6

Llegué a la explanada de la funeraria. Allí estaba la Pietá. El pórtico.

Sandy había entrado en la casa. La puerta principal estaba cerrada.

Cuando alcancé la zona del césped aproveché los árboles y los arbustos para ocultarme y di la vuelta hasta la parte trasera de la casa. Había un porche hondo por el que se descendía a una piscina de veinte metros, un enorme patio de ladrillo y jardines de rosas. Nada de todo esto se podía ver desde las salas públicas de la funeraria.

En una ciudad del tamaño de la nuestra nacen unos doscientos niños cada año y fallecen un centenar de ciudadanos. Sólo había dos empresas de pompas fúnebres y probablemente la de Kirk cubría más del 70 por 100 del negocio, más el 50 por 100 del de las poblaciones de la zona. La muerte era un excelente medio de vida para Sandy.

El panorama desde el patio, a la luz del día, debía de ser soberbio: colinas desiertas elevándose en suaves pliegues hacia el este hasta donde la vista podía abarcar, adornadas con grupos de robles de negros troncos nudosos. Ahora las veladas colinas yacían como gigantes durmientes bajo pálidas sábanas.

Como no vi a nadie en las iluminadas ventanas de la parte trasera, crucé el patio rápidamente. La luna, blanca como el pétalo de una rosa flotaba en las aguas entintadas de la piscina.

Junto a la casa había un espacioso garaje en forma de L, que comprendía un patio para automóviles al que sólo se podía acceder desde la parte frontal. El garaje albergaba dos coches de la funeraria y los vehículos particulares de Sandy, y además, en el extremo más alejado de la residencia, el horno crematorio.

Di la vuelta a uno de los recodos del garaje, en la parte trasera del segundo brazo de la L, donde unos inmensos eucaliptos tapaban casi toda la luz de la luna. El aire estaba perfumado con su fragancia medicinal y una alfombra de hojas muertas crujía bajo las pisadas.

Ningún rincón de Moonlight Bay me es desconocido, y menos este.

La mayoría de las noches las había dedicado a explorar la ciudad, y gracias a ello había hecho algunos descubrimientos macabros.

Frente a mí, a la izquierda, una luz fría indicaba la ventana del crematorio. Me aproximé con el convencimiento, correcto como después se verá, de que estaba a punto de descubrir algo mucho más extraño y mucho peor de lo que Bobby Halloway y yo habíamos visto una noche del mes de octubre cuando teníamos trece años…

Más de diez años atrás sufría una vena de morbosidad parecida a la de otros chicos de mi edad, me sentía atraído como cualquier muchacho por el misterioso y espeluznante encanto de la muerte. Bobby Halloway y yo, amigos desde entonces, pensamos que sería todo un riesgo merodear por la propiedad del empresario de la funeraria en busca de algo repulsivo, horrible y emocionante.

No recuerdo que era lo que pensábamos —o esperábamos— encontrar allí. ¿Una colección de calaveras? ¿El balancín del porche fabricado con huesos? ¿Un laboratorio secreto donde el falaz y aparentemente normal Frank Kirk y su falaz y aparentemente normal hijo Sandy capturaban los rayos de las nubes de tormenta para reanimar a nuestros vecinos muertos, que luego utilizaban como esclavos para que les cocinaran y limpiaran la casa?

O quizá pensamos que podíamos tropezar en un sepulcro con los dioses diabólicos Cthulhu y Yog-Sothoth en algún rincón siniestro lleno de zarzas del jardín de rosas. En aquella época Bobby y yo leíamos mucho a H. P. Lovecraft.

Bobby dice que éramos un par de tipos raros. Yo le contesto que éramos raros, de acuerdo, pero no menos que otros chicos.

Bobby lo dice quizá porque los otros chicos abandonaron poco a poco estas extravagancias mientras que, en nuestro caso, fueron aumentando.

En esto no estoy de acuerdo con Bobby. No me considero más raro que cualquiera que haya conocido. De hecho, soy un maldito espectáculo menos raro que algunos.

En el caso de Bobby es cierto, sin embargo. Porque el atesora su rareza y desea creer que yo he hecho lo mismo con la mía.

Insiste en su rareza. Dice que por qué conocemos y abrazamos nuestra diferencia, estamos en gran armonía con la naturaleza, porque la naturaleza es profundamente original.

Aquella noche del mes de octubre, detrás del garaje de la funeraria, Bobby Halloway y yo descubrimos la ventana del horno crematorio. Nos atrajo una luz que vibraba contra el cristal.

Pero la ventana era alta y nosotros no lo suficiente para escudriñar el interior. Con la sensación de clandestinidad de un comando explorando el campamento enemigo, cogimos un banco de teca del patio, lo llevamos a la parte trasera del garaje, y una vez allí lo pusimos debajo de la ventana iluminada.

Uno junto al otro encima del banco, reconocimos el escenario. El interior de la ventana estaba cubierto por una persiana levolor; pero alguien había olvidado cerrar los listones, dándonos la oportunidad de poder ver trabajando a Frank Kirk y a uno de sus ayudantes con absoluta claridad.

La luz de la habitación no era lo suficientemente brillante para perjudicarme. Al menos esto fue lo que me dije cuando apreté la nariz contra el cristal.

Yo era un chico muy cauteloso, pero como al fin y al cabo no era más que un muchacho, amante de la aventura y de la camaradería, hubiera arriesgado quedarme ciego para compartir ese momento con Bobby Halloway.

En una camilla de acero inoxidable próxima a la ventana yacía el cuerpo de un hombre de avanzada edad. Estaba cubierto con una sabana, de la que solo sobresalía un rostro estragado. Con los cabellos de un blanco amarillento enmarañados y enredados, parecía que había muerto en medio de un vendaval. Pero a juzgar por su piel gris y cérea, las mejillas hundidas y los labios muy agrietados no había sucumbido a una tormenta sino a una prolongada enfermedad.

Si Bobby y yo hubiéramos conocido a ese hombre en vida, no lo hubiéramos reconocido con ese aspecto ceniciento y demacrado. Si se hubiera tratado de algún conocido no hubiera sido menos horrible, aunque quizá no nos hubiera atraído tanto ni nos hubiera producido ese oscuro deleite.

Para nosotros, que acabábamos de cumplir trece años y estábamos satisfechos de ello, lo más atractivo, extraordinario y fantástico del cadáver era, claro esta, la brutalidad que emanaba de su aspecto. Tenía un ojo cerrado pero el otro estaba completamente abierto, con la mirada fija, obstruido por la irrupción de una hemorragia de un brillante color rojo. Como nos hipnotizo ese ojo.

Tan muerto y ciego como el ojo pintado de una muñeca, no obstante nos atravesó hasta la medula.

Ora en un silencio embelesado y terrible, ora con un murmullo de impaciencia, como un par de comentaristas deportivos haciendo chistes coloristas, contemplamos como Frank y su ayudante preparaban el horno crematorio en uno de los extremos de la habitación. En el cuarto debía de hacer calor, porque los hombres se sacaron las corbatas y se arremangaron las mangas de las camisas, unas finas gotas de transpiración formaban una veladura en su cara.

Afuera la noche de octubre era templada. Sin embargo Bobby y yo temblábamos, se nos puso carne de gallina y nos maravilló que el aliento no se transformara en blancas nubes heladas.

Los de la funeraria retiraron la sabana del cadáver y nosotros contemplamos los horrores de la edad y de la enfermedad asesina. Pero lo miramos con el mismo estremecimiento romántico que sentíamos cuando mirábamos divertidos videos del tipo La noche de los muertos vivientes.

Cuando trasladaron el cadáver a la caja de cartón y lo introdujeron en las llamas azules del horno crematorio, me aferré al brazo de Bobby y él me puso su húmeda mano en la nuca, y permanecimos agarrados el uno al otro, mientras una fuerza magnética y sobrenatural nos impulsaba hacia delante, hacía añicos la ventana y nos precipitaba en la habitación, en el horno con el muerto.

Frank Kirk cerró el horno crematorio.

A pesar de que la ventana estaba cerrada, el ruido metálico de la puerta del horno fue lo bastante fuerte, lo bastante terminante como para resonar en lo más hondo de nuestros huesos.

Luego, tras haber devuelto el banco de teca al patio y de haber huido apresuradamente de la propiedad del dueño de la funeraria, nos dirigimos a las gradas del campo de fútbol, detrás del instituto. Cuando no se jugaba un partido era un lugar oscuro en el que me encontraba a salvo. Bebimos apresuradamente las coca-colas y comimos ruidosamente las patatas chip que Bobby había comprado de camino en la 7-Eleven.

—Que fantástico, ha sido fantástico —exclamó Bobby excitado.

—Más fantástico que nunca —asentí.

—Más fantástico que los naipes de Ned.

Ned era un amigo que se había marchado a San Francisco con sus padres el mes de agosto anterior. Había conseguido una baraja de naipes —cómo, nunca nos lo revelaría— que mostraban fotografías eróticas de mujeres desnudas, veintidós bellezas diferentes.

—Definitivamente, más fantástico que los naipes —asentí—. Más fantástico que cuando aquel camión cisterna dio la vuelta de campana y explotó en la autopista.

—Sí, sí, millones de veces más fantástico que eso. Más que cuando a Zach Blenheim lo enganchó aquel poli de las cicatrices, el de las veintiocho costuras en el brazo.

—Verdaderamente miles de millones de veces más fantástico que eso —convine.

—¡Su ojo! —exclamó Bobby recordando la espectacular hemorragia del cadáver.

—¡Oh Dios, que ojo!

—¡Qué pan-o-rama!

Bebimos las coca-colas a grandes tragos y charlamos y reímos más que nunca.

Qué extraordinarias criaturas éramos a los trece años.

En las gradas del campo de atletismo, supe que aquella aventura macabra había estrechado el lazo de una amistad que nada ni nadie iba nunca a aflojar. Hacía dos años que éramos amigos, pero aquella noche, nuestra amistad se reforzó, se hizo más compleja de lo que era cuando empezó la velada. Habíamos compartido una impresionante experiencia formativa e intuíamos que el acontecimiento era más profundo de lo que parecía a simple vista, más profundo de lo que unos muchachos de nuestra edad podían comprender. Para mí, Bobby había adquirido un atractivo nuevo, como yo lo había adquirido a sus ojos, porque nos habíamos atrevido a hacer aquello.

Después iba a descubrir que sólo había sido el preludio. El vínculo real llegó la segunda semana del mes de diciembre, cuando vimos algo infinitamente más turbador que el cadáver del ojo sangriento.

Quince años después, me consideraba demasiado adulto para correr aventuras de esa clase y demasiado más respetuoso con la propiedad ajena de lo que suelen ser los muchachos de trece años Y, sin embargo, volvía a estar allí, pisando con cautela la alfombra de hojas muertas de eucaliptos y acercando la cara a la fatídica ventana.

La persiana levolor, aunque amarillenta por el paso de los años, parecía la misma que aquella a través de la cual nos habíamos asomado Bobby y yo hacía tantos años. Los listones estaban ajustados en una esquina, pero los espacios que había entre ellos eran lo bastante anchos para permitir la visión de todo el crematorio, y mi altura me permitía verlo sin la ayuda de un banco del patio.

Sandy Kirk y uno de sus ayudantes estaban trabajando cerca del Power Pak II Cremation System. Llevaban mascarillas de cirujano, guantes de látex y mandiles desechables de plástico.

Sobre la camilla próxima a la ventana había una bolsa opaca de vinilo, con la cremallera abierta, hendida como una vaina madura, con un hombre muerto acurrucado en el interior. Evidentemente se trataba del autoestopista que sería incinerado en lugar de mi padre.

Debía medir alrededor de 1,60 y pesar unos setenta y dos kilos. Debido a la paliza que le habían dado, me fue imposible calibrar su edad. Su rostro presentaba una grotesca hinchazón.

Al principio pensé que tenía los ojos ocultos por costras negras de sangre. Luego observé que no tenía ojos. Estaba mirando unas cuencas vacías.

Recordé al viejo con la hemorragia y lo espantoso que nos había parecido a Bobby y a mí. No era nada comparado con esto. Aquel fue tan sólo un trabajo de naturaleza impersonal, mientras que ahora se trataba de perversidad humana.

Durante los meses de octubre y noviembre de años atrás, Bobby Halloway y yo volvimos periódicamente a la ventana del crematorio. A hurtadillas, en medio de la oscuridad, procurando no tropezar con la hiedra del suelo, saturábamos los pulmones con el aire perfumado de los eucaliptos, aroma que desde entonces asocio con la muerte.

Durante aquellos dos meses, Frank Kirk dirigió catorce funerales, pero sólo tres difuntos fueron incinerados. A los otros los embalsamaron para un entierro tradicional.

Bobby y yo lamentábamos que la sala de embalsamar no tuviera ventanas. Aquel sancta sanctorum —donde «hacen el trabajo sucio» como Bobby y yo lo bautizamos— estaba en el sótano, al resguardo de espías truculentos como nosotros.

Yo sentía un secreto alivio de que nuestro curioseo se limitara al trabajo limpio de Frank Kirk. Creo que Bobby también sentía ese alivio, aunque pretendiera estar muy desilusionado.

Supongo que Frank llevaba a cabo este trabajo durante el día, mientras restringía las incineraciones a las horas nocturnas. Este hecho hacía posible que yo pudiera presenciarlo.

Aunque el voluminoso crematorio —más antiguo que el Power Pak II que Sandy utiliza ahora— ponía los restos humanos a temperaturas muy elevadas y poseía un dispositivo para el control de emisiones, por la chimenea se escapaba un delgado hilo de humo. Frank llevaba a cabo las incineraciones por la noche, toda una deferencia para los desolados miembros de la familia o amigos que así podían, a la luz del día, contemplar desde la ciudad la funeraria de la colina y ver cómo el último de sus seres queridos se dirigía al cielo formando finas serpientes grises.

Por suerte para nosotros, el padre de Bobby, Anson, era el director de la Moonlight Bay Gazette. Bobby aprovechaba su amistad y familiaridad con los periodistas para enterarse de las muertes por accidente y por causas naturales.

Siempre sabíamos cuándo Frank Kirk tenía un muerto reciente, aunque no estábamos seguros de si lo iba a embalsamar o a incinerar. Inmediatamente después del anochecer, subíamos con nuestras bicicletas hasta las proximidades de la funeraria y luego nos metíamos a hurtadillas en la propiedad, esperando ante la ventana del crematorio hasta que empezara la acción o hasta asegurarnos de que en aquella ocasión no iban a incinerar ningún cadáver.

El señor Garth, presidente del First National Bank, de sesenta años, falleció de un ataque de corazón a finales del mes de octubre. Esperamos a que lo metieran en el horno.

En noviembre, un carpintero llamado Henry Aimes se cayó de un tejado y se rompió el cuello. Aunque Aimes fue incinerado, Bobby y yo no presenciamos el proceso, porque Frank Kirk o su ayudante se acordaron de cerrar los listones de la persiana.

Las persianas estaban abiertas la segunda semana de diciembre, cuando volvimos para la incineración de Rebecca Acquilain. Estaba casada con Tom Acquilain, profesor del instituto donde Bobby asistía a clase pero yo no. La señora Acquilain, bibliotecaria de la ciudad, sólo tenía treinta años y era madre de un niño de cinco llamado Devlin.

En la camilla, cubierta con una sabana hasta el cuello, la señora Acquilain estaba tan hermosa que la visión de su rostro no fue un deleite para la vista sino que nos encogió el corazón. Nos quedamos sin respiración.

Supongo que nos dimos cuenta de que era una mujer hermosa, con la que nunca habíamos soñado. Era la bibliotecaria, la madre de alguien, y nosotros a los trece años no nos dedicábamos a observar una belleza tan serena como la luz de las estrellas del cielo y tan pura como el agua de la lluvia. La carne que nos encandilaba era la de las mujeres desnudas de los naipes. Hasta ese momento, habíamos visto con frecuencia a la señora Acquilain pero nunca la hablamos mirado.

La muerte no le causó estragos, porque había fallecido rápidamente. Un defecto en una arteria cerebral, que sin duda era de nacimiento pero no se lo habían diagnosticado, se dilató y reventó una cierta mañana. Se fue en cuestión de horas.

Yacía en la camilla de la funeraria, con los ojos cerrados. Con los rasgos relajados, parecía dormida. Tenía la boca ligeramente curvada, como sumergida en un sueño agradable.

Cuando los dos empleados de la funeraria retiraron la sábana para trasladar a la señora Acquilain a la caja de cartón y luego al crematorio, Bobby y yo observamos su esbeltez, sus exquisitas proporciones, más allá de lo que cualquier palabra pudiera describir. Era una belleza que sobrepasaba el mero erotismo y no la contemplamos con un deseo enfermizo, sino con reverencia.

Parecía tan joven…

Parecía inmortal.

Los empleados de la funeraria la llevaron al horno con una deferencia y un respeto poco habituales. Cuando la puerta se cerró detrás de la muerta, Frank Kirk se quito los guantes de látex y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo y luego por el derecho. No fue un alarde de perspicacia comprobar que se enjugaba las lágrimas.

Durante las otras incineraciones, Frank y su ayudante charlaban sin parar, aunque nosotros no podíamos oír lo que decían. Aquella noche, apenas lo hicieron.

Bobby y yo también permanecimos en silencio.

Devolvimos el banco al patio. Salimos apresuradamente de la propiedad de Frank Kirk.

Recuperamos las bicicletas y rodamos a través de las calles más oscuras de Moonlight Bay.

Nos dirigimos a la playa.

A aquellas horas, y en aquella estación, la extensa playa estaba desierta. A nuestra espalda, tan magníficas como el plumaje del ave fénix, anidadas en las colinas y fluctuantes a través de los abundantes árboles, aparecían las luces de la ciudad. Frente a nosotros se extendía la negra capa del vasto Pacífico.

Había un suave oleaje. Pequeñas olas muy espaciadas se deslizaban hasta la orilla, arrojando perezosamente sus crestas fosforescentes, que se desprendían de derecha a izquierda, como la blanca corteza de la oscura carne del mar.

Sentado en la arena contemplando el ir y venir de las olas, recordé que la Navidad estaba muy cerca. Faltaban dos semanas. No quería pensar en la Navidad, pero la idea me bailaba y campanilleaba dentro de la cabeza.

Ignoro lo que Bobby estaba pensando. No se lo pregunté. No quería hablar. Él tampoco.

Imaginé lo que serían las Navidades para el pequeño Devlin Acquilain sin su madre. Quizás era demasiado pequeño para comprender el significado de la muerte.

Tom Acquilain, el marido, sabía lo que significaba la muerte, seguro. Y es probable que pusiera un árbol de Navidad para Devlin.

¿De dónde sacaría la fuerza suficiente para colgar las cintas en el árbol?

—Vamos a nadar —dijo Bobby, hablando por primera vez desde que habíamos visto retirar la sábana del cuerpo de la mujer.

Aunque el día había sido templado, estábamos en diciembre y no era un año en el que El Niño —las corrientes cálidas procedentes del hemisferio sur— discurriera hacia la costa. La temperatura del agua era inhóspita y el aire ligeramente frío.

Bobby se desnudó, doblo la ropa y para mantenerla libre de arena, la apiló ordenadamente sobre una manta de algas que se habían lavado en tierra durante el día y el sol había secado. Yo doble las mías y las puse al lado.

Nos metimos desnudos en el agua negra y nadamos contra corriente, alejándonos demasiado de la orilla.

Giramos hacia el norte y avanzamos paralelos a la costa.

Braceamos sin esfuerzo. Moviendo apenas las piernas. Subiendo y bajando con el movimiento de las olas. Nadamos hasta una distancia peligrosa.

Éramos magníficos nadadores, aunque nos estábamos arriesgando.

El nadador encuentra el agua fría menos desagradable después de un rato de encontrarse en ella, cuando la temperatura del cuerpo desciende, la diferencia entre la temperatura de la piel y el agua se hace mucho menos perceptible. Además, el ejercicio provoca la sensación de calor. Y una sensación segura pero falsa de calor puede ser peligrosa.

Sin embargo aquellas aguas se fueron enfriando cada vez más a medida que la temperatura de nuestros cuerpos descendía. No alcanzamos ese punto de relajación, auténtico o falso.

En lugar de adentrarnos tanto hacia el norte, hubiéramos tenido que dirigirnos hacia la orilla. Si nos hubiera quedado una pizca de sentido común, habríamos vuelto al montón de algas secas donde habíamos dejado la ropa.

Sin embargo apenas hicimos una pausa, y flotamos aspirando profundamente el aire frío y el agua que nos enfriaba la garganta. Luego, sin decir una palabra, giramos hacia el sur y seguimos nadando demasiado lejos de la orilla.

Los miembros me pesaban cada vez más. Sentí en el estómago unos terribles retortijones. El latido de mi corazón era tan fuerte como para hundirme bajo la superficie.

Aunque nuestros movimientos eran tan suaves como cuando habíamos entrado en el agua, eran mucho más torpes y la boca se nos llenaba de una espuma blanca y fría.

Nadamos el uno junto al otro, procurando no perdernos de vista. El cielo invernal no era agradable, las luces de la ciudad estaban tan distantes como las estrellas y el mar era hostil. Allí sólo existía la amistad, porque sabíamos que, en un momento de dificultad, ambos hubiéramos dado la vida por salvar al otro.

Cuando llegamos a la orilla, apenas teníamos fuerzas para salir del agua. Salimos exhaustos, con náuseas, más pálidos que la arena y con violentos temblores y escupimos para echar fuera el sabor astringente del mar.

Teníamos tanto frío que no hubiéramos podido ni imaginar siquiera el calor del horno crematorio. Aun después de habernos vestido, todavía temblábamos, y esto era bueno.

Sacamos las bicicletas de la arena, cruzamos la zona de césped que bordeaba la playa y nos dirigimos a la calle más próxima.

—Mierda —dijo Bobby al subir a la bicicleta.

—Sí —dije yo.

Pedaleamos de regreso a nuestras respectivas casas.

Fuimos directamente a la cama como si estuviéramos enfermos. Nos quedamos dormidos. Soñamos. La vida continuó.

Ya no volvimos más a la ventana del crematorio.

Nunca volvimos a hablar de la señora Acquilain.

Años más tarde, tanto Bobby como yo hubiéramos dado la vida por salvar la del otro, y sin dudarlo.

Qué extraño es este mundo: las cosas que podemos tocar fácilmente, esas cosas tan reales a los sentidos —la dulce arquitectura del cuerpo de una mujer, nuestra carne y nuestros huesos, el frío del mar y el brillo de las estrellas—, son muchísimo menos reales que aquello que no podemos tocar, probar, oler o ver. Las bicicletas y los muchachos que las conducen son menos reales que lo que pensamos o lo que sentimos, menos sustanciales que la amistad, el amor y la soledad, que todo lo que existe hace muchísimo tiempo en el mundo.

Esta noche del mes de marzo tan lejana de la época de la infancia, la ventana del crematorio y la escena que se desarrollaba tras ella eran más reales de lo que yo hubiera deseado. Alguien había apaleado brutalmente al vagabundo hasta matarle y luego le había arrancado los ojos.

Si el asesinato y la sustitución de aquel cadáver por el de mi padre tenía sentido cuando se conocieran todos los hechos, ¿por qué arrancarle los ojos? ¿Había alguna razón lógica para enviar a aquel pobre hombre sin ojos a consumirse en el fuego del crematorio?

¿Habían desfigurado al vagabundo por alguna razón oscura e inmoral?

Recordé al gigante de la cabeza rapada y el pendiente con la perla. Recordé su rostro sin ángulos. Los ojos de cazador, negros y fijos. La fría y desagradable voz metálica. Imaginé a ese hombre sintiendo placer ante el dolor ajeno, cortando carne con la misma despreocupación y facilidad que un leñador una ramita.

Además, en aquel extraño nuevo mundo que había entrado en mi vida tras la experiencia en el sótano del hospital, no era difícil imaginar a Sandy Kirk desfigurando el cuerpo: Sandy, tan atractivo y superficial como un modelo profesional, Sandy, cuyo querido padre había llorado al incinerar a Rebecca Acquilain. Es posible que hubieran sacrificado los ojos en el altar del santuario, en el rincón más alejado y de difícil acceso del jardín de rosas, que Bobby y yo nunca pudimos encontrar.

Cuando Sandy y su ayudante dirigían la camilla hacia el horno, sonó el teléfono en el crematorio.

Me aparté sobresaltado de la ventana como si se hubiera disparado una alarma.

Cuando me acerqué otra vez al cristal, vi a Sandy sacarse la mascarilla de cirujano y alzar el auricular del teléfono de pared. El tono de su voz indicaba confusión, después alarma, enfado, aunque a través del doble paño de la ventana no pude escuchar la conversación.

Sandy colgó el auricular del teléfono con tanta violencia que estuvo a punto de arrancar la caja de la pared. Quienquiera que estuviera en el otro extremo de la línea había hablado claro.

Sandy dijo algo a su ayudante mientras se quitaba los guantes de látex. Creí oírle decir mi nombre, y no precisamente con admiración o afecto.

Jesse Pinn, el ayudante, era un hombre de rostro enjuto y pálido, pelirrojo, de ojos castaños y unos labios finos y apretados que parecían anticipar el sabor de un conejo recién abatido. Pinn se dispuso a abrir la cremallera de la bolsa que encerraba el cadáver del vagabundo.

La chaqueta del traje de Sandy colgaba de una de las perchas a la derecha de la puerta. Cuando la cogió, me quedé atónito al ver que debajo de la americana le colgaba una pistolera hundida por el peso de un arma.

Sandy vio a Pinn manipular torpemente la bolsa del cadáver, le dijo algo con un tono abrupto y señaló hacia la ventana.

Pinn corrió directamente hacia donde me encontraba y yo me separé deprisa del paño. El hombre cerró los listones medio abiertos de la persiana.

En ese momento dudé de lo que había visto.

Por un lado, teniendo presente que soy profundamente optimista y esta es una condición inherente en mí, decidí que en esta ocasión sería prudente prestar atención a un instinto más pesimista y no vacilar. Me alejé apresuradamente de la pared del garaje y de la arboleda de eucaliptos, rodeado por un aroma a muerte, y me dirigí al patio posterior.

Las hojas amontonadas crujían con tanta dureza como caparazones de caracol bajo los pies. Por suerte me protegía el susurro de la brisa entre las ramas de los árboles.

El viento, lleno del rumor apagado del mar a través del cual había viajado tanto, enmascaraba mis movimientos.

Pero también ocultaría el sonido de unos pasos que me siguieran.

Estaba seguro de que la llamada telefónica procedía de los auxiliares del hospital. Habían examinado el contenido de la maleta, habían encontrado la cartera de mi padre y en consecuencia dedujeron que yo debía de haber estado en el garaje y había sido testigo del cambalache con el cuerpo.

El informador le había hecho ver a Sandy que mi aparición ante su puerta no había sido tan inocente como parecía. Saldría con Jesse Pinn a comprobar si yo todavía estaba oculto en su propiedad.

Llegué al patio posterior. El prado recortado me pareció más extenso de lo que recordaba.

La luna llena no brillaba más que unos minutos atrás, pero toda la superficie que antes había absorbido su lánguida luz ahora la reflejaba y la amplificaba. El resplandor plateado y espectral que bañaba la noche me ponía en evidencia.

Decidí no atravesar el amplio patio de ladrillo y acercarme a la casa y a la avenida de la entrada. Alejarme del camino por el cual había llegado sería demasiado arriesgado.

Atravesé el prado hacia el terreno de la rosaleda en la parte trasera de la propiedad. Delante de mí se extendían unas terrazas descendentes con extensas hileras de espalderas dispuestas en ángulo, numerosas glorietas como túneles y un laberinto de senderos tortuosos.

En nuestra suave costa la primavera no retrasa su estreno, su aparición corresponde a la fecha del calendario, y casi todas las rosas estaban abiertas. Las flores rojas y otras de tonos más oscuros parecían negras a la luz de la luna, rosas para un altar siniestro, pero también había enormes capullos blancos, tan grandes como la cabeza de un bebe, inclinándose con el arrullo de la brisa.

Escuché voces masculinas detrás de mí. Llegaban débiles y a retazos entre el viento intermitente.

Agazapado detrás de un alto enrejado, miré hacia atrás a través de los recuadros abiertos entre los blancos cruces de las celosías. Aparté cuidadosamente las agudas espinas de las enredaderas.

Cerca del garaje, dos haces de luz expulsaron a las sombras de los arbustos, de un salto enviaron a los espectros a las ramas de los árboles y se reflejaron en las ventanas.

Sandy Kirk estaba detrás de uno de aquellos haces de luz y era indudable que llevaba el arma que yo había descubierto fugazmente. Jesse Pinn también debía de ir armado.

Hubo un tiempo en que los empresarios de las funerarias y sus ayudantes no eran peligrosos. Hasta aquella tarde creí que todavía vivía en aquella época.

Entonces apareció un tercer haz de luz en el extremo de la casa. Luego el cuarto y el quinto.

Y el sexto.

Ignoraba de donde habían salido aquellos nuevos perseguidores ni de donde habían llegado con tanta rapidez. Se abrieron hasta formar una línea y avanzaron con un propósito determinado por el patio, pasaron la piscina, se dirigieron al jardín de rosas, escudriñando con los haces de luz amenazadoras figuras tan misteriosas como los espíritus malignos de un sueño.