10

Podía llegar sano y salvo a casa, pero era consciente también de que sería una locura quedarme allí. Como había llegado en dos minutos a la comisaría de policía, esperarían al menos diez minutos más antes de que el jefe Stevenson comprendiera que debía de haberle visto con el hombre que había robado el cuerpo de mi padre.

Aun así, podían no ir a buscarme a casa. Todavía no representaba una amenaza seria, y era poco probable que lo fuera. No tenía ninguna prueba de lo que había visto.

Sin embargo, parecían dispuestos a tomar medidas extremas para evitar el descubrimiento de su inexplicable conspiración. No querrían dejar siquiera el más mínimo cabo suelto, lo que para mí significaba recibir un golpe en la nuca.

Pensé que encontraría a Orson en el vestíbulo cuando abrí la puerta principal y entré, pero no estaba esperándome. Lo llamé, pero no apareció. Si se hubiera acercado en la oscuridad, hubiera oído el sonido de sus patas contra el suelo.

Probablemente se encontraba en uno de sus momentos de malhumor. Casi siempre está de buen humor, es juguetón y sociable, con la suficiente energía en la cola como para barrer todas las calles de Moonlight Bay. De vez en cuando, sin embargo, el mundo se le cae encima, y entonces se echa tan fláccido como una alfombra, con los ojos tristes abiertos pero fijos en algún recuerdo o visión perruna más allá de este mundo, sin emitir otro sonido que algún suave suspiro.

Algunas veces, aunque raras, he encontrado a Orson en un estado parecido a una honda depresión. Puede parecer un estado demasiado profundo para un perro, pero así es.

En cierta ocasión se sentó ante el espejo del armario de mi cuarto, y estuvo contemplando su reflejo durante casi media hora, una eternidad para la mente de un perro, que generalmente experimenta el mundo como una serie de curiosidades de dos minutos y entusiasmos de tres. No fui capaz de decir lo que le fascinaba de su imagen, aunque descarté la vanidad canina y la simple perplejidad, parecía lleno de pena, con las orejas caídas, el lomo abatido y la cola inmóvil. Juro que a veces sus ojos están llenos de lágrimas que apenas consigue reprimir.

—¿Orson? —llamé.

El interruptor de la lámpara de araña de la escalera estaba preparado con un reóstato, igual que la mayoría de interruptores de toda la casa. Sintonice la mínima luz que necesitaba para subir las escaleras.

Orson no estaba en el rellano. No me estaba esperando en el zaguán del segundo piso.

Encendí una luz tenue en mi cuarto. Orson tampoco estaba allí.

Fui directamente a la mesilla de noche más próxima. Del cajón superior cogí un sobre en el que guardaba dinero suelto. Solo contenía ciento ochenta dólares, pero eso era mejor que nada. Aunque no sabía si iba a necesitar dinero en efectivo, pensé que era mejor estar preparado y me metí toda la suma en uno de los bolsillos de los tejanos.

Mientras cerraba el cajón, observé que había un objeto oscuro encima de la cama. Cuando lo cogí, me sorprendió comprobar que era lo que parecía una pistola.

No había visto aquella arma hasta entonces.

Mi padre nunca había tenido una pistola.

Actuando por instinto, volví a dejar la pistola y con una punta del cubrecama borre las huellas que había dejado en ella. Me entró la sospecha de que alguien me quería implicar en algo que no había hecho.

Aunque todos los televisores emiten radiaciones ultravioleta, he visto muchas películas durante años porque estoy a salvo si me sitúo lo bastante alejado de la pantalla. Conozco esas historias de hombres inocentes —desde Cary Grant y James Stewart hasta Harrison Ford— perseguidos implacablemente por crímenes que nunca cometieron y encarcelados con falsas pruebas.

Entré rápidamente en el cuarto de baño contiguo y encendí la bombilla de bajo voltaje. No había ninguna rubia muerta en la bañera.

Ni Orson tampoco.

Otra vez en el cuarto, me quedé allí muy quieto y escuché los sonidos de la casa. Si había entrado alguien, sólo era un fantasma que se movía en un silencio ectoplasmático.

Volví junto a la cama, dudé, cogí la pistola y la manipule torpemente hasta que saqué el cargador. Estaba cargada. Deslicé el cargador en la culata. Como era un inexperto en armas, encontré la pieza más pesada de lo que había esperado: al menos pesaba tres kilos.

Junto al lugar donde había encontrado la pistola, había un sobre blanco. Hasta entonces no me había dado cuenta.

Cogí un lápiz-linterna del cajón de la mesilla de noche y enfoqué el sobre con el estrecho rayo. Era liso, a excepción de un nombre que llevaba impreso en la esquina superior izquierda: Thor’s Gun Shop de Moonlight Bay. El sobre abierto, que no llevaba ningún sello ni señal de correos, estaba un poco arrugado y punteado con unas curiosas muescas.

Cuando cogí el sobre, observé que tenía unas tenues manchas de humedad. Los papeles doblados de su interior estaban secos.

Examiné aquellos documentos a la luz del lápiz linterna. Reconocí la cuidadosa caligrafía de mi padre en la copia de papel carbón del formulario de solicitud, en el que certificaba a la policía local que no tenía antecedentes penales ni historial de enfermedad mental que le impidieran tener un arma de fuego. Además incluía una copia en papel carbón de la factura original del arma, indicando que era una Glock 17 de 9 milímetros y que mi padre había adquirido mediante un talón bancario.

La fecha de la factura me dio un escalofrío: el 18 de enero de hacía dos años. Mi padre había comprado la Glock precisamente tres días después de la muerte de mi madre en accidente de carretera en la Autopista 1. Como si creyera que necesitaba protección.

En el estudio, al otro lado del pasillo, mi teléfono móvil se estaba recargando. Lo desenchufé y me lo colgué del cinturón, en la cadera.

Orson no estaba en el estudio.

Sasha había pasado por casa para ponerle la comida. Quizá se lo había llevado con ella. Si Orson estaba tan sombrío como cuando yo me había marchado al hospital —y sobre todo si había caído en uno de sus estados depresivos—. Sasha no hubiera sido capaz de dejar solo al pobre animal, porque tiene tanta compasión como sangre en las venas.

Y si Orson se había ido con Sasha, ¿quién había trasladado la Glock de 9 milímetros desde la habitación de mi padre hasta mi cama? Sasha no. No conocía la existencia de la pistola y además nunca hubiera rebuscado entre las pertenencias de mi padre.

El teléfono del despacho estaba conectado a un contestador automático. Junto a la parpadeante luz de los mensajes, en la ventanilla del contador había registradas dos llamadas.

Según la hora y fecha del contestador automático, la primera llamada se había hecho tan sólo hacía media hora. Había durado dos minutos, aunque quien llamó no dijo una palabra.

Al principio, emitió unos profundos y lentos suspiros, como si poseyera el mágico poder de inhalar los innumerables olores de las habitaciones de mi casa desde el otro lado de la línea telefónica y con eso descubrir si yo estaba o no en casa. Después, empezó a emitir un sonido inarticulado como si hubiera olvidado que estaba siendo grabado y solamente murmurara para sí mismo como lo hace alguien que sueña despierto perdido en sus pensamientos. Murmuró una tonada que parecía improvisada, sin una melodía coherente, voló en espiral y bajó, pavorosa y repetitiva, como el canto que un loco debe oír cuando cree que los coros de los ángeles de la destrucción le están cantando.

Hubiera asegurado que se trataba de un extranjero. Porque habría reconocido la voz de un amigo aunque sólo se tratara de un murmullo. No era alguien que había marcado un número equivocado, era alguien que estaba implicado en los acontecimientos que siguieron a la muerte de mi padre.

Cuando la llamada acabó, observé que tenía los puños cerrados. Y que estaba aguantando el aire dentro de los pulmones. Exhalé una bocanada caliente y seca, aspiré una fría y dulce, pero no pude abrir las manos todavía.

La segunda llamada, que se había producido tan solo unos minutos antes de entrar en casa, era de Angela Ferryman, la enfermera que había estado junto al lecho de mi padre. No se identificó, pero reconocí su voz fina y musical un mensaje acelerado como un pájaro cada vez más agitado brincando de una estaca a otra a lo largo de una valla.

—Chris, me gustaría hablar contigo. Tengo que hablar contigo. Pronto. Esta noche. Si puedes, esta noche. Estoy en el coche, de camino a casa. Ya sabes dónde vivo. Ven a verme. No me llames por teléfono. No confío en los teléfonos. Ni en esta llamada. Pero tenemos que vernos. Entra por la puerta de atrás. No importa lo tarde que sea, ven de todas formas. No estaré dormida. No puedo dormir.

Grabé un nuevo mensaje en el contestador. Escondí el casette original bajo las arrugadas hojas de papel de escribir en la papelera que había junto a mi escritorio.

Aquellas dos breves grabaciones no convencerían a un poli o a un juez. Sin embargo, eran las únicas muestras de evidencia que poseía para indicar que algo extraordinario me estaba sucediendo, algo aún más extraordinario que mi nacimiento en este minúsculo castillo sin luz. Más extraordinario que sobrevivir veintiocho años sano y salvo con el xeroderma pigmentosum.

Permanecí en casa menos de diez minutos. Pero ya había dilatado demasiado mi permanencia allí.

Mientras buscaba a Orson, esperaba también oír que alguien forzaba la puerta, el sonido de unos cristales rotos en el piso de abajo y luego unos pasos en las escaleras. La casa permaneció en silencio, pero era un silencio trémulo como la tensa superficie de un estanque.

El perro no estaba tumbado en la habitación o en el cuarto de baño de mi padre. Tampoco en el vestidor.

A medida que pasaban los segundos crecía mi preocupación por el chucho. Quienquiera que hubiera dejado la pistola Glock de 9 milímetros encima de mi cama, podía haberse llevado o haber hecho daño a Orson.

Volví a mi habitación y cogí otro par de gafas de sol del cajón del buró. Estaban dentro de una funda blanda con un cierre de velero y guardé esta en el bolsillo de la camisa.

Eché un vistazo al reloj de pulsera, en el que las horas resaltaban con unos diodos que emitían luz.

Apresuradamente devolví la factura y el cuestionario de la policía al sobre de la Thor’s Gun Shop. Ignoraba si podía tratarse de una prueba más o si tan sólo era una mera tontería, pero lo escondí entre el colchón y el somier de la cama.

La fecha de compra parecía significativa. De repente todo parecía significativo.

Cogí la pistola. Quizás había estallado una guerra, como en las películas, y el arma me dio seguridad. Esperaba saber cómo utilizarla.

Los bolsillos de la chaqueta de cuero eran lo suficientemente profundos para disimular el arma. Se hundió en el bolsillo derecho no como el peso de acero muerto sino como algo ligero, como una serpiente inerte, aunque no dormida del todo. Al moverme culebreaba lentamente gruesa y perezosa, una maraña escurridiza de grandes espirales.

Cuando iba a bajar las escaleras para buscar a Orson, recordé una noche del mes de julio cuando lo vi desde la ventana de mi cuarto sentado en la parte trasera de la casa. Con la cabeza inclinada hacia la izquierda, el hocico hacia la brisa, contemplaba inmóvil algo que le llamaba la atención en el cielo, sumergido en uno de sus humores más perturbadores. No aullaba y en ningún momento el cielo del verano se había quedado sin luna, el sonido que emitió no fue un gemido, ni un lloriqueo, sino un plañido de un carácter singular e inquietante.

Levanté la persiana de la misma ventana y lo vi en el patio, muy ocupado excavando un agujero en el césped plateado por la luna. Era extraño, porque era un perro de buen comportamiento y no un excavador.

Cuando miré hacia abajo, Orson abandono el trozo de tierra que había estado arañando con furia, se movió unos centímetros hacia la derecha y empezó a cavar otro agujero. Su comportamiento estaba dominado por una especie de frenesí.

—¿Qué pasa, chico? —pregunté, y en el patio, abajo, el perro cavaba, cavaba, cavaba.

Mientras bajaba las escaleras, con la Glock serpenteando en las profundidades del bolsillo de la chaqueta, recordé aquella noche de julio cuando había ido a la parte trasera a sentarme junto al plañidero perro.

Su llanto se hizo tan débil como el silbido de un soplador de vidrio dando forma a un vaso sobre la llama, tan suave que ni siquiera molestó a nuestros vecinos más próximos, aunque en aquel sonido había tal dolor que me estremecí. Aquel llanto procedía de un sufrimiento más oscuro que el cristal más oscuro y de una forma tan extraña, que ningún soplador de vidrio hubiera conseguido dar al cristal.

No estaba herido y no parecía enfermo. Lo único que saqué en claro fue que la visión de las estrellas le atormentaba. Y si la visión de los perros es tan deficiente como nos han dicho, no pueden ver bien las estrellas, quizás hasta ni siquiera las ven ¿Por qué las estrellas provocaban en Orson tal angustia? La noche no era más oscura que otras. Sea lo que fuere, contemplaba el cielo y emitía sonidos atormentados y no respondía a mi voz de consuelo.

Cuando le puse una mano en la cabeza y le acaricié el lomo, le recorrió un estremecimiento. Se levantó y se alejó, luego se volvió y me miró desde la distancia y juro que durante unos instantes me odió. Me quería como siempre, todavía era mi perro, después de todo, y no podía dejar de quererme, pero al mismo tiempo, me odiaba con intensidad. En el aire cálido del mes de julio, pude sentir la fría aversión que irradiaba de él. Caminó por el césped, mirándome —sosteniendo mi mirada como solo él entre todos los perros es capaz de hacer— y mirando hacia el cielo alternativamente, ora tenso y temblando con rabia, ora débil y gimoteando con lo que parecía un sentimiento de desespero.

Cuando le hablé de ello a Bobby Halloway, dijo que los perros son incapaces de odiar a nadie o de sentir nada tan complejo como desespero, que su vida emocional es tan simple como su vida intelectual.

—Oye, Snow, si vas a quedarte aquí jodiéndome con esta mierda New Age, ¿por qué no vas ahora a comprar una pistola y me vuelas los sesos? Sería más de agradecer que la muerte lenta y dolorosa con la que me estás castigando, aporreándome con tus tediosas historietas y tus imbéciles filosofías. Existen límites en la paciencia humana, San Francisco; hasta en la mía —dijo Bobby cuando yo insistí en la interpretación.

Yo sé lo que sé, sin embargo, y sé que Orson me odiaba aquella noche de julio, me odiaba y me quería. Y sé que había algo en el cielo que le atormentaba y le llenaba de desespero: las estrellas, la oscuridad, o quizás algo que imaginaba.

¿Los perros pueden imaginar? ¿Por qué no?

Sé que sueñan. Los he observado mientras duermen, patean cuando sueñan que persiguen conejos, suspiran y gimotean y gruñen en sueños a sus adversarios.

La aversión de Orson de aquella noche no me hizo temer por mí, sino que me hizo temer por él. Yo sabía que su problema no era que padeciera una enfermedad o un desequilibrio síquico que pudiera constituir un peligro para mí, sino que era una dolencia del alma.

Bobby se enfurece ante la mención del alma en los animales y farfulla por último con divertida incoherencia. Podría vender entradas. Pero prefiero abrir una botella de cerveza, recostarme y asistir solo al espectáculo.

Durante aquella larga noche me quedé sentado en el césped, haciendo compañía a Orson aunque él no la deseara. Me miraba con cólera, observaba el abovedado cielo con agudos llantos, temblaba sin control, daba vueltas alrededor del césped; dio vueltas y vueltas hasta casi el amanecer, luego se acercó a mí, agotado, y apoyo la cabeza en mi regazo y ya no me odió más.

Justo antes de la salida del sol subí a mi cuarto, dispuesto a irme a la cama antes de lo habitual, y Orson me acompañó. Casi siempre cuando quiere dormir a mi lado, se acurruca cerca de mis pies, pero en esta ocasión se echó a mi lado dándome la espalda y hasta que se durmió estuve acariciando la fornida cabeza y su fina pelambre negra.

No me levanté en todo el día. Me quedé echado reflexionando sobre la cálida mañana de verano detrás de las ventanas con las persianas cerradas. El cielo como un cuenco invertido de porcelana azul con pájaros volando alrededor del borde. Aves del día, que yo solo había visto en las películas. Y abejas y mariposas. Y sombras de tinta pura y afiladas como cuchillos en los bordes como nunca podían ser durante la noche. Me fue imposible sumergirme en un sueño reparador porque estaba lleno hasta los bordes de un amargo anhelo.

Ahora, casi tres años más tarde abrí la puerta de la cocina y entré en el porche de la parte de atrás, deseando que Orson no se encontrara hundido en el desaliento. Ninguno de los dos tenía tiempo para las terapias.

Tenía mi bicicleta en el porche. Bajé los peldaños y la llevé rodando hasta el ocupado perro.

En el extremo sureste del césped, había hecho media docena de agujeros de distinto diámetro y profundidad y tuve la precaución de no meter un tobillo en ninguno de ellos. En paralelo a este cuadrante del césped había desparramados terrones de tierra y césped que había arrancado con sus garras.

—¿Orson?

No respondió. Ni siquiera hizo una pausa en su actividad frenética.

Me mantuve apartado de él para evitar la rociada de porquería que retiraba con sus patas delanteras y me puse frente al hoyo que estaba haciendo.

—Eh, tío —dije.

El perro siguió con la cabeza inclinada, el hocico en el suelo, olisqueando inquisitivamente mientras cavaba.

La brisa se había detenido y la luna llena colgaba como el balón perdido de un niño en las ramas más altas de las melaleucas.

Sobre nuestras cabezas, los chotacabras volaban en picado y a gran velocidad gritando «pint-pint-pint» cuando capturaban en el aire hormigas voladoras y mariposas nocturnas de primavera.

—¿Has encontrado buenos huesos? —pregunté a Orson observando su trabajo.

Dejó de cavar pero no dio muestras de reconocerme. Olisqueo con apremio la tierra fresca, cuyo aroma llegaba hasta mí.

—¿Quién te ha dejado salir?

Sasha podía haberlo sacado para que hiciera sus necesidades, pero después lo hubiera devuelto a la casa.

—¿Sasha? —pregunté a pesar de todo.

En caso de que Sasha fuera la que lo había dejado suelto para hacer todos aquellos estragos en el terreno, Orson no iba a delatarla. Y él no iba a mirarme a los ojos para que leyera la verdad en ellos.

Abandonó el agujero que acababa de hacer, volvió al anterior, lo olisqueó y se puso a trabajar de nuevo, buscando relacionarse con perros de China.

Quizá sabía que papa había muerto. Los animales saben estas cosas, como Sasha me había comentado antes. Quizá su laborioso trabajo de excavación era la manera que tenía Orson de sacudirse la pena.

Dejé la bicicleta en el suelo y me agaché frente al fanático excavador. Lo sujeté por el collar y con suavidad le obligué a prestarme atención.

—¿Qué pasa contigo?

Había en sus ojos la oscuridad de la tierra devastada, no la brillante oscuridad del cielo cubierto de estrellas. Eran profundos e inescrutables.

—Tengo dos plazas, muchacho —le dije—. Quiero que vengas conmigo.

Lanzó un gemido y torció la cabeza mientras contemplaba toda la devastación a su alrededor, como diciendo que no quería dejar sin acabar toda su gran labor.

—Voy a ver a Sasha y no quiero que te quedes aquí solo.

Levantó las orejas, aunque no por la mención del nombre de Sasha o por cualquier cosa que yo acabara de decir. Torció su poderoso cuerpo por donde lo tenía agarrado y se quedó mirando la casa.

Cuando solté el collar, avanzó por el césped y luego se detuvo a poca distancia del porche. Se quedó allí atento, con la cabeza levantada, completamente inmóvil, alerta.

—¿Qué pasa, colega? —murmuré.

A una distancia de quince o veinte pies, sin brisa y en el silencio de la noche, apenas pude oír su gruñido.

Antes, cuando salí de casa, había cerrado todos los interruptores, dejando detrás de mí las habitaciones a oscuras. Todo estaba oscuro y no vi ningún rostro fantasmal en ninguno de los paños.

Pero Orson sintió algo, porque empezó a alejarse de la casa. De pronto dio la vuelta rápidamente y con la agilidad de un gato vino disparado hacia mí.

Aparté la bicicleta de su lado y la dejé sobre las ruedas.

Con la cola baja, aunque no entre las patas, las orejas aplastadas contra la cabeza, Orson se dirigió a la puerta trasera.

Confiando en los sentidos del perro, me reuní con él junto a la puerta. La propiedad está rodeada por una valla de cedro plateado tan alta como yo y la puerta también es de cedro. Sentí el frío de la aldabilla en los dedos. La corrí despacio y maldije en silencio el chirrido de la bisagra.

Más allá de la puerta hay un sendero de tierra batida bordeado de casas por un lado y un estrecho bosquecillo de viejos eucaliptos australianos por el otro. Mientras atravesaba la puerta pensé que quizás alguien nos estaba esperando, pero el sendero estaba desierto.

Hacia el sur, más allá del bosquecillo de eucaliptos, hay un campo de golf y luego el Moonlight Bay Inn y el Country Club. A aquellas horas de un viernes por la noche, visto a través de los troncos de los altos árboles, el campo de golf era tan negro y ondulante como el mar, y el brillo de las ventanas ambarinas del hotel parecía el de los portales de un magnífico crucero con destino al lejano Tahití.

A la izquierda, el sendero ascendía por la colina y se dirigía hacia el centro de la ciudad, y finalmente acababa en el cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette. A la derecha, bajaba hacia los llanos, el puerto y el Pacífico.

Cambié de marcha y pedaleé colina arriba, hacia el cementerio, con el perfume de los eucaliptos recordándome la luz en la ventana de un crematorio y a una joven y bella madre yaciendo muerta sobre la camilla de la funeraria, pero con el buen Orson trotando junto a la bicicleta y con los tenues acordes de la música de baile del hotel del campo de golf, y con el llanto de un bebé en la casa de uno de nuestros vecinos a mi izquierda, el peso de la Glock en el bolsillo y los chotacabras sobre mi cabeza capturando insectos con sus afilados picos: la vida y la muerte reunidas en la trampa de tierra y cielo.