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Desde la habitación del hospital telefoneé a Sandy Kirk a la Funeraria Kirk, con el que mi padre había dispuesto las cosas semanas antes. De acuerdo con sus deseos, iba a ser incinerado.

Llegaron dos auxiliares, unos jóvenes con el pelo corto y un esbozo de bigote, y se llevaron el cuerpo a la sala frigorífica situada en el sótano.

Me preguntaron si quería esperar abajo hasta que llegaran los de pompas fúnebres. Les dije que no.

Aquello no era mi padre, sólo era su cuerpo. Mi padre se había ido a otra parte.

No quise levantar la sábana para ver el rostro amarillento de mi padre. No era así como quería recordarlo.

Los auxiliares trasladaron el cuerpo a una camilla. Parecían conocer bien su trabajo, que debían de practicar con frecuencia, y mientras lo hacían me lanzaban miradas furtivas, como si se sintieran culpables de lo que estaban haciendo.

Es posible que los que transportan a los muertos nunca se encuentren cómodos con su trabajo. Sería muy tranquilizador creerlo, que cosas como la incomodidad significaran que la gente no es tan indiferente a la muerte de los demás como a veces lo parece.

Lo más probable es que esos dos fueran simplemente unos curiosos que me miraban a hurtadillas. Después de todo, yo soy el único ciudadano de Moonlight Bay que ha sido protagonista en primera plana de un artículo de la revista Time.

Soy el único que vive por la noche y rehúye la luz del sol. ¡Un vampiro! ¡Un profanador de tumbas! ¡Un loco y asqueroso pervertido!

Para ser exactos, la inmensa mayoría lo comprenden y me aprecian. Una minoría venenosa, sin embargo, son unos chismosos que creen todo lo que oyen acerca de mí y que adornan todos los chismes con la probidad satisfecha de los espectadores de un juicio a las brujas de Salem.

Si aquellos dos jóvenes eran de este último tipo, debieron de sentirse chasqueados al ver que yo parecía tan normal. No vieron un rostro con la palidez de la tumba. Ni unos ojos inyectados en sangre. Ni unos colmillos largos. Ni siquiera tenía un bocadillo de arañas y gusanos. Qué decepción.

Las ruedas de la camilla crujieron cuando los auxiliares salieron con el cuerpo. Una vez cerrada la puerta, seguí oyendo cómo se alejaba el chirrido-chirrido-chirrido.

Solo en la habitación, a la luz de las velas, saqué el maletín de mi padre del armarito. Sólo contenía las ropas que había llevado cuando entró por última vez en el hospital.

En la repisa de la mesilla de noche estaba su reloj, la cartera y cuatro libros de bolsillo. Los metí en la maleta.

Me puse en el bolsillo el encendedor de butano y dejé allí las velas. No deseaba volver a oler a árbol de la cera nunca más. Ese aroma tenía ahora unas connotaciones intolerables para mí.

Reuní las pocas pertenencias de mi padre con tal rapidez que me admiró mi autocontrol.

Lo cierto es que su pérdida me había dejado atontado. Apagué las velas apretando las llamas entre el pulgar y el dedo índice y no sentí el calor o el olor de la cera chamuscada.

Cuando salí al corredor con la maleta, una enfermera apagó los paneles fluorescentes del techo. Caminé directamente hacia las escaleras que antes había subido.

No podía utilizar los ascensores porque las luces que tenían en el techo no se podían apagar independientemente de sus mecanismos de elevación. Durante el breve descenso desde la tercera planta, la loción contra el sol sería suficiente protección, sin embargo, no estaba preparado para correr el riesgo de quedarme atascado entre dos plantas durante un largo espacio de tiempo.

Sin acordarme de ponerme las gafas, bajé rápidamente las escaleras iluminadas por una luz mortecina y, ante mi sorpresa, no me detuve en la planta baja. Llevado por una sensación compulsiva que no comprendí inmediatamente, continué bajando a mayor velocidad que antes, con la maleta golpeándome la pierna, hasta que llegué al sótano, a donde habían llevado a mi padre.

El aturdimiento se transformó en un escalofrío. Moviéndose en espiral hacia fuera desde aquel temblor helado, me atravesaron una serie de estremecimientos.

De repente me dominó la seguridad de que había sido despojado del cuerpo de mi padre sin cumplir un encargo solemne, aunque en ese momento era incapaz de recordar qué era lo que debía hacer.

Mi corazón latía con tanta fuerza que podía oírlo como el toque de tambor de un cortejo funerario que se fuera aproximando, pero a paso ligero. Mi garganta entumecida quedó medio cerrada y conseguí tragar la repentina afluencia de saliva haciendo un esfuerzo.

Al fondo de la escalera había una puerta de acero bajo el signo rojo de salida de emergencia. Un poco confundido me detuve y dudé con una mano en la barra de apertura.

Entonces recordé la obligación que había estado a punto de olvidar. Mi padre, romántico hasta el final, había querido que lo incineraran con su fotografía preferida de mi madre, y me había encargado que me asegurara que la llevaba con él al depósito. La fotografía estaba dentro de la cartera. Y la cartera dentro a su vez de la maleta que yo llevaba.

Abrí la puerta con decisión y entré en un corredor del sótano. Las paredes estaban pintadas de un blanco brillante. Desde los difusores parabólicos plateados del techo, torrentes de luz fluorescente se esparcían por el corredor.

Debería de haberme detenido, no atravesar aquella puerta o, al menos, debería de haber buscado el interruptor de la luz. Pero en lugar de hacerlo, me lancé precipitadamente hacia delante, la pesada puerta se cerró con un suspiro a mis espaldas, mantuve gacha la cabeza y estimé que la crema antisolar y la visera de la gorra eran suficientes para protegerme la cara.

Me metí la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta. Quedó expuesta a la luz la mano derecha que agarraba el asa de la maleta.

Aquella cantidad de luz bombardeándome durante el trayecto de un centenar de pasos por el corredor no sería suficiente, en si misma, para disparar un torrente de cánceres de piel o tumores en los ojos. Era plenamente consciente, sin embargo, que el daño que iba a sufrir el ADN en las células de mi piel era acumulativo porque mi cuerpo no podía repararlo. Un minuto exacto de exposición diaria durante dos meses tendría el mismo efecto catastrófico que una hora seguida abrasándome en una sesión suicida a merced del sol.

Mis padres me habían inculcado, desde la infancia, que las consecuencias de un solo acto irresponsable, por insignificante o hasta mínimo que pudiera parecer, traería consigo aquellos horrores inevitables como consecuencia de la lógica irresponsabilidad.

Aunque caminaba con la cabeza inclinada y la visera de la gorra bloqueaba la visión directa de los paneles fluorescentes, no tenía protección contra la claridad que se reflejaba de las paredes blancas. Debería de haberme puesto las gafas de sol, pero estaba tan solo a unos segundos del final del pasillo.

El pavimento de vinilo jaspeado en gris y rojo parecía carne cruda de varios días. Me sobrevino un ligero mareo, provocado por la pésima forma de las baldosas y por el terrible fulgor.

Dejé atrás el almacén y las salas de máquinas.

Tuve la impresión de que el sótano estaba desierto.

La puerta del corredor en uno de los extremos se transformó en la puerta del próximo final. Entré en un pequeño garaje subterráneo.

No se trataba del aparcamiento público, ese se encontraba en la planta de encima.

Allí solo había una camioneta de reparto con el nombre del hospital a un lado y una ambulancia.

A mayor distancia estaba aparcado un Cadillac negro, el coche de la funeraria de Kirk. Me alivio observar que Sandy Kirk todavía no había recogido el cuerpo y se había marchado. Todavía tenía tiempo de poner la foto de mi madre entre las manos cruzadas de mi padre.

Aparcada junto al reluciente coche fúnebre había una camioneta Ford parecida a las ambulancias aunque no llevaba los faros de emergencia. Tanto el coche como la camioneta estaban frente a mí, junto a la gran puerta abatible, que permanecía abierta.

El espacio restante estaba vacío, así los camiones de reparto podían entrar y descargar la comida, las sábanas, los suministros médicos hasta el ascensor de carga. En ese momento no se estaba haciendo ninguna entrega.

Aquí las paredes no estaban pintadas y los fluorescentes fijos en el techo eran más tenues y estaban más separados que los del corredor que acababa de abandonar. De todas formas no era un lugar resguardado para mí, así es que me dirigí rápidamente hacia el coche fúnebre y la camioneta blanca.

El extremo del sótano situado inmediatamente a la izquierda de la puerta abatible del garaje y más allá de los dos vehículos aparcados, estaba ocupado por un cuarto que yo conocía muy bien. Era la cámara frigorífica, donde se mantenía al fallecido hasta que era transportado al depósito de cadáveres.

Una terrible noche de enero de hacía dos años, habíamos velado el cuerpo de mi madre mi padre y yo, a la luz de las velas y soportando el frío intenso durante más de media hora. No pudimos soportar dejarla allí sola.

Aquella noche papá la hubiera acompañado desde el hospital al depósito de cadáveres y de allí al horno incinerador, si no hubiera sido porque se sintió incapaz de dejarme solo. Un poeta y una científica, pero almas gemelas.

La sacaron del escenario del accidente y se la llevaron en una ambulancia directamente al quirófano de urgencias. Murió tres minutos después de haberla instalado en la mesa de operaciones, sin recuperar el conocimiento, antes de que pudieran determinar la gravedad de sus heridas.

La puerta de aislamiento de la cámara frigorífica estaba abierta y cuando me aproximaba a ella, oí a unos hombres discutiendo en el interior. A pesar de su enfado, hablaban en voz baja; una nota de emoción muy alterada rivalizaba con un tono de intensidad y secreto.

La cautela, más que la disputa, me hizo detenerme justo antes de llegar al umbral de la puerta. A pesar de la mortífera luz fluorescente, me detuve un instante lleno de indecisión.

Del otro lado de la puerta llegó una voz que reconocí.

—¿Quién es el tipo que meteré en el horno crematorio? —dijo Sandy Kirk.

—Nadie. Un vagabundo —repuso otro hombre.

—Deberías de haberlo traído a mi casa y no aquí —protestó Sandy—. ¿Qué pasa si lo reconocen?

Habló entonces un tercero, cuya voz reconocí como la de uno de los auxiliares que recogieron el cuerpo de mi padre de la habitación de la planta de arriba:

—¿Por Dios, podemos continuar?

De repente comprendí que sería peligroso que me descubrieran y dejé la maleta contra la pared, para tener libres las dos manos.

Apareció un hombre en el umbral, pero no me vio porque estaba de espaldas a la puerta, empujando una camilla.

El coche fúnebre estaba a dos metros y medio de distancia. Para no ser descubierto, me dirigí hacia él y me agazapé en la puerta trasera, por la que cargaban a los cadáveres.

Saqué un poco la cabeza por encima del guardabarros y observé la entrada a la cámara frigorífica. El hombre que en ese momento salía de la habitación era un desconocido: próximo a la treintena, de alrededor de 1,80 de estatura, constitución maciza, con un cuello grueso y la cabeza rapada. Llevaba zapatos de trabajo, tejanos, una camisa de franela roja y un arete con una perla.

Una vez cruzó el umbral de la puerta con la camilla, la hizo girar hacia el coche funerario, que ya estaba dispuesto para hacerla entrar.

Encima de la camilla había un cadáver dentro de una bolsa de plástico opaco con cierre de cremallera. Hacía dos años, mi madre fue trasladada a la funeraria desde la cámara frigorífica en una bolsa similar.

Sandy Kirk siguió a aquel extraño cabeza rapada hasta el garaje y sujetó la camilla con una mano.

—¿Qué pasa si lo reconocen? —preguntó otra vez, bloqueando una de las ruedas con el pie izquierdo.

El calvo frunció el entrecejo e irguió la cabeza. Brilló la perla que llevaba en el lóbulo de la oreja.

—Ya te he dicho que era un vagabundo. Todas sus pertenencias están en su mochila.

—¿De verdad?

—Si desaparece, ¿quién se va a dar cuenta o se va a preocupar?

Sandy tenía treinta y dos años y era tan atractivo que ni siquiera su espantosa ocupación evitaba que las mujeres lo persiguieran. Aunque era una persona encantadora y con un aspecto menos serio que muchos de los de su profesión, a mí me causaba desasosiego. Daba la sensación de que sus hermosos rasgos eran una máscara detrás de la cual no se escondía otro rostro sino un vacío; no en el sentido de que fuera un hombre diferente o con menor moralidad de la que pretendía, sino como si no fuera un hombre en absoluto.

—¿Y los informes del hospital? —preguntó Sandy.

—No murió aquí —respondió el calvo—. Lo recogí antes, fuera de la autopista estatal. Estaba haciendo autoestop.

Nunca había confesado a nadie la sensación perturbadora que me producía Sandy Kirk: ni a mis padres, ni a Bobby Halloway, ni a Sasha, ni siquiera a Orson. Son tantas las personas imprudentes que han hecho comentarios crueles a mi costa, basados en mi apariencia y mi afinidad con la noche, que soy reacio a unirme al club de la crueldad y hablar mal de alguien sin una razón muy justificada.

El padre de Sandy, Frank, había sido un hombre agradable y de buena apariencia, y Sandy nunca había hecho nada que indicara que era menos admirable que su padre. Hasta ahora.

—Me estoy arriesgando mucho —le dijo Sandy al hombre que llevaba la camilla.

—Eres intocable.

—Me sorprende.

—Sorprende que te quede tiempo libre —contestó el calvo haciendo pasar la rueda de la camilla por encima del pie de Sandy que la mantenía bloqueada.

Sandy lanzó una imprecación y apresuradamente se puso fuera de su camino mientras el hombre con la camilla venía directamente hacia mí. Las ruedas rechinaron, como habían rechinado las ruedas de la camilla en la que se habían llevado a mi padre.

Me deslicé de cuclillas por la parte trasera del coche fúnebre y me situé entre él y la camioneta blanca Ford. Un rápido vistazo me reveló que ningún nombre de compañía o de institución adornaba el lateral del vehículo.

La chirriante camilla se estaba acercando rápidamente.

Entonces fui consciente por instinto de que me encontraba en una situación de considerable peligro.

Los había atrapado haciendo algo que yo no comprendía todavía, aunque estaba claro que era ilegal. Y querrían mantenerlo en secreto, especialmente para mí.

Me eché en el suelo y me deslicé debajo del automóvil, fuera de la vista y de la luz de los fluorescentes, en medio de unas sombras tan frías y suaves como la seda. El escondite apenas era suficiente para mí, y cuando encorvaba la espalda chocaba contra el tren de transmisión.

Estaba de cara a la parte trasera del vehículo. Vi pasar la camilla con ruedas y seguir hasta la camioneta.

Cuando giré la cabeza hacia la derecha, vi el umbral de la cámara frigorífica a solo dos metros y medio de distancia del Cadillac. Tenía muy cerca los brillantes zapatos negros de Sandy y la vuelta de sus pantalones azul marino mientras él seguía con los ojos al calvo de la camilla.

Detrás de Sandy, apoyada contra la pared, estaba la pequeña maleta de mi padre. No se habían acercado tanto como para descubrirla y si yo la hubiera llevado conmigo no hubiera podido moverme con la suficiente rapidez o deslizarme silenciosamente debajo del coche fúnebre.

Nadie la había descubierto todavía. A lo mejor seguían sin fijarse en ella.

Los dos auxiliares —que podía identificar por sus zapatos y sus pantalones blancos— sacaron otra camilla de la habitación. Las ruedas de esta última no chirriaban.

La primera camilla, empujada por el calvo, llegó a la parte trasera de la camioneta blanca. Le oí abrir las puertas de carga del vehículo.

—Será mejor que suba antes de que alguien empiece a preguntar que he estado haciendo durante tanto rato —dijo uno de los auxiliares al otro. Y se alejó hacia el fondo del garaje.

Las patas plegables de la primera camilla se cerraron con un fuerte chasquido cuando el calvo la introdujo en la parte trasera de su camioneta.

Sandy abrió la puerta trasera del coche fúnebre mientras el auxiliar que todavía seguía allí se acercaba con la segunda camilla. Sobre ella sobresalía otra bolsa de plástico opaco que contenía el cuerpo sin nombre del vagabundo.

Me dominó una sensación de irrealidad, de encontrarme en aquellas extrañas circunstancias. Estuve a punto de creer que de algún modo estaba soñando sin haberme quedado dormido primero.

Las puertas de carga de la camioneta se cerraron con estrépito. Cuando giré la cabeza hacia la izquierda, vi los zapatos del calvo que se aproximaban a la puerta del conductor.

El auxiliar iba a esperar allí a que se cerraran las puertas abatibles después de que los dos vehículos partieran. Si me quedaba debajo del coche fúnebre, me descubriría cuando Sandy se alejara.

Ignoraba cual de los dos auxiliares se había quedado, pero no tenía importancia. Confiaba en que fuera el menor de los jóvenes que se habían llevado a mi padre de su lecho de muerte.

Sin embargo, si Sandy Kirk miraba por el espejo retrovisor al salir del garaje, podía descubrirme. Entonces tendría que enfrentarme con él y con el auxiliar.

El motor de la camioneta se puso en marcha.

Mientras Sandy y el otro metían la camilla en la parte trasera del coche fúnebre, me deslicé fuera del vehículo. Se me cayó la gorra. La agarré y sin echar una mirada a la parte trasera del vehículo supere corriendo oblicuamente los dos metros y medio que me separaban de la cámara frigorífica.

Una vez en el interior de la fría habitación, me enderecé y me oculté detrás de la puerta, apretando bien la espalda contra la pared de cemento.

En el garaje nadie dio un grito de alarma. Era evidente que no me habían visto.

Entonces me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración y la dejé salir con un largo siseo entre los dientes apretados. Me lagrimeaban los ojos, sometidos al estimulo de la luz. Los sequé con el dorso de las manos.

Había dos paredes ocupadas por hileras de cajones de acero inoxidable en donde el aire era todavía más frío que en la habitación cuya temperatura era lo bastante baja para hacerme temblar. A un lado había dos sillas de madera sin cojines. El pavimento era de baldosas blanco porcelana con lechadas en las junturas para facilitar la limpieza si la bolsa de un cadáver goteaba.

De nuevo había en el techo tubos fluorescentes, demasiados, así es que me hundí hasta las cejas la gorra Instrucción Secreta. Me sorprendió que las gafas de sol que guardaba en el bolsillo de la camisa no se hubieran roto. Me protegí los ojos.

Un porcentaje de radiación ultravioleta penetra a través de la pantalla antisolar de cota más elevada. Había soportado más exposición a la luz directa durante la última hora que durante todo el año anterior. Como el ruido de los cascos de un terrible caballo negro, los peligros de una exposición acumulativa retumbaron en mi cabeza.

Al otro lado de la puerta abierta, el motor de la camioneta se puso a rugir. El rugido descendió suavemente, se convirtió en un gruñido y el gruñido en un murmullo mortecino.

El Cadillac de la funeraria siguió a la camioneta en la noche. La gran puerta del garaje se abatió y se cerró con un bufido compacto que retumbó a través del reino subterráneo del hospital, e inmediatamente después, el eco desplegó un silencio trémulo más allá de las paredes de cemento.

Permanecí en tensión, con los puños cerrados.

Aunque seguramente todavía estaba en el garaje, el auxiliar no hacía ruido. Me lo imaginé enderezando la cabeza con curiosidad y mirando la maleta de mi padre.

Un minuto antes estaba seguro de que podría vencer a ese hombre. Pero ahora mi confianza decreció. Físicamente estábamos equilibrados, sin embargo podía tener una crueldad de la que yo carecía.

No le oí aproximarse. Estaba al otro lado de la puerta abierta, a unos centímetros de donde yo me encontraba y sólo me enteré de su presencia porque la suela de goma de sus zapatos rechinó en las baldosas de porcelana cuando cruzó el umbral.

Si seguía hasta el interior, el enfrentamiento era inevitable. Yo tenía los nervios tan tensos como los muelles de un mecanismo de relojería.

Tras una indecisión desconcertante, el auxiliar apago las luces. Cerró la puerta de golpe cuando salió de la habitación.

Le oí meter la llave en la cerradura. El cerrojo de seguridad se introdujo en su lugar con un sonido similar al que hace el martillo de un revólver de gran calibre cuando se dispara con la recámara vacía.

Supuse que ningún cadáver ocupaba los helados cajones del depósito. El ritmo de defunciones en el Mercy Hospital —en la tranquila Moonlight Bay— no es tan frenético como en las grandes instituciones de las ciudades llenas de violencia.

Aunque todas aquellas literas de acero inoxidable hubieran estado llenas de cadáveres, su compañía no me hubiera puesto nervioso. Un día estaré tan muerto como cualquier residente del cementerio, sin duda antes que cualquier otro hombre de mi edad. La muerte es tan sólo el compadre de mi futuro.

Tenía un temor reverencial a la luz, y ahora la perfecta oscuridad de aquella habitación sin ventanas era, para mí, como el agua reparadora a un hombre muriendo de sed. Durante un minuto o poco más saboreé la absoluta negrura que me bañaba la piel, los ojos.

Reacio a moverme, seguí detrás de la puerta, con la espalda contra la pared, esperando quizá que el auxiliar volviera en cualquier momento.

Por fin me saqué las gafas de sol y las deslicé en el interior del bolsillo de la camisa.

En medio de la oscuridad, mi cabeza giraba vertiginosamente al ritmo de mis especulaciones.

El cuerpo de mi padre iba en la camioneta blanca y se dirigía a un destino que ignoraba. Bajo la custodia de unas personas cuyos actos me resultaban incomprensibles.

Me era imposible imaginar una razón lógica del extraño intercambio de cadáveres, excepto que la causa de la muerte de mi padre no fuera tan clara como un cáncer. Y si los restos de mi pobre padre podían incriminar a alguien, ¿por qué los culpables no permitían que el horno crematorio de Sandy Kirk destruyera la evidencia?

Al parecer necesitaban su cuerpo.

¿Por qué?

Noté un sudor frío en el interior de mis puños cerrados y la humedad que me bañaba la nuca.

Cuanto más pensaba en la escena que había presenciado en el garaje, menos cómodo me sentía en aquella oscura estación de la muerte. Aquellos acontecimientos tan extraños habían removido antiguos temores en mi interior, de tal manera que me era imposible discernirlos mientras pululaban y se movían en círculo en la oscuridad.

En lugar de mi padre iban a incinerar a un autoestopista asesinado. Pero ¿por qué habían matado a un inofensivo vagabundo? Sandy hubiera podido llenar la urna de bronce con cenizas de madera y yo no hubiera dudado que eran humanas. Además, era muy poco probable que yo pidiera que abrieran la urna sellada una vez me la entregaran, y más improbable todavía que sometiera su contenido a un análisis de laboratorio para determinar su composición y su origen.

Mis pensamientos se confundían en una apretada trama, imposible de deshacer.

Vacilante, saqué el encendedor del bolsillo. Dudé un momento, aguzando el oído por si escuchaba algún sonido furtivo al otro lado de la puerta cerrada y entonces encendí la llama.

No me hubiera sorprendido ver un cadáver de alabastro levantarse en silencio desde su sarcófago de acero, quedarse ante mí, grasienta confrontación con la muerte, brillando a la suave luz del mechero de gas, los ojos abiertos pero ciegos, la boca abierta para comunicar un secreto aunque sin producir siquiera un murmullo. No había ningún cadáver enfrente, pero serpientes de luz y sombra se escapaban de la temblorosa llama y se arremolinaban en los paneles de acero, produciendo la ilusión de movimiento en los cajones, de tal manera que los receptáculos parecían moverse hacia fuera.

Al volverme hacia la puerta descubrí que para evitar que nadie se quedara encerrado accidentalmente en la cámara frigorífico, el candado podía abrirse desde el interior. A este lado no se necesitaba llave, el cerrojo se corría con un simple giro del pulgar.

Saqué el gancho del candado con el mayor sigilo que me fue posible. La perilla de la puerta crujió suavemente.

Al parecer el silencioso garaje estaba desierto, pero yo seguí alerta. Podía haber alguien detrás de una de las columnas de soporte, de la ambulancia o de la camioneta de reparto.

Al mirar de soslayo hacia la lluvia seca de luz fluorescente, observé con desaliento que la maleta de mi padre había desaparecido. Debió de llevársela el auxiliar.

No quería atravesar el sótano del hospital para llegar hasta las escaleras por las que había bajado. El riesgo de encontrarme a uno o a ambos auxiliares era demasiado grande.

Hasta que no abrieran la maleta y examinaran el contenido, no podrían saber quién era el propietario. Pero cuando encontraran la cartera de mi padre con su DNI, sabrían que yo había estado allí y se preguntarían qué habría visto u oído.

Había sido asesinado un autostopista no porque conociera sus actividades, ni porque los pudiera incriminar, sino solo porque necesitaban un cuerpo para incinerar por razones que a mí todavía se me escapaban. Con los que supusieran una verdadera amenaza para ellos, serían aún más desalmados.

Presioné el botón que abría la puerta abatible. El motor zumbó, la cadena dio una repentina sacudida al tensarse y la gran puerta dividida en segmentos ascendió con un tremendo chasquido. Nervioso, eché un vistazo al garaje, esperando ver irrumpir desde su escondite a un agresor y abalanzarse sobre mí.

Cuando la puerta estuvo abierta a medias, volví a presionar un segundo botón y la detuve, después presioné un tercero. Mientras descendía, me deslicé por debajo de ella y salí a la noche.

Los altos faroles derramaban una luz cobriza y fría de un amarillo opaco sobre la calzada que hacía pendiente desde el garaje subterráneo. Al final de la calzada, el aparcamiento estaba iluminado por esta luz tétrica, que era como el brillo frígido de la antecámara de las inmediaciones de un infierno en el que el castigo consistiera en una eternidad de hielo en lugar de fuego.

Cuando me era posible avanzaba por las zonas ajardinadas, a la sombra nocturna de alcanfores y pinos.

Crucé apresuradamente una calle estrecha y entré en un barrio residencial de pintorescas casitas españolas. En una callejuela sin farolas, las ventanas de la parte trasera de las casas estaban iluminadas, y tras ellas había habitaciones en las que vidas extrañas, llenas de infinitas posibilidades y dichosa mediocridad, eran vividas a mis espaldas y casi más allá de mi comprensión.

Con frecuencia me siento ingrávido en la noche, y esta era una de aquellas ocasiones. Corrí tan silencioso como un ave nocturna deslizándose en las sombras.

El mundo de la oscuridad me había acogido y formado durante veintiocho años, siempre había sido para mí un lugar cómodo y pacífico. Pero ahora, por primera vez en mi vida, me atormentaba la sensación de que me seguía un predador a través de la oscuridad.

Resistí el impulso de mirar por encima del hombro, aceleré el paso y eché a correr a gran velocidad por las estrechas y oscuras callejuelas de Moonlight Bay.