—Fue en la víspera de Navidad de hace cuatro años —dijo—. Alrededor de una hora después de la puesta del sol. Estaba en la cocina horneando galletas. Utilizaba los dos hornos. Galletas de chocolate en uno. Las de nueces y avena en el otro. En la radio, alguien parecido a Johnny Mathis estaba cantando Silver Bells.
Cerré los ojos para imaginarme la cocina en aquella Nochebuena. Y tener una excusa para evitar la mirada inquieta de Angela.
—Rod iba a llegar a casa en cuestión de minutos, no teníamos trabajo en todo el fin de semana.
Rod Ferryman era su marido.
Hacia unos tres años y medio, seis meses después de la víspera de Navidad de la que Angela me estaba hablando, Rod se había suicidado disparándose un tiro en el garaje de su casa. Los amigos y los vecinos se quedaron atónitos, Angela estaba destrozada. Era un hombre sociable, con mucho sentido del humor, fácil de contentar, alegre, sin problemas aparentes que pudieran llevarle a quitarse la vida.
—Aquel día había adornado el árbol de Navidad —dijo Angela—. Íbamos a cenar a la luz de las velas, a abrir una botella de vino y luego veríamos ¡Qué bello es vivir!. Nos gustaba la película. Habíamos comprado muchos regalos, muchos regalitos. La Navidad era la época del año que más nos gustaba y éramos como niños con los regalos.
Calló.
Cuando levanté la vista, observé que había cerrado los ojos. A juzgar por su expresión desencajada, sus recuerdos discurrían desde aquella noche de Navidad a la tarde del mes de junio siguiente, cuando encontró el cuerpo de su marido en el garaje.
La luz de las velas se reflejaba en sus parpados.
Abrió los ojos, pero durante un rato permanecieron fijos en una visión lejana. Sorbió un poco de brandy.
—Era feliz —dijo—. El aroma de las galletas. La música de Navidad.
Y la floristería había enviado una enorme flor de pascua de parte de mi hermana Boone. Estaba allí, al final del mostrador, tan roja y hermosa. Me sentía feliz, feliz de verdad. Sería la última vez que me iba a sentir feliz, la última vez que lo sería. Y estaba poniendo la masa de las galletas con una cuchara en una bandeja de hornear, cuando escuché aquel sonido a mis espaldas, un ligero chirrido, luego algo parecido a un suspiro y cuando me volví, había un mono sentado en esta mesa.
—Dios del cielo.
—Un mono rhesus con esos ojos horribles amarillo oscuro. No eran unos ojos normales. Eran extraños.
—¿Rhesus? ¿Distingues las especies?
—Para pagarme la escuela de enfermería trabajé de ayudante en un laboratorio científico, en UCLA. El rhesus es uno de los monos que se utilizan habitualmente en los experimentos. Allí había un montón.
—Y de pronto uno de ellos estaba aquí sentado.
—Había un bol con fruta encima de la mesa, con manzanas y mandarinas. El mono estaba pelando y comiéndose una mandarina. Con gran sentido del orden, aquel gran mono colocaba las pieles ordenadamente en un montoncito.
—¿Grande?
—Probablemente estas pensando en un mono de organillero, una de esas cositas diminutas y encantadoras. Los rhesus no son así.
—¿Cómo son?
—Probablemente miden unos sesenta centímetros y pueden pesar once kilos.
Un mono de ese tamaño parecería enorme si te lo encontraras inesperadamente encima de la mesa de la cocina.
—Te debiste quedar sorprendida —dije.
—Más que sorprendida. Un poco asustada. Se lo fuertes que son esos jodidos para su tamaño. En general son pacíficos, pero si te encuentras uno con una vena de loco, entonces es un peligro real.
—No es el tipo de mono que quieres como mascota —comenté.
—Dios, no. Nadie normal lo querría, al menos según mi opinión. Bueno, admitiré que el rhesus a veces puede ser encantador, con su carita pálida y ese collarín de piel. Pero ese no era encantador —era evidente que lo estaba viendo en su interior—. No, ese no.
—¿De dónde había salido?
En lugar de responder, Angela se enderezo en la silla, irguió la cabeza y aguzó el oído. No escuché nada fuera de lo habitual.
Al parecer ella tampoco. Sin embargo, cuando volvió a hablar estaba tensa. Sus finas manos sujetaban el vaso de cordial como garras.
—No sé cómo entró en la casa. No fue un mes de diciembre muy caluroso. Ni las ventanas ni las puertas estaban abiertas.
—¿No lo oíste entrar en la habitación?
—No. Hacía ruido con las bandejas de las galletas y con los cuencos de la pasta. Sonaba música en la radio. Pero hacía uno o dos minutos que el condenado se había sentado en la mesa, porque cuando me di cuenta que estaba ahí ya se había comido media mandarina.
Recorrió la cocina con la mirada, como si con el rabillo del ojo hubiera visto un movimiento en las sombras.
—Repugnante, un mono sobre la mesa de la cocina, está fuera de lugar —dijo después de tranquilizarse con otro trago de brandy.
Con una mueca, pasó una mano temblorosa por la madera barnizada, como si alguno de los pelos de aquel ser todavía estuvieran en la mesa cuatro años después del incidente.
—¿Qué hiciste? —la apremié.
—Di una vuelta por la cocina hasta la puerta de atrás, la abrí esperando que el mono saliera corriendo.
—Pero él estaba entretenido con la mandarina, se sentía muy cómodo donde estaba —aventuré.
—Sí. Miró hacia la puerta abierta y luego a mí, parecía que se estuviera riendo. Con aquel ruidito como de risita disimulada.
—Te juro que he visto reír a algún perro. Probablemente los monos también lo hacen.
Angela hizo un brusco movimiento con la cabeza.
—No recuerdo a ninguno de ellos riendo en el laboratorio. Claro que considerando que allí sus vidas eran… no tenían razón alguna para estar de buen humor.
Miró con desasosiego al techo, donde tres anillos superpuestos de luz temblaban como los ojos llameantes de una aparición: imágenes de los vasos rojo rubí de la mesa.
—No salió —dije para animarla a seguir.
En lugar de responder se levantó de la silla, se dirigió a la puerta de atrás y comprobó si el pestillo estaba corrido.
—¿Angela?
Haciendo un gesto para que me callara, apartó un poco la cortina y escudriñó el patio y la entrada iluminada por la luna, la apartó con temblorosa precaución y sólo un milímetro, como si temiera descubrir un rostro espantoso al otro lado del paño mirándola.
Tenía vacío el vaso de licor. Cogí la botella, dudé, y luego la devolví a su lugar sin haberme servido.
—No era una risa, Chris. Era ese sonido espantoso que no podría describirte. Era un maligno… un cloqueo maligno, perverso. Oh, sí, ya se lo que estás pensando, que solo era un animal, un mono, que no podía ser bueno o perverso. Malo quizá, pero no perverso. Porque los animales pueden tener mal carácter, pero no son conscientes de la malevolencia. Esto es lo que estás pensando. Bueno, pues yo te digo que ese mono era algo más que malo. Aquella risa tenía el sonido más frío que había oído en mi vida, más frío y más repugnante y perverso —dijo Angela mientras volvía de la puerta.
—Te entiendo —le aseguré.
En lugar de volver a su silla, se dirigió al fregadero. Cada milímetro de cristal de las ventanas de encima del fregadero estaba cubierto con las cortinas, pero ella tiró de los paneles de tela amarilla para asegurarse bien de que estábamos libres de ojos escrutadores.
—Cogí la escoba, creyendo que tiraría a esa cosa al suelo y luego hacia la puerta. Quiero decir que no iba a empezar a repartir golpes, sino que lo conseguiría barriendo hacia ella ¿Comprendes?
—Claro.
—Pero no se intimidó —dijo—. Explotó rabiosa. Tiró la mandarina a medio comer, agarró la escoba e intentó arrancármela. Como yo no la solté, esa cosa empezó a escalar la escoba derecha a mis manos.
—Caray.
—Ese mono era muy ágil. Rapidísimo. Con los dientes prominentes, chillando, escupiendo, venía directo hacia mí, así que solté la escoba y el mono cayó al suelo con ella, yo retrocedí y choqué con la nevera.
Chocó con la nevera y el sonido de las botellas llegó desde los estantes del interior.
—Estaba en el suelo, justo delante de mí. Lanzó la escoba a un lado Chris, estaba furioso. Una furia que no guardaba proporción con lo que había sucedido. No estaba herido, ni siquiera le había tocado con la escoba y no iba a hacerle ningún disparate.
—Has dicho que los rhesus son pacíficos.
—Ese no. Tenía los labios abiertos y enseñaba los dientes, chillaba, corría hacia mi y luego se apartaba, volvía otra vez, brincaba arriba y abajo, desgarrando el aire, mirándome con mucho odio, golpeando el suelo con los puños.
Las mangas de su jersey se habían desenrollado parcialmente y metió las manos dentro para ocultarlas. El recuerdo del mono era tan vivo que al parecer temía que se arrojara contra ella y le mordiera la punta de los dedos.
—Parecía un troll —dijo—, un gremlin, algo malvado salido de un libro de cuentos. Y aquellos ojos amarillo oscuro.
Casi podía verlos yo también. Ardientes.
—Entonces, de pronto, subió de un salto a los armarios, encima del mostrador que estaba a mi lado, en un abrir y cerrar de ojos. Aquí —señaló—, junto a la nevera, a unos centímetros de donde yo estaba, al nivel de los ojos cuando volví la cabeza. Entonces me lanzó un silbido, un silbido perverso que olía a mandarinas. Estaba muy cerca. Ya sé…
Se interrumpió otra vez para escuchar los sonidos de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda para mirar hacia la puerta abierta, hacia el comedor sin luz.
Su paranoia era contagiosa. Claro que lo que me había sucedido desde el atardecer me hacía vulnerable al contagio.
Me erguí en la silla y alcé la cabeza para poder escuchar bien cualquier sonido.
Los tres anillos de luz brillaban tenuemente y en silencio en el techo. Las cortinas colgaban silenciosamente de las ventanas.
—Su respiración olía a mandarina. Silbó y volvió a silbar. Sabía que podía matarme si quería, matarme, aunque fuera sólo un mono y pesara la cuarta parte que yo. Mientras estaba en el suelo, hubiera podido quizá darle una patada a ese pequeño hijo de puta, pero ahora estaba a la altura de mi cara —añadió Angela poco después.
Pude imaginar con facilidad todo su temor. Una gaviota, protegiendo su nido en un barranco junto al mar, zambulléndose repetidamente en el cielo nocturno con chillidos iracundos y un fuerte batir de alas, picándote la cabeza y arrancándote mechones de pelo, es una fracción del peso del mono que ella describía, pero no menos terrorífico.
—Pensé en correr hacia la puerta abierta —dijo—, pero temí que aquello le hiciera enfadarse más. Así que me quedé aquí inmóvil. La espalda apoyada en la nevera. Mirando fijamente a aquella cosa odiosa. Después de un rato, cuando se aseguró de que me había intimidado, saltó del mostrador, atravesó la cocina, cerró la puerta de atrás de golpe, volvió a encaramarse a la mesa y cogió la mandarina que no había acabado.
Me serví otra copa de brandy de albaricoque.
—Entonces busqué el asa de este cajón que está junto a la nevera —siguió—. Aquí está la bandeja con los cuchillos.
Sin desviar su atención de la mesa, tal como había hecho aquella noche de Navidad, Angela se subió las mangas del jersey y buscó a tientas el cajón, para mostrarme el que contenía los cuchillos. Sin apartarse, se ladeó y me lo mostró.
—No iba a atacarlo, solo iba a coger algo con que poder defenderme si él lo hacía. Pero antes de que pudiera poner la mano sobre uno de los cuchillos, el mono se puso de pie sobre la mesa y empezó a chillar otra vez.
Buscó a tientas el asa del cajón.
—Cogió una manzana del bol y me la lanzó —dijo—, realmente la aplastó contra mí. Me dio en la boca y me partió el labio —cruzó los brazos delante de la cara como si estuviera de nuevo siendo atacada—. Intenté protegerme. El mono me lanzó otra manzana, luego la tercera, con la fuerza suficiente para romper un cristal si hubiera habido alguno en su trayectoria.
—¿Quieres decir que sabía lo que había en el cajón?
—Tenía que ver con la intuición, sí —dijo bajando los brazos y abandonando la postura defensiva.
—¿Y no intentaste coger un cuchillo otra vez?
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El mono se movía como un rayo. Podía saltar de la mesa y lanzarse sobre mí al mismo tiempo que yo abría el cajón y me iba a morder la mano antes de que pudiera agarrar el mango de un cuchillo. Y yo no quería que me mordiera.
—Aunque no le saliera espuma por la boca, debía de estar rabioso —convine.
—Peor aún —dijo con expresión enigmática, subiéndose de nuevo las vueltas del jersey.
—¿Peor que la rabia? —pregunté.
—Así es que me quedé delante de la nevera, con el labio sangrando, asustada, procurando pensar qué hacer, cuando Rod llegó del trabajo, entró por la puerta de atrás, silbando, y se encontró con el fregado. Sin embargo no hizo nada de lo que yo esperaba que hiciera. Se sorprendió… pero no se sorprendió. Le sorprendió ver aquí al mono, claro, pero no le sorprendió el mono. Lo que le alarmó fue verlo aquí ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Creo que sí.
—Rod, maldita sea, conocía a ese mono. No dijo «¿Un mono?». Ni dijo «¿De dónde demonios ha salido este mono?». Sino, «Oh, Jesús». Sólo «Oh, Jesús». Hacía frío aquella noche, amenazaba lluvia, llevaba un impermeable, sacó una pistola de uno de los bolsillos, como si eso fuera lo más normal. Quiero decir que venía del trabajo, de uniforme, pero no se lleva un arma en el despacho. Estamos en tiempos de paz. No estamos en zona de guerra, gracias a Dios. Estaba destinado a las afueras de Moonlight Bay, trabajaba en una oficina, rellenaba cuestionarios y se quejaba de aburrimiento, hacía su trabajo y esperaba la jubilación, y de pronto resulta que lleva una pistola cuya existencia yo ignoraba hasta ese momento.
El coronel Roderick Ferryman, oficial del Ejército de Estados Unidos, estaba destinado en Fort Wyvern, que durante mucho tiempo había sido una de las máquinas económicas que impulsaron el condado. La base había sido cerrada hacía dieciocho meses y permanecía abandonada, uno de los muchos centros militares que se desmantelaron cuando acabó la Guerra Fría. Aunque yo conocía a Angela desde niño —y desde hacía mucho menos a su marido—, nunca había sabido qué era exactamente lo que hacía el coronel Ferryman en el ejército.
Quizás Angela tampoco lo supiera. Hasta que volvió a casa aquella víspera de Navidad.
—Rod sostenía el arma en la mano derecha con el brazo estirado y rígido, el orificio apuntando al mono y parecía más asustado que yo.
Y ceñudo. Los labios apretados. Había desaparecido todo el color de su rostro, parecía el de un muerto. Me miró, miró el labio que comenzaba a hincharse y la sangre que me cubría la barbilla, no hizo ninguna pregunta y volvió al mono, temeroso de perderlo de vista. El mono cogió la última mandarina pero no la comió. Miraba fijamente el arma. Rod dijo «Angie, ve al teléfono. Marca el número que te voy a dar».
—¿Recuerdas el numero? —pregunté.
—Ya no importa. No está en servicio. Lo reconocí porque tenía los mismos tres primeros dígitos que el de su despacho en la base.
—Te dio un número de Fort Wyvern.
—Sí. Pero el tipo que contestó no se identificó ni dijo a qué oficina pertenecía. Sólo respondió con un «diga» y yo le dije que llamaba el coronel Ferryman. Entonces Rod cogió el teléfono con la mano izquierda y sostuvo la pistola con la derecha. Le dijo al tipo «Acabo de encontrarme al rhesus en mi casa, en mi cocina». Escuchó la respuesta sin apartar la vista del mono y luego añadió: «Al infierno si lo sé, pero está aquí, delante de mí, y necesito ayuda para trasladarlo».
—¿Y el mono lo presenció todo?
—Cuando Rod colgó el aparato, el mono apartó sus horribles ojitos del arma, clavó la vista en él, una mirada de desafío y de enfado, y luego lanzó ese sonido perverso, esa tremenda risita que te ponía la piel de gallina. Luego pareció perder todo interés en Rod y en mí y en el arma. Se comió el último gajo de la mandarina y empezó a pelar la otra.
Cuando levanté el vaso con el licor que me había servido antes pero que todavía no había probado, Angela volvió a la mesa y cogió su vaso medio vacío. Me sorprendió que hiciera chocar su vaso contra el mío.
—¿Por quién brindamos? —pregunté.
—Por el fin del mundo.
—¿Por fuego o por hielo?
—Por nada agradable.
Estaba tan seria como una piedra.
Sus ojos tenían el color del acero inoxidable bruñido de los cajones de la cámara frigorífica del Mercy Hospital y su mirada era demasiado fija hasta que, afortunadamente, la apartó de mí y la clavó en el vaso de licor que tenía en la mano.
—Cuando Rod colgó el aparato, me pidió que le contara lo que había pasado y yo lo hice. Me hizo cientos de preguntas, sobre la herida del labio, sobre si el mono me había tocado, me había mordido, como si le costara creer que lo había hecho con la manzana. Pero no respondió a ninguna de mis preguntas. Sólo me dijo «Angie, no quieras saber». Y yo claro que quería saber, pero entendí lo que quería decirme.
—Información privilegiada, secreto militar.
—Mi marido había participado en unos delicados proyectos, asuntos de seguridad nacional, y yo pensé que esto era lo que había detrás de todo. Me dijo que no podía hablar de ello. Ni conmigo. Ni con nadie de fuera de la oficina. Ni una palabra.
Angela siguió mirando fijamente su brandy y yo di un sorbo al mío. No me gustó tanto como antes. Esta vez detecté un amargor subyacente, que me recordó que los huesos de albaricoque son una fuente de cianuro.
Brindar por el fin del mundo hace ver las cosas por su lado más oscuro, hasta en el caso de una humilde fruta.
Apoyándome en mi incorregible optimismo, tomé otro largo trago del licor de albaricoque y me concentré en saborear el aroma que antes me había gustado.
—No habían pasado quince minutos cuando tres tipos respondieron a la llamada de Rod. Al parecer venían de Wyvern en una ambulancia o algo que les servía de pantalla, aunque no se oyó ninguna sirena. Tampoco vestían uniforme alguno. Dos de ellos entraron por la puerta de atrás que estaba abierta y luego en la cocina, sin llamar. El tercer tipo debió de abrir con una ganzúa la puerta principal y entró, silencioso como un fantasma, porque sus pasos en el comedor se oyeron a la vez que los otros dos entraban por la parte de atrás. Rod seguía apuntando al mono con la pistola (los brazos le temblaban de cansancio) y aquellos tres llevaban pistolas con dardos anestésicos.
Pensé en la silenciosa calle a la luz de las farolas de allá afuera, en la encantadora arquitectura de la casa, en la pareja de magnolios, en la glorieta con jazmín trepador. Nadie que pasara por ese lugar aquella noche hubiera podido imaginar el extraño drama que se estaba desarrollando en el interior de aquellas paredes de estuco.
—Parecía que el mono los estuviera esperando —dijo Angela—, no le afectó y ni siquiera intentó escapar. Uno de ellos le disparó un dardo. Enseñó los dientes y emitió un silbido, pero no intentó arrancarse la aguja. Dejó caer lo que quedaba de la segunda mandarina, se esforzó por tragar el trocito que tenía en la boca y luego se acurrucó sobre la mesa, suspiró y se quedó dormido. Se marcharon con el mono y Rod se fue con ellos. Nunca volví a ver al mono. Rod no volvió a casa hasta las tres de la mañana, cuando la Nochebuena ya había pasado, no intercambiamos los regalos hasta el último día de las fiestas de Navidad, pero entonces ya estábamos en el infierno y nada iba a ser lo mismo. No había salida, y yo lo sabía.
Finalmente se bebió el brandy que le quedaba y dejó el vaso sobre la mesa con tanta fuerza que sonó como un disparo.
Hasta ese momento había manifestado una tristeza y una melancolía tan profundas como un cáncer de huesos. Después expresó un enfado procedente de una fuente aún más honda.
—Al día siguiente de Navidad tuve que dejarles que tomaran sus malditas muestras de sangre.
—¿A quién?
—A los del proyecto en Wyvern.
—¿Proyecto?
—Una vez al mes desde entonces… sus muestras. Como si mi cuerpo no me perteneciera, como si hubiera tenido que pagar un alquiler en sangre para que se me permitiera seguir viviendo.
—Hacia un año y medio que Wyvern estaba cerrada.
—No del todo. Algunas cosas no mueren. No pueden morir. No importa cuánto desees que mueran.
Aunque estaba extremadamente delgada, Angela siempre había sido una mujer hermosa. Piel de porcelana, rostro agraciado, pómulos altos, nariz escultural, unos labios generosos que equilibraban las otras líneas verticales de la cara y regalaban abundantes sonrisas, y estas cualidades, unidas a un corazón desprendido, la hacían encantadora, a pesar de que tuviera la piel demasiado cerca del hueso y su esqueleto mal disimulado no produjera la ilusión de inmortalidad que proporciona la carne. Pero ahora su rostro era duro, frío y desagradable, con los ángulos firmemente marcados por la afilada rueda de la ira.
—Si me hubiera negado a darles la muestra de sangre mensual, me hubieran matado. Estoy segura. O me hubieran encerrado en algún hospital secreto donde me hubieran vigilado de cerca.
—¿La muestra de sangre para qué? ¿De qué tenían miedo?
Fue a decir algo, pero luego apretó los labios.
—¿Angela?
Yo me hacía un análisis mensual de sangre con el doctor Cleveland y a menudo Angela me hacia la extracción. En mi caso era para un procedimiento experimental que podría detectar los primeros indicios de cáncer de piel y de ojos a través de sutiles cambios en la química de la sangre. Aunque la extracción de sangre era indolora y era por mi bien, me molestaba por lo que representaba y podía imaginarme mi resentimiento si fuera un acto obligatorio en lugar de voluntario.
—Quizá no debería decírtelo. Pero tienes que saberlo para defenderte. Contártelo todo es como encender una mecha. Más pronto o más tarde todo tu mundo estallara.
—¿Es que el mono tenía alguna enfermedad?
—Ojalá hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir.
Alzó el vaso de licor, apretó el puño a su alrededor y por un momento pensé que lo arrojaría al otro lado de la habitación.
—El mono no me mordió —insistió—, no me arañó, ni siquiera me tocó, por Dios. Pero no me creyeron. Tampoco estoy segura de que Rod me creyera. No me dieron ninguna opción. Ellos me… Rod me esterilizó.
Las lagrimas llenaron sus ojos, contenidas y brillantes como las luces votivas en los candelabros de cristal rojo.
—Entonces tenía cuarenta y cinco años —dijo—, no he tenido un hijo porque desde entonces soy estéril. Lo intentamos (especialistas en fertilidad, terapia hormonal, todo, todo) y nada sirvió.
Oprimido por el sufrimiento que delataba la voz de Angela, no me podía quedar sentado en la silla contemplándola pasivamente. Sentí el impulso de levantarme y rodearla con los brazos. Ser yo la enfermera esta vez.
Cuando volvió a hablar la voz le temblaba de rabia.
—Y cuando aquellos hijos de puta me hubieron hecho la operación, una operación permanente, no me ligaron las trompas sino que me sacaron los ovarios, me cortaron, me cortaron toda esperanza —la voz casi se le quebró, pero ella cobró fuerzas—. Tenía cuarenta y cinco años y guardaba cierta esperanza, o al menos pretendía tenerla. Pero cuando me lo extirparon todo… Aquella humillación, aquella desesperanza. Y ni siquiera me dijeron por qué. Rod me llevó a la base al día siguiente de Navidad supuestamente para que me hicieran unas preguntas acerca del mono, de su comportamiento. No me dio ningún detalle. Estuvo muy misterioso. Me llevó a aquel sitio… aquel sitio del que ni siquiera la mayor parte de empleados en la base conocían su existencia. Me sedaron contra mi voluntad y llevaron a cabo la operación sin mi permiso. Cuando todo hubo acabado aquellos hijos de puta ¡ni siquiera me dijeron por qué!
Aparté la silla de la mesa y me puse de pie. Sentía un dolor persistente en los hombros y las piernas debilitadas. Jamás hubiera imaginado que iba a escuchar una historia de ese calibre.
Aunque quería consolarla, no intente acercarme a Angela. Seguía agarrando con fuerza su vaso de licor. La mueca de ira había transformado su hermoso rostro en una colección de cuchillos. Imaginé que no desearía que la tocara en ese momento.
Permanecí de pie ante la mesa, con una sensación de embarazo, durante unos segundos que me parecieron interminables sin saber qué hacer. Después me dirigí a la puerta de atrás y volví a comprobar que el cerrojo estuviera pasado.
—Sé que Rod me quería —dijo aunque la ira de su voz no se había suavizado—. Todo aquello le rompió el corazón, se lo rompió por completo, por todo lo que tuvo que hacer. Le rompió el corazón tener que cooperar con ellos y hacerme la operación. Después ya no fue el mismo.
Me volví y vi que tenía el puño levantado. Los cuchillos de su rostro brillaban a la luz de las velas.
—Sus superiores sabían lo unidos que siempre habíamos estado Rod y yo, sabían que él no tenía secretos para mí, no si yo iba a sufrir por ello.
—Sabían que a la larga él te lo contaría todo —convine.
—Sí. Y yo le perdoné, le perdoné sinceramente lo que había hecho conmigo, pero él seguía desesperado. Yo nada podía hacer para aliviarle. Estaba tan hundido en la desesperación… y sufría tanto —ahora su ira se había transformado en lástima y piedad—. Sufría tanto que nada podía aliviarle. Y finalmente se suicidó… y cuando murió me quedé sin nada.
Bajó el puño. Lo abrió. Se quedó mirando fijamente el vaso de licor y luego lo dejó con cuidado sobre la mesa.
—¿Angela, qué pasaba con el mono? —pregunté.
No contestó.
Las imágenes de las llamas de las velas danzaban en sus ojos. Su rostro solemne parecía el sepulcro de piedra de una diosa muerta.
Repetí la pregunta.
—¿Qué pasaba con el mono?
Cuando finalmente habló, la voz de Angela era casi como un murmullo.
—No era un mono.
Sabía que la había oído bien, y, sin embargo, sus palabras carecían de sentido.
—¿No era un mono? Pero si has dicho.
—Parecía un mono.
—¿Parecía?
—Y era un mono, desde luego.
Aunque seguí sin comprender, no dije nada.
—Lo era y no lo era —murmuró—. Esto es lo que pasaba con él.
No me pareció que razonara bien. Empecé a preguntarme si su extraordinaria historia era más producto de la fantasía que de la verdad, y si era consciente de la diferencia.
Apartó la vista de las velas y me miró directamente. Ya no estaba enfadada, pero tampoco había recuperado su expresión encantadora. Tenía el rostro lleno de sombras.
—Quizá no debería haberte llamado. La muerte de tu padre me ha afectado y no pensaba con claridad.
—Me has dicho que tenía que saber… para defenderme.
Asintió.
—Así es. Es verdad. Tienes que saber. Estás amenazado. Tienes que saber quién te odia.
Alargué la mano hacia ella, pero no la toqué.
—Angela —le supliqué—. Quiero saber qué es lo que les ha sucedido a mis padres.
—Están muertos. Se han ido. Los quería, Chris, eran amigos, pero se han ido.
—Pero tengo que saber…
—Si crees que alguien ha de pagar por su muerte… debes comprender que nadie lo hará. No mientras vivas. No importa las verdades que conozcas, nadie pagará por ello. Aunque intentes que así sea.
Entonces me di cuenta de que mi mano se había cerrado en un puño sobre la mesa.
—Ya veremos —dije después de un silencio.
—Esta tarde he dejado mi trabajo en el Mercy Hospital —cuando reveló la triste noticia se encogió, parecía una niña vestida con ropas de adulto, aquella niña que llevaba té helado, la medicina y las píldoras a su madre enferma—. Ya no soy enfermera.
—¿Y que vas a hacer?
No respondió.
—Era lo que siempre habías querido ser —le recordé.
—Esto ahora carece por completo de importancia. Curar heridas en la guerra es un trabajo vital. Curar heridas en medio del apocalipsis, es una locura. Además, me estoy transformando. Me estoy transformando. ¿No lo ves?
La verdad es que yo no lo veía.
—Me estoy transformando. En otra yo. Otra Angela. En alguien que no quiero ser. En algo que no me atrevo a pensar.
Todavía seguía sin saber a dónde quería llegar con su charla apocalíptica ¿Era una respuesta racional a los secretos de Wyvern o el resultado de su desesperación después de la pérdida del mando?
—Si insistes en querer enterarte de todo, cuando lo conozcas no te quedará otro remedio que seguir sentado, beber lo que más te guste y esperar a que llegue el final.
—Insisto en saberlo.
—Entonces creo que ha llegado el momento de las demostraciones —dijo Angela con evidente ambivalencia—. Pero… oh, Chris, te voy a romper el corazón —la tristeza alargó sus rasgos—. Creo que debes saber… pero todo esto te romperá el corazón.
Cuando se levantó y atravesó la cocina, yo la seguí.
Me detuvo.
—Tendré que encender algunas luces para coger lo que necesito. Será mejor que esperes aquí, yo lo traeré todo.
Contemplé cómo desaparecía en la penumbra del comedor. En la sala encendió una luz y a partir de allí la perdí de vista.
Deambulé por la habitación en la que estaba confinado dándole vueltas en la cabeza a los pensamientos que me acechaban. El mono era y no era un mono, y esta maldad que subyacía en este ser y no ser simultáneo solo tendría sentido en el mundo de Lewis Carroll con Alicia en el fondo de la madriguera mágica.
Llegué ante la puerta de atrás, volví a comprobar el cerrojo. Estaba cerrado.
Aparté un poco la cortina e inspeccioné la noche. No vi a Orson.
Los árboles se movían. Había vuelto el viento.
La luz de la luna se movía. Al parecer el cambio del tiempo venía del Pacifico. Cuando el viento hizo pasar jirones de nubes por la cara de la luna, un resplandor plateado pareció agitar el paisaje nocturno. Era el paso de las sombras manchadas de las nubes y el movimiento de la luz no era más que una ilusión. Sin embargo el patio se había transformado en una corriente invernal y la luz se rizaba como el agua moviéndose bajo el hielo.
De algún lugar de la casa llegó un breve grito. Fue tan fino y desesperado como la propia Angela.