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Según el reloj digital del edificio Wells Fargo Bank eran las 19.56 horas, lo que significaba que mi padre había muerto hacía tres horas aunque parecían haber pasado días desde que lo había perdido. La misma placa señalaba quince grados de temperatura pero a mí la noche me parecía más fría.

Di la vuelta a la esquina, pasé ante el banco y seguí por la manzana: la lavandería Tidy Time estaba inundada de luz fluorescente. No había parroquianos haciendo la colada.

Con el billete de dólar en la mano, los ojos convertidos en una raya me adentré en la fragancia floral de los jabones en polvo y de la química de los blanqueadores. Bajé la cabeza cuanto pude para protegerme de la luz con la visera de la gorra. Corrí directamente hacia la máquina de cambio metí el billete agarre las cuatro monedas que se desparramaron en la bandeja y me alejé a toda prisa.

Dos manzanas más allá, fuera de la oficina de correos, había un teléfono publico. Encima del teléfono sobre la pared del edificio una luz de seguridad brillaba dentro de una jaula metálica.

Colgué la gorra en la jaula para atenuar la luz.

Imaginé que Manuel Ramírez todavía estaría en su casa. Le llamé por teléfono y su madre Rosalina, me dijo que se había marchado hacía horas. Tenía turno doble porque otro oficial se había puesto enfermo. Estaba de servicio en el despacho, más tarde pasada la media noche saldría a patrullar.

Marqué el número de la policía de Moonlight Bay y pregunté al operador si podía hablar con el oficial Ramírez.

Manuel, a mi juicio el mejor poli de la ciudad, tiene ocho centímetros menos que yo, trece kilos de peso más que yo, es doce años mayor y es de origen mexicano. Le gusta el béisbol: nunca sigo los deportes porque tengo un sentido muy desarrollado del tiempo, no me gusta utilizar mis preciosas horas en actividades demasiado pasivas. Manuel prefiere la música country, a mi me gusta el rock. Él es un firme republicano, a mi no me interesa la política. En cuanto al cine, su placer oculto es Abbott y Costello, el mío es el inmortal Jackie Chan. Somos amigos.

—Chris, me he enterado de lo de tu padre —dijo Manuel al otro lado de la línea—. No sé que decirte.

—Yo tampoco.

—No, nunca hay nada que decir, ¿verdad?

—No importa.

—¿Te encuentras bien?

Para mi sorpresa, no pude hablar, como si de repente una aguja de cirujano me suturara la garganta y me cosiera la lengua a la parte superior de la boca.

Inmediatamente después de la muerte de mi padre pude contestar a la misma pregunta que me hizo el doctor Cleveland sin titubear.

Me sentía más cerca de Manuel que del médico. La amistad aplaca los nervios y posibilita expresar el dolor.

—Ven a verme una tarde a la salida del trabajo —propuso Manuel—. Beberemos cerveza, comeremos tamales y veremos un par de películas de Jackie Chan.

A pesar del béisbol y de la música country, teníamos mucho en común Manuel Ramírez y yo. Hacía la ronda en el cementerio, desde media noche hasta las ocho de la mañana, algunas veces doblaba el turno, como esta tarde de marzo, por escasez de personal. Le gusta la noche como a mí, pero también trabaja por necesidad. Como la ronda por el cementerio es menos deseable que trabajar de día en la oficina, la paga es más elevada. Y lo más importante, le permite pasar toda la tarde con su hijo, Toby, al que adora. Hace dieciséis años la esposa de Manuel, Carmelita, murió minutos después de traer al mundo a Toby. El chico padece el síndrome de Down y es amable y encantador. La madre de Manuel se trasladó a su casa inmediatamente después de la muerte de Carmelita y allí sigue ocupándose de Toby. Manuel Ramírez sabe sus limitaciones. Siente la mano del destino todos los días de su vida, en una edad en la que la mayoría de la gente no cree demasiado en el resultado o en el destino. Tenemos mucho en común Manuel Ramírez y yo.

—Suena muy bien eso de cerveza y Charlie Chan —asentí—. Pero ¿quién hará los tamales, tu madre o tú?

—Oh, mi madre no[1], te lo prometo.

Manuel es un cocinero excepcional, y su madre cree que ella también lo es. La comparación entre sus platos constituye un clarísimo ejemplo de la diferencia entre una buena acción y una buena intención.

Paso un coche por la calle detrás de mi y cuando bajé la vista, vi mi sombra sobre mis pies inmóviles y como se desplazaba desde el lado izquierdo al derecho, como crecía lo suficiente para oscurecer la acera de cemento y se estiraba hasta separarse de mí y escapar, para luego volver al lado izquierdo una vez el coche hubo pasado.

—Manuel, hay algo que puedes hacer por mí, algo más que tamales.

—Dime Chris.

—Es referente a mi padre… a su cuerpo —dije después de un largo titubeo.

Manuel justificó mi titubeo. Su silencio fue algo semejante a cuando un gato aguza el oído con interés.

Mis palabras le habían dicho más de lo que aparentaban. Cuando volvió a hablar, el tono de su voz era diferente, seguía siendo la voz de un amigo, pero también la de un poli.

—¿Qué ha pasado, Chris?

—Algo muy raro.

—¿Raro? —preguntó, saboreando aquella palabra como si tuviera un sabor inesperado.

—Es mejor no hablar de ello por teléfono. Si voy a la comisaría, ¿podrás reunirte conmigo en el aparcamiento?

No podía esperar que la policía apagara las luces de la comisaría y las sustituyera por velas.

—¿Te refieres a algo criminal? —inquirió Manuel.

—En efecto. Y raro.

—Al jefe Stevenson hoy le ha tocado trabajar hasta tarde. Todavía esta aquí, pero no tardará mucho en marcharse ¿Quieres que le pida que espere?

Me acorde del rostro sin ojos del vagabundo muerto.

—Si —contesté—. Si, Stevenson debería oírlo.

—¿Puedes estar aquí en diez minutos?

—Hasta ahora.

Colgué el teléfono, cogí la gorra de la caja de luces, volví a la calle y me protegí los ojos con una mano cuando pasaron otros dos coches. Uno de ellos era un Saturn último modelo. El otro una camioneta Chevy.

Ninguna furgoneta blanca. Ningún coche fúnebre. Ningún Hummer negro.

No temía que siguieran buscándome. En esos momentos deberían de estar metiendo al vagabundo en la incineradora. Con la evidencia reducida a cenizas, no existía la prueba que apoyara mi extraordinaria historia. Sandy Kirk, los auxiliares y todos los desconocidos se sentirían a salvo.

Además, cualquier intento de asesinarme o raptarme confirmaría ese crimen, se asociaría a él e incrementaría su verosimilitud. A aquellos misteriosos conspiradores les convenía ahora más la discreción que la agresión, especialmente cuando su único acusador era el tipo excéntrico de la ciudad, que salía de su casa rodeada de cortinas solamente del anochecer a la madrugada, que temía el sol, que vivía gracias a mantos, velos, capuchas y capas de loción, que se arrastraba por la ciudad en la noche bajo una coraza de ropa y productos químicos.

Considerando la naturaleza fantástica de mis acusaciones, pocos creerían mi historia, aunque estaba seguro de que Manuel sabría que le estaba diciendo la verdad. Esperaba que el jefe también me creyera.

Me alejé del teléfono de la oficina de correos y me encaminé hacia la comisaría. Solo estaba a un par de manzanas.

Mientras me apresuraba a través de la noche, ensayé lo que les diría a Manuel y a su jefe, Lewis Stevenson, que era un individuo de aspecto formidable, para el que quería estar bien preparado. Alto, de anchas espaldas, atlético, Stevenson tenía un rostro tan noble que su perfil podría haber servido para acuñar una moneda de la antigua Roma. A veces parecía un actor interpretando el papel de un jefe de policía consagrado, aunque si se trataba de una interpretación, esta era de premio. A sus cincuenta y dos años, daba la impresión —sin aparentar desearlo— de ser muy experimentado para su edad, e imponía respeto y confianza. Tenía algo de psicólogo y de cura, cualidades muy necesarias para el cargo que ocupaba, pero que solo muy pocos poseen. Era de esas raras personas que disfrutan teniendo poder, pero no abusan de él, que ejercen la autoridad con buen juicio y compasión y había sido jefe de policía durante catorce años sin un atisbo de escándalo, ineptitud o ineficacia en su departamento.

Atravesé las callejuelas sin farolas iluminadas por la luna, que ahora estaba más alta que antes en el cielo, pasaron verjas y senderos, jardines y cubos de basura, mientras iba murmurando mentalmente las palabras con las que esperaba contar una historia convincente. Llegué en dos minutos en lugar de los diez que Manuel me había sugerido al aparcamiento del edificio municipal. Y atrapé al jefe Stevenson en una conspiración que borró todas las magnificas cualidades que antes le había atribuido. Ahora se me revelaba como un hombre que, a pesar de la nobleza de su rostro no se merecía ser honrado en monedas o monumentos ni siquiera que colgaran su fotografía en la estación, junto a las del alcalde, el gobernador y el presidente de Estados Unidos.

Stevenson estaba en el extremo del edificio municipal próximo a la entrada trasera de la comisaría bajo una cascada de luz azulada procedente de la lámpara de seguridad situada encima de la puerta. El hombre con el que conferenciaba se mantenía a unos metros de distancia y solo se le veía a medias entre las sombras azuladas.

Atravesé el aparcamiento y me dirigí hacia ellos. No me vieron llegar porque estaban concentrados en la conversación. Además, quedaba fuera de su campo de visión porque pasé entre los furgones de la patrulla urbana, coches patrulla, furgones de la patrulla de playa y vehículos particulares, para mantenerme alejado cuanto fuera posible de la luz directa de tres altas farolas.

Justo antes de salir a cielo abierto, el interlocutor de Stevenson se acercó más al jefe y salió de las sombras: yo me detuve, atónito. Vi la cabeza rapada, el rostro duro. La camisa de franela roja, los tejanos azules, las zapatillas de trabajo.

A la distancia en que me encontraba, me fue imposible ver el pendiente de perla.

Tenía dos grandes vehículos a ambos lados y rápidamente me retrasé unos pasos para quedar oculto en la oleosa oscuridad entre ambos. Uno de los motores todavía estaba caliente, zumbaba y palpitaba mientras se iba enfriando.

Aunque podía oír las voces de los dos hombres, no podía distinguir sus palabras. La brisa jugueteaba en los árboles y se llevaba las palabras del hombre, y ese murmullo incesante evitaba que la conversación llegara hasta mí.

Observé que el vehículo que estaba a mi derecha, el del motor caliente, era el Ford blanco en el que el calvo había salido antes del Mercy Hospital. Con los restos mortales de mi padre.

Me pregunté si las llaves estarían puestas. Presioné la cara contra la ventanilla de la puerta del conductor, pero no se podía ver bien el interior.

Si hubiera podido robar el furgón, seguramente hubiera obtenido la prueba crucial de que mi historia era cierta. Aunque ya se hubieran llevado el cuerpo de mi padre, no hacía mucho que había estado allí y podía quedar alguna prueba forense o, por lo menos, restos de sangre del vagabundo.

No tenía idea de poner en marcha un motor.

Y que diablos, tampoco hubiera sabido conducirlo.

Aunque hubiera descubierto de pronto que poseía un talento natural para conducir vehículos, equivalente al talento de componer música de Mozart, no hubiera podido conducir treinta kilómetros hacia el sur siguiendo la costa o cuarenta y cinco hacia el norte hasta otra jurisdicción de la policía. Imposible con el brillo de los focos de los coches que se cruzaran conmigo. Imposible sin mis preciosas gafas de sol, que yacían allá lejos, en algún lugar de las colinas.

Además, si abría la puerta del furgón, se encenderían las luces de la cabina. Y los dos hombres se darían cuenta.

Vendrían a buscarme.

Me matarían.

Se abrió la puerta trasera de la comisaría de policía y Manuel Ramírez salió al exterior.

Lewis Stevenson y el otro conjurado interrumpieron la conversación. A la distancia en la que me encontraba, me fue imposible discernir si Manuel conocía al calvo, aunque me pareció que solo se dirigía a su jefe.

Me resultaba imposible creer que Manuel —el buen hijo de Rosalía, el apenado viudo de Carmelita y padre amantísimo de Toby— formara parte de un asunto que implicaba asesinato y robo de cadáveres. No conocemos a la mayoría de las personas, no las conocemos de verdad, a pesar de lo profundamente que creamos percibir su interior. La mayoría de ellas son lagunas sombrías, con infinitas capas de partículas en suspensión, movidas por extrañas corrientes en las profundidades. Hubiera apostado mi vida que el corazón de aguas transparentes de Manuel no albergaba falsedad alguna.

Pero no quería poner en peligro su vida y si lo hubiera llamado para que revisara la parte trasera de la furgoneta blanca conmigo, para someter el vehículo a un exhaustivo trabajo forense, hubiera firmado su sentencia de muerte tanto como la mía. Seguro.

Stevenson y el calvo se volvieron bruscamente hacia el aparcamiento. Manuel les había hablado de mi llamada telefónica.

Me agazapé en la penumbra, entre el furgón blanco y el de la patrulla de playa.

Intenté leer la placa de licencia que había en la parte trasera del furgón. Aunque normalmente me molesta el exceso de luz, en esta ocasión me fastidió que hubiera demasiado poca.

Pasé frenéticamente la yema de los dedos por los siete números y las letras. Fui incapaz de memorizarlos con el sistema Braille de lectura, no era lo bastante rápido como para evitar que me descubrieran.

El calvo empezó a acercarse al furgón. Estaba casi a un paso. El calvo, el carnicero, el comerciante de cadáveres, el ladrón de ojos.

Agachado, volví a recorrer el camino por el que había llegado entre las hileras de furgones y coches estacionados, volví al callejón y luego me escabullí ocultándome entre las hileras de cubos de la basura, casi arrastrándome hasta un Dumpster; luego giré por una esquina y me metí en otro callejón, fuera del campo visual del edificio municipal. Me enderecé y eché a correr, tan rápido como el gato, deslizándome como un búho, una criatura de la noche, preguntándome si encontraría un refugio a salvo antes del amanecer o si tendría que seguir caminando a cielo abierto hasta quedar negro y retorcido bajo el progresivo calor del sol.