El grito fue tan breve y apagado que hubiera podido ser tan irreal como el movimiento de la luz de la luna en el patio, apenas un fantasma de sonido vagando por mi mente. Como el mono, tuvo la cualidad de ser y no ser al mismo tiempo.
Cuando la cortina se deslizo de mis dedos y se hizo el silencio al otro lado del cristal, sonó en toda la casa un golpe sordo que hizo temblar las paredes.
El segundo grito fue más débil y breve que el primero, pero indudablemente se trataba de un gemido inequívoco de dolor y de terror.
Quizás había tropezado con un escalón, se había caído y se había lastimado el tobillo. O quizá solo había sido el sonido del viento y de los pájaros en el alero. Quizá la luna está hecha de queso y el cielo es una placa de chocolate con estrellas de azúcar.
Llamé a Angela en voz alta.
No respondió.
La casa no era tan grande como para que no hubiera podido oírme. Su silencio era sospechoso.
Maldije para mis adentros y saqué la Glock del bolsillo de la chaqueta. La sostuve a la luz de las velas buscando desesperadamente el seguro.
Solo encontré un resorte que podía ser lo que buscaba. Cuando lo presioné hacia abajo un intenso rayo de luz roja salió disparado de un pequeño agujero debajo del orificio de las balas y dibujó una gota brillante en la puerta de la nevera.
Mi padre buscó un arma que la pudiera utilizar un amable profesor de literatura y había pagado más para tener una con visión láser. Era un buen hombre.
Yo no sabía mucho sobre armas de fuego, pero sabía que algunos modelos de pistolas llevan unos sistemas de seguridad con unos dispositivos internos que se sueltan cuando se aprieta el gatillo y, una vez se ha disparado, vuelven a su lugar. Quizás esta era una de estas armas de fuego. Y si no lo era, sería incapaz de disparar cuando me encontrara frente a un asaltante o bien, ofuscado por el pánico, me dispararía en el pie.
Pero aunque no era ducho en armas, allí no había nadie más que pudiera hacer el trabajo. Debo admitir que pensé escapar, saltar a la bicicleta, ponerme a salvo y hacer una llamada anónima a la policía. Si lo hubiera hecho, nunca más me hubiera atrevido a mirarme al espejo, o mirar a los ojos a Orson.
No sé si me temblaban las manos, ni cómo demonios pude hacer una pausa y respirar profundamente.
Me dirigí a la puerta abierta de la cocina que daba al comedor y pensé en devolver la pistola al bolsillo y coger un cuchillo del cajón. Cuando me contó la historia del mono, Angela me enseñó dónde guardaba los cuchillos.
La razón prevaleció. Yo no era más práctico en cuchillos que experto en armas de fuego.
Además, acuchillar y cortar en canal a otro ser humano requería mayor rudeza que la que se necesitaba para apretar un gatillo. Imaginé que podría hacer lo que fuera necesario si mi vida —o la de Angela— corría peligro, pero no se podía ignorar que estaba mejor capacitado para el sucio trabajo de disparar, que para el asqueroso trabajo de destripar a alguien en un cuerpo a cuerpo. En un enfrentamiento desesperado, una vacilación podía ser fatal.
Cuando tenía trece años, fui capaz de mirar dentro del crematorio. Después de todos estos años, todavía no estaba listo para el tétrico espectáculo de embalsamar un cuerpo.
Atravesé rápidamente el comedor y volví a llamar a Angela. Y de nuevo no respondió.
No volví a llamarla por tercera vez. Si había un intruso en la casa, revelaría mi posición cada vez que la llamara.
En la sala de estar no me detuve a apagar la lámpara, pero me alejé de ella y aparté la cara.
Mirando de soslayo la restringida lluvia de la luz del vestíbulo, eché un vistazo a través de la puerta abierta del estudio. Allí no había nadie.
La puerta del tocador estaba entornada. La empujé y la abrí. No necesité dar la luz para comprobar que allí tampoco había nadie.
Me sentí desnudo sin la gorra, que había olvidado en la mesa de la cocina y apagué la lámpara de plafón del techo del vestíbulo. Bendije la penumbra que se hizo.
Escudriñé el rellano donde las escaleras en sombra daban un giro y desaparecían hacia arriba. Desde donde me encontraba observé que no había ninguna luz encendida en el piso superior, lo cual me convenía. Mi mayor ventaja era la adaptación de mis ojos a la oscuridad.
Llevaba el móvil colgado del cinturón. Mientras subía las escaleras, consideré la posibilidad de llamar a la policía.
Sin embargo, después del fracaso de la cita de aquella noche, Lewis Stevenson debía de estar buscándome Y si era así, el propio jefe contestaría a la llamada. Y quizás el calvo del pendiente vendría a cazarme.
Manuel Ramírez no podría ayudarme, porque aquella noche estaba de guardia en la comisaría. Y no me daba seguridad preguntar por otro oficial. Hasta donde sabía, el jefe Stevenson podía no ser el único poli comprometido de Moonlight Bay, quizá todos los miembros de las fuerzas de policía, excepto Manuel, estaban implicados en la conspiración. De hecho, a pesar de nuestra amistad, tampoco podía confiar en Manuel, al menos hasta que supiera más de la situación.
Al subir por las escaleras agarré la Glock con ambas manos, dispuesto a disparar el rayo de láser si alguien se movía. Me dije que tenía que recordar que si jugaba a los héroes debía procurar no disparar a Angela por equivocación.
Al girar el descansillo observé que el piso superior estaba más oscuro que el inferior. La luz ambiental de la sala no llegaba hasta allí arriba. Subí rápidamente y en silencio.
El corazón me latía acompasadamente, se había adaptado a la situación, aunque me sorprendió que no se desbocara. El día anterior ni hubiera imaginado siquiera que sería capaz de adaptarme con tanta rapidez a la perspectiva de una violencia inminente. Y comencé a reconocer en mi interior un desconcertante entusiasmo por el peligro.
En el descansillo del piso superior se abrían cuatro puertas. Tres de ellas permanecían cerradas. La cuarta —la más alejada de las escaleras— estaba entornada, y de la habitación llegaba una suave iluminación.
Pasé por delante de las tres habitaciones cerradas, dejando mis espaldas vulnerables.
Pero dado mi XP, y considerando sobre todo con qué rapidez mis ojos me pican y se humedecen cuando se exponen a una luz muy brillante, sólo podía investigar aquellos espacios con la pistola en la mano derecha y el lápiz linterna en la izquierda. Y esto podría ser un inconveniente, porque llevaría mucho tiempo y sería peligroso. Cada vez que entrara en una habitación, no importa lo silencioso que fuera ni lo rápidamente que me moviera, el lápiz linterna me señalaría inmediatamente al agresor antes de que yo lo encontrara con el pequeño haz de luz.
Lo mejor que podía hacer era jugar a mi favor, lo que significaba aprovechar la oscuridad, mezclarme con las sombras. Caminé por el descansillo pegado a la pared, mirando en ambas direcciones, sin hacer ruido, como tampoco lo hacía nadie más en el interior de la casa.
La segunda puerta de la izquierda estaba abierta sólo a medias y por el estrecho borde de luz se veía poco del interior de la habitación. Empujé la puerta con el cañón de la pistola.
Era el dormitorio principal. Confortable. La cama estaba perfectamente hecha. Una manta de alegres colores cubría uno de los brazos de un silloncito y en el escabel había un periódico doblado. En el buró, había una colección de botellas de perfume antiguas.
Una de las lámparas de la mesilla de noche estaba encendida. La bombilla no era fuerte y la pantalla de tejido plegado amortiguaba los rayos.
A Angela no se la veía por ninguna parte.
La puerta de un armario estaba abierta. Quizás Angela había subido a buscar algo que guardaba allí. No vi nada más que ropa colgada y cajas de zapatos.
La puerta del baño contiguo estaba entornada y el cuarto de baño a oscuras. Si había alguien al acecho, yo era un blanco perfecto.
Me acerqué al cuarto de baño tan oblicuamente como me fue posible, apuntando con la Glock hacia el resquicio negro entre la puerta y el quicio. Empujé la puerta, que se abrió sin resistencia.
El olor me detuvo cuando iba a cruzar el umbral.
Como la luz de la lámpara de la mesilla de noche no iluminaba mucho, me saqué del bolsillo el lápiz linterna. El haz de luz centelleó en un charco rojo en el suelo de baldosas blancas. En las paredes había salpicaduras de sangre.
Angela Ferryman estaba en el suelo, con la cabeza echada hacia atrás apoyada en el borde de la taza del retrete. Sus ojos estaban tan vacíos, pálidos y fijos como los de una gaviota muerta que un día me encontré en la playa.
Pensé que su garganta había sido acuchillada varias veces con un cuchillo no muy afilado. No pude soportar mirarla demasiado cerca o demasiado tiempo.
El olor no era sólo de sangre. Cuando agonizaba se había ensuciado encima. La corriente de aire me traía el hedor.
Uno de los bastidores de la ventana estaba completamente abierto. No era la típica ventana pequeña de un cuarto de baño, sino lo bastante grande para que por ahí escapara el asesino, que debió de mancharse con la sangre de su victima.
Quizás Angela había dejado la ventana abierta. Si el tejado del porche daba a esta ventana del primer piso, el asesino podía haber entrado y salido por ella.
Orson no había ladrado, por tanto, la ventana daba hacia la fachada de la casa y el perro estaba en la parte de atrás.
Angela tenía las manos a ambos lados del cuerpo, casi perdidas en las mangas del jersey. Parecía tan inocente. Como si tuviera doce años.
Durante toda su vida se había entregado a los demás. Y ahora alguien, insensible a su generosidad, se la había llevado cruelmente.
Angustiado, temblando sin control, salí del cuarto de baño.
Yo no había ido a Angela con preguntas. No la había arrastrado hasta el espantoso final. Ella me había llamado, y aunque había utilizado el teléfono del coche, alguien se había enterado y había decidido silenciarla rápidamente y para siempre. Quizás aquellos conspiradores sin rostro decidieron que su desesperación la hacía peligrosa. Acababa de despedirse del hospital. Decía que no tenía ninguna razón para vivir. Y le aterrorizaba la transformación, fuera lo que fuera lo que aquello significara. Era una mujer que no tenía nada que perder, aparte de su control. La hubieran asesinado aunque yo no hubiera respondido a su llamada.
Sin embargo, yo me sentía culpable, ahogado en frías corrientes, sin aliento, atónito.
Luego aparecieron las náuseas, agitándose como una anguila escurridiza a través de mis entrañas, nadando hacia la garganta y surgiendo casi por la boca. Las reprimí con esfuerzo.
Necesitaba salir de allí y sin embargo no me podía mover. El terror y el sentimiento de culpa me tenían inmovilizado.
El brazo derecho me colgaba a un lado, tan recto como una cuerda de plomada, debido al peso de la pistola. El lápiz linterna lo tenía sujeto con la mano izquierda e hilvanaba formas dentadas en la pared.
No podía pensar con claridad. Mis pensamientos se enredaban como masas enmarañadas de algas marinas arrojadas por la marea.
Sonó el teléfono en la mesilla de noche más próxima.
Me mantuve alejado de él. Tenía la extraña sensación de que la llamada procedía del mismo que había dejado aquella profunda respiración en mi contestador automático, que intentaba robarme algún aspecto vital de mi persona con sus aspiraciones de perro policía, como si mi alma pudiera ser aspirada y transportada a través de la línea abierta del teléfono. Y yo no quería oír sus murmullos bajos, espectrales y destemplados.
Cuando el teléfono quedó en silencio, los estridentes timbrazos me habían aclarado algo la cabeza. Apagué el lápiz linterna, me lo puse en el bolsillo, alcé la pistola y observé que alguien había encendido la luz del rellano del piso superior.
Al ver la ventana abierta y las manchas de sangre en el marco, pensé que estaba solo en la casa con el cuerpo de Angela. Estaba equivocado. Había un intruso esperando entre la habitación y las escaleras.
El asesino no podía haber salido del cuarto de baño y atravesado la habitación, las huellas de sangre hubieran señalado su paso por la alfombra de color crema. Entonces ¿por qué habría escapado desde el piso superior para volver a entrar inmediatamente por la puerta o una ventana de la planta baja?
Y si, después de haber escapado, había cambiado de opinión porque dejaba un testigo potencial y había decidido volver por mí, no hubiera encendido la luz para anunciar su presencia. Hubiera preferido cogerme por sorpresa.
Con mucha cautela y apartándome de la claridad, salí al descansillo. Estaba desierto.
Las tres puertas que estaban cerradas cuando yo subí las escaleras ahora estaban completamente abiertas. Y las habitaciones iluminadas.