Cuando entré en el hospital, Angela Ferryman me estaba esperando en el corredor. Era enfermera de la tercera planta, trabajaba en el turno de tarde y había bajado a recibirme.
Angela era una mujer hermosa, de carácter dulce, que rozaba la cincuentena, extremadamente delgada y muy pálida, como si su dedicación a la enfermería fuera tan brutal que, según los crueles términos de un pacto diabólico, tuviera que entregarse a sí misma para asegurar la recuperación de sus pacientes. Daba la sensación de que sus muñecas eran demasiado frágiles para el trabajo que realizaba y se movía con una ligereza y una rapidez tales que podía creerse que tenía los huesos huecos como los de las aves.
Apagó las placas fluorescentes del techo del corredor. Luego me abrazó.
Cuando padecí las enfermedades típicas de la infancia y la adolescencia —paperas, gripe, varicela— como no me podían tratar fuera de casa, Angela era la enfermera encargada de venir a cuidarme a diario. Sus impetuosos y descarnados abrazos eran tan esenciales en su trabajo como los depresores de la lengua, los termómetros y las jeringas. Sin embargo aquel abrazo, en lugar de reconfortarme, me asustó.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Está bien, Chris. Todavía aguanta. Creo que lo hace por ti.
Me dirigí hacia las escaleras de emergencia. Cuando la puerta de la caja de la escalera se cerró a mis espaldas, Angela volvió a conectar las luces del corredor de la planta baja.
La caja de la escalera no tenía una iluminación peligrosa. Con todo, subí apresuradamente y no me quité las gafas de sol.
Al final de las escaleras, en el corredor del tercer piso, me esperaba Seth Cleveland. Era el médico de mi padre y también uno de los míos. Aunque es un hombre alto, con unos hombros tan redondos y macizos como para aguantar los arcos de la galería del hospital, se comporta contigo de tal manera que no te abruma. Se mueve con la gracia de un hombre mucho más pequeño y su voz es como la del osito de un cuento.
—Le estamos medicando para el dolor —dijo el doctor Cleveland mientras apagaba las placas fluorescentes del techo—, así es que va y viene. Cada vez que recupera el conocimiento pregunta por ti.
Me quité las gafas, las guardé en el bolsillo de la camisa y corrí por el amplio corredor pasando ante las habitaciones donde otros pacientes, con todo tipo de dolencias, en todos los estadios de la enfermedad, yacían inconscientes o estaban incorporados ante la bandeja con la cena. Los que vieron apagarse las luces del corredor se preguntaban la razón y hacían una pausa en la comida para verme pasar frente a sus puertas abiertas.
En Moonlight Bay soy una celebridad a regañadientes. De los doce mil residentes y los cerca de tres mil estudiantes del Ashdon College, una institución privada de humanidades, situada en la zona más alta de la ciudad, posiblemente soy la única persona cuyo nombre conoce todo el mundo. Debido a mi vida nocturna, sin embargo, no todos mis conciudadanos me han visto.
Mientras atravesaba el vestíbulo, la mayoría de enfermeras y auxiliares de enfermería pronunciaron mi nombre o se acercaron.
Creo que lo hicieron no porque sintieran una especial atracción hacia mi persona, o porque apreciaran a mi padre —de hecho todo aquel que lo conocía lo apreciaba—, sino porque eran profesionales competentes y yo era el más profundo objeto de su genuino deseo de prodigar buenos cuidados. Durante toda mi vida los he necesitado, aunque estoy tan fuera de sus posibilidades de curarme como de las de cualquiera.
Mi padre estaba en una habitación semiprivada, pero en ese momento el otro paciente no ocupaba la cama.
Me detuve dudando en el umbral. Luego, con un profundo suspiro que no me dio fuerzas, entré y cerré la puerta detrás de mí.
Los listones de las cortinas venecianas estaban cerrados. En el extremo de cada tiro, el luminoso blanco del marco de las ventanas irradiaba la luz anaranjada del sol de la última media hora del día.
En la cama más próxima a la entrada, mi padre era una forma oscura. Oí su débil respiración. Y cuando le hablé, no respondió.
Un electrocardiógrafo lo controlaba, para no molestarle, habían silenciado la señal auditiva, el latido de su corazón se traducía en una línea de luz verde puntiaguda en un tubo de rayos catódicos.
Tenía el pulso rápido y débil. Cuando lo comprobé, pasó por un breve período de arritmia que me asustó, antes de estabilizarse otra vez.
Debajo de los cajones de la mesilla de noche había un mechero de butano y un par de velas de baya del árbol de la cera, de unos siete centímetros de diámetro, en unas copas de cristal. El personal médico fingió no darse cuenta de la presencia de estos objetos.
Puse las velas sobre la mesilla de noche.
Debido a mis limitaciones, gozo de estas dispensas de las reglas del hospital. De otro modo, hubiera tenido que sentarme en la más absoluta oscuridad.
Violando las reglas contra el fuego, presione el mechero y encendí la llama de una mecha. Luego la de la otra.
Quizá mi extraña celebridad me permita otras licencias. No se puede sobreestimar el poder de la celebridad en los actuales Estados Unidos.
Bajo la proyección de la temblorosa luz, el rostro de mi padre emergió de la oscuridad. Tenía los ojos cerrados y respiraba con la boca abierta.
No se estaban haciendo grandes esfuerzos para mantenerlo con vida, ningún inhalador le ayudaba a respirar.
Me quité la chaqueta y la gorra Instrucción Secreta y las dejé en la silla dispuesta para los visitantes.
Me senté junto a su lecho, en el lado más alejado de las velas, y cogí su mano con la mía. Tenía la piel fría y tan fina como el pergamino. Unas manos huesudas. Las uñas amarillas, agrietadas, como nunca lo habían estado.
Se llamaba Steven Snow y era un gran hombre. Nunca había ganado una guerra, o emitido una ley, nunca compuso una sinfonía ni escribió una novela famosa, como quiso hacer en su juventud, pero era más grande que cualquier general, político, compositor o novelista premiado que nunca haya vivido.
Era grande porque era bondadoso. Era grande porque era modesto, amable, risueño. Estuvo casado con mi madre durante treinta años, y durante ese largo trayecto lleno de tentaciones, le había permanecido fiel. Su amor por ella había sido tan vivo que nuestra casa, apenas iluminada en la mayoría de las habitaciones, brillaba en todo aquello que importaba. Profesor de literatura en Ashdon —donde mamá había sido profesora en el departamento de ciencias—, papá era tan apreciado por sus alumnos que muchos seguían en contacto con el durante décadas después de dejar su clase.
Aunque mi enfermedad había condicionado muchísimo su vida prácticamente desde el día en que nací, cuando apenas contaba veintiocho años, jamás me hizo sentir que lamentaba su paternidad o que yo era para él algo más que una fuente inagotable de orgullo y alegría. Vivió con dignidad y sin lamentarse y nunca dejó de celebrar que estaba a buenas con el mundo.
Una vez fue un hombre fuerte y apuesto. Ahora su cuerpo se había encogido y tenía el rostro gris y macilento. Parecía mucho mayor de cincuenta y seis años. El cáncer se le había extendido desde el hígado al sistema linfático y de ahí a otros órganos, hasta dejarlo completamente acribillado. En su lucha por sobrevivir, había perdido la mayor parte de sus espesos cabellos blancos.
En el monitor, la línea verde empezó a hacer picos y a avanzar erráticamente. La miré con temor.
La mano de mi padre apretó débilmente la mía.
Cuando volví a mirarlo, sus ojos azul zafiro estaban abiertos y clavados en mí, más fijos que nunca.
—¿Agua? —pregunté, porque últimamente siempre estaba sediento, seco.
—No, estoy bien —contestó, aunque parecía tener sed, con una voz que apenas fue un murmullo.
No supe que decir.
Durante toda mi vida, nuestra casa había estado llena de conversación. Mi padre, mi madre y yo hablábamos de novelas, viejas películas, de las tonterías de los políticos, de poesía, música, historia, ciencia, religión, arte, y de las lechuzas y ciervos voladores y mapaches y murciélagos y cangrejos de mar y otras criaturas que compartían la noche conmigo. Nuestro método iba desde los coloquios serios acerca de la condición humana al frívolo chismorreo sobre nuestros vecinos. En la familia Snow, ningún programa de ejercicio físico fuera lo enérgico que fuera, se consideraba adecuado si no incluía un ejercicio diario de la lengua.
Y ahora, cuando más necesitaba abrir mi corazón a mi padre, me había quedado mudo.
Sonrió como si comprendiera mi apuro y apreciara la ironía de aquella situación.
Luego la sonrisa desapareció. Su rostro, fatigado y amarillento, se demacró aún más. Se había deteriorado tanto que cuando una corriente de aire agitó la llama de las velas, su rostro apenas parecía más consistente que un reflejo que flotara en la superficie de un estanque.
La luz dejó de parpadear y pensé que mi padre había entrado en la agonía, pero cuando habló su voz revelaba más pesadumbre que dolor.
—Lo lamento, Chris. Maldita sea, lo lamento.
—No tienes nada que lamentar —le aseguré mientras me preguntaba si estaba lúcido o hablaba a través de la confusión de la fiebre y los medicamentos.
—Lamento tu herencia, hijo.
—Estaré bien. Puedo cuidar de mi mismo.
—No me refiero al dinero. Tendrás suficiente —dijo, su murmullo se quebró. Sus palabras se deslizaban de sus pálidos labios con el mismo silencio que el líquido de un huevo lo hace de la cáscara rota—. De la otra herencia de tu madre y mía. Del XP.
—Papá, no. No podían saberlo.
Cerró otra vez los ojos Sus palabras eran tan finas y transparentes como la clara de huevo crudo.
—Lo lamento…
—Me has dado la vida —dije.
Su mano se había deslizado de la mía.
Por un instante pensé que había muerto. El corazón se me perdió en el pecho como una piedra a través del agua.
Pero el latido que marcaba la luz verde en el electrocardiógrafo me mostró que sólo había perdido el conocimiento otra vez.
—Papá, me has dado la vida —repetí, aturdido porque no podía oírme.
Mis padres eran portadores sin saberlo de un gen recesivo que aparece solamente en una entre doscientas mil personas. La posibilidad de que dos de estas personas se conozcan, se enamoren y tengan hijos es de millones contra uno. Aun así, ambos sólo pueden pasar el gen a su descendencia por una fatalidad, porque existe una oportunidad entre cuatro de que esto suceda.
En mi caso, mi parentela sacó el premio gordo. Tengo el xeroderma pigmentosum —XP para abreviar—, una enfermedad genética rara y frecuentemente fatal.
Las víctimas del XP son extremadamente vulnerables al cáncer de piel y de ojos. Hasta la más breve exposición al sol —de hecho a cualquier rayo ultravioleta, incluidos los de las luces incandescentes y fluorescentes— podría ser desastrosa para mí.
A todos los seres humanos la luz del sol les daña el ADN —el material genético— de sus células, abriendo camino al melanoma y otras enfermedades. Las personas sanas poseen un remedio natural: las enzimas que retiran los sectores dañados de los filamentos del nucleótido y los reemplazan con ADN sano.
En las personas con XP, sin embargo, las enzimas no funcionan y la reparación no se lleva a cabo. Los rayos ultravioleta inducen a cánceres de rápido desarrollo, que hacen metástasis sin obstáculo alguno.
Los Estados Unidos, con una población que supera los doscientos setenta millones de individuos, albergan a más de ochenta mil enanos. Noventa mil de nuestros compatriotas crecen por encima de los dos metros. Nuestro país se ufana de poseer cuatro millones de millonarios, y diez mil más adquirirán este feliz estatus durante este año. En doce meses, quizás un millar de nuestros ciudadanos serán abatidos por un rayo.
Menos de un millar de estadounidenses padecen XP y menos de cien nacen con ella cada año.
El número es reducido en parte porque la afección es muy rara. La causa de que esta población XP sea tan limitada se debe también al hecho de que muchos de nosotros no vivimos mucho.
Muchos médicos familiarizados con el xeroderma pigmentosum esperaban que falleciera durante la infancia. Algunos hubieran apostado que podría sobrevivir hasta la adolescencia. Nadie se hubiera arriesgado seriamente a apostar su dinero a favor de que pudiera llegar a los veintiocho.
Sólo un puñado de XPeros (el nombre lo he puesto yo) me superan en edad, aunque muchos, si no todos, han sufrido problemas neurológicos progresivos asociados con su enfermedad. Temblor en la cabeza y en las manos. Pérdida de audición. Disfunciones en el habla. Hasta deterioro mental.
Excepto por la necesidad de resguardarme de la luz, soy tan normal como cualquiera. No soy albino. Mis ojos tienen color. Tengo la piel pigmentada. Aunque es cierto que soy más pálido que un chico de playa de California, no soy blanco como un fantasma. En las habitaciones iluminadas con velas y en el mundo nocturno que habito, hasta puede parecer que tengo una constitución morena.
En estas condiciones, cada día que pasa es un regalo y creo que aprovecho el tiempo tan bien y con tanta plenitud como debería. Saboreo la vida. Disfruto de aquello que a otros les sorprendería o donde sólo unos pocos se fijarían.
En el año 23 a. de C., dijo el poeta Horacio: «¡Disfruta el hoy, no confíes en el mañana!».
Yo agarro la noche y cabalgo en ella como si fuera un gran garañón negro.
La mayoría de mis amigos dicen que soy la persona más feliz que conocen. Podía elegir o rechazar la felicidad, y yo la abracé.
Sin estos padres, sin embargo, no hubiera podido garantizar esta elección. Mis padres alteraron su vida de forma radical para protegerme de manera absoluta de la luz dañina, y hasta que fui lo bastante mayor para comprender mi situación, permanecieron vigilantes sin descanso. Su abnegada diligencia contribuyó, no hay duda alguna, a mi supervivencia. Además, me dieron el amor —y el amor a la vida— que me hizo imposible caer en la depresión, en el desespero y en una existencia recluida.
Mi madre murió de repente. Aunque yo sabía que comprendía la profundidad de mis sentimientos, hubiera querido expresárselo adecuadamente el último día de su vida.
A veces, cuando salgo de noche y estoy en medio de la oscuridad en la playa, cuando el cielo está claro y la bóveda de las estrellas me hace sentir mortal e invencible al mismo tiempo, cuando el viento está sosegado y el mar está en calma al romper en la orilla, le digo a mi madre lo que significa para mí. Pero no sé si me oye.
Y ahora mi padre —todavía conmigo, aunque de una manera tan frágil— no me oyó decir «me has dado la vida». Temía que se marchara antes de que pudiera decirle todas las cosas que no había tenido la oportunidad de decirle a mi madre.
Su mano seguía fría y fláccida La volví a tomar, como para anclarlo a este mundo hasta que pudiera despedirme de él.
En los bordes de las persianas venecianas, los marcos y las molduras llameaban desde un naranja hasta un rojo fuego cuando el sol se reunió con el mar.
Esa es la única circunstancia bajo la cual nunca veré una puesta de sol directamente. Si desarrollara un cáncer de ojos, sucumbiera a él o me quedara ciego, bajaría a última hora de la tarde a la playa y me pondría frente a aquellos imperios asiáticos a donde nunca podré ir. Al filo del anochecer me quitaría las gafas de sol y contemplaría la luz agonizante.
Tuve que apartar la vista. El brillo de la luz me afecta a los ojos. Su efecto es tan absoluto y súbito que puedo sentir cómo me va quemando.
Cuando la luz de color sangre en el borde de las persianas se transformó en púrpura, la mano de mi padre apretó la mía.
Lo miré y vi que tenía los ojos abiertos. Entonces quise decirle todo lo que guardaba en mi corazón.
—Lo sé —murmuró.
Como era incapaz de callarme lo que no era necesario decir, mi padre reunió una fuerza inesperada y me apretó la mano de tal manera que yo dejé de hablar.
—Recuerda… —dijo en medio de mi trémulo silencio.
Apenas pude oírle. Me incliné sobre la cama y acerqué la oreja a sus labios.
Con una determinación que sonaba a la vez a ira y desafió me dio, con voz débil, su último consejo.
—No tengas miedo, Chris. No tengas miedo.
Luego se fue. El trazo luminoso del electrocardiógrafo dio un salto, después otro y marcó una línea plana.
Las únicas luces que se movían eran las llamas de las velas, que danzaban en las mechas negras.
Me fue imposible desligarme inmediatamente de su mano muerta. Besé su frente y su rugosa mejilla.
Ninguna luz pasaba a través del borde de las persianas. El mundo se había precipitado en la oscuridad que me acogía a mí.
Se abrió la puerta. También ahora habían apagado los paneles fluorescentes más próximos a la habitación y la única luz que se filtraba en el corredor procedía de las otras habitaciones.
El doctor Cleveland entró en la habitación y se acercó con expresión grave a los pies de la cama.
Lo seguía Angela Ferryman con los pasos rápidos de un aguzanieves, con la mano de afilados nudillos apoyada en el pecho. Tenía los hombros encorvados, su postura defensiva, como si la muerte de su paciente fuera para ella un quebranto físico.
El aparato de EKG junto a la cama estaba equipado con un dispositivo de telemetría que enviaba los latidos del corazón de mi padre a un monitor en las dependencias de enfermería abajo en el vestíbulo. De este modo se habían enterado del momento en que se había ido.
No vinieron con jeringas llenas de epinefrina o con un desfribilador portátil que le sacudiera el corazón para que volviera a funcionar. Tal como mi padre deseaba, no se tomaron medidas radicales.
Los rasgos del doctor Cleveland no estaban hechos para ocasiones solemnes. Se parecía a un imberbe Santa Claus con ojos festivos y rotundas mejillas rosadas. Intentó una expresión de dolor y simpatía, pero únicamente consiguió parecer confundido.
Sin embargo sus sentimientos eran evidentes en el tono de su voz.
—¿Estás bien, Chris?
—Aguanto.