Quería hablar con Angela Ferryman porque su mensaje en el contestador automático me pareció lleno de prometedoras revelaciones. Y me sentía inclinado a recibirlas.
Pero primero tenía que llamar a Sasha, que esperaba recibir noticias de mi padre.
Me detuve en el cementerio de St. Bernadette, uno de mis lugares favoritos, un refugio de oscuridad en las inmediaciones de uno de los lugares más iluminados de la ciudad. Los troncos de seis robles gigantes se elevan como columnas, soportando un techo formado por las ramas entrecruzadas, y el silencioso espacio inferior se extiende en pasillos semejantes a los de una biblioteca, las lápidas sepulcrales son como hileras de libros que llevan los nombres de quienes han sido borrados de las páginas de la vida, que pueden haberse olvidado en otros lugares pero son recordados aquí.
Orson merodeaba cerca, olisqueando el rastro de las ardillas que, durante el día, reunían bellotas entre las tumbas. No era un cazador persiguiendo a su presa, sino un colegial satisfaciendo su curiosidad.
Cogí el teléfono móvil que llevaba colgado del cinturón y marqué el número del móvil de Sasha Goodall. Respondió a la segunda llamada.
—Papá se fue —mis palabras significaban más de lo que ella imaginaba.
Antes de que mi padre muriera, Sasha ya había expresado su pena. Ahora bajó la voz y manifestó un dolor tan bien controlado que sólo yo debí de oírla.
—¿Ha… ha sido fácil?
—Sin dolor.
—¿Estaba consciente?
—Sí. Hemos podido despedirnos.
«No tengas miedo».
—La vida apesta —dijo Sasha.
—Estas son las reglas —repuse—. Para entrar en el juego, tenemos que avenirnos a abandonarlo un día.
—Sigue apestando. ¿Estás en el hospital?
—No. Por ahí. Vagando. Descargando energía ¿Y tú dónde estás?
—En el Explorer. Voy a almorzar al Pinkie’s Diner y a trabajar un poco en mis notas para el espectáculo.
Le tocaba estar en el aire al cabo de tres horas y media.
—Podría comprar algo y comemos juntos por ahí.
—La verdad es que no tengo hambre —repuse con sinceridad—. Te veré más tarde.
—¿Cuándo?
—Ve a tu casa por la mañana, cuando salgas del trabajo. Estaré allí. Si te parece bien.
—Perfecto. Te quiero, Snowman.
—Te quiero —contesté.
—Es nuestro pequeño mantra.
—Es nuestra verdad.
Apreté el botón de fin en el panel del aparato, lo desconecté y me lo volví a colgar del cinturón.
Cuando salí pedaleando del cementerio, mi compañero de cuatro patas me siguió, aunque algo reacio al principio. Iba con la cabeza llena de misteriosas ardillas.
Me dirigí a casa de Angela Ferryman tan rápido como me fue posible, por caminos en los que era fácil no encontrar mucho tráfico y por calles con farolas bien espaciadas. Cuando no tenía otra elección y pasaba bajo racimos de bombillas, pedaleaba fuerte.
Orson adaptaba su paso al mío. Parecía más feliz que antes, ahora que podía trotar a mi lado, más negro que la sombra que yo proyectaba.
Sólo nos cruzamos con cuatro vehículos y cada vez aparté la vista y miré hacia otro lado para evitar las luces delanteras.
Angela vivía en un barrio lujoso, en un encantador chalet de estilo español resguardado bajo magnolios que todavía no habían florecido. En las habitaciones delanteras no había luz.
Entré por una puerta lateral que estaba abierta y que daba a un cenador cubierto. Las paredes y el techo arqueado del cenador estaban entretejidas con jazmín. En verano, las finas flores blancas de cinco pétalos debían de amontonarse con tanta abundancia que la celosía parecería envuelta en múltiples capas de encaje. En esta época del año, las hojas verde oscuro se animaban con capullos como girándulas.
Mientras aspiraba profundamente la fragancia del jazmín, saboreándola, Orson estornudó dos veces.
Saqué la bicicleta de la glorieta, la llevé a la parte trasera del chalet y la apoyé contra uno de los postes de madera roja que sostenían la cubierta del patio.
—Vigila —le dije a Orson— Es importante. Y muy serio.
Se esponjó como si comprendiera el encargo. Quizá lo comprendió, no importa lo que dijeran Bobby Halloway y el racionalismo.
Tras las ventanas de la cocina y las cortinas translúcidas observé el lento parpadeo de la luz de una vela.
La puerta tenía cuatro pequeños paños de cristal. Di unos suaves golpecitos en uno de ellos.
Angela Ferryman apareció detrás de la cortina. Sus inquietos ojos se clavaron en mí y luego se dirigieron rápidamente al patio, como para asegurarse de que venía solo.
Me introdujo en el interior y cerró la puerta detrás de nosotros, se comportaba como si formáramos parte de una conspiración. Ajustó la cortina hasta convencerse de que no quedaba ningún resquicio por el cual pudieran espiarnos.
En la cocina la temperatura era agradable, pero Angela llevaba encima no sólo una sudadera gris sino también un jersey de lana azul marino. El jersey de punto podía ser de su difunto marido porque le llegaba hasta las rodillas y los hombros hasta los codos. Se había enrollado las mangas y las vueltas eran tan gruesas como grandes esposas de acero.
Envuelta en tanta ropa, Angela parecía aún más delgada y más diminuta. Evidentemente era friolenta; estaba temblando y sin color.
Me abrazó. Como siempre, fue un abrazo violento, huesudo, fuerte, pero entonces observé en él un cansancio desacostumbrado.
Se sentó ante la mesa de pino barnizado y me invitó a que lo hiciera en una silla frente a ella.
Me saqué la gorra y pensé en quitarme también la chaqueta. En la cocina hacía demasiado calor. Pero llevaba la pistola en el bolsillo y temí que pudiera caer al suelo o chocar contra la silla cuando sacara los brazos de las mangas. No quise alarmar a Angela, seguro que se asustaría al ver el arma.
En el centro de la mesa había tres velas votivas en unos pequeños recipientes de cristal rojo rubí. Venas de un débil resplandor de luz roja atravesaban el pino barnizado.
En la mesa también había una botella de brandy de albaricoque. Angela me dio un vaso y yo lo llené hasta la mitad.
Su vaso estaba lleno hasta el borde. Y no era el primero que se servia.
Cogió el vaso con las dos manos, como si le diera calor, y cuando lo levantó con ambas manos hasta los labios, me pareció más sola que nunca. A pesar de su extremada delgadez, podía haber pasado por una mujer de treinta y cinco años, unos quince años más joven. A decir verdad, en ese momento parecía una niña.
—Desde que era niña siempre quise ser enfermera.
—Y eres la mejor —dije con sinceridad.
Acercó el brandy de albaricoque a sus labios y se quedó contemplando el interior del vaso.
—Mi madre padecía una artritis reumatoide. La enfermedad progresaba más rápidamente de lo habitual. Demasiado. Cuando yo tenía seis años llevaba aparatos en las piernas y se apoyaba en muletas. Poco después de que yo cumpliera los doce años, no se podía levantar de la cama. Murió cuando yo tenía dieciséis.
Fui incapaz de decir algo adecuado o útil. Nadie hubiera podido. Cualquier palabra no importa lo sincera que fuese, hubiera sonado a falsedad.
Debía tener algo importante que decirme, pero necesitaba tiempo para clasificar todas las palabras en una línea ordenada y lanzármelas a través de la mesa. Porque fuera lo que fuera le producía dolor. Su miedo era evidente: temblores en los miembros y piel pálida.
—Me gustaba llevarle cosas a mi madre porque ella no podía hacerlo por si misma. Un vaso de té helado. Un bocadillo. Su medicina. Un cojín para su silla. Cualquier cosa. Luego, fue el orinal. Y hacia el final, pañales limpios porque padecía incontinencia. Pero no me importaba. Ella siempre me sonreía cuando le llevaba sus cosas, me acariciaba el cabello con sus pobres manos hinchadas. No podía curarla, o hacer que corriera o bailara de nuevo, no podía aliviar su dolor o su miedo, pero podía cuidarla, hacer que se sintiera cómoda, vigilar su estado, y hacer todo aquello para mí era más importante que… que todo lo demás —dijo hablando despacio y escogiendo las palabras.
El brandy de albaricoque era demasiado dulce para considerarse brandy, aunque no tan dulce como yo esperaba. Además, era fuerte. Pero no lo suficiente para hacerme olvidar a mis padres o a Angela su madre.
—Todo lo que yo quería era ser enfermera —repitió—. Y durante mucho tiempo mi trabajo fue satisfactorio. Doloroso y triste cuando perdía un paciente, pero generalmente útil. —Cuando levantó la vista del brandy, sus ojos abiertos estaban llenos de recuerdos—. Dios, cuánto sufrí cuando tuviste la apendicitis. Pensé que iba a perder a mi pequeño Chris.
—Tenía diecinueve años. No era tan pequeño.
—Querido, he sido tu enfermera desde que te diagnosticaron la enfermedad cuando eras un bebé. Para mí siempre serás un niño.
—Yo también te quiero, Angela —dije con una sonrisa.
A veces olvido que la franqueza con la que expreso mis emociones es poco habitual, que puede sorprender y —como en este caso— llegarles más hondo de lo esperado.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las reprimió mordiéndose el labio y luego recurrió al brandy de albaricoque.
Hace nueve años, sufrí uno de esos casos de apendicitis en los que los síntomas no se manifiestan hasta que ha entrado en la fase aguda. Después de desayunar tuve una indigestión. Después de almorzar vomité, tenía la cara encarnada y sudaba a mares. El dolor de estómago me obligaba a retorcerme como una gamba en aceite hirviendo.
Mi vida corría peligro debido al retraso que se produjo por la necesidad de tomar medidas extraordinarias en el Mercy Hospital. Al cirujano, claro está, no le pareció bien la idea de abrir el abdomen y operar en medio de la oscuridad —o en la penumbra— de la sala de cirugía. La prolongada exposición a la luz del quirófano, que hubiera dado lugar a severas quemaduras en una piel no protegida contra la intensa luz, en mi caso se convertía en el riesgo de que se me declarara un melanoma o una infección en la incisión. Cubrir todo lo que estaba debajo del punto de la incisión —desde la ingle hasta la punta de los pies— fue fácil: una triple capa de algodón sujeto con una sábana para evitar que se me desplazase hacia un lado. Con otra sábana improvisaron una complicada carpa encima de mi cabeza y de mi cuerpo para protegerme de la luz y también para permitir que el anestesista pudiera acercarse a mí de vez en cuando, con un lápiz-linterna, a tomarme la presión sanguínea y la temperatura, para regular la mascarilla de la anestesia y para asegurarse de que los electrodos del electrocardiógrafo permanecían en el pecho y en las muñecas y seguían informando del estado de mi corazón. Para intervenirme tuvieron que cubrirme el abdomen, a excepción de una ventana donde quedaría expuesta la zona de la piel que iba a ser abierta, pero en mi caso esta ventana rectangular debía de reducirse al mínimo posible. Con los retractores para mantener la incisión abierta y el uso juicioso de la cinta para proteger la piel hasta los labios del corte, se atrevieron a abrirme. Cuando los cirujanos pudieron meterse en mis tripas y empezar la operación, el apéndice ya había estallado. A pesar de todas las medidas de higiene, sobrevino una peritonitis; un absceso seguido de una septicemia que requirió una segunda intervención quirúrgica dos días después.
Tras haber estado muy cerca de la muerte y haberme recuperado de la septicemia, viví unos meses con la expectativa de que se desencadenase algún problema neurológico relacionado con el XP. Generalmente sucede después de una quemadura o de exposiciones a la luz —o por razones que se ignoran— pero en ocasiones la aparición puede deberse a un trauma o shock físico. Temblores en la cabeza y en las manos. Pérdida de oído. Dificultad en el habla. Y hasta deterioro mental. Esperé los primeros síntomas de un progresivo e irreversible desorden neurológico, pero no se presentaron.
El gran poeta Wilham Dean Howells escribió que la muerte está en el fondo del vaso de todo el mundo. Pero en el mío todavía queda un poco de té dulce.
Y brandy de albaricoque.
—Siempre quise ser enfermera, y mírame ahora —dijo Angela después de tomar otro trago de su vaso de cordial.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, porque observé que esperaba una respuesta.
—La enfermería está relacionada con la vida. Ahora yo me ocupo de la muerte —dijo mirándome a través del vaso color rubí en el que se reflejaban las llamas.
No sabía lo que aquello significaba y esperé.
—He hecho cosas terribles —dijo.
—No puedo creerlo.
—He visto a otros hacer cosas terribles y no he intentado detenerles. También soy culpable.
—¿Hubieras podido detenerles si lo hubieras intentado?
Se quedó pensativa unos instantes.
—No —respondió, aunque no parecía más aliviada.
—No puedes cargar con la culpa de todos.
—Sería preferible que algunos de nosotros lo hiciéramos —replicó.
Me quedé callado para darle tiempo. El brandy era excelente.
—Será mejor que te lo cuente y ha de ser ahora. No tengo mucho tiempo. Me estoy transformando.
—¿Transformando?
—Lo siento. Ignoro quién seré dentro de un mes o de seis meses. Alguien que no quisiera ser. Alguien que me aterroriza.
—No te comprendo.
—Lo sé.
—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté.
—Nadie puede ayudarme. Ni tú. Ni yo. Ni siquiera Dios —apartó la vista de las velas y la fijó en el líquido dorado que había en su vaso. Habló en voz baja, pero con furia—. Es una estafa, Chris, la mayor estafa que se haya hecho nunca. Por culpa del orgullo, la arrogancia, la envidia lo estamos perdiendo todo. Oh, Dios, lo estamos perdiendo, y no se puede retroceder, y deshacer lo que ya se ha hecho.
Aunque no farfullaba, sospeché que había bebido más de un vaso de brandy de albaricoque. Intenté consolarla pensando que la bebida la hacía exagerar, que fuera cual fuese la catástrofe que percibía, no era un huracán sino tan solo una ventolera magnificada por una leve embriaguez.
Sin embargo, ahora podía soportar el calor de la cocina y del cordial. No hacía mucho quería quitarme la chaqueta.
—No puedo detenerles —dijo—. Pero puedo dejar de guardar el secreto. Tienes derecho a saber lo que ha sucedido con tus padres, Chris, aunque te cause dolor. Aunque tu vida haya sido bastante difícil.
A decir verdad no creo que mi vida haya sido especialmente difícil. Ha sido diferente Si hubiera sentido rabia contra esta diferencia y me hubiera pasado las noches anhelando la denominada normalidad, entonces mi vida hubiera sido tan dura como el granito y me hubiera roto como él. Al abrazar la diferencia, eligiendo avanzar con ella, permití que la vida no fuera más difícil que la de la mayoría y más fácil que la de algunos.
No le dije nada de esto a Angela. Si estas revelaciones las hacía motivada por la piedad, entonces transformaría mis facciones en una máscara de sufrimiento y me presentaría como la imagen de la tragedia. Sería Macbeth. Sería el loco Lear. O Schwarzenegger en Terminator 2, destinado al tanque de acero fundido.
—Tienes muchos amigos… pero existen enemigos que no sabes que lo son —siguió diciendo Angela—. Hijos de puta peligrosos. Algunos de ellos son extraños. Se han transformado.
Aquella palabra otra vez. Transformado.
Me froté la nuca y observé que las arañas que notaba eran imaginarias.
—Si quieres tener una oportunidad… cualquier oportunidad… tienes que saber la verdad. Me he estado preguntando como empezar, como contártela. Y creo que debería empezar por el mono —dijo.
—¿El mono? —repetí, convencido de que no la había oído bien.
—El mono —confirmo.
En aquel contexto, el mundo había adquirido una comicidad tal, que dudé otra vez de la sobriedad de Angela.
Cuando levantó la vista del vaso, sus ojos eran un pozo de desolación en el que yacía ahogada alguna parte vital de la Angela Ferryman que yo conocía desde que era niño. Cuando nuestras miradas se cruzaron —triste resplandor gris la de ella— sentí que se me contraía el cogote y ya no encontré ninguna comicidad en la palabra mono.