linterna me reveló un acceso al ático en el techo de aquel cuarto. Aunque había una escalera plegable en la puerta de la trampilla, nadie hubiera podido ser lo bastante rápido para desplegar la escalera y bajar del ático, en los dos o tres segundos que yo había tardado en irrumpir desde el corredor.

A ambos lados de la cama había dos ventanas con cortinas. Ambas se cerraban desde el interior.

El intruso no había salido por allí, aunque quizá yo pudiera. Quería evitar volver al corredor.

Sin perder de vista la puerta del dormitorio, intente abrir una ventana. Estaba cerrada por la pintura. Era una de esas ventanas francesas con gruesas divisiones, por lo que no hubiera podido romper un paño y salir al exterior.

Estaba de espaldas al cuarto de baño. De pronto sentí como si unas arañas treparan por los huecos de mi espina dorsal. En mi imaginación vi a Angela detrás de mí, no la imagen yacente en el cuarto de baño sino levantada, roja y chorreante, con los ojos tan brillantes y planos como monedas de plata. Hasta esperé oír el burbujeante sonido a través de la herida en la garganta cuando intentase hablar.

Cuando me volví, impulsado por el espanto, no la vi detrás de mí, pero el suspiro de alivio que dejé escapar me demostró hasta qué punto me había dejado atrapar por la fantástica expectativa.

De hecho todavía seguí atrapado, esperando oír el movimiento de sus pies en el cuarto de baño. Ahora, la angustia que había sentido por su muerte había sido sustituida por el temor a perder la vida. Angela no era nadie. Era algo, la muerte en sí misma, un monstruo, un recuerdo tremendo de que todos morimos y nos convertimos en polvo. Me avergüenza decir que la odié un poco porque me obligó a subir al piso de arriba a ayudarla, la odié por haberme puesto en ese aprieto, me odie a mí mismo por odiarla, a mi querida enfermera, la odié por hacerme sentir odio hacia mí mismo.

A veces no existe un lugar más oscuro que nuestros propios pensamientos: la medianoche sin luna de la mente.

Tenía las manos húmedas. La culata de la pistola estaba resbaladiza debido al sudor frío.

Dejé de cazar fantasmas y volví de mala gana al corredor. Una muñeca me estaba esperando.

Era una de las más grandes que había en los estantes del estudio de Angela, mediría aproximadamente unos dos pies. Estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, frente a mí y de cara a la luz que se filtraba a través de la puerta abierta del único cuarto que no había explorado todavía, el que estaba frente al cuarto de baño. Tenía los brazos extendidos y algo le colgaba de ambas manos.

Aquello no tenía buena pinta. Supe que no la tenía cuando lo vi: no, no tenía en absoluto buena pinta.

En las películas, un tema como la aparición de aquella muñeca era seguido inevitablemente por la dramática entrada de un tipo enorme con malas intenciones. Un tipo grande con una indiferente máscara de hockey. O una capucha. Con una sierra eléctrica aún menos tranquilizadora o una pistola de aire comprimido o, no es una broma, con un hacha lo bastante grande para decapitar a un Tiranosaurio Rex.

Eché un vistazo al taller, que seguía medio iluminado por la lámpara de mesa. Ningún intruso se ocultaba allí.

Muévete, me dije. Hacia la entrada del cuarto de baño. Seguía desierto. Necesitaba utilizar el servicio. No era el momento oportuno. Muévete, pensé.

Me acerqué a la muñeca, que llevaba unas deportivas negras, tejanos negros y camiseta también negra. El objeto que tenía en las manos era una gorra azul marino con dos palabras bordadas en color rojo rubí encima de la visera: Instrucción Secreta.

Durante un instante pensé que era una gorra como la mía. Luego resultó ser la mía, que había dejado en el piso de abajo, en la cocina.

Eché un vistazo a la parte superior de la escalera y a la puerta abierta de la única habitación que no había comprobado, esperando que el contratiempo surgiera de uno u otro lugar. Cogí la gorra de las manitas de porcelana y me la puse en la cabeza.

Bajo aquella luz y en aquellas circunstancias, una muñeca podía tener un aspecto pavoroso y diabólico. Esta era diferente, porque no había un solo rasgo en su cara de porcelana que me indicara malevolencia, aunque sentí en la nuca ese hormigueo típico de la fiesta de Halloween.

Lo que me espantó no fue ninguna peculiaridad referente a la muñeca sino algo que me era extrañamente familiar tenía mi rostro. El modelo había sido yo.

Me quedé atónito, con un hormigueo que me subía por todo el cuerpo. Angela se había ocupado de mí lo suficiente para poder reproducir mis rasgos con toda meticulosidad, para recordarme amorosamente en una de sus creaciones y ponerme en el estante de sus muñecas favoritas. Inesperadamente me atacó una imagen que me despertó unos temores primitivos, como si al tocar aquel fetiche mi alma y mi mente pudieran verse atrapados en su interior, mientras algún espíritu maligno, introducido previamente en la muñeca, saliera de ella para entrar en mi carne. Y satisfecho de su liberación, se introdujera bamboleante en la noche para, en mi nombre, partirles el cráneo a las doncellas y comerles el corazón a los bebés.

En épocas normales —si estas épocas existen— gozo de una viva imaginación poco habitual. Bobby Halloway la llama, con cierta sorna, «la arena de circo numero trescientos de tu mente». Sin duda es una cualidad que he heredado de mis padres, que eran lo bastante inteligentes para saber lo poco que se sabe, lo bastante inquisitivos para no dejar nunca de aprender y lo bastante perceptivos para comprender que todas las cosas y todos los acontecimientos contienen infinitas posibilidades. Cuando era niño, me leían versos de A. A. Milne y de Beatrix Potter pero además, convencidos de que yo era un niño precoz, de Donald Justice y de Wallace Stevens. Después, mi imaginación siempre se ha mezclado con imágenes procedentes de versos desde las diez puntas de los pies rosa de Timothy Tim hasta las luciérnagas retorciéndose en la sangre. En épocas extraordinarias —como esta noche de cadáveres robados— soy demasiado imaginativo y en la arena de circo numero trescientos de mi mente, los tigres acechan para matar a sus domadores y los payasos esconden cuchillos de carnicero y corazones de diablo bajo sus ropas holgadas.

«Muévete», pensé.

Una habitación más. Comprobé el interior con la espalda protegida y luego fui directamente a las escaleras.

Evité, por superstición, cualquier contacto con la muñeca doble, me mantuve alejado de ella y me dirigí a la puerta abierta de la habitación opuesta al cuarto de baño. Un dormitorio de invitados decorado con sencillez.

Me asomé inclinando la cabeza cubierta con la gorra y eché un vistazo protegiéndome cuidadosamente de la luz del techo. No vi ningún intruso. La cama tenía barras laterales y otra formando el pie de la cama detrás de la cual estaba doblado el cobertor, así es que se veía el espacio de debajo.

En lugar de un armario allí había un buró grande de nogal con muchos cajones y un guardarropa de madera maciza con un par de cajones uno junto al otro en la parte inferior y dos grandes puertas encima. El espacio entre las puertas del guardarropa era lo suficientemente grande para albergar a un hombre grueso, con o sin sierra eléctrica.

Me esperaba otra muñeca. Esta estaba sentada en el centro de la cama, con los brazos extendidos como la muñeca Christopher Snow, pero bajo aquella luz mortecina, no pude ver bien lo que sostenía en sus manos de color de rosa.

Apagué la luz del techo. Solo quedó encendida la lámpara de la mesilla de noche para guiarme.

Entré en la habitación de invitados, dispuesto a disparar un tiro a cualquiera que apareciera en la entrada.

Veía el guardarropa con el rabillo del ojo. Si las puertas empezaban a abrirse, no necesitaría la visión láser para agujerearlas, era suficiente una pistola de 9 milímetros.

Tropecé con la cama y me alejé lo suficiente de la puerta y del guardarropa para observar más de cerca a la muñeca. En cada una de las palmas de la mano tenía un ojo. No un ojo pintado a mano. Ni un ojo de cristal del taller de muñecas. Un ojo humano.

Los goznes de las puertas del guardarropa seguían inmóviles.

Nadie se movía en el pasillo.

Me quedé tan inmóvil como la ceniza en una urna, pero la vida siguió sin mí: el corazón empezó a latirme como nunca había latido, apenas un instante, pero girando con pánico en su jaula de costillas.

Volví a mirar aquella ofrenda de ojos que llenaban las manitas de porcelana, ojos castaños ensangrentados, lechosos y húmedos, asombrosos y asombrados en la desnudez de los parpados. Una de las últimas cosas que habían visto aquellos ojos fue una camioneta blanca frenando como respuesta a un pulgar levantado. Y luego un hombre con una cabeza rapada y una perla en la oreja.

Hubiera podido asegurar, sin embargo, que no era el mismo que estaba en casa de Angela. La burla, jugar al escondite, ese no era su estilo. La acción rápida, perversa y violenta era más de su gusto.

Me sentí como si me encontrara en un sanatorio para jóvenes sociópatas, donde unos niños sicóticos, tras reducir a sus guardianes, estuvieran jugando en medio de una libertad que les produjera aturdimiento. Casi podía oír su risa escondida en otras habitaciones: risitas salvajes y macabras tras unas manitas frías.

No quise abrir el guardarropa.

Había subido allí para ayudar a Angela, pero ya no iba a poder hacerlo. Solo quería bajar las escaleras, salir, montar en la bicicleta y marcharme.

Cuando miré hacia la puerta, las luces se apagaron. Alguien había desconectado el interruptor de la caja de conexiones.

La oscuridad era tan profunda que ni siquiera me satisfizo a mí. Las ventanas tenían gruesas cortinas y el cántaro de leche de la luna no encontraba un resquicio a través del cual verterse. Todo era negro sobre negro.

Caminé a ciegas hacia la puerta. Luego giré hacia un lado y me dominó la sensación de que había alguien en el corredor, que me encontraría con la verdad de una hoja afilada en el umbral.

Apoyé la espalda en la pared del dormitorio, y agucé el oído. Contuve la respiración pero fui incapaz de aplacar mi corazón, que latía como los cascos de los caballos sobre guijarros, una estampida de caballos desbocados, y me sentí traicionado por mi propio cuerpo.

Luego, sobre la retumbante estampida de mi corazón, oí el crujido de las bisagras. Las puertas del guardarropa estaban completamente abiertas.

«Jesús».

Fue una oración, no una maldición. O quizás ambas cosas.

Sosteniendo la Glock con ambas manos, apunté hacia donde pensé que estaba el armario. Luego lo reconsideré y la desvié tres pulgadas hacía la izquierda, para luego dirigirla inmediatamente otra vez hacia la derecha.

La absoluta oscuridad me desorientó. A pesar del convencimiento de que estaba escondido en el guardarropa, no hubiera podido asegurar que apuntaba al centro del espacio situado encima de los dos cajones. Tenía que acertar el primer disparo, porque el fogonazo revelaría mi posición.

No podía arriesgarme a disparar indiscriminadamente. Aunque una lluvia de balas probablemente sorprendería a ese hijo de puta, estuviera donde estuviese, existía la probabilidad de que solo lo hiriera y una pequeña oportunidad, aunque muy real, de que apenas lo afeitara.

Y si la pistola estaba vacía… ¿entonces qué?

¿Entonces que?

Salí al corredor, arriesgando un encuentro, pero no fue así. Cuando cruce el umbral, cerré la puerta del cuarto de invitados detrás de mí, poniéndola entre quienquiera que hubiera salido del guardarropa y yo, asumiendo que el crujido de las bisagras no había sido producto de la imaginación.

Las luces de la planta baja debían tener su propio circuito, porque un brillo se elevaba por la escalera al final del negro corredor.

En lugar de esperar a ver quién había allí, si había alguien, corrí hacía las escaleras.

Oí cómo se abría una puerta a mis espaldas.

Bajé jadeando las escaleras de dos en dos, y ya casi estaba en la planta baja cuando mi cabeza en miniatura pasó volando y fue a estrellarse contra la pared que tenía enfrente.

Sorprendido, levanté un brazo y me protegí los ojos. La metralla de porcelana me alcanzo la cara y el pecho.

El resbalón del talón izquierdo en el borde de un escalón me obligó a lanzarme hacia delante y chocar contra la pared del descansillo, pero conseguí mantener el equilibrio.

En el descansillo, con los fragmentos crujientes de mi cara vidriada bajo los pies, me volví rápidamente para enfrentarme con mi asaltante.

El cuerpo decapitado de la muñeca, apropiadamente vestido de negro, se precipitó escaleras abajo. Me agaché y pasó por encima de mi cabeza para estrellarse contra la pared que había detrás de mí.

Cuando alcé la vista y apunté con la pistola a la parte superior de las escaleras, no había nadie a quien disparar, como si la muñeca se hubiera arrancado la cabeza para arrojarla contra mí y luego se hubiera lanzado por la escalera.

Las luces de la planta baja se apagaron.

A través de la ominosa oscuridad llegó hasta mí el olor de algo que se estaba quemando.