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Los rastreadores sin rostro y los retorcidos laberintos que importunan nuestro sueño se convirtieron en una realidad.

Los jardines se escalonaban en cinco amplias terrazas siguiendo una de las laderas de la colina. A pesar de aquellas pequeñas mesetas y de la suavidad del declive entre unas y otras, a medida que descendía fui adquiriendo una velocidad tal que temí tropezar, caer y romperme una pierna.

Las glorietas y las caprichosas espalderas que se alzaban por todos lados parecían ruinas. En los niveles más bajos, se elevaban en exceso con las enredaderas que se trenzaban en la celosía, y cuando pasé corriendo junto a ellas parecían animales retorciéndose.

La noche se había convertido en una pesadilla.

El corazón me latía con tanta fuerza que las estrellas daban vueltas.

Sentí como si la bóveda del cielo se aproximara hacia mí y ganara impulso como una avalancha.

Cuando llegué al extremo de los jardines intuí tanto como vi la forma vaga de la reja de hierro forjado de dos metros de altura, su pintura de un negro reluciente brillaba a la luz de la luna. Hundí los talones en la tierra blanda y al frenar choqué contra los gruesos palos aunque no con la fuerza suficiente para hacerme daño.

No hice demasiado ruido tampoco. Las astas verticales estaban sólidamente unidas a las horizontales, cuando recibió mi impacto, la verja emitió un sonido breve y sordo.

Me apoyé en el hierro.

Un sabor amargo me molesto. Tenía la boca tan seca que no podía escupir.

Sentí un picor en la sien derecha. Alcé la mano hasta la cara. Tenía tres espinas clavadas en la piel. Las extraje.

Durante la carrera colina abajo debí de haber pasado rozando un rosal silvestre aunque no recordaba haberlo hecho.

Es posible que, como respiraba sin pausa, la suave fragancia de las rosas fuera demasiado tenue, y quedara camuflada por un cierto hedor a podrido. De nuevo podía oler la crema antisolar, casi tan intensa como cuando me la había aplicado —pero ahora con un punto de acidez— porque el sudor había revitalizado el olor de la loción.

Me dominaba el absurdo y firme convencimiento de que mis seis perseguidores podían descubrirme por el olor como si fueran sabuesos. Por el momento me encontraba a salvo solo porque estaba con el viento a favor.

Agarrándome con fuerza a la reja, cuya vibración sentí en las manos y en los huesos, miré hacia lo alto de la colina. La partida de persecución se dirigía desde la terraza más elevada hacia la segunda.

Seis guadañas de luz se agitaban entre las rosas. Porciones de celosías, brevemente iluminadas y distorsionadas por aquellas brillantes y largas espadas, parecían huesos de dragones muertos.

Los jardines presentaban la dificultad de tener más lugares en los que ocultarse que los prados abiertos de arriba. Sin embargo, los perseguidores avanzaban ahora a mayor velocidad.

Escalé la verja y me balanceé en la cima, procurando que la chaqueta o la pernera de los tejanos no se quedaran enganchados en las afiladas puntas. Más allá se extendía el campo abierto: valles en sombra, la curva ascendente de hileras de colinas iluminadas por la luna, grupos de robles negros aquí y allá, apenas visibles.

Cuando me dejé caer al otro lado de la verja la hierba, exuberante debido a las recientes lluvias de invierno me cubrió hasta la rodilla. Aspire el aroma del verde jugo procedente de las hojas aplastadas bajo mis zapatos.

Seguramente Sandy y sus ayudantes revisarían todo el perímetro de la propiedad, así es que rodeé la parte inferior de la colina, para alejarme de la funeraria. Quería salir del alcance de sus linternas antes de que llegaran a la verja.

Pero me alejé también de la ciudad, lo cual no era conveniente. No encontraría ayuda en una zona desierta. Cada paso hacia el este era un paso hacia el aislamiento, y en una zona aislada yo era tan vulnerable como cualquiera, más vulnerable que la mayoría.

Por suerte la época del año estaba de mi parte. Si hubiera sido pleno verano la hierba estaría tan dorada como el trigo y tan seca como el papel. Mi avance hubiera quedado marcado por una franja de tallos hollados.

Esperaba que la hierba fuera lo bastante flexible para combarse y recuperarse detrás de mí, ocultando toda huella de mi paso por aquel lugar. De todas formas, lo más probable es que un rastreador con dotes de observación diera conmigo.

Aproximadamente unos sesenta metros más allá de la verja, al fondo del declive, el prado se interrumpía con unos arbustos más frondosos. Una barrera de espesa hierba de metro y medio de altura se mezclaba con lo que debían de ser barbas de cabra y densos grupos de aureolas.

Avancé apresuradamente a través de esta vegetación y me metí en una profunda rambla. Pocas cosas prosperaban porque la temporada de tormentas había puesto al descubierto la espina dorsal del lecho de roca de la parte inferior de las colinas. Y como hacía más de dos semanas que no llovía, el curso rocoso estaba seco.

Me detuve para recuperar el aliento. Luego me incliné sobre la maleza y aparté la hierba para comprobar hasta dónde habían descendido mis perseguidores.

Cuatro de ellos se acercaban a la verja. Los haces de luz de sus linternas cortaron el cielo, tartamudearon entre las estacas puntiagudas y apuñalaron accidentalmente el suelo cuando se encaramaron y pasaron al otro lado de la verja.

Pensé con desaliento que eran rápidos y ágiles.

¿Irían todos armados, como Sandy Kirk?

Considerando su agudo instinto animal, su rapidez y su persistencia, quizá no era necesario que fueran armados. Si me capturaban, podían dejarme fuera de combate con las manos.

Me pregunté si me arrancarían los ojos.

La rambla —y el amplio declive en el que discurría— subía colina arriba hacia el nordeste y descendía colina abajo hacia el suroeste. Como me encontraba casi en el extremo nordeste de la ciudad, no encontraría ayuda si continuaba subiendo la colina.

Me encaminé hacia el suroeste, siguiendo la rambla flanqueada de matorrales, con la intención de volver a la zona poblada tan rápidamente como me fuera posible.

En el sombrío y hueco canal que tenía ante mí, la luna lustrosa brillaba suavemente en el lecho de roca como el hielo lechoso en una laguna invernal. La envolvente cortina de hierba silvestre parecía congelada.

Dominando el temor de caer en las piedras desprendidas o de romperme un tobillo en un agujero, me metí en la noche dejando que la oscuridad me empujara como el viento empuja un barco de vela. Corrí a toda velocidad por el declive sin sentir los pies en el suelo, como si estuviera patinando sobre roca helada.

Tras recorrer doscientos metros, llegué a un lugar donde las colinas se enlazaban unas a otras, dando como resultado una ramificación del hueco. Sin apenas reducir la carrera, elegí el camino de la derecha porque me dirigiría directamente a Moonlight Bay.

Me encontraba a poca distancia de la intersección cuando vi unas luces que se aproximaban. A un centenar de metros delante de mí, el hueco giraba y desaparecía hacia la izquierda, dando una vuelta completa alrededor de la colina. La fuente de luz de los rastreadores se encontraba detrás de aquella curva y observé que se trataba de la luz de unas linternas.

Ninguno de los hombres de la funeraria había tenido tiempo de salir del jardín de rosas y adelantarme con tanta rapidez. Estos eran otros.

Querían atraparme haciendo una pinza. Me dio la sensación de que me perseguía un ejército, un pelotón surgido del mismo suelo.

Me detuve.

Consideré la posibilidad de bajar a las rocas, a la protección del prado con la hierba de la altura de un hombre y de la espesa maleza que se agrupaba en la rambla. Pero aunque no dejara muchas huellas de mi paso entre aquella vegetación, estaba casi seguro de que los pocos signos de mi paso serían descubiertos por mis perseguidores. Atravesarían la maleza y me capturarían o me dispararían cuando subiera por el espacio abierto de la falda de la colina.

Aumentó el brillo de los haces de luz en la curva que tenía delante. Las tiras de la alta hierba del prado llamearon como formas bellamente cinceladas en una bandeja de plata fina.

Retrocedí hasta la Y en la cavidad y tomé la ramificación de la izquierda, que había despreciado minutos antes. Al cabo de ciento ochenta o doscientos metros encontré otra Y; quería ir hacia la derecha —hacia la ciudad— pero como temí entrar en el juego de sus conjeturas, tomé la ramificación de la izquierda que me iba a adentrar en la zona despoblada de las colinas.

Desde algún lugar en lo alto y a gran distancia, del lado oeste, llegó el gruñido de un motor, al principio distante pero luego, de pronto, más cercano. El ruido del motor era tan fuerte que pensé que procedía de una aeronave en vuelo rasante. No se parecía al estruendoso tartamudeo de un helicóptero, sino más bien al rugido de un aeroplano de ala fija.

Luego una luz deslumbrante barrió la cima de las colinas a mi izquierda y a mi derecha, pasó directamente a través de la cavidad, a dieciocho o veinte metros por encima de mi cabeza. El foco era tan brillante, tan intenso, que parecía poseer peso y textura, como el chorro de calor blanco de una sustancia fundida.

Un reflector de gran potencia. El círculo se alejó e iluminó las lejanas lomas hacia el este y el norte.

¿De dónde habían sacado ese complejo pertrecho en tan poco tiempo?

¿Era Sandy Kirk el gran jefe de una milicia antigubernamental con centro de operaciones en búnkeres secretos atestados de armas y municiones en las profundidades de la funeraria? No, aquello no sonaba a real. Tales cosas eran un ingrediente de la vida de esta época, sucesos corrientes en una sociedad que pierde sus valores, pero esto otro parecía sobrenatural. Era un territorio por el cual el torrencial y salvaje río de los acontecimientos de la tarde todavía no había atravesado.

Tenía que saber lo que estaba sucediendo allá arriba. Si no investigaba, me iba a sentir peor que un estúpido ratón en el laberinto de un laboratorio.

Salí bruscamente de la maleza y me dirigí hacia la derecha de la rambla, crucé el suelo resbaladizo de la cavidad y luego trepé por la extensa ladera de la colina, porque el proyector de luz parecía haberse originado en esa dirección. Mientras ascendía, el foco iluminó otra vez la zona de más arriba —de hecho siguió en dirección noroeste, como yo había supuesto— y luego pasó a gran velocidad por tercera vez, iluminando con su brillo la cima de la colina hacia la cual yo me dirigía.

Tras arrastrarme los penúltimos diez metros con las manos y las rodillas, me deslicé serpenteando sobre el vientre los diez finales En la cima, me enrosqué en un afloramiento de rocas castigadas por la intemperie que me proporcionaron un poco de protección y alcé la cabeza con cautela.

Un Hummer negro —o un Hymvee quizá, la versión militar original del vehículo antes de haber sido elevado de categoría para venderlo a los civiles— estaba en una colina próxima a la mía, inmediatamente a sotavento de un gigantesco roble. Aunque sólo tenía encendidas las luces traseras, el Hummer poseía una silueta inconfundible una furgoneta cuadrada, pesada, de transmisión en las cuatro ruedas, con gigantescos neumáticos, capaz de atravesar cualquier terreno.

Entonces vi los dos reflectores; ambos eran de asidero, uno del conductor y el otro del pasajero del asiento delantero y ambos tenían unas lentes del tamaño de una bandeja de ensalada.

El conductor apagó su luz y puso el Hummer en marcha. La gran furgoneta salió de debajo de las extensas ramas del roble y cruzo velozmente el prado alto como si atravesara una autopista, dirigiendo hacia mí su parte trasera. Desapareció en el borde extremo, reapareció saliendo de una hondonada y ascendió rápidamente por una ladera más alejada, conquistando sin esfuerzo las colinas costeras.

Los hombres que iban a pie, con las linternas y quizá las pistolas, habían alcanzado las hondonadas. Para evitar que me ocultara en los terrenos elevados y para obligarme a bajar a donde los rastreadores pudieran encontrarme, el Hummer patrullaba por la cima de las colinas.

—¿Quién es esta gente? —murmuré.

Los reflectores del Hummer se proyectaban como látigos, barrían las colinas más alejadas, iluminaban un mar de hierba en una brisa vaga cuyo flujo menguaba y se acrecentaba. Una ola tras otra rompía al otro lado del suelo ascendente y lamía los troncos de las islas de robles.

Luego, la gran furgoneta se puso otra vez en movimiento y retozó en un terreno menos acogedor. Las luces delanteras se agitaban, un reflector osciló violentamente a lo largo de la cima de una colina, luego se metió en una hondonada, salió de nuevo y se dirigió hacia el este y el sur a otro punto ventajoso.

Me pregunté si estas actividades serían visibles desde las calles de Moonlight Bay, en las colinas más bajas y en el llano, cerca del océano. A pocos ciudadanos se les ocurriría salir y mirar hacia arriba, en un ángulo que revelara el suficiente movimiento como para atraer su curiosidad.

Quienes avistaran los reflectores pensarían que unos adolescentes o los alumnos de un colegio, en un vulgar cuatro por cuatro, perseguían a un alce o un ciervo en la costa: un deporte ilegal aunque no sangriento con el que la mayoría era tolerante.

Poco después el Hummer dio un giro hacia mí. A juzgar por sus pautas anteriores, podía llegar a la colina en dos movimientos.

Me refugié en la parte baja de la ladera, en la hondonada por la que antes había trepado exactamente donde ellos me querían. No tenía otra elección.

Hasta ese momento había confiado que podría escapar. Ahora mi confianza estaba menguando.