Borgestein me atacó en dos ocasiones. La primera vez no pasó de un empujón y un golpe en la cara; la segunda intentó matarme. Yo salía del edificio donde tengo el consultorio y cuando lo vi ya era tarde. Se me acercó de frente. Quizá porque había planeado atacarme por atrás, empuñaba un cuchillo con la hoja para abajo. Instintivamente me cubrí con las manos. No dije nada, no pedí, no grité. Borgestein me pasó un brazo por los hombros y me enterró el cuchillo en la espalda. Una semana después abandoné la ciudad. Abandoné también a Julia, mi mujer.
Hacía más de un año que Julia y yo no nos veíamos despiertos. Julia es actriz. Era (es) la protagonista de una obra de teatro muy exitosa y hace funciones de martes a domingos. Los lunes graba durante todo el día un programa unitario de televisión. Fue siempre así desde que nos casamos, un año y medio atrás. Cuando ella llegaba a casa, ya pasada la medianoche, yo dormía; por las mañanas, cuando me levantaba, dormía ella. Nos comunicábamos por medio de notas. Las poquísimas ocasiones en que coincidimos despiertos, en general por un lapso de tiempo más bien breve, nos miramos como a extraños.
Muchas veces me propuse esperarla despierto, pero el cuerpo nunca me siguió. Me levantaba temprano, a las seis de la mañana; a las diez de la noche estaba literalmente molido. Julia llegaba tres o cuatro horas después. A veces la escuchaba entrar, pero era incapaz de abrir los ojos; su presencia me arrastraba al filo de una duermevela que enseguida se inclinaba para el lado del sueño. Lo digo ahora: nada de lo que Julia pudiera contarme sobre el resultado de la función de esa noche (todas las noches) me interesaba en lo más mínimo. La escuchaba ir y venir como un psicótico habituado a su fantasma —se duchaba, hablaba por teléfono, miraba televisión—, hasta que dejaba de oírla por completo. La mayoría de las veces ni siquiera la sentía meterse en la cama.
Yo era mucho más cuidadoso. Lo había asardinado todo. Me habitué a caminar descalzo, me resigné a no escuchar la radio, puse el volumen del teléfono en mínimo, incluso apoyaba la taza de café en una servilleta. Durante meses lo hice por amor y por delicadeza; después me di cuenta —y no podría decir cuándo— de que no quería que se despierte, así como prefería seguir durmiendo cuando la oía entrar.
Me mudé a una casa en la montaña. Apenas la herida empezó a cicatrizar, cargué el baúl del auto y manejé siete horas hacia el oeste. A mitad de viaje Julia me llamó por teléfono. Acababa de despertarse. Había leído la nota que le dejé en la mesa de la cocina, con toda la información, así que no supo qué decir aparte de preguntar si me sentía bien. Era la misma y única pregunta que me había hecho en los días posteriores al ataque, siempre por teléfono. La herida no era importante; el cuchillo había golpeado contra el omóplato derecho y se había deslizado hacia abajo, abriéndome un tajo de diez centímetros de largo. Julia no creyó necesario suspender la función. Yo mismo le pedí que no lo hiciera. Dos días después salimos en el diario. «Acuchillan al marido de Julia Navarro». Fue por el diario que me enteré de la detención de Borgestein, y también de la angustia de Julia.
Pasé la noche en un hotelito al costado de la ruta. Campo alrededor. A la hora de la cena descubrí que era el único pasajero. Crucé unas palabras con la dueña y me fui a dormir. En mitad de la noche me despertaron los relinchos de un caballo. Volví a dormirme y a despertarme; uno puede pedir que hagan callar a un niño, incluso a un perro, pero a un caballo… Miré hacia afuera por la ventana. No se veía nada. Prendí el velador y repasé las rutas en el mapa y las fotos impresas de la casa. Era una pequeña casa de madera y piedra, construida de un plumazo y como incrustada en la ladera de la montaña, a pocos metros de una cascada. La había descubierto en Internet. La había comprado por Internet. Nunca había ido.
Seguí viaje apenas amaneció. Si el tramo del día anterior me había llenado de energía, como una liberación, el tramo final (cinco horas) fue agotador. Llegué al pueblo a media mañana. Aunque era la primera vez que estaba allí no me dio ningún trabajo ubicar la inmobiliaria con la que meses atrás había cerrado el trato. Me sentía tan cansado por el viaje que, paradójicamente, se me hacía todo más fácil. Alguien me entregó la llave y se ofreció a acompañarme; acepté una indicación.
Encaré un camino de tierra en dirección a la montaña. Mientras subía, temí encontrar una casa distinta a la que imaginaba, quizá con una pared de menos y partes del piso roto; eso nunca me había inquietado mientras se trató sólo de una inversión. Yo vivía en el departamento de Julia. Recuerdo cuando le conté que había comprado la casa. Fue la única noche (en todo un año) que salimos a cenar con amigos y dimos la impresión de ser una pareja perfecta: cualquier cosa que decía ella, o cualquier cosa que decía yo, el otro arqueaba las cejas interesado, como si acabáramos de conocernos, lo que en cierto sentido era verdad; nuestros amigos leían en eso un signo de amor en constante renovación. En determinado momento le dije que había comprado la casa. Julia, que estaba al tanto de mi intención —a través de una serie de notas en las que incluso discutimos y peleamos, ya que Julia quería que yo sumara mis ahorros a los suyos para cambiar el departamento por uno más grande—, giró en la silla (no tengo ganas de escribir esto) y me besó y abrazó, haciendo pasar su enojo por alegría y mi inversión por un regalo.
—Ya no quedan hombres así —comentó ofensivamente la mujer de un colega, mirándolo de reojo.
A cincuenta metros de la casa terminaba el camino. Dejé el auto y seguí a pie.
Afortunadamente la casa coincidía con las fotos publicadas en Internet, con el propósito comercial de los encuadres y con la elección de la luz; coincidía con la realidad, en definitiva, que era lo que había imaginado yo, tanto por afuera como por adentro. No había ninguna diferencia entre el aire del interior y el aire del exterior (de hecho, di un paso adentro y aspiré como si acabara de salir): limpio, lleno de glóbulos de frío, sin la menor señal de encierro. Se destacaban ciertos rasgos del estilo tradicional japonés: techo de tejas a cuatro aguas, pisos de cerezo, puertas corredizas (que dividían los ambientes sólo ligeramente), y una de esas estrechas y profundas bañeras que los orientales usan menos para higienizarse que para relajarse y disfrutar.
El paisaje, visto desde afuera, al llegar, me había hecho sentir un gran alivio, como si acabara de quitarme de encima una montaña, precisamente, para ponerla justo ahí, detrás de la casa; visto desde adentro, enmarcado por la ventana del living, era aún más extraordinario. La cascada era sin duda su atractivo principal. Una puerta-ventana de cuatro hojas la encuadraba a conciencia, como si la construcción de la casa hubiera comenzado por allí. Cristalina hasta la obviedad, la cascada se despegaba de la roca para saltar hacia una hoya en la que burbujeaba ruidosamente. En ese punto (si uno salía al balcón, podía ver cómo) se abría en dos alrededor de un peñasco debajo del que volvía a unirse para continuar su caída, ahora pegada a la roca.
La ventana y el balcón (un balcón flotante, sostenido por gruesos tacos de roble ennegrecido) evidenciaban la finalidad de la casa: contemplar la cascada. Sin cascada, no habría casa. De hecho, el camino de acceso no llegaba hasta la puerta, como dije antes; había que dejar el auto a cincuenta o sesenta metros y seguir a pie. ¿Qué sentido hubiera tenido subir cincuenta metros por un terreno difícil, resbaladizo y agrietado, sin el premio visual de la cascada? La casa podría haberse levantado cincuenta metros más abajo sin ningún inconveniente, y sin grandes variaciones en cuanto a la belleza del paisaje.
Pasé horas desempacando y ordenando lo que había traído de la ciudad y revisando lo que había dejado el dueño anterior: algunos libros, revistas viejas, de uno y dos años atrás, un mueble con decenas de cajoncitos en los que había lápices, un encendedor, un alicate, un blister de aspirinas, un termómetro, todas cosas de las que parece imposible prescindir mientras se vive en determinado lugar y que pueden abandonarse sin ningún problema al partir. Después bajé al pueblo.
Compré alimentos, una sartén, unas botellas de vino y de whisky y un colchón de mala calidad que doblé en dos y que metí a presión en el asiento trasero del auto; en la casa había uno, pero no me gustaba la idea de usarlo.
Comí huevos fritos con pan, bebí una botella de vino hasta la última gota y leí y dormí en el balcón, al sol, hasta que el libro se me cayó de las manos.
El cielo, que estaba a pleno, invitaba a salir, y el frío a quedarse adentro. El viento sacudía la copa de los árboles sin emitir sonido. Salvo el rumor de la cascada, el silencio era total. Corté un poco de leña (en toda mi vida no había cortado más que los bordes de un corcho, para incrustado de nuevo en el pico de la botella), encendí la chimenea y me senté junto al fuego, un fuego todavía débil pero ya rosa, amarillo, verde y negro. Me froté las manos, incluso mentalmente, como ante un espejo. Leer, fumar, beber, dormir; de pronto no tenía más proyecto que leer, fumar, beber y dormir.
En el borde de las paredes de la hoya crecía un musgo diminuto, pálido y en perpetuo movimiento. Pasé un rato largo observándolo, sin ningún interés en particular, como imantado. Cuando empezaron a dolerme las piernas (estaba en cuclillas) entré y me senté frente al fuego. Una hoja de la ventana se abrió milímetro a milímetro hasta incluir mi reflejo junto al ángulo de la mesa donde había dejado el celular. El display estaba encendido y registraba dos llamados, uno del día anterior y otro de apenas una hora atrás. En ese preciso momento, como asociado a la hoja de la ventana, el teléfono volvió a sonar. Era Julia. Me preguntó cuánto tiempo pensaba quedarme.
—Dos semanas —le dije—. A lo mejor tres. ¿Cómo va la obra?
Es probable que mi voz le haya sonado tan rara como a mí la suya, así que la charla no prosperó.
Fui al auto en busca del cargador de la batería. En la casa no había, teléfono de línea, así que el celular era la única forma que Julia tenía de comunicarse conmigo; lo encontré en la guantera, lo conecté a un enchufe en la cocina y volví a salir.
Me paré sobre la comba de una roca, una enorme roca facetada, como un caparazón de tortuga, y me quedé mirando a dos ciclistas en miniatura que subían a pie por la ladera; llevaban las bicicletas en la mano. Desaparecieron en una bajada del camino. Cuando volví a verlos, estaban mucho más cerca y subían pedaleando. Pedaleaban erguidos, con el cuerpo echado hacia adelante. Las bicicletas se inclinaban simétrica y rítmicamente a un lado y a otro.
El pueblo (desde ahí arriba podía verlo con toda claridad, como a una maqueta, con sus casitas inhabitables alineadas y el trazado perfecto de sus calles) estaba a unos tres kilómetros de distancia. A la derecha, campo y un bosque de pinos; a la izquierda, más campo y otro bosque de pinos que, idéntico al bosque de la derecha, ponía al pueblo como entre paréntesis. Los ciclistas se detuvieron y uno de ellos me señaló con un brazo (quizá señaló la casa, o la cascada). Vestían ropas de ciclistas profesionales, con colores fluorescentes. Eran un varón y una mujer. Después de una breve deliberación montaron otra vez sus bicicletas y continuaron el ascenso.
Me quedé inmóvil, con las manos en los bolsillos, esperando. Quería transmitir privacidad, una teatralización de la paz que ellos venían a romper. Fijé la vista en sus caras congestionadas por el esfuerzo.
Me llamó la atención el silencio casi total en el que parecían envueltos cuando por fin se detuvieron frente a mí.
—Hi —dijo una de ellas.
No eran un hombre y una mujer, sino dos mujeres, aunque una de ellas parecía varón. La mujer que parecía mujer me preguntó si hablaba inglés. Hablo inglés, pero dije que no. La mujer que parecía varón fue hasta la hoya, se acuclilló, cargó una buena cantidad de agua en las manos y se la echó en la cara mientras la otra hacía un comentario admirativo sobre el lugar, sin esperanza de ser comprendida y aún así con vehemencia. Se fueron un minuto después.
La ropa de las ciclistas, tan llamativas, me hizo notar que seguía vestido como un hombre de ciudad. Era la misma ropa con la que había viajado. Me cambié y bajé al pueblo. A mitad de trayecto un ciervo cruzó corriendo delante del auto y se perdió al otro lado del camino como un dibujo animado, arrojándose de cabeza en la espesura.
Entré a un mercado inmenso (un cuarto de manzana) en el que convivían góndolas de alimentos envasados y alimentos frescos con locales de ropa, de perfumes, de electrodomésticos, de repuestos automotores. El pueblo entero parecía haberse dado cita allí. Circulaban sin apuro por entre los puestos, girando en un caleidoscopio de olores y sonidos; tuve la impresión de que nadie era llevado por una necesidad puntual: el que acababa de comprar un kilo de tomates o un cartón de leche, consideraba la compra de una tijera de podar en el local siguiente con el mismo interés (o un paraguas, o una máquina de coser, o una mesa de disección), y así hasta el final del recorrido; un consumo de lo más heterogéneo. Yo mismo caí en la trampa: compré unas zapatillas y un reproductor de CDs.
A fines de la primera semana o comienzos de la segunda empecé a notar que la casa estaba como insonorizada. La casa y los alrededores. Sabía que el celular llamaba si veía el display iluminado; si no, era imposible. El plan de escuchar música mientras leía al aire libre (sentado al sol en una reposera de lona que había dejado el dueño anterior) no daba resultado si no ponía el volumen al máximo, y aún así no escuchaba lo suficientemente bien. En los minutos posteriores al apagado del generador eléctrico, que era muy ruidoso, volvía todo a la normalidad y otra vez oía el sonido del vaso que apoyaba en la mesa o el chisporroteo del aceite en la sartén, y hasta los cascos de los ciervos que solían acercarse a curiosear, generalmente de noche. Pero una hora después ya estaba otra vez como entre algodones.
Consulté a un fonoaudiólogo en el hospital del pueblo. Me examinó y no encontró nada fuera de lo normal. Aproveché la ocasión para preguntarle, sólo por curiosidad, si en el hospital había servicio de psiquiatría y si acaso se necesitaba un profesional («soy psiquiatra», dije), y el hombre (un hombre joven, duro y angosto como un hacha) giró hacia mí y me llamó «doctor» y dijo «no creo».
Ese día pasó algo horrible. Volvía a casa en auto, como siempre (vale decirlo, ya que no lo dije antes: me había propuesto hacer ejercicio, y el camino de la casa al pueblo y del pueblo a casa, si lo recorría a pie, se presentaba como la excusa ideal —pasé quince años de mi vida sentado en un consultorio escuchando el ronroneo de los delirios de mis pacientes, y medicarlos era mi única actividad), cuando de pronto vi a las dos ciclistas de la semana anterior.
Habían tirado las bicicletas en medio del camino para trenzarse en una lucha sin cuartel. Una de ellas estaba de espaldas en el suelo y arañaba la cara de la otra que, de rodillas, la golpeaba en el pecho. Gritaban las dos. Enseguida entendí que los gritos eran pedidos de socorro y apreté el acelerador. Frené junto a ellas. Un puma mordía la cabeza de la chica que estaba en el suelo y trataba de llevársela; la otra chica luchaba para impedirlo abrazada a las piernas de su amiga. Bajé. Instintivamente me agaché a agarrar una piedra. Cuando me incorporé, el puma se había ido. Alzamos a la chica, la acostamos en el asiento trasero del auto y volamos al hospital.
Durante el trayecto descubrí que no eran las mismas chicas de la otra vez. Ni siquiera se parecían, excepto por las ropas deportivas. La chica que iba a mi lado estaba en shock. Mantenía las manos estiradas como si aún defendiera a su amiga del ataque del animal.
Entramos al hospital cargándola en brazos. En el acto un enjambre de médicos y enfermeras nos rodeó y se la llevó. Liz, así se llamaba la chica que quedó conmigo, se dejó caer agotada en un banco de la sala de espera. Me senté a su lado. Frente a nosotros había un chico de cinco años, totalmente inmóvil, con una mano entre las manos de una anciana, como algo rosa y suave succionado por algo aún más rosa y más suave, los dos mirándonos fijo. Liz y yo estábamos llenos de sangre. Desvié la vista. Liz tenía un pelo del puma pegado en la frente. Un pelo corto, tenso y blanco. Temblaba.
Un psiquiatra no es un detective. Un psicólogo, tal vez. Nosotros no, nosotros portamos armas: le di un calmante que fui a buscar al auto y le indiqué dónde vivía; le dije que si necesitaba algo, podía ir a verme. Pero no me fui. No pude. Volví a sentarme a su lado y me quedé ahí hasta que uno de los médicos se acercó y nos dijo que estaba todo bajo control. Fue una mentira tan evidente que abrevió la despedida. Nos dimos la mano, me levanté y salí.
Volví al día siguiente. Su amiga mejoraba a pasos agigantados.
Cinco días después Liz vino a verme. A su hermana (eran hermanas) le daban el alta. Hubo algo decepcionante, perverso, en el aire, como si el horror no hubiera tenido consecuencias. (Otros dicen: «Pasó un ángel»). Liz estaba contenta por la recuperación de su hermana y a la vez apesadumbrada porque no iba a estar en condiciones de participar en la competencia de ciclismo para la que tanto se habían preparado. Una competencia internacional de ciclismo femenino.
Practicaban «por la zona», dijo. Y en efecto, de tanto en tanto subían turistas, parejas furtivas, algún leñador también furtivo, y últimamente muchas ciclistas. A veces subían solas, a veces de a dos, a veces en grupo y desde lejos parecían mariposas. Lo primero que les decía a aquéllas con las que alcanzaba a entablar un diálogo (en inglés o en castellano) era: «Cuidado con los pumas». Le conté a Liz que ahora, cada vez que salía de casa, llevaba un cuchillo. Ella apretó los labios. Ya no vestía ropa deportiva, todo lo contrario: ni siquiera parecía hecha para estar ahí.
Yo nunca me siento verdaderamente cómodo con lo que llevo puesto.
Las calles perpendiculares a la única avenida habían sido cortadas. Los bares, pizzerías, restaurantes y clubes habían sacado mesas y sillas a la vereda. Todo el mundo estaba allí. Alguien me dijo que la carrera había empezado quince minutos atrás.
A un lado y a otro de la avenida había decenas de adolescentes sentados en el cordón de la vereda. Aparte de ellos nadie pisaba la calle. La multitud esperaba quieta, silenciosa, con la mirada perdida, como en trance. Compré cigarrillos en un kiosco y, haciendo girar el torso a un lado y a otro, avancé por entre la gente hasta ubicarme en la primera línea. Había dos chicas sentadas a mis pies. Estábamos tan apretados que fumé con un brazo en alto, alzando la cara al exhalar. Cuando terminé el cigarrillo, lo arrojé con un tincle hacia la calle, como había visto hacer a muchos otros. Un momento después un hombre de overol pasó empujando miles de colillas con un escobillón de dos metros de ancho. A través de un megáfono alguien pidió por favor que no arrojáramos más basura a «la pista». Veinte minutos después, la misma voz anunció que las ciclistas estaban cerca.
Los adolescentes se levantaron, provocando una ondulación en la fila de adelante. Hubo un reacomodamiento general. Muchos se pararon sobre las sillas, obligando a los de atrás a abrirse a un lado y a otro. Finalmente aparecieron las primeras ciclistas. Eran cinco y venían en fila india. La que iba en tercer lugar se puso a la par de la segunda ni bien encaró la avenida, estimulada por la ovación. Era evidente que hacía un gran esfuerzo de cara al público, pero no logró sobrepasarla y unas cuadras más allá volvió a ocupar su sitio en la fila. En un abrir y cerrar de ojos el grupo se perdió a lo lejos.
La sexta y la séptima ciclistas aparecieron medio minuto después. Pedaleaban con todas sus fuerzas, manteniendo el culo más alto que la cabeza. Siguió una pausa, un vacío. Hasta que llegó la octava. Iba sola. Cuando se perdió al final de la avenida aparecieron las siguientes, un grupo de quince o veinte, todas rozándose las ruedas. Otro grupo, igualmente nutrido, enfiló por la avenida al minuto siguiente. Algunas bicicletas se inclinaban a izquierda y a derecha como un péndulo, otras se mantenían verticales; en cuestión de metros las que iban inclinadas pasaban a la posición vertical, mientras que éstas empezaban a inclinarse.
Cuando el último grupo se perdió de vista, la gente volvió a ocupar sus sillas y los chicos el cordón de la vereda; los que estaban parados, que eran mayoría, comentaron algo allá y aquí, a los costados y abajo, hasta que finalmente quedó todo el mundo otra vez callado y a la espera. Calculé que las ciclistas volverían a aparecer en media hora.
Me aparté y caminé un rato por las calles laterales, desiertas, seguido a corta distancia por una señora que llevaba un balde de plástico en la mano. Hicimos casualmente el mismo recorrido, en zigzag, hasta que la señora llegó a un chalet con un gnomo de orejas puntiagudas en el jardincito delantero. Las copas de los árboles habían sido cortadas en forma de cubo. Un hombre semidesnudo lavaba el auto en la vereda.
Una semana después vino a verme Clara, la hermana de Liz. Para ocultar las heridas de la cabeza se había puesto un sombrero y anteojos negros. Por encima y por debajo de los anteojos asomaba una cicatriz, morada todavía. Nos dimos la mano y me agradeció que le hubiera salvado la vida. Recién entonces caí en la cuenta de que era verdad: le había salvado la vida. Sentí un escalofrío. Por un instante la imagen del puma mordiendo su cabeza cobró movimiento otra vez: ahora saltaba sobre mí.
—Fue una casualidad enorme que usted pasara justo en ese momento, pero no que bajara a defenderme.
Dijo algo más, pero no la escuché. Tuvo que repetirlo. También tuvo que repetir que iba a hacerse una cirugía. Le di la espalda, me levanté la remera y le mostré la cicatriz en el omóplato. Los dos habíamos estado a punto de perder la vida. Quiso saber cuándo había ocurrido. Le dije que me había atacado un paciente semanas atrás. El dato de que me había atacado un paciente pareció no gustarle. Bajó la vista, negó con la cabeza, miró al costado.
Le pregunté si Liz había participado en la carrera. Dijo que no. De pronto vi un taxi detenido a cincuenta metros de la casa. No lo había escuchado llegar. «Es Julia», pensé.
El taxi dio media vuelta y empezó a bajar y Julia a subir. Sí, era ella. Me quedé mirándola.
¿Cuánto hacía que no la veía en posición vertical? De su brazo colgaba un piloto para la lluvia (o llovía en la ciudad cuando tomó el avión, o aún en la montaña se comportaba como una estrella). Traía un bolso de mano.
Fui a su encuentro. (Aunque por diferentes razones, las dos tenían anteojos negros, así que debí reflejarme de espaldas en los anteojos de Clara y de frente en los anteojos de Julia). Me echó los brazos al cuello y me preguntó al oído:
—¿Quién es?
Se la presenté y le conté muy resumidamente lo que había pasado. Julia hundió el pecho como si acabara de recibir un disparo. Incluso dejó caer el bolso.
Clara se fue unos minutos después. Apenas estuvimos solos, Julia se quitó los anteojos y se puso a llorar. Habían suspendido la obra.
La casa le encantó. Inmediatamente. Fue hasta la ventana, apoyó los dedos en el vidrio y se quedó un rato mirando la cascada. Daba la impresión de querer hacer «contacto». Destapé una botella de vino y serví dos vasos.
Me contó las internas de la obra y las causas del conflicto gremial por el que se habían suspendido las funciones. Política, en parte, y en parte una explosión de aburrimiento. Después —a partir del segundo vaso— nos mantuvimos a distancia con trivialidades y silencios cada vez más largos, a tal punto que empecé a prepararme para un golpe de verdad: se había enamorado de otro. ¿Era eso lo que venía a decirme?
Julia se acomodó en una silla frente a la ventana (el piloto para la lluvia colgaba del respaldo con las puntas en el suelo, como una chorreadura negra) y se quedó mirando el paisaje mientras yo quitaba con una palita las cenizas de la chimenea.
Seguíamos desencontrados, aun despiertos. Algo, quizá la ceniza —aunque no creo—, me recordó las sutilezas del silencio en el que vivíamos. Julia llegaba a casa después de la una de la mañana. A esa hora yo hacía rato que dormía, como ya dije. En general se daba una ducha y se deslizaba en la cama cuidadosamente, pero en ocasiones lo hacía sin ninguna delicadeza, como si no le importara despertarme (e incluso sin ducharse, como si yo no estuviera allí).
Esas noches probablemente sentía que había actuado mal y llegaba molesta o enojada. Taconeaba. Incluso descalza. Hacía ruido hasta con la puerta de la heladera. Se desvestía sentada en la cama, sacudiendo el colchón (parándose y volviendo a sentarse). Su fastidio era todavía más evidente cuando se metía bajo la manta: en cuestión de segundos cambiaba varias veces de posición, apoyando con fuerza la cabeza en la almohada, primero sobre una mejilla y después sobre la otra; le faltaba resoplar. Muchas otras veces, sin embargo, no me daba cuenta de que se había acostado hasta que sentía el olor de su piel, liviano y muy distinto del perfume ya rancio de las noches de fastidio. En esas ocasiones la primera posición ya le resultaba cómoda; a veces incluso me pasaba un brazo por la espalda.
A la mañana estaba siempre boca arriba, con un pie fuera de la manta, el izquierdo. Debía ser un pie aventurero, porque el derecho no asomaba jamás. Eran las partes de ella que yo conocía mejor, la cara y un pie. Tenía el dedo meñique curvado hacia adentro y las uñas casi transparentes, de un rosa pálido parecido al de sus labios…
Dejé la palita, agarré el hacha y salí a buscar leña.
Subí unos treinta o cuarenta metros por la ladera hasta la entrada de una cueva poco profunda que había descubierto días atrás. Digo cueva, pero era un hueco entre dos enormes rocas inclinadas que se apoyaban una contra otra en el extremo superior, con las bases apartadas, como una carpa. Había tierra blanda en el suelo, blanca y muy fina, polvo que el viento llevaba siglos acumulando allí. En los rincones crecían unos plantines psicodélicos de no más de un centímetro de altura, con hojas carnosas cubiertas de antenas en el tallo y coronadas por una única flor increíblemente colorida, casi fosforescente, con forma de asterisco. (De noche debían ponerse a transmitir).
Me gustaba estar ahí. No me sentía lejos de nada.
La casa no se veía. Se veía el valle.
Bajé una hora después. No había pensado ni sentido nada en particular, pero me noté más nervioso que antes. Corté un poco de leña (a metros de la casa), la cargué en brazos, abrí la puerta con un pie y entré. Entré sonriendo. Sabía que un segundo atrás Julia me había visto pasar de un lado a otro por la ventana y que al verme entrar fingiría asustarse. No me equivoqué, así que no me disculpé.
Siguió cocinando. Estaba cocinando. La había visto cocinar una sola vez, a lo mejor dos, cuando nos conocimos. Nunca más la había visto cocinar nada, ni siquiera para ella. Comía siempre afuera.
En mitad de la cena la llamó por teléfono un compañero de elenco. Hablaron un rato largo, mientras yo comía y escuchaba. Al parecer su compañero estaba todavía más deprimido que ella. De tanto en tanto Julia me miraba y ponía los ojos en blanco, haciendo quedar a su compañero como un pelmazo cuando era evidente que no había nada en el mundo que le interesara más que hablar con él. Ante un chimento tensaba las aletas de la nariz, al pedir precisiones enderezaba la espalda, y si el otro la decepcionaba con vaguedades, apoyaba cansadamente la cabeza en la mano libre.
Me resultó curioso que una mujer a la que casi nunca había visto despierta fuera de pronto tan legible para mí. No alcancé a entender, sin embargo, qué escuchó al otro lado de la línea cuando se frotó la frente con la yema de los dedos, ni cuando se llevó el tenedor a la boca y me dirigió un gesto de aprobación referido a la comida, como si hubiera cocinado yo.
A la noche fingió dormir.
Yo dormí.
Abrí los ojos en mitad de la noche. Julia seguía despierta. Su insomnio era comprensible: se había acostado al anochecer, después de un año y medio acostándose a la madrugada y levantándose a primeras horas de la tarde. Me quedé quieto en la cama. La oí levantarse, caminar, acostarse otra vez…
Al día siguiente dormía cuando me levanté, como siempre. Dormía boca arriba, con los labios apenas separados. En algún momento durante la noche había dado un giro de 360 grados y ahora estaba completamente envuelta en la manta. Los brazos sujetaban la sábana a la altura del mentón. El pie izquierdo asomaba al otro lado, desnudo desde el tobillo hasta la base de los dedos, de los que colgaba una media de lana gris. La expresión de su cara, con el ceño fruncido y los párpados apretados, revelaba cierta inquietud, quizá porque recibía los pedidos de auxilio del pie, que se agitaba en un espasmo milimétrico, como si quisiera calzarse la media él solo.
Su bolso seguía en el suelo. Saqué su ropa y la guardé en el ropero (iba a decir placard). Puse agua a calentar. Para hacer café había que poner el agua en una olla, agregarle una o dos cucharadas de café y volcarla en un colador sobre una taza. Mientras el agua se calentaba me senté sobre la mesa y la miré dormir. Un minuto o dos. Apagué el fuego.
Fui al pueblo y compré una cafetera. Cuando volví eran las diez de la mañana. Julia seguía durmiendo.
Prendí otra vez el fuego y volqué en la cafetera el contenido de la olla. Mientras el café se calentaba me saqué las zapatillas y con un cuchillo les quité de la suela una capa de barro que tiré por el balcón. Durante la noche había llovido. Ahora el viento movía las nubes en todas direcciones, pero los árboles y arbustos y cada hoja a la altura de la casa permanecían inmóviles. Por un instante mi corazón se lanzó a una taquicardia inexplicable que cesó de pronto, así como empezó.
Fui a sentarme debajo de un árbol con una libreta en la que pensaba tomar notas, sin la menor idea de qué o sobre qué. El espíritu de las notas revoloteaba sobre mí, ausente de cualquier propósito, como si la presencia de Julia lo hubiera reanimado. Hice una lista de compras para el día siguiente y volví a entrar. Julia se había levantado y revisaba los cajones de la cocina, descalza, vestida con un short que yo había lamentado perder meses atrás; se había echado una manta sobre los hombros y había puesto el café ya caliente a hervir. Me dijo que no había pan ni tostadora. Le dije que había ido al pueblo temprano y que mañana iba a ir de nuevo y agregué a mi lista «pan» y «tostadora» y ella me preguntó si el pueblo era lindo. Sí.
Le comenté que la había visto en la tapa de una revista. Julia hizo un gesto de sorpresa, como si quisiera ocultar su agrado, o como si la tapa de una revista debiera merecerse y no fuera su caso. Era una buena actriz. Es lo que decían (lo que dicen) los entendidos. Yo no sé mucho sobre el tema. En mi consultorio todo es verdad, incluso las sobreactuaciones y las declamaciones de textos ajenos, y hasta del más allá. Muchas veces no hay sino eso, aunque basta para hacer aullar de dolor a personas fuertes y que lo tienen todo.
No supe si no la conocía o si ya no sabía quién era. Seguramente a ella le pasaba lo mismo, aunque de los dos yo era el que menos había cambiado. En los últimos años no me había ocurrido nada, aparte del ataque de Borgestein, mientras que ella se había hecho famosa. Yo solía leer sus reportajes para saber qué pensaba y en qué andaba. Leía todo lo que se escribía sobre ella. «El gran momento de Julia Navarro» era el titular de la revista que había visto esa mañana y que no compré, lo que pareció ofenderla (me miró las manos esperando encontrar un ejemplar de la revista y al no verlo siguió buscando la tostadora, aunque le había dicho con toda claridad que compraría una al día siguiente). «El gran momento» era, sin duda, previo a la suspensión de la obra.
Me preguntó cuál era mi plan. Le dije que no tenía ninguno y apagué el fuego antes de que el café se echara a perder.
También me preguntó qué hacía (en qué ocupaba el tiempo).
—Nada —le dije y eso pareció conformarla. Durante el paseo que salimos a dar un momento después se produjo el siguiente diálogo… (se produjo el siguiente diálogo, digo. «¿Yo escribí eso? No, fui yo», decía un viejo poema de Borgestein).
Julia usaba varias pulseras en cada muñeca (una de bronce con incrustaciones de aguamarina y una de hierro, más angosta y liviana que la de bronce, en la muñeca izquierda; una tira de cuero trenzado; una de pequeñísimas piedras celestes hilvanadas con alambre de aluminio y una cadenita de oro en la muñeca derecha). Las usaba desde hacía mucho tiempo, pero de pronto le molestaron y empezó a quitárselas.
—Es la altura —dije.
No entendió la ironía, o no reaccionó.
Habíamos subido por un sendero hasta ahora desconocido para mí, flanqueado de árboles espesos y apretados, hendido por huellas que parecían habituales, quizá de un carro, y nos detuvimos a respirar. Nos sentamos en una alfombra de pasto virgen a un costado del sendero. Noté que al recogerse el pelo y mientras lo ataba en una trenza sobre su nuca, enderezaba intencionalmente la espalda, ofreciéndome el cuadro de sus pezones erectos, uno clavado en el centro de la «O» y el otro en la curva de la «S» correspondientes a los extremos de la palabra estampada en su remera: «Oasis».
Le hice preguntas banales, articuladas, como a una extraña.
Ella se quitó la remera y el corpiño y se echó de espaldas en el pasto.
—Ah —dijo—, qué placer…
Metió los pulgares por debajo del pantalón, en la cintura, y cerró los ojos. Eso me recordó los breves lapsos de vigilia que me provocaban sus deslizamientos en la cama, cuando dormíamos juntos: cruzábamos unas pocas palabras, y su excitación (por la hora, por el resultado de la función, por el alcohol) se complementaba tan imperfectamente con mi cansancio que parecíamos hechos el uno para el otro. Manteníamos diálogos mínimos, lacónicos y en susurros. Muy frecuentemente yo escuchaba cifras. Una cifra se refería siempre al resultado comercial de su trabajo. En cuanto a mi propio trabajo: para que lo que yo decía tuviera algún sentido había que enhebrar un comentario o dar alguna explicación, tarea para la que no estaba nunca en condiciones, así que mis respuestas a sus preguntas se resolvían con un gruñido de aprobación o con un soplido en el que ninguno de los dos quería ahondar; era siempre demasiado tarde o demasiado temprano.
—¿Cómo está tu herida?
—Bien —dije, y pareció alegrarse, pero no mostró ningún interés por verla. Debió notarlo y recapacitar, porque se incorporó de golpe sobre los codos, como abusando de las posibilidades dramáticas de la situación, y me pidió que le muestre.
—¿Escuchás? —dije después, abotonándome de nuevo la camisa.
—¿Qué hay?
—El ruido de la cascada…
Le conté que había empezado a sentirme disperso y que creía, no estaba seguro, que la causa era el ruido constante de la cascada. Lo notaba principalmente con la lectura. Leía mucho, sí, pero ¿qué? Me lo preguntaba cada vez más seguido. «¿Qué leí?». Y la respuesta era cada vez más: «No sé». En la ciudad la literatura me entretenía; a veces, incluso, aprendía algo. Pero acá era como si nada. Julia no hizo ningún comentario, y empezó a vestirse.
Esa noche cenamos en un restaurante del pueblo. Llegamos justo a tiempo para ocupar la última mesa libre. Enseguida se le acercaron dos chicas a pedirle autógrafos, que Julia firmó de buena gana. Mucha gente giró hacia ella al verla entrar, incluso yo.
Era la primera o segunda vez desde que se había hecho famosa que estábamos juntos en público. Detrás de las dos chicas apareció una mujer de mediana edad (con un peinado que delataba horas de trabajo) seguida por un hombre con un bebé en brazos al que golpeó varias veces en el pecho con un dedo, tratando de hacerlo sonreír. Excepto por el goce de estar en un lugar siniestro, yo no había visto nunca, en los ojos de nadie, en ninguna oportunidad, semejante fascinación. Finalmente la efusión popular se calmó y las conversaciones de las mesas vecinas empezaron a llegarnos con toda claridad. (Se escuchaban cosas como: «¿Qué José?». «El que te la puso y se fue»). Julia le pidió al mozo, después de hacerlo esperar un siglo de pie junto a la mesa mientras ella leía y pensaba en el menú, que su plato no tuviera nada (nada, subrayó) de sal. Había tenido un pico de presión meses atrás y desde entonces comía sin sal. Yo no lo sabía. Enseguida me enteré de que ya tampoco comía carnes rojas. «Pero cómo», dije. «¿A fines del verano pasado no hice un asado en el balcón…?». Negó con la cabeza y dijo sin emitir sonido, como tirándome un beso: «Pollo». A continuación habló de un libro que ninguno de los dos había leído y se mostró entusiasmada con una obra aplaudida por la crítica. Su teléfono sonó tres o cuatro veces durante la cena y a todos les dijo que estaba «en la montaña»; sólo a uno de ellos le dijo que también estaba yo.
Al día siguiente bajamos al pueblo, donde tomó un colectivo hasta el aeropuerto (70 kilómetros): no quiso que la llevara. Al despedirla le dije que a lo mejor en una semana estaba otra vez allá y Julia dijo que a lo mejor la que estaba de vuelta acá en una semana era ella, como en una pulseada. Quiso decir: «Si no hay acuerdo», «si no se soluciona el conflicto gremial».
Volví rápido, apretando el acelerador.
Me concentré en la cascada. Examiné el lugar desde el que saltaba (un muro acanalado y playo) y me paré a escucharla en distintos puntos a la redonda. Descubrí que por efecto de la vibración las puertas y las hojas de las ventanas, si no estaban firmemente cerradas, se abrían.
Naturalmente, lo que hacía ruido era el golpe del agua en la hoya; el resto debía ser bastante silencioso. De modo que había dos formas de atenuar el impacto: dividir el salto (el chorro) en varios hilos o brazos para que éstos golpearan sin fuerza contra la roca, o rellenar la hoya. Dividir la cascada no era imposible, pero rellenar la hoya era no sólo más fácil sino también la única opción a mi alcance.
La hoya tenía unos tres metros de diámetro por dos de profundidad: la medí con un palo. Eché un vistazo alrededor. ¿Había suficientes piedras sueltas para llenar un pozo de esas dimensiones? Me pareció que no. Tendría que cortarlas, o arrancarlas, o acarrearlas quién sabe desde dónde. Hice una primera prueba con una piedra del tamaño de una pelota de básquet. La transporté diez metros y la arrojé en la hoya sin ninguna dificultad.
La segunda piedra era del mismo tamaño que la anterior, y también la tercera, pero la cuarta ya pesaba como la cabeza de un loco. Las había llevado subiendo, bajando, acercándome a la hoya lateralmente, y el resultado de las tres «experiencias» había sido bastante desalentador: en cualquier dirección que me moviera lo decisivo era siempre el terreno. Subir daba lo mismo que bajar. No había ninguna diferencia. Informe, irregular, resbaloso, empinado, el terreno lo decidía todo (el terreno en combinación con mi estado físico, que era más bien lamentable). En ciertos sectores, bajar me resultaba incluso más difícil que subir; debía hacer un esfuerzo extra para que la piedra no se me cayera de las manos, como si ante la posibilidad de un resbalón me agarrara de ella; al subir, era la piedra la que parecía agarrarse de mí.
Completé el día (todavía muy soleado) leyendo. Y mientras leía calculé que si echaba a diario en la hoya una determinada cantidad de piedras podía rellenarla al cabo de dos meses y medio. ¿Iba a quedarme dos meses y medio en la montaña? Sí, ¿por qué no? Pero ¿tendría la disciplina necesaria para echar en la hoya ese número de piedras cada día durante dos meses y medio? Una vez completado el relleno, tendría que ponerme a trabajar en la inclinación; debía darle a la obra una inclinación determinada, para que el salto dejara de ser un salto y el agua se deslizara sobre el relleno en lugar de golpearlo. Con el tiempo, la cascada puliría las piedras hasta formar un tobogán, una canaleta, sin alterar su belleza en ningún punto del recorrido.
A primeras horas del día siguiente fui al pueblo a comprar un pico. Compré también una pala y unos cuantos metros de soga (aunque no sabía qué utilidad podía darle, excepto la de ahorcarme). Noté que el hombre que me vendió las herramientas no podía evitar mirarme la frente, y que se esforzaba para no reír. Cargué el pico, la pala y la soga en el baúl del auto y, como era muy temprano todavía, me senté a una mesa en la vereda de un bar a tomar café. También la chica que me atendió me miraba la frente, aunque ella parecía desconcertada, más que risueña.
Ya en el auto me miré al espejo. Tenía una inscripción sobre las cejas, unos arabescos de piel quemada, como una grafía… La explicación era sencilla: el día anterior, mientras leía, los anteojos (en descanso sobre la frente, ya que la luz era tan buena que no los había necesitado) habían hecho un efecto lupa, escribiendo sobre mi piel al ritmo de la lectura. Un ritmo pausadísimo, porque en realidad no leía: pensaba en combatir el sonido de la cascada, como dije antes. La lectura distraída, la meditación a dos aguas por entre las líneas del texto, combinadas, habían conseguido que el reflejo del sol en los cristales grabara en mi piel una Z mayúscula, con una leve curva de ataque y de salida en los extremos horizontales de la letra, como la célebre Z del Zorro.
Intenté borrar la inscripción refregándola primero con los dedos y las uñas y después con una esponja, sin ningún resultado. Puse la cara al sol durante horas con intención de uniformar el bronceado, pero lo único que conseguí fue acentuar la oscuridad de la letra.
Me di un baño. Hacía varios días que no me bañaba. No me di cuenta de eso hasta que me sentí otra vez limpio. La inscripción seguía ahí, ahora más clara que nunca. Digo «clara» pero debería decir «oscura»: se veía aún más que antes del bronceado y el baño. No importa. Trabajé en la recolección y transporte de piedras, que eché una tras otra en la hoya. Un total de veinte. Era un número redondo y me detuve agotado.
Mientras leía, pensaba en las piedras; mientras las arrojaba en la hoya, pensaba en la inscripción. Era como dar un paso adelante y un paso atrás sin volver nunca al punto de partida.
Así empieza lo último que me leyó Borgestein:
Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero
fui a sentarme y se me vino encima el sillón.
El hecho era real. Borgestein había ido a la fiesta de lanzamiento de una colección de poesía (Borgestein era poeta), en una vieja casona aristocrática de las afueras de la ciudad. Allí se encontró con decenas de colegas que, copa en mano, «intercambiaban sus muertes, sus cisnes, sus mercados» (la frase es suya). En determinado momento, mientras hablaba con alguien, sintió que se desvanecía y buscó dónde sentarse. Vio un sillón a sus espaldas y, por cortesía (es decir, sin quitarle su atención al que le hablaba), se arrimó caminando marcha atrás. Pero en lugar de apoyar las nalgas en el centro del sillón lo hizo en el borde y se lo puso de sombrero. Todo el mundo giró hacia él.
El tercer verso decía:
¿Pensarán que soy surrealista?
Borgestein quedó tendido en el suelo. Intentaba levantarse y no podía: resbalaba. Imagino que no debió resultarle nada fácil ser poeta y llamarse casi Borges mientras buscaba con los talones una rugosidad en la que afirmarse.
Una mujer se acercó y le dio la mano. Según él era una mujer hermosa, con el cuello envuelto en un largo pañuelo de seda. Incorporándose por fin, el poeta le decía:
A este piso lo deben haber lustrado locamente
para que un sillón se comporte así.
Me reí con ganas. Sin embargo, no creo que mi risa lo haya molestado, aunque con los locos nunca se sabe. Borgestein era un hombre serio, sin humor y, a mi entender, sin talento, y el poema me sorprendió. No era el mismo Borgestein que en decenas de sesiones anteriores me había castigado con textos de corte espiritual o metafísico. Sofocando la risa, atribuí el milagro a un acierto en la medicación.
Faltó a las tres sesiones siguientes. La próxima vez que lo vi (frente al edificio donde tengo el consultorio, al término de mi jornada de trabajo) me atacó. Había estado esperándome. Alargó los brazos hacia mí (recuerdo haber pensado: «qué raro», convencido de que venía a abrazarme) y me empujó contra la pared. Le pregunté qué pasaba y me dio un golpe en la cara. Eso fue todo. Me llevé la mano a la boca para que la sangre no me manchara la camisa. Cuando levanté de nuevo la vista, Borgestein se había esfumado.
El primer ataque fue así.
La inscripción no desapareció hasta una semana después. Durante ese tiempo coloqué unas tejas que faltaban en el techo, arreglé la puerta de la casilla del generador y tiré en la hoya una gran cantidad de piedras que debí ir a buscar cada vez más lejos; ya había barrido meticulosamente los alrededores de la cascada.
Planté legumbres en una terraza al costado del sendero, cerca de la alfombra de pasto donde Julia se desnudó aquella tarde. Mientras removía la tierra, pensé que Julia no se había vestido porque tuviera frío, media hora después de haberse desnudado, sino ofendida, o molesta, porque al cabo de ese tiempo, más que suficiente, yo no había hecho todavía ningún intento de acercarme a ella. (¿Era posible? No).
Esa noche me llamó por teléfono. El conflicto gremial seguía trabando la obra.
A la mañana siguiente bajé al pueblo. Fui caminando. Era la primera vez que lo hacía y me tomó una hora. Llevaba en la mano una cuchilla con una hoja de veinte centímetros de largo; no estaba seguro de que pudiera servirme en caso de que me topara con el puma, pero no me animé a bajar sin ella. La dejé al pie de un árbol en la entrada al pueblo, por donde pasaría a recogerla después.
Ocupé una mesa en el mismo bar de la semana anterior, pedí café y crucé unas palabras con la moza que en aquella oportunidad se había contrariado al ver la inscripción en mi frente. No me reconoció. Tomé café y leí el periódico local (seis páginas semanales llenas de anuncios publicitarios) y en determinado momento vi pasar al agente inmobiliario con el que había hecho la operación. Lo detuve. Le dije quién era. Me estrechó la mano con desconfianza, con desconfianza y muy servilmente.
Le pregunté por el dueño anterior de la casa. Me dijo que era un hombre del pueblo. Fue toda una sorpresa para mí. Imaginaba un turista, un ricachón de fin de semana. Se llamaba Unsen. Me indicó dónde podía encontrarlo y lo fui a buscar. Segunda sorpresa: no era «el hombre rico del pueblo». Tercera sorpresa: no tenía ni treinta años.
Vivía solo en una casa común y silvestre, heredada de sus padres, que habían muerto. Estaba visiblemente incómodo, como si me hubiera estafado.
Hablamos un rato en la puerta. Sí, me había estafado, pero le dije que la casa me gustaba y me invitó a pasar. Negué con la cabeza. Estacionada en la puerta había una enorme camioneta negra, nueva, con estribos en las puertas y detalles cromados. Parecía un lanzamisiles. Dije algo sobre el sonido de la cascada y la cara se le llenó de tics.
Me dijo que a la casa («casita», dijo, no sé si despectivo o cariñoso) la había construido un japonés. El japonés se la vendió a un chileno, el chileno a un alemán de la ciudad vecina y el alemán (hasta acá todos extranjeros) a él. Su mujer también era de afuera (no dijo de dónde, no lo pregunté) y se la trajo a vivir con él. Enseguida se dieron cuenta de que el sonido de la cascada no los dejaba dormir, pero ella empezó a sentirse mucho más irritable que él y de un día para el otro ya estaban peleando, incluso a los golpes. Se divorciaron. Unsen puso la casa en venta. Ahí estaba yo. Le dije que había empezado a rellenar la hoya (expliqué mi teoría sobre el salto y la inclinación) y se mostró muy interesado. No se le había ocurrido. Quiso saber cómo iba. Le dije que tarde o temprano lo conseguiría y me preguntó si podía darse una vuelta un día de éstos para ver el resultado del trabajo. Le di la mano y me fui.
El cuchillo no estaba donde lo había dejado. Era muy raro. Agarré una piedra afilada y, rogando no encontrarme con ningún puma en el camino, subí durante una hora (o más) sin mirar ni una sola vez al suelo. Cuando llegué tiré la piedra en la hoya: diez centímetros cúbicos menos.
Unsen vino a verme a la mañana siguiente. No tenía labios, tenía una raya negra. Era un poco más alto que el día anterior, y menos joven. Por un segundo pensé que era otro. Llegó y fue directo hacia la hoya. Caminaba rápido, como si hubiera pasado la noche en vela esperando ese momento. Una vez allí le echó apenas un vistazo y volvió a mi lado.
—Le va a llevar tiempo —dijo.
Asentí.
Hablamos un rato de cualquier cosa. A las diez de la mañana, exactamente media hora después de haber llegado, se fue sin que yo (ni él, supongo) sacara nada en limpio. Cháchara social de montaña.
Esperé a que el lanzamisiles se perdiera de vista y cuando giré para entrar vi al puma. Estaba a unos sesenta o setenta metros mirándome fijo, inmóvil. Me inmovilicé también. El puma dio un paso adelante. Lo imité. El puma dio un paso más; estaba sobre una roca tan lisa que daba la impresión de resbalar, más que de avanzar. Entonces sonó un disparo. El puma giró sin apuro, subió la roca paso a paso y una vez arriba dio un salto y desapareció entre los árboles.
Me senté en el balcón a tomar mate y leer.
Leí pensando en la posibilidad de que hubiera uno solo, o a lo sumo dos (no varios), y en lo que debía hacer si un día me lo encontraba, o si él me encontraba a mí. En alguna parte había escuchado que en ese caso hay que erguirse, ensanchar los hombros y gritar…
Pasé el resto de la mañana juntando piedras y echándolas en la hoya. Mis excursiones en busca de piedras eran siempre hacia el lado oeste de la casa, y las dos apariciones del puma habían sido por el este, en la linde del bosque al otro lado del camino, pero aún así lo tuve siempre presente. Al mediodía encontré un mensaje de Julia. Venía para acá. ¿Ya había pasado una semana? ¿O dos?
No la esperé. Fui a la inmobiliaria.
Me encontré con el agente que me había vendido la casa. «No nos vemos nunca y de golpe nos vemos todos los…», empezó a decir. Le pregunté si ésta era una zona de pumas. Alzó las cejas en un intento por mostrarse sorprendido, pero era evidente que más que sorprendido se sintió descubierto. No podía ignorar que los alrededores de la casa y su fauna eran parte sustancial del valor de la propiedad: una cascada ensordecedora, un puma asesino… Me había escamoteado información. Le mencioné el ataque a la ciclista (lo sabía) y le dije que el día anterior había visto al puma rondando la casa. Terminó por reconocer que se habían «avistado» unos pumas, pero que era algo extraño y fuera de lo común. Con el ataque a la ciclista, el municipio había programado una serie de expediciones para darles caza. Precisamente el día anterior habían matado uno. Hablaba en plural y se lo hice notar. «Así que hay por lo menos otro dando vueltas por ahí». Volvió a alzar las cejas. Me fui antes de que las bajara.
Tomé café en el bar donde había estado ya un par de veces. La moza, que empezaba a reconocerme, buscó la inscripción en mi frente. «Julia», la llamó alguien. «Va», contestó ella. Le dije que mi esposa se llamaba así y me preguntó por qué. ¿Por qué? Ahora el que alzó las cejas fui yo. Debió haber escuchado mal. Cuando vino a cobrarme noté que se había pasado un peine por el pelo, que ahora parecía más largo y más negro. El pelo de Julia era el reverso del suyo: rubio, corto y siempre despeinado. Cuando la conocí lo usaba bastante más largo, rozándole los hombros. Se lo cortó cuando la obra empezó a funcionar. Mientras era una actriz subterránea lo cepillaba continuamente; ahora lo despeinaba adrede, batiéndolo con las manos. (En un reportaje que le habían hecho en televisión noté que con el pelo corto y despeinado le resultaba más fácil hablar). Pero ésa no era la única diferencia entre la Julia despierta de la que me había enamorado y la Julia durmiente con la que conviví durante el último año. Ahora usaba pulseras y anillos; de joven se había tatuado un lugar común en un hombro (el ideograma correspondiente a su nombre) y en algún momento (pero quién sabe cuándo) intentó disfrazarlo agregándole arabescos y pequeños tentáculos hasta convertirlo en una abstracción. Antes hablaba a toda velocidad, dejando la mayor parte de las oraciones a mitad de camino o completándolas con gestos y ademanes, pero durante los días que pasamos juntos cuando vino a visitarme apenas si pronunció palabra. La recordaba con ropa muy ceñida, al contrario de la que usó en su visita, aunque tuve la impresión de que no había renunciado a la exhibición del cuerpo en favor de más comodidad. Había adoptado el peor de los tics de los actores profesionales: la representación continua. La vi frotarse la nariz una decena de veces con una decena de pañuelos de papel, como si estuviera resfriada, aunque no lo estaba, y abrazarse a sí misma en repentinos espasmos de frío, con las manos encogidas en el interior de las mangas de un viejo pulóver que sin duda había rescatado del fondo de un placard momentos antes del viaje, calculando que le bastaría con llegar y ponérselo para añadirle calidez a la escena del reencuentro. ¿Se había enamorado de otro? No tenía ninguna duda de eso. El propósito de su primera visita (que subrayé como un maníaco, hasta convertirlo en una certeza) era decírmelo, y no se había animado. La finalidad de este segundo viaje era resolver el asunto de una vez por todas.
Pero nunca llegó. Maté el tiempo con una dosis extrema de piedras: veinticuatro en menos de tres horas. Eran piedras grandes y pesadas y las fui a buscar lejos, tanto para arriba como para abajo.
Al atardecer ya era evidente que no vendría; pensé que había tenido algún problema con el vuelo, o con el ómnibus en el que debía trasladarse desde el aeropuerto hasta el pueblo, pero en el fondo estuve siempre seguro de que ni siquiera había salido.
La llamé.
—¿Holá? —dijo.
«Perdí el avión» es una excusa tan inverosímil que ni siquiera aquél que realmente lo pierde lo puede creer. Unos días después se destrabó el conflicto gremial que mantenía paralizada la obra y retomó las funciones. Me llamó. Estaba feliz. Había murmullos de fondo: cenaba en un restaurante con sus compañeros de elenco. Uno de ellos me mandó saludos. Yo apenas si lo había visto alguna vez (la noche del estreno).
Fui al pueblo y compré una carretilla. No entraba en el baúl, así que un empleado me ayudó a ponerla en el asiento de atrás. Corrí las butacas hacia adelante para hacer espacio y subí al auto por la otra puerta. De rodillas en el asiento, agarré la rueda de la carretilla y tiré hacia mí mientras el empleado empujaba de las manijas. Fue todo un operativo. Cuando al fin conseguimos subirla me di cuenta de que tendríamos que haberla puesto al revés, es decir con la parte trasera contra el asiento del acompañante, para que a mis espaldas quedara la parte frontal de la carretilla, que es mucho más angosta. Pero ya era tarde. Manejé pegado al volante.
El golpeteo de las manijas en el marco de la ventanilla (habíamos bajado el vidrio, dejando las manijas asomadas) me hizo entender que una carretilla en un terreno tan irregular como el de los alrededores de la casa no me serviría de mucho, a menos que trazara y alisara una serie de senderos desde el lugar donde recogía las piedras, hasta la cascada. Lo más probable es que terminara comprando unos tablones de albañilería. Pero había un problema anterior a todos: ¿cómo iba a hacer para bajar la carretilla del auto? Si a dos personas nos había dado tanto trabajo subirla, ¿cómo iba a hacer para bajarla yo solo?
Afortunadamente, por desgracia cuando llegué me encontré con Unsen. Estaba acuclillado junto a la hoya, toqueteando el fondo con un palo. Me ayudó a bajar la carretilla y se la quedó mirando. No le parecía buena idea. La alzó, vacía, y la empujó hacia la hoya; efectivamente, la rueda se trababa a cada rato. «Imagine si está cargada», dijo. No le veía ninguna utilidad.
Tres días después vino de nuevo. Le mostré el sendero que había descubierto en la ladera: desde treinta metros por encima de la casa bajaba en zigzag hasta muy cerca de la hoya. Era un sendero del ancho de un brazo (sendero no es la palabra) por el que la rueda se desplazaba sin ningún inconveniente; ya lo había probado.
Quiso ver. Incluso se ofreció a llevar la carretilla.
Subimos. Juntamos media docena de piedras grandes, las cargamos y empezamos a bajar. Yo iba adelante, indicándole el camino con un dedo.
Era cierto: al menor desvío la rueda se trababa; una piedrita del tamaño de un carozo de aceituna alcanzaba para que la carretilla se frenara. Esto ocurrió tres o cuatro veces, lo que era raro: yo, que nunca había tenido una carretilla en las manos, y que era menos joven y menos fuerte que él, había hecho ese mismo recorrido varias veces sin ningún inconveniente. ¿Qué pasaba? Enseguida lo entendí: Unsen lo hacía a propósito. Quería decepcionarme, y para tener razón se desviaba adrede. Le dije con fastidio que le ponga onda. Enseguida me disculpé, diciéndole que así iba bien.
Después descargué las piedras (no me ayudó) y las tiré en la hoya una por una mientras Unsen miraba, miraba descolocado, como si esa fuera una tarea que debería estar haciendo él.
Le pregunté para qué quería otra vez la casa si su mujer ya se había ido. ¿Pensaba recuperarla?
Era una pregunta fuera de lugar, o lo habría sido si un momento antes Unsen no se hubiera ofrecido a llevar la carretilla treinta metros cuesta arriba, interesadísimo, para después bajarla repleta de piedras, pero en ese contexto sonó razonable, aun teniendo en cuenta que en ningún momento me había dicho que quería comprar la casa o recuperar a su mujer.
Unsen hizo un movimiento circular con los hombros y cambió de tema:
—¿Se oye menos, o me parece a mí?
Nos quedamos un rato callados, escuchando.
El sonido era menos grave. En la medida en que la profundidad de la hoya había disminuido, el sonido se había hecho más agudo. No había ninguna duda. Ya no era lo mismo. Seguía siendo insoportable, pero ya no era lo mismo.
Esa noche, ya en la cama, oí la nueva nota con toda claridad. Me dolían los músculos, que nunca antes me habían dolido. Y con antes no me refiero al día anterior sino a la vida entera.
Un día (debían ser las cinco o seis de la mañana, todavía era de noche) salí a buscar un poco de leña y me encontré frente a frente con el puma. Estaba a dos metros de la puerta. Me había oído acercarme y se había agazapado. No tuve tiempo de nada. Si en ese momento no me hubiera despertado, ahora estaría muerto.
La primavera me tendió una trampa parecida. Encendí la chimenea y me di cuenta de que no hacía ninguna falta. Era una mañana extraordinariamente cálida para la época, principios de noviembre. Pensé darme un baño en la cascada. Lo pensé toda la mañana.
Al mediodía me desnudé, me senté en el borde de la hoya y metí las piernas en el agua. Helada. Apoyé los pies en el fondo, los dos a distinta altura sobre las piedras del día anterior; el agua me llegaba al cuello. Sentí que tenía la cabeza en llamas; la sumergí y se apagó como una brasa. Lo último que vi antes de meter la cabeza en el agua fue una nube gris estacionada justo sobre mí, una nube redonda y con un núcleo negro, como el negativo de un huevo frito.
La tarde anterior había hecho huevos duros. Había comprado una docena de huevos en el mercado del pueblo y había hervido seis y dejado los otros seis para fritar, o para una tortilla. Los huevos crudos estaban en la puerta de la heladera (en sus cunitas de plástico) y los huevos hervidos en un plato, también en la heladera.
Después del baño en la cascada me puse ropa limpia. Estaba contento y tenía hambre y recordé los huevos duros. Agarré uno, lo pelé y lo comí sin sal, como Julia. Estaba tan rico que me puse a mirar por la ventana. Algunas cosas se movían y otras no. Entre las cosas que se movían divisé la silueta de Unsen. Estaba muy lejos, pero era él, no había ninguna duda. Le señalaba la casa a alguien a su lado.
Un momento después dejé de verlos. Supuse que debían estar subiendo y que de un momento a otro llamarían a la puerta. Increíblemente, la casa tenía timbre. Lo había descubierto unas semanas atrás. Era un botoncito metálico. Lo había visto muchas veces, pero no se me había ocurrido que podía ser un timbre, hasta que lo toqué como al descuido. Evidentemente, la idea (loca de por sí) de ponerle timbre a una casa en la montaña era fruto de la ignorancia total y completa sobre el nivel de sonido de la cascada, que haría imposible escucharlo, si es que alguna visita lo tocaba en vez de golpear.
Esperé a Unsen y al hombre que andaba con él, pero no vinieron.
Esa noche vi un grupo de linternas en el bosque. Supuse que era la cuadrilla municipal encargada de cazar al puma y salí a buscarlos. A mitad de camino me di cuenta de que el puma podía encontrarme a mí antes de que yo los encontrara a ellos y pensé en volver, pero en ese momento un ramillete de luces se movió a un lado y a otro, buscándome. Me habían sentido. Si no decía algo rápido podía morir acribillado. Grité: «¡Soy yo!», como si ya me conocieran.
Caminé hacia una de las luces, la que parecía estar más cerca, calculando que podía alcanzarla con diez o doce pasos, y choqué con la silueta de un hombre alto, ancho y duro, armado con una escopeta, que dijo: «¡Epa!».
Estaba muy oscuro. Le quise dar la mano y no me vio.
Enseguida nos rodearon los demás. A medida que llegaban iban bajando las linternas.
Alguien quiso saber si yo era el mismo que había cenado una noche en el restaurante del pueblo con Julia Navarro. Aproveché que una docena de linternas me apuntaban a la cara y asentí.
—Sí —dije—, soy yo.
El hombre con el que había chocado me dio un manotazo en la espalda, supongo que sonriendo, y me preguntó qué hacía ahí. Le dije que vivía en la casa de la cascada, pero eso no pareció importarle; quería saber si Julia estaba conmigo. Le dije que no, que estaba solo. Una voz dijo que el otro día la había visto en televisión, y alguien a su lado aseguró que era un orgullo para el pueblo tener a una actriz como ella «entre nosotros».
—El orgullo es nuestro —dije yo sin saber lo que decía.
—Yo hablo de ella, nomás —dijo la segunda voz.
Alguien festejó el comentario con una risita, y otro, creo que el mismo con el que había chocado, lo censuró con un chistido (y probablemente también con una patada en los tobillos, a juzgar por el temblor del haz de luz de su linterna). Sí, era el hombre con el que había chocado. Se adelantó un paso y me preguntó qué hacía en un lugar así, solo, de noche, con un bicho suelto.
—Nada —dije—. Me crucé dos o tres veces con el puma, los vi, pensé que lo estaban buscando y me acerqué a ver. ¿No hay noticias?
—Estamos en eso.
—¿Cuánto hace que lo buscan?
—Desde que mordió a la ciclista.
—¿Y antes de eso no pasó nunca nada?
—Sí, una vez, pero hace mucho.
Nadie sabía quién hablaba, ni ellos ni yo.
—¿Quiere que lo acompañemos? —dijo alguien. Era una forma de decir que debía irme.
Dije que no hacía falta. Alcé en la oscuridad una mano que nadie vio (respondiendo al saludo de unas manos que no vi) y empezamos a apartarnos paso a paso, ellos hacia abajo y yo hacia arriba, todos en zigzag.
Estaba llenando la carretilla de piedras cuando de pronto escuché unas voces y, por entre unas ramas, vi a un hombre y a dos mujeres echados en el pasto, sobre un mantel, como en un picnic. El hombre, de mediana edad, con una camisa a rayas, les mostraba unas fotos de cuando era joven.
—Qué lindo que eras —dijo una de ellas sin quitar la vista de las fotos.
—¿Lindo? —dijo él—. ¡Lindísimo! Y no saben lo que era cuando me recogía el pelo. (Por lo visto, en las fotos usaba el pelo largo). Me miraba al espejo y me decía que estaba todo más que bien. —Hizo una pausa—. ¡Mentira! ¡Estaba feliz! ¡Era precioso, chicas! Les juro que era precioso…
Un rato después bajaba agarrado a la carretilla (la carretilla fuera de control, me llevaba a mí) cuando empezó a sonar el celular. Conseguí detenerme unos diez metros más abajo y atendí. Era un paciente. Dos días atrás había encontrado un mensaje de otro paciente, preguntando cuándo volvía. Muy pocos de mis pacientes tenían mi número de celular, así que, si ya me habían llamado dos, lo más probable era que el contestador del consultorio estuviera lleno con los mensajes de los demás, todos preguntando lo mismo. No era de extrañar: yo debía haber estado de regreso semanas atrás. Parado junto a la carretilla, empapado en sudor, con el torso desnudo y escupiendo sangre (una rama me había cortado un labio al pasar), le di el número de un colega y le pedí que lo llamara; no podía asegurarle cuánto tiempo más iba a estar afuera. Ya en casa abrí la agenda sobre la mesa, me comuniqué con el doctor Dalilo y la doctora Efrén y con el resto de mis pacientes y los derivé. Después del último llamado apoyé las manos en la mesa y esperé a que llegara la ansiedad, pero no pasó nada.
La sangre se había secado sobre el labio y el mentón. Me di un baño. Salí desnudo de la casa y oriné y silbé; me senté sobre una roca y dejé que el sol, más vivo que nunca, me quemara la espalda, mirando los desniveles del terreno, los agrupamientos verdes y ocres de los árboles y el fuera de foco de las cumbres: ah.
Era viernes. A la noche fui al pueblo. La avenida estaba colapsada de autos que daban la vuelta del perro (en el pueblo decían «la vuelta al perro»): un recorrido de cinco cuadras en una dirección y cinco cuadras en la dirección contraria a paso de hombre.
Enseguida quedé atrapado. Cuando conseguí escapar dejé el auto en una calle lateral. Tenía hambre. Me senté a una mesa en la vereda del bar de siempre (mi moza amiga no estaba), pedí una pizza y una cerveza y me entretuve escuchando la conversación de un grupo de adolescentes en la mesa vecina. Eran cinco o seis, todos varones. Uno de ellos estiraba de tanto en tanto un brazo y con la punta de los dedos le tocaba la cara a un chico de gorra camouflage que lo evitaba con soltura, hastiado y sereno a la vez; los demás se esforzaban por resultar groseros. Bocinas, equipos de audio a todo volumen, caños de escape y aceleraciones en punto muerto eran los instrumentos principales de la gran orquesta pueblerina. Las chicas se paseaban calle arriba y calle abajo, en pequeños grupos, ahora por una vereda, después por la otra, como en una cinta transportadora, pavoneándose. Sí, la primavera estaba a full.
Sentí las manos lijadas por las piedras, las yemas de los dedos insensibles. En ese momento pasó la camioneta de Unsen, brillante, polarizada. Rogué que no me hubiera visto (me escondí como pude detrás de una porción de pizza, lo que no dejó de causarme gracia). Apenas se alejó volví a erguirme y noté que había unas cuantas parejas esperando a que se desocupara algún lugar. Me miraban de reojo; yo era el único que estaba solo. Empezaba a sentirme culpable cuando de pronto un hombre de pañuelo al cuello se detuvo a mi lado y, apuntándome con un dedo, dijo:
—Disculpe. —No encontré ninguna relación entre el dedo y la disculpa, hasta que añadió—: ¿Usted no es el marido de Julia Navarro?
Asentí masticando.
El hombre bajó el dedo, siempre erecto, hacia una de las sillas libres.
—¿Puedo?
Tragué y dije que sí. ¡Qué descaro!
Era un hombre joven, de unos cuarenta años, impecablemente vestido, con las uñas muy limpias, por lo menos la uña del dedo índice, que parecía empeñado en mantener extendido; enseguida me di cuenta de que tenía alguna clase de problema en ese dedo y que no podía encogerlo.
Me dio la mano, presentándose:
—Javier Díaz —y con el índice erecto me rozó la muñeca—. Lo vi el otro día en una revista y lo reconocí enseguida —dijo. Yo no tenía la menor noticia de haber salido en una revista—. Dice que Julia y usted se han separado…
—¿En serio?
—Sí. Dice que usted se ha venido a vivir acá. No me gustó. Si el tal Javier Díaz había leído esa nota, también la podía haber leído Borgestein.
—¡Monchooooo…! —le gritó alguien desde un auto que pasaba.
Javier Díaz respondió al saludo extendiendo hacia el auto el brazo del dedo con problemas; por lo visto naturalizaba su defecto señalando todo lo que podía. (Un momento después hizo lo mismo con el mozo que vino a atenderlo: señaló la pizza y la cerveza).
Era el presidente de la Comisión de Cultura (lo dijo con mayúsculas y así lo escribo) y acababa de enterarse de mi trabajo en la cascada. Antes de criticarme, aseguró que me comprendía: estaba al tanto de que la casa se había vendido una y otra vez a causa del ruido, pero mi intervención no dejaba de preocuparlo: la cascada era, entre otras cosas, uno de los principales atractivos del lugar. La Comisión de Cultura a su cargo planeaba justamente, imprimir una postal con una foto de la cascada bajo la leyenda… (no la recuerdo). Lo tranquilicé diciéndole que la cascada iba a seguir igual durante años, incluso eternamente; lo único que haría yo era amortiguar el golpe del agua sobre la hoya. No había fuerza ni propósito ni tecnología, agregué en total desorden, capaz de hacer desaparecer una cascada como aquélla, y él pareció aceptar mis argumentos. Pero, como no venía preparado para resultar convencido, insistió sobre el tema de la forma: no quería que la cascada perdiera su forma. Dijo que la cascada era justamente una forma. Tuve que repetirle todo otra vez: iba a quedar igual, etcétera. Después me levanté y fui al baño.
Cuando volví, en la mesa había dos personas más aparte de él: un hombre con mucha gamuza encima (zapatos de gamuza, cinturón de gamuza, campera de gamuza, gorra de gamuza) y una mujer enteramente vestida de raso. Eran la pareja rica del pueblo. Yo no había terminado de sentarme y ya me había enterado de eso y de lo que hacían: él era estanciero (dueño de mil hectáreas al norte del pueblo) y ella periodista (escribía, editaba y publicaba una revista cultural, mensual, en la que comentaba las obras de teatro y películas que había visto, las novelas que leía y los conciertos y exposiciones de arte a los que asistía). Se llamaba Sara. Su actividad (así la definió, «actividad») la obligaba a viajar con cierta regularidad a la Capital y a otras ciudades en busca de material fresco para la revista.
—Yo trabajo y ella viaja —acotó su esposo sacando pecho, con los pulgares metidos debajo del cinturón.
—Vos mejor te callás —le dijo Sara. Él había hecho esa acotación con una sonrisa, pero ella le respondió con toda seriedad—. Hace treinta años que no movés un dedo.
La mención del dedo me pareció poco afortunada en presencia de Díaz, quien sin embargo festejó el comentario con una risita.
—Pasaban por acá —me dijo Díaz refiriéndose a ellos—, me preguntaron qué hacía sentado solo y cuando les dije que estaba con vos quisieron conocerte.
—Ella —aclaró el estanciero.
No supe si era estúpido y brutal o solamente estúpido.
—Yo he visto la obra de Julia —dijo Sara sin inmutarse—. Es una obra excelente, y el trabajo de su mujer sencillamente extraordinario. Me dice Javier que Julia no está aquí…
—¡Monchooooo…! —volvió a gritar la misma voz al pasar.
Le dije que no, que Julia estaba en la Capital, y me preguntó si iba a venir en algún momento, a lo que respondí que no creía, ya que el conflicto gremial que había paralizado la obra (Sara estaba al tanto) se había resuelto.
—Qué pena —dijo Sara—, me hubiera encantado hacerle un reportaje. Es una mujer tan inteligente y talentosa. Pero, se me acaba de ocurrir, ahora que nos conocemos, tal vez usted pueda decirle quién soy, nada más que eso, así yo la llamo y combino un encuentro en mi próximo viaje. Voy la semana que viene.
—No hay inconveniente.
Sara se quedó mirándome, pensativa.
—¿Y qué tal si mientras tanto le hago un reportaje a usted? —dijo.
—¿Cómo? No, gracias, le agradezco mucho, soy psiquiatra, no entiendo nada de teatro.
—En el primer número me hizo un reportaje a mí —dijo el estanciero, siempre riéndose—. La revista empezó a salir con un tipo hablando de vacas y va a terminar con otro hablando de locos.
Sara ni siquiera pareció escucharlo.
—No sabrá nada de teatro, pero sabe mucho sobre Julia —me dijo—. No es mala idea: la versión del marido. Por ejemplo: ¿cómo es la vida junto a una gran actriz? El otro día leí un reportaje que le hicieron en Gente y Julia decía que lleva una vida de lo más rutinaria. Yo no le creí. ¿Eso es cierto?
—Bueno —dije yo—, la verdad es que últimamente casi no nos vemos.
—Están separados —le dijo Díaz.
—¿En serio?
—¿No leíste el reportaje entero?
Sara se sintió inmediatamente descubierta; fingió hacer memoria.
—No, no es verdad —dije—. Dudo mucho de que Julia haya dicho eso. Seguramente lo que dijo fue que me vine a vivir un tiempo acá y el periodista interpretó que nos habíamos separado.
—¡Sí! —recordó Sara de pronto—. ¡Sí, sí, lo leí! ¿Dónde leí que a usted lo había atacado un loco con un cuchillo?
—¿No te digo? —murmuró el estanciero.
—Fue hace mucho —dije yo—. Nada importante. Le puede pasar a cualquiera.
—A mí se me acerca un loquito con un cuchillo y le vuelo la cabeza de un escopetazo —dijo el estanciero.
—Me hubiera encantado tener una escopeta en ese momento.
—Hay que andar siempre con una escopeta encima. Hágame caso, amigo. Auto, escopeta. Caballo, escopeta. Yo ahora mismo tengo la escopeta en el baúl. ¿Usted vive allá arriba y no tiene escopeta?
—No me vendría mal. Supongo que están al tanto del asunto del puma…
—Por eso le digo. Usted ahí arriba desarmado no puede andar.
—¿Le gustó la cabaña a Julia? ¿Se quedó muchos días?
—Le encantó. No, se fue enseguida. Sin embargo, casi todos los días veo a alguien paseando de lo más tranquilo por ahí…
—Están locos —dijo el estanciero—. Deben haberse enterado de que usted es psiquiatra. Yo ahí arriba desarmado no doy un paso.
—No sabe cuánto lamenté no haberme enterado a tiempo de que Julia estaba acá. En el pueblo se termina sabiendo todo, pero últimamente no sé qué pasa: las noticias van cada vez más despacio…
—Si quiere, yo le presto una —dijo el estanciero—. Usted le arregla el reportaje a mi señora y yo le presto una escopeta. No le va a ser nada fácil comprar un arma por acá.
—Podríamos conseguirle una a través de la Comisión de Cultura —sugirió Díaz.
—¿Para tanto es? —pregunté.
—Yo diría que sí —dijo el estanciero—. El otro día mataron uno y ayer ya vieron otro dando vueltas por ahí. Si eran yunta y hay cachorros… hum, mejor prevenir.
—¡Monchooo…!
—¿Pero qué le pasa a ese salame que grita así? —dijo el estanciero girando la mitad del cuerpo.
—¡Pagame lo que me debés…!
—Pst, son chicos —dijo Díaz.
—Bueno, caballeros —dijo el estanciero y se levantó—, nosotros nos vamos yendo.
Parado tenía la misma altura que sentado. Sara le llevaba una cabeza. Ella tenía ganas de quedarse, pero su esposo ya estaba de pie y, agarrado del cinturón, se acomodaba los pantalones con impaciencia.
—¿Entonces quedamos así? —me preguntó Sara.
Le dije que sí: mañana mismo hablaba con Julia para arreglar el reportaje.
Y se fueron caminando, tomados del brazo. El estanciero rengueaba. Se le había dormido un pie; de tanto en tanto se detenía y lo golpeaba contra el suelo.
—Parecen buena gente —dije horrorizado.
—No digo que no —dijo Díaz—, pero a él acá todo el mundo le tiene miedo.
No le di tiempo a decir por qué. Intuyendo que Díaz no pensaba irse, y que, al contrario, se disponía a soltarme una larga chorrada sobre el estanciero (no había nada en el mundo que me interesara menos), alcé un brazo hacia el mozo y dibujé en el aire un pequeño electrocardiograma pidiendo la cuenta.
Unos minutos después, mientras recorría en auto el camino hacia la casa, todavía molesto con la invasión, recordé que ese mismo día había derivado a todos mis pacientes, quedándome sin fuente de ingresos. No era el momento de pensar en eso (noche cerrada, puma suelto), pero el dato se me impuso: lo que había gastado en el tiempo que llevaba allí era extraordinariamente poco. Podía decir que en un mes había gastado lo mismo que en la ciudad gastaba en un día, y ni siquiera en un día completo. (Bien, bien).
Sin duda, las tres personas que acababa de conocer pensaban que estaba mal de la cabeza; ella porque había dejado a Julia, el estanciero porque no tenía una escopeta, y Díaz por la modificación de la cascada. Lo más probable es que ahora mismo estuvieran los tres sacándome el cuero con uñas y dientes. Díaz debía odiarme. No sólo lo había interrumpido, dándole a entender que nada de lo que pudiera decirme sobre el estanciero y su esposa me interesaba en lo más mínimo (lo que debió resultarle ofensivo, porque ¿quién se niega a la infidencia, al rumor fresco y la traición?), sino que, además, le había hecho notar que su inquietud por la cascada no tenía razón de ser, dejándolo sin razón de ser a él. Y encima lo había dejado pagar la cuenta.
Hablando de dejar: había olvidado dejar una luz prendida. La casa no se veía; aparecía y desaparecía ante los faros del auto, de acuerdo a las curvas del camino. Cuando desaparecía, desaparecía todo, incluida la montaña. La oscuridad era total.
Ya en el fin del camino apagué el motor y dejé los faros encendidos. Fue la primera vez desde que había llegado que tuve miedo. A tal punto que consideré la posibilidad de dormir en el auto. Toqué bocina varias veces, calculando que si el puma andaba cerca se asustaría y se iría. Después bajé y busqué una piedra. Por supuesto, no había ninguna: estaban todas en la hoya. Pero encontré un palo; lo sacudí en el aire y, sin dejar en ningún momento de blandirlo (el término me hace pensar en algo blando y está bien, ya que era menos un palo que una rama y cada vez que lo sacudía se doblaba), recorrí los cincuenta metros hasta la casa a paso rápido.
Una vez adentro escuché un ruido. Prendí la luz. No había nada. Vi un pan en el suelo y una gran cantidad de cáscaras y migas desparramadas. Pensé que había entrado una rata. Entonces volví a oír el mismo ruido, un graznido bajo, grave (que en realidad debió ser potente, descontando el golpe continuo del agua en la hoya), y vi un loro sobre la mesada de la cocina. ¿Por dónde había entrado?
Avancé despacio para no asustarlo, recogí el pan del suelo y lo dejé en el otro extremo de la mesada. Moviéndome siempre a más de un metro del loro, barrí los restos del pan, me serví un whisky y me senté en una silla frente a él. Era un loro joven, con el plumaje impecable; se mantenía erguido, observándome a ratos con el ojo izquierdo y a ratos con el derecho. No parecía asustado sino a la expectativa. De tanto en tanto agitaba las plumas y daba un pasito adelante y otro atrás, como instándome a actuar.
El problema era que se había parado justo debajo del único enchufe de tres patas en el que yo cargaba el celular. Comprobé que al celular le quedaba menos de una línea de batería, así que no tuve más remedio que invadir el espacio del loro. Fui hacia allí caminando normalmente; pensé que si lo hacía paso a paso, como en una película de suspenso, el loro creería que iba a retorcerle el pescuezo y, por supuesto, se asustaría mucho más de lo que podía asustarse si iba a su encuentro con toda naturalidad. Sea como fuere esperaba que se echara a volar, quizá en dirección a la lámpara que colgaba del techo, o que saltara sobre las hornallas de la cocina para ubicarse en el otro extremo de la mesada, junto al pan. Pero cuando estiré un brazo para enchufar el cargador lo único que hizo fue apartarse. Y lo hizo con aplomo, caminando de costado y balanceándose como un pequeño pingüino verde.
Extendí la mano y le acaricié la cabecita para felicitarlo por su valor. Después le dejé una manzana junto a las patas, que empezó a picotear enseguida, con hambre, y recorrí la casa de punta a punta en busca del lugar por el que había entrado, pero no lo encontré.
Al día siguiente el loro seguía en el mismo lugar. Como se había comido la manzana casi completa, me pareció mejor no alimentarlo más por el momento, así que desayuné solo. En determinado momento vi que metía un dedo en el enchufe y salté hacia él; fue todo muy rápido, pero alcancé a darme cuenta de que, si lo tocaba, yo también recibiría una descarga eléctrica, y busqué en la alacena un cucharón de madera que había dejado el dueño anterior. Cuando por fin lo encontré, el loro ya había quitado la pata del enchufe y graznaba contento, agitando las plumas.
Por lo visto ése era un lugar peligroso. Lo agarré (no opuso ninguna resistencia) y lo trasladé a un lugar más seguro: el primer estante de la alacena.
Pasé la mitad del día rellenando la hoya. En una de las tantas subidas en busca de piedras me crucé (y con crucé quiero decir a cien o más metros de distancia) con varias personas, lo que en principio no tenía nada de extraño, ya qué era un sábado soleado, ideal para salir de paseo, y algunas de ellas, por no decir todas, miraban hacia la casa. Eso tampoco era de extrañar: la casa, como creo haber dicho antes, se levantaba en una suerte de cuña sobre la ladera y era visible desde varios puntos a la redonda, incluso para quien estuviera por encima de ella; en un lugar donde no había mucho que ver aparte del paisaje en sí mismo, era inevitable mirar la casa y la cascada. No obstante, y aunque no había nada que abonara la impresión de que lo hacían con una curiosidad concreta, puntual, como merodeadores, eso fue lo que sentí.
El domingo y el lunes y el martes hice grandes avances en el rellenado de la hoya.
El loro se había habituado al estante de la alacena y no hubo forma de ubicarlo en un lugar menos necesitado de higiene (lo trasladaba y en el acto volaba de regreso), así que opté por ponerle debajo un papel de diario doblado en cuatro, como una alfombra, al que se habituó también, y que yo cambiaba todos los días por uno nuevo.
A pesar de eso no diría que era un loro caprichoso; le gustaba estar ahí, simplemente. Al principio creí que le había tomado cariño a dos objetos: un tazón de losa blanca, de cuya asa se agarraba a veces con el pico y a veces con las patas, y una caja de té con un chino que sonreía y guiñaba un ojo, pero enseguida descubrí que la verdadera razón era el enchufe. En efecto, el loro bajaba cada vez más seguido a la mesada para meter la pata en el enchufe: se había hecho adicto a la electricidad. Y dominaba con gran prestancia el tiempo de exposición: nunca más de tres segundos. Los pelos de las plumas, inmediatamente inflamadas, se le ponían de punta, temblaba y sus ojos parecían triplicarse; la lengua asomaba por el pico entreabierto. Unos segundos después retiraba la pata del enchufe sin ningún problema y las plumas volvían a pegarse al cuerpo y los ojos a recuperar su centro. Ya de regreso en la alacena, satisfecho, la lengua era lo último que guardaba. No me pareció que hubiera nada que discutir; cada cual corre atrás de su propia droga. Y me puse a revisar la casa una vez más en busca del agujero por el que había entrado, a fin de repararlo. Estaba en eso cuando un auto se detuvo al lado del mío. No lo había oído llegar, pero alcancé a cerrar la puerta cuando vi que bajaba Sara.
No tenía ninguna gana de hablar con ella. Seguramente se iba a la Capital y venía a confirmar su cita con Julia. Yo me había olvidado de la cita; es más, hacía semanas que no hablaba con Julia.
Sara caminó hasta la casa haciendo equilibrio sobre unos tacos inapropiados para el lugar, y aún así todo lo rápido que pudo. Golpeó la puerta y me llamó:
—¡Julio!
O se había equivocado de casa, lo que era imposible, o alguien le había hecho una broma con mi nombre, adjudicándome en masculino el nombre de mi mujer. Por un instante pensé salir de mi escondite sólo para decirle que me llamo Enzo. Sara golpeó dos o tres veces más; descubrió el timbre y lo tocó; después, quizá alentada por lo solitario de la casa, más que por el hecho de que yo no estuviera allí, como si kilómetros de montaña y bosque a la redonda le dieran a la casa un cierto carácter de cosa pública, abrió la puerta y entró. Me retiré rápidamente hacia el dormitorio.
—¿Enzo?
Ah, de modo que Julio había sido un lapsus. ¡Peor! Menos mal que yo no estaba.
Desde el dormitorio no podía verla ni oírla; a lo mejor se había detenido y echaba un vistazo allá y aquí, criticando el desorden, o sacando conclusiones sobre la naturaleza de mi relación con Julia a partir de unos platos sin lavar, una botella de whisky sobre la mesa y un zapato junto al sillón, además del loro. Unos segundos después escuché con toda claridad el rápido golpeteo de sus tacos en dirección a la salida. Quizá el loro había metido la pata en el enchufe, y Sara se había asustado. Lo cierto es que volvió a su auto, escribió algo en un papel y lo dejó enganchado al limpiaparabrisas del mío. Debía estar muy apurada, porque mi auto era una prueba en gris metalizado de que yo andaba por allí; pero no se quedó a esperarme, por suerte.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos para que no pudiera verme por el espejo retrovisor, si es que de pronto miraba hacia atrás, fui a buscar la nota. «Pasé por acá», empezaba. Ponía su número de teléfono y me pedía por favor que la llamara para pasarle las «coordenadas» de la cita con Julia.
Años antes de conocer a Julia estuve a punto de casarme con una patóloga llamada Alba. A un mes de la boda asistí a un Congreso de Psiquiatría en Bogotá, Colombia. Aparte de mí, viajaron otros tres argentinos cuyos nombres no recuerdo. Instalados en el Hotel Continental, pasamos los primeros días hablando de mujeres, tomando tragos de colores y comiendo como cerdos. Una noche bebíamos en el lobby del hotel cuando de pronto una pareja de músicos empezó a tocar un currulao, un ritmo popular del Pacífico. Yo quedé instantáneamente cautivado por la mujer, que era o parecía japonesa (era colombiana, de origen japonés); tocaba la flauta traversa. El otro músico era un varón negro y tocaba el piano. La flauta traversa y el piano no son los instrumentos propios del currulao, así que el tema, en combinación con lo pasteurizado del ambiente, tenía un aire fraudulento, turístico y funcional (evidente incluso para mí, que nunca había escuchado un currulao y que ni siquiera sabía que existía). Sin embargo, tuve la impresión de que eran dos músicos serios, de conservatorio, que se ganaban unos dólares tocando en el hotel. Siguieron con Schumann, y después con algo que podía ser un vallenato, y después con Mozart, y así sucesivamente, combinando lo culto y lo popular. La flautista era magnética, de una belleza absoluta. Cuando terminó el show, que yo aplaudí hundido en la silla, apabullado (aunque mentalmente de pie), fueron a sentarse a la barra del bar. Me acerqué a ellos. Me presenté. Un milagro hizo sonar el teléfono del pianista, que nos dejó a solas. Otro milagro hizo que el flechazo fuera mutuo. Se llamaba Kio. Nos fuimos juntos. Me llevó a cenar a un pequeño restaurante en el centro de la ciudad, con un cartelito impreso en la puerta de entrada que decía: «Alto nivel de seguridad» y «Platos abundantes». De allí fuimos a su casa, donde entre otras cosas hablamos hasta el amanecer. Era encantadora. Todo era encantador, incluso yo. Me olvidé por completo del Congreso, excepto para hacerme una escapada al hotel en busca de mi valija. Y me instalé en su casa. Para entonces Kio ya sabía que yo estaba a punto de casarme, o que lo había estado.
Diez días después (tres días después de la finalización del Congreso) volví a Buenos Aires. Me encontré con Alba y le dije toda la verdad. Me preguntó, como una madre, si me iba a ir a vivir a Colombia. Le dije que no. Teniendo en cuenta que Kio estudiaba música y que sus únicos y magros ingresos provenían de las presentaciones en el hotel, Kio y yo decidimos que ella vendría a vivir conmigo a Buenos Aires, donde podía dedicarse exclusivamente a sus estudios, ya que por esa época yo empezaba a ganar bien. De hecho, el próximo viernes ya estaría en la ciudad. Era lunes. El miércoles recibo un llamado del pianista, con el que había simpatizado brevemente en los minutos previos y posteriores al show en el hotel para un nuevo contingente de turistas, la noche anterior a mi regreso. «No te alarmes», dijo. «Ha ocurrido algo, pero tú tranquilo. Va a estar todo bien». Kio había tenido un accidente. Estaba internada.
Ese mismo día volé a Bogotá. Era mucho peor de lo que había imaginado. A la salida de la escuela donde tomaba clases de música, un auto le había pisado literalmente la cabeza. Tenía un 99,99% de posibilidades de morir. Pasé los cinco primeros días en la sala de espera del hospital a tiempo completo. Comía allí, dormía allí, usaba los baños del hospital, me afeitaba allí, me lavaba allí. También lloraba allí. Después empecé a dormir en la casa de Kio, cuya llave me facilitó el pianista, y a primeras horas de la mañana, incluso antes del amanecer, ya estaba de vuelta en el hospital. Ninguno de los médicos con los que hablé daba un pelo por su vida; cuando por fin me dejaron verla, tuve también miedo por la mía: no me creí capaz de vivir sin ella. Tercer milagro: dos semanas después, al cabo de una seguidilla de operaciones diarias, Kio empezó a reaccionar. Habló, movió los brazos, se incorporó en la cama. Había perdido masa encefálica (en realidad no, pero los médicos habían tenido que empujarla de nuevo hacia adentro, imagino que con los dedos) y cuando volví a verla lo hice aterrado ante la posibilidad de que no me reconociera, o de que me confundiera con otro, o, lo que es aun peor, de que sus capacidades intelectuales hubieran desaparecido por completo, reduciéndola a un estadio inferior al de la niñez, o a la demencia. Nada de todo eso fue así. Me tomó de la mano y me dijo «mi amor» y «lamento tanto decepcionarte»; era consciente de haber perdido su belleza. Quizá, del mismo modo en que lo último que pierden aquéllos que no tienen nada es la esperanza, la belleza era lo único que había perdido Kio… Su mejoría era asombrosa. Los médicos, que hasta entonces me habían mirado y tratado como a «el loco del hospital», por mi persistencia en una causa sin sentido (en lugar de ocuparme en reencauzar mi vida, como harían ellos, incluso con mi consejo profesional), empezaron a tartamudear. Tres meses después del accidente le quitaron las vendas. El color de los ojos era lo único que seguía igual. Le habían colocado alrededor de la cabeza una especie de casco metálico, con hierros que mantenían los huesos en su lugar. Un mes más y abandonamos la clínica entre aplausos. Los escuché yo; Kio no. Para ella vivir era algo natural, como si no hubiera combatido para no morir. Viajamos a una clínica de rehabilitación ósea en Berlín, donde permanecimos alrededor de veinte días y donde Kio fue sometida a una decena de intervenciones, y luego a Bélgica, a un centro de primerísimo nivel especializado en reconstrucciones faciales, donde le devolvieron la nariz, la frente y el mentón. Poco a poco fue volviendo todo a la normalidad. Kio era otra vez la misma de siempre, el ser adorable y bello del que me había enamorado, con la pequeña y sutilísima diferencia de que ahora se lo tomaba todo mucho más a la ligera, incluido el optimismo y el buen humor. Viajamos durante meses de un país a otro, de una clínica a otra, de las manos de un especialista a las manos de otro especialista, hasta que estuvimos otra vez en el punto de partida, pero a años luz del accidente: ya no había nada más que hacer. Después de un año de viajes, clínicas y operaciones, acabábamos de darle la vuelta completa al periplo de la desdicha. Volvimos a Bogotá. Hicimos las valijas. Alquilamos su departamento. (Mientras aguardábamos a que apareciera un inquilino nos instalamos en el hotel donde nos habíamos conocido y donde Kio volvió a tocar con su pianista, sutilísimos los dos). Aún hoy, ahora que debo contar el final, sigo convencido de que Kio vivió para mí. Kio no habría vivido si no me hubiera amado. Pero esto, que puede sonar trivial a la luz del drama por el que debió pasar, aunque ella no más que yo (otro punto difícil de comprender, seguramente), es algo que atesoro como a una pepita del amor total, no sé de qué otra manera decirlo. A veces el destino insiste, insiste y tarde o temprano vuelve sobre sus pasos, e incluso con las mismas herramientas. Kio no murió atropellada por un segundo auto. Este segundo intento del destino apareció por una calle transversal (Kio iba en un taxi) y apenas si la golpeó. Pero fue suficiente. La astilla de un hueso, una infección, un rápido colapso general… Ésa fue la secuencia. El éxito de todo un cuerpo desmoronado por una astilla que da la estocada en el último milímetro cúbico de debilidad del sistema.
Recordé todo esto mientras llamaba a Julia. Creo que el recuerdo completo duró apenas un instante, el instante que siguió a su «hola» y a una risa en un rincón. Estaba en el camarín, preparándose para salir a escena.
Le hablé de Sara. No le importó.
—Sí, que me llame —dijo—, después veo. La sala está a full. Ayer Gualicho se descompensó en mitad de la función y tuve que… —etcétera. ¿Y quién era el tal Gualicho? Los integrantes del elenco solían ponerse sobrenombres provisorios, instantáneos, como si con esos bautismos demarcaran un lugar abstracto más allá de la obra, principalmente el del amigo sin amistad. Sin sobrenombre, se era sólo un compañero de trabajo.
Noté que no iba a preguntarme cuándo volvía; en cambio, sí me preguntó qué hacía todo el día «ahí». Ya me había hecho la misma pregunta en otras ocasiones, pero ahora presuponía algo definitivo, aparte de su desinterés por mi regreso.
Como no estaba al tanto de mi trabajo en la cascada, tuve que contárselo todo, el plan y el resultado. Julia no lo podía creer, pero no lo dijo: se quedó callada.
Llamé a Sara (en ese momento su marido la llevaba al aeropuerto) y le di el teléfono de Julia. De fondo escuché la palabra «escopeta».
Finalmente fui al pueblo a hacer las compras. Entre otras cosas (principalmente alimentos y alcohol) compré unos guantes de albañilería; las piedras me estaban arruinando las manos. Las tenía cada vez más insensibles. Una hora atrás, sin ir más lejos, había subido al auto con un plato en la mano y no me di cuenta de eso hasta que lo vi.
En la calle me crucé con el fonoaudiólogo que me había atendido tiempo atrás. Era un hombre joven, de unos treinta y cinco años, con patillas triangulares muy tupidas; estaba en compañía de un muchacho pálido y calvo, más joven que él, vestido con una remera sucia y una campera de jean con el cuello levantado, en actitud de sospecha permanente. El fonoaudiólogo se había enterado de mi trabajo en la cascada y parecía aprobarlo; ese ruido era directamente malsano. Me preguntó si era verdad que yo era el marido de Julia Navarro y, seguro de que el esposo de una actriz ha de ser sensible al arte, me dijo que él y su amigo Rolando, el calvo, eran poetas. Un impulso de buen humor me llevó a recitarle, por todo comentario, las primeras líneas del poema de Borgestein:
Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero
fui a sentarme y se me vino encima el sillón.
¿Pensarán que soy surrealista?
Se interesaron los dos. Pero en tanto que el fonoaudiólogo quedó en silencio, pensativo, Rolando el calvo adelantó el mentón y me preguntó:
—¿Eso de quién es?
—De un amigo.
—¿Cómo se llama?
—Murió —dije yo—. Nadie lo conoce. Nunca publicó nada.
—¿Cómo sigue?
Fingí hacer memoria, ya que recordaba el poema a la perfección (como si el autor me hubiera apuñalado), y dije:
En ese momento decenas de poetas
intercambian sus muertes, sus cisnes, sus mercados.
(¿Qué más se puede hacer
cuando se escribe mal?). Resbalé todavía
unas cuantas veces más
tratando de levantarme, siempre sin gracia,
mientras unos relámpagos firmaban
el cielo en el jardín.
—Es bueno, es bueno —murmuró Rolando—. ¿Sigue?
—Sí, pero no me lo acuerdo…
—«Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero fui a sentarme y se me vino encima el sillón» —repitió Rolando en voz baja—. «¿Pensarán que soy surrealista?» —y soltó una carcajada.
No pude saber (no pude saberlo) que el encuentro con el médico poeta y su amigo Rolando y el recitado de unas líneas de Borgestein me depararían una nueva camada de visitas. En la semana siguiente el fonoaudiólogo, Marcos de apellido Martín, y el camillero Rolando, me visitaron dos veces. La primera me leyeron algunos de sus textos («si vos traías ese poema en la memoria, es porque tenés buen paladar y buen oído», comentó fonoaudiológicamente Martín) y examinaron largo rato la cascada.
Rolando simpatizó con la idea, «delirante», de rellenar la hoya, y Martín admiró el resultado. Eran muy serios los dos. (Me gustó).
En la segunda visita me ayudaron a juntar piedras. Fue una ayuda invalorable. De tanto en tanto, mientras bajábamos hacia la hoya, se chicaneaban el uno al otro con cosas tales como: «¿Quién es el escritor más boludo de la Argentina?». «¿Y el más boludo del mundo?».
Una mañana Rolando vino solo. (Martín estaba de guardia). Traía una bolsa con una tira de asado, dos chorizos y una libreta de hojas sin renglones; había calculado que después de ayudarme con las piedras prendería un fuego y, mientras el asado se cocinaba, trabajaría un rato en sus poemas; el lugar lo inspiraba. Yo tenía otros planes, es decir ninguno (estar solo), pero lo vi tan entusiasmado con el programa que me dio pena contradecirlo. A tal punto que ni me di cuenta de decirle que en la casa no había parrilla; así que subimos y bajamos cargando piedras hasta el mediodía y cuando llegó la hora de prender el fuego… No hubo más remedio que hacer la carne al horno. Igual estuvo todo bien. Nos bañamos por turnos en la hoya, dejando que la cascada nos golpee la cabeza. Después Rolando se sentó abajo de un árbol y escribió hasta que la carne estuvo lista. Mientras comíamos me ofrecí a leer lo que había escrito y él dijo: «Todavía no». En ese momento el loro salió de atrás de la lata de té, donde en los últimos días había empezado a recluirse, y bajó a darse una dosis de corriente. Rolando se quedó boquiabierto, con el tenedor apoyado en la lengua.
Le conté.
Me escuchó.
—¿Y por día cuántos saques se da?
—Empezó con uno. Ahora pasa los diez. Por lo menos los que veo yo —le dije.
Rolando hizo un gesto de «cartón lleno» con las manos y siguió comiendo.
Desde hacía varios meses trabajaba en una serie de poemas que daban cuenta de las cosas que decían los pacientes que llevaba en la camilla. (A veces un encargo, a veces un insulto, a veces un ruego de suavidad en el traslado). Me caía bien. Terminamos de comer y nos servimos un whisky. Promediábamos la segunda copa cuando vemos que se acerca Sara. Instintivamente, sin decir una palabra, como de acuerdo en todo, nos pusimos de pie. Le hice un seña indicándole que me siga y nos escondimos en el dormitorio.
Pero esta vez Sara no entró. No entró porque además de mi auto y la moto de Rolando vio que la luz estaba encendida (era un día nublado y oscuro): alguien tenía que haber. Golpeó la puerta, tocó el timbre.
Rolando me preguntó si la conocía. Él la conocía bastante. Le dije que la había visto una vez. «Un plomo», susurró. Estuve de acuerdo. «¿Y el marido?», le pregunté. «Un peligro», dijo. «Es dueño de medio pueblo: campo, supermercado, estación de servicio, radio, diario, boutique, confitería, taller… Hace lo que quiere. Las malas lenguas dicen que mató a dos hombres y una mujer». «¿Cómo?». «Un peón, un amante de la esposa y una amante de él. Tres».
Entonces hubo una baja de tensión, un parpadeo de la luz, y Sara, en ese momento al otro lado de la ventana, dejó escapar un gritito. El loro se había quedado pegado. Salí del dormitorio y vi que Sara corría hacia el auto y que el loro se estremecía con la pata en el enchufe y las plumas de punta. Le di un golpe rápido con el dorso de una mano, despegándolo y haciéndolo volar un metro; cayó con las alas abiertas sobre una hornalla. «¿Murió, murió?», decía Rolando.
No, no había muerto, pero estaba más de aquel lado que de éste. La lengua blanca asomada, la uña negra quemada, los ojos triples cerrados. Se sacudía espasmódicamente. Mientras le masajeaba el cuerpito con los dedos, Rolando me puso al tanto de los movimientos de Sara: había subido al auto pero no se iba, seguía ahí sentada, con la puerta abierta.
—¡Viene para acá, viene para acá!
Nos escondimos de nuevo. Yo llevé al loro conmigo, sin dejar de masajearlo. Sara llamó un par de veces más y finalmente se dio por vencida y se fue.
El loro abrió los ojos. Empezaba a reaccionar. Volví a la cocina y lo acosté en la mesa, sobre un repasador. Entonces vi la cara sonriente de Sara en la ventana; había vuelto y golpeaba sin sonido el vidrio con las uñas.
Se mostró muy extrañada de que no la hubiéramos escuchado antes. Le expliqué que, al venir ella de abajo (del pueblo) tenía el oído fresco, pero que después de un par de horas al lado de la cascada uno dejaba de oírlo todo: eso mismo, sin ir más lejos, era lo que me pasaba a mí. (Fue un diálogo de circunstancia, mientras terminaba de entrar). Enseguida le presenté a Rolando. Dijo que ya lo conocía y se sentó a la mesa. Sobre el loro dijo: «Pobrecito, lo vi meter la pata en el enchufe», y acto seguido me contó que había estado con Julia. Quería agradecerme.
—Es una monada de chica —dijo—. Me atendió al primer llamado.
—¡Pero claro, no sabía que era usted! —comentó Rolando. Lo hizo sin malicia, sólo porque ella se la dejó picando. Sara lo fulminó con la mirada.
—Nos encontramos en un barcito divino al lado del teatro. Llegó puntualísima, casi al mismo tiempo que yo. Me ha encantado, debo decirle. Amable, simpática, abierta, lo tiene todo. No me dejó pagar la cuenta y me invitó a su camarín. Me presentó al resto de los actores y al director, un hombre muy reservado… Y cuando le dije que estaba sola en la ciudad me pidió que la acompañara a cenar con el elenco después de la función. La función fue extraordinaria, la cena inmejorable. Todos sabían que yo era una periodista de provincia con una revistita de circulación restringida, aunque satinada, pero me trataron como si fuera de alguno de los grandes medios del país. Un honor. Les he hecho reportajes a todos. No sabe cómo nos hemos reído.
—Disculpe.
Me incorporé y me incliné sobre el loro, que trataba de alzar la cabecita. Lo agarré y, quedándomelo en las manos, volví a sentarme y a prestarle atención.
—Hablamos mucho de usted. Bah, en realidad la que habló de usted fui yo. Le conté cómo nos habíamos conocido y demás y Julia, que desde luego está al tanto de su obsesión con el ruido de la cascada, dijo: «Cuando se le mete algo en la cabeza…». Usted me disculpará, pero mi obligación era preguntarle si estaban separados, y ella dijo: «Momentáneamente». «¿Qué querés decir con momentáneamente?», le pregunté. «Que él está allá y yo acá», me dijo. Y las dos nos sonreímos, por supuesto. No pasamos de ahí.
—¿Podrá publicar un poema de Rolando en su revista? —le pregunté. Mi intención era que, después de una primera negativa, no pudiera negarse a mi segundo pedido, que era el que verdaderamente me interesaba—: ¿Podré ver ese reportaje antes de que salga?
Sus respuestas fueron: «No publicamos poesía en la revista», y: «Le ruego que me dé la misma libertad que me dio su adorable esposa».
El loro, que seguía en mis manos, recibió algunas descargas del fastidio que me producían sus adjetivos, sus tiempos verbales y la modulación de su voz.
Cuando Sara y Rolando se fueron (con media hora de diferencia) me quedé dormido. Desperté a la medianoche. El loro no estaba sobre la mesa, ni en la alacena, ni en ninguna otra parte; o se había escondido muy bien o se había ido. Intenté dormir otra vez, pero no pude; estaba completamente desvelado. Me envolví en una manta y me senté en el balcón.
Los picos de las montañas se desplazaban a toda velocidad hacia el oeste; por momentos frenaban, describían una comba o un semicírculo y, sin dejar de bailar un solo instante, cambiaban de dirección, a veces para arriba y a veces hundiéndose.
Afeitarme, por ejemplo. Cocinar. Sentarme al atardecer en el balcón con un libro y un whisky. (Ése era uno de los proyectos que más me gustaban; esperaba la hora con ansia, lo paladeaba durante todo el día). Fumar. El universo sobrepoblado de ocupaciones y de aspiraciones, de compromisos y de información en el que había girado mi vida hasta entonces, con sus consecuencias, a veces satisfactorias, no era nada al lado de un cigarrillo, un proyecto que se repetía varias veces al día sin aburrirme nunca. Lavarme la ropa. Lavar los platos. Tomar mate sentado en una roca frente a la casa, mirando el paisaje… Tenía decenas de proyectos diarios, todos mínimos y plenos a la vez. Y los encaraba siempre con la mayor seriedad. (Había otra forma de soltar el humo: mirándolo). Incluso el trabajo en la cascada era un trabajo de hormiga. Pero aunque iba cada vez menos al pueblo, estaba lejos de convertirme en un ermitaño.
A comienzos del verano las visitas que recibía ya eran muchas, no sólo las de Unsen, Sara, Martín y Rolando (una vez le dije a Rolando que cuando pensaba en él lo hacía llamándolo «Rolando el calvo», y él me miró y me dijo: «Qué boludez»). Cada uno de ellos había traído a alguien en las últimas semanas, y ese alguien a su vez a otro; algunos de ellos vinieron una sola vez y algunos empezaron a hacerlo cada vez más seguido. Entre éstos se contaban Ítalo y Gloria.
Ítalo llegó de la mano de Sara, y Gloria de las manos de Martín y Rolando. A pesar de su nombre, Gloria tenía nada más que veinticinco años y, como ellos, era poeta. La primera vez que la trajeron volví a decirles que yo no entendía nada de poesía, sospechando que esperaban algo de mí en ese sentido (no sé bien qué), pero lo único que querían era andar por ahí; a veces escribían algo, o hablaban de sus proyectos, siempre mucho más importantes y ambiciosos que los míos, aunque menos concretos, y a los que sucumbían con una facilidad apabullante: en general no hacían otra cosa que tomar mate, fumar, leer, e incluso dormir. Faltaba que empezaran a afeitarse.
En ocasiones me ayudaban a juntar piedras y a transportarlas hasta la hoya, pero sólo en ocasiones. Preferían mirar. Gloria escribió una Oda al psiquiatra que llena la fuente, y me lo obsequió manuscrito en una hoja de papel grueso. Creo que no era bueno y me emocionó. Era la única de los tres que había publicado un libro. Trabajaba en una boutique. Era lesbiana. Tiempo atrás había mantenido una breve relación amorosa con Ítalo, al que había destrozado y abandonado (o al revés).
Ítalo empezó a venir a la casa antes que Gloria, es decir «no por ella», así que su interés (pero ¿en qué?) era genuino. Sara me lo había presentado diciendo: «Pongo las manos en el fuego por el futuro de este chico». Ítalo se encogió de hombros cuando le pregunté a qué clase de futuro se refería. Pero enseguida me dijo que una vez, años atrás, había actuado en una obra de teatro en la escuela y que desde entonces Sara, presente en la representación, lo seguía a sol y sombra, como fascinada con su talento, en el que Ítalo no creía. Tiempo después Sara me confesó que Ítalo era su hijo, Me atreví a tocarle la cabeza (una caricia mínima). Ese mismo día, ampliando el tema, dijo que Ítalo era hijo de una amiga suya que había muerto, etcétera. Yo había oído mal y esta vez la cabeza que toqué fue la mía.
Rolando me confirmó que uno de los hombres supuestamente asesinados por el marido de Sara era el padre de Ítalo, que desde entonces vivía con su abuela. Ítalo era total y completamente ajeno a la sospecha pueblerina sobre el asesinato de su padre. Me pareció increíble que un pueblo tan chico fuera capaz de mantener intacta la burbuja de un secreto como ése. Pero el hecho de que Gloria tampoco lo supiera (cuidadosamente inducida a hablar del asunto) era más extraño todavía: las burbujas de silencio, por lo visto, se multiplicaban en las nuevas generaciones, sordas al rumor de los mayores. ¿Por qué razón, si no por culpa, aunque no necesariamente, Sara se postulaba para apadrinar al hijo de su amiga muerta? ¿Estaba al tanto del crimen cometido por su esposo? ¿Y qué esperaba de mí, que le infundiese amor por el teatro, que lo pusiera bajo el ala de Julia…?
Sea como sea, Ítalo y los tres poetas empezaron a visitarme cada vez más seguido. Los poetas sabían que Ítalo estaba muerto de amor por Gloria, así que al principio se miraban con desconfianza, tensos; en la base, en el pueblo, debían esquivarse a conciencia (algo que aquí arriba, mejor definido por la altura, la soledad y la perspectiva, se percibía con toda claridad).
El rechazo de Gloria y el dolor de Ítalo se hacían sentir de tal modo que en los momentos de silencio, siempre incómodos, nos veíamos todos impulsados a proponer (incluso yo, que tenía veinte años más que Ítalo y Gloria y diez más que Martín, con el que nos mirábamos de soslayo, como si lo entendiéramos todo y no pudiéramos resistirnos a nada) excursiones en busca del puma y cosas por el estilo. Poco a poco, sin embargo, la relación entre ellos empezó a suavizarse y a fluir.
Una tarde Gloria le dijo a Ítalo que no lo había dejado porque no lo quisiera ni porque pensara que era un tonto, sino porque le gustaban las mujeres. «¿No sabías?». Ítalo que no lo sabía (Ítalo no sabía nada), subió por la ladera hasta el sitio donde yo cargaba la carretilla y me lo contó. Parecía aliviado y contrariado a la vez, como si el orgullo herido hubiera cicatrizado de pronto pero considerara aún la posibilidad de reconquistarla, aunque ahora sin saber cómo, ni por dónde. Y se quedó en silencio, pensativo. Me incliné a agarrar una piedra. Era demasiado pesada para cargarla en la carretilla con las demás, así que la dejé otra vez en el suelo, para llevarla en el próximo viaje. Ítalo reaccionó de golpe y dijo, hablando para sí mismo: «No sé, no sé, no sé».
—Eso es verdad —le dije.
Agarró la piedra que yo acababa de dejar y empezó a bajar hacia la hoya. A mitad de camino vio que Gloria, Martín y Rolando se bañaban en la cascada y la soltó y fue corriendo a unirse a ellos. Gloria estaba parada en el centro de la hoya, en bombacha y corpiño. El agua le llegaba a los muslos.
Excepto Martín, los demás no me llevaban el apunte. Entraban y salían de la casa cuando querían, cocinaban, discutían, fumaban marihuana, escuchaban música, se leían, casi no me dirigían la palabra, y a cierta hora del día, antes de que se hiciera de noche, Rolando montaba su moto, Gloria subía al asiento trasero, Ítalo a su auto, y se iban a toda velocidad. (Últimamente el orden había cambiado: Gloria se iba en el auto de Ítalo, y Rolando solo en moto).
—¿Qué quieren? —le pregunté una noche a Martín apenas los otros se fueron.
—Creo que nada —dijo él.
—Hagamos un esfuerzo.
—Cuando yo tenía la edad de ellos, un poco menos, vino a vivir al pueblo un tipo diez o quince años mayor, muy simpático, sin ningún talento, sin ninguna historia (le preguntábamos de dónde venía y nos decía una vez una ciudad y otra vez otra), sin trabajo, sin casa (vivía en una pieza alquilada en los fondos de un restaurante), sin pareja, sin ninguna particularidad, excepto por el hecho de que andaba todo el día con un grabador haciéndole reportajes a la gente. No sé si se le puede llamar reportaje a eso, pero eso era lo que hacía: preguntaba y grababa. Y a cualquiera. Todo el mundo le parecía interesante. Mis amigos y yo íbamos siempre a visitarlo. No leía, no escribía, no teníamos nada en común, no bebía, ni siquiera le gustaba la música, pero a nosotros nos encantaba estar con él. Un día se fue y no volvió más. Ahora, a la distancia, me parece que estaba un poco chiflado… Pero él no importa. Me pregunto por qué nosotros lo seguíamos así. ¿Por qué lo seguíamos así? No sé. Ellos son más chicos que yo, pero supongo que vienen por la misma razón. Y yo también.
Me quedé mirándolo en silencio, hasta que se levantó y dijo:
—Bueno, me voy a trabajar.
Julia llegó sin aviso el martes al mediodía. Una chispa, seguida de una llamita dificultosamente sofocada, obligó al dueño del teatro a una serie de refacciones y trámites legales, por lo cual el elenco disponía de al menos una semana libre. No sé si se dice libre. En las últimas semanas casi no habíamos hablado y su llegada me sorprendió. Pero me sorprendió todavía más que viniera en compañía del tal Gualicho.
¿Era su amante? ¿Era su cómplice? ¿Acompañaba a Julia porque ella se lo había pedido, a modo de protección, ya que Julia venía a decirme que se había enamorado de otro, como si eso pudiera convertirme en un monstruo peligroso? No me hice ninguna de estas preguntas.
¿Dónde iba a dormir?
Eso fue lo segundo que pensé. Lo primero que pensé estuvo vagamente relacionado con la idea de que lo segundo sería demasiado. ¿Pensaba alojarlo en casa? Había algo ominoso en el hecho de que Julia me plantara al tal Gualicho en el living. La casa tenía una sola habitación. Y Julia, por supuesto, lo sabía. La posibilidad de levantarme a la mañana y encontrármelo hizo que algo en mi mente, ya desconcertada por la visita, se saliera de foco: ¿la había recibido con un beso? ¿Nos habíamos abrazado?
No me relajé hasta que Julia comentó que Gualicho había reservado un cuarto en el hotel del pueblo. Hasta ese momento no había sido capaz ni de escuchar lo que decían. Debo haber actuado como un sonámbulo, porque mientras volvía en mí creí escuchar, superpuestas, la voz de Gualicho, que decía algo sobre el paisaje, y a Julia preguntándome si me sentía bien…
—¡El loro! —grité apenas las cosas terminaron de aclararse.
El loro estaba parado en la punta de una rama como una hoja más, esperando la oportunidad de entrar. Fui corriendo a abrirle la puerta.
Cuando giré para volver junto a Julia y su amigo, que seguían afuera, me los llevé por delante. Les pedí que no entráramos todavía: primero debía entrar el loro. Gualicho, que a primera vista era un tipo serio, se puso serio.
—Es un loro muy querido —le expliqué—. Vivió un tiempo conmigo y se fue, y ahora está de vuelta. Ya lo van a conocer.
Para apartarlos de la casa los llevé a la cascada. Julia me preguntó en voz baja si me pasaba algo. Sentí una alegría inmensa al escucharla; dos o tres semanas atrás hubiera tenido que repetir la pregunta, o levantar la voz. ¡La escuchaba! Se lo dije sin dejar de mirar al loro, lo que pareció aumentar su contrariedad. Pero era cierto: el sonido de la cascada era muchísimo menos grave, menos amplio y profundo; sin duda la decena de cargas de piedras del día anterior había marcado una diferencia considerable. Estaba en la etapa final.
—¿Cuánto hace que estás haciendo esto? —me preguntó Gualicho.
—Meses. ¿Cómo es tu nombre? No me gusta decirte Gualicho.
—Hernán.
—Meses. Al principio acá no se podía hablar ni dormir. Y escuchá lo que es ahora. Agua que cae, nada más. El mismo ruido de una lluvia. Antes era un estruendo permanente.
Julia se había quedado retrasada y se paseaba a un lado y a otro con los brazos cruzados y la cabeza gacha. Me acerqué.
—¿Por qué hacés esto?, ¿qué te pasa? —dijo—. Soy yo la actriz acá. ¿Te molesta que lo haya traído?
No hablé.
—Se va mañana. Va al pueblo de los padres, a trescientos kilómetros. Fue muy amable en desviarse para acompañarme y conocer el lugar y vos lo recibís haciéndote el loquito…
En ese momento el loro (al que en secreto acababa de bautizar Gualicho) se desprendió de la rama y voló desprolijamente y sin gracia hasta un punto en la base del techo, donde tenía su propia entrada. Agarré a Julia de un brazo y la llevé todo lo rápido que pude hasta el interior de la casa. Entramos justo cuando Gualicho metía la pata en el enchufe. Julia amagó decir algo; le tapé la boca.
Inenarrable fue el placer que sintió Gualicho con la descarga, luego de semanas de abstinencia. Quedó con las alas ahuecadas, los pelos de punta, la lengua afuera y la cabeza oscilando.
Lo alcé con cuidado y lo puse en la alacena, entre la taza blanca y la lata de té, sus dos amigas.
Más tarde, ya al anochecer, también lo vio Hernán. «¡Tenés que verlo, tenés que verlo!», le decía Julia maravillada. Así que, decididos a esperar el show de Gualicho, Hernán se quedó a cenar.
Después de la cena (recién habíamos empezado cuando Gualicho le dio el gusto, lo que a mí me produjo el efecto anticipado de una cena larga, pesada y sinsentido) lo llevamos al hotel.
El regreso a casa fue raro. A mí me costaba entender qué hacía Julia ahí, en el auto, a mi lado, y ella fingía dormir. Era evidente que no nos queríamos, que no teníamos nada en común y que no nos necesitábamos. ¿Qué había venido a hacer, entonces? Me lo dijo apenas entramos a la casa.
Se había enamorado locamente de otro hombre (el adjetivo es mío, avalado por la forma en que me miró: fijo y con los ojos de alguien más aparte de los suyos). Le dije que lo intuía o que lo esperaba y Julia se me adelantó y sirvió dos whiskys. Yo no estaba al tanto de que bebiera, aunque a la luz de lo que iba a decirme a continuación la botella completa no hubiera bastado para llamarle a eso beber. Tampoco eran copas, sino vasos, y los dos distintos; uno de vidrio azul, alto, delgado y liso, y el otro de vidrio blanco, ancho y con un bajorrelieve de flores en la base. Me alcanzó el vaso azul y me dijo que estaba embarazada.
Yo me llevé el vaso a los labios y me golpeé los dientes.
Y Julia agregó:
—Es tuyo.
Hay tantas cosas que contar, es tan cansador… Creo que nos quedamos un rato callados, mirando a cualquier parte y aún así viéndonos con toda claridad.
Habíamos hecho el amor diez veces en un año, como mucho; la última vez días antes del ataque de Borgestein. ¿Era posible? Sí, era posible. Tenía un embarazo de catorce semanas (todavía no se le notaba, aunque yo lo vi).
—¿Y cómo sabemos que no es de él? —le pregunté.
—No me acosté con nadie en esa época, ni antes. Aunque no me creas.
—¿Él lo sabe?
—Sí.
—¿No le importa?
—Sí.
—Te ama.
—Creo que sí.
—¿Lo saben desde que empezaron a estar juntos?
—No. Pero se lo dije apenas me enteré.
—O sea que él supo antes que yo que voy a ser padre.
Julia bajó la vista y negó con la cabeza, pero sin decir que no; más bien lo que hizo fue decir que lo sentía.
Di un paso hacia ella y la abracé.
Abracé a mi hijo, también, tan chiquito y ya en la mujer de otro.
Apenas una semana después de la partida de Julia llegó el gran día: puse, distribuí, en realidad, la última carga de piedras sobre lo que había sido una hoya, acomodándolas una por una en la superficie —encajándolas una por una en las anfractuosidades de lo que ahora podía llamar «el suelo» debajo de la cascada—, me aparté, me tumbé de espaldas en el pasto y me quedé un rato largo mirando pasar el sol de un ojo al otro. Agotado y sin nada nuevo que disfrutar, ya que había llegado al nivel de sonido actual muy gradualmente, decidí empezar con la segunda etapa ese mismo día.
La cascada saltaba desde unos nueve o diez metros de altura; la separación entre la pared de roca y la cascada, en la base, sobre «mi obra», era de poco más de un metro, con un ángulo de 90 grados apuntando al pueblo. En ese vértice trabajé hasta el anochecer.
No estaba en mis planes rellenar el triángulo completo, aunque tal vez terminara haciéndolo: en principio, pretendía construir una especie de rampa o de tobogán de tres o cuatro metros de altura, como un triángulo de piedra en el interior de un triángulo aéreo, con uno de sus lados menores apoyado en la pared de roca, de modo de reducir el salto, y por lo tanto también el sonido, a la mitad, lo que ya era mucho decir.
Por supuesto, buena parte de la fiebre tenía que ver con la noticia del embarazo; no con el embarazo en sí mismo (mi reacción habría sido distinta si Julia no hubiera estado embarazada de mí) sino con el hecho de que el padre de mi hijo sería otro. ¿Por qué? Porque hubiera querido serlo yo. Lo sentí inmediatamente, casi en el mismo momento en que me lo dijo.
Esa noche dormimos juntos, no sólo en la misma cama. Nos dormimos a la vez, nos despertamos abrazados en mitad de la noche, nos separamos y volvimos a dormir.
Al día siguiente, cuando desperté, Julia no estaba en la cama. Pero no se había ido: su bolso seguía ahí. Era la primera vez que se levantaba antes que yo. Tampoco estaba en la cocina. El celular, todavía enchufado, indicaba las once de la mañana. El loro esperaba su turno.
Salí al balcón y vi a Julia a lo lejos, en compañía de Ítalo y de Gloria; bajaban en fila india por el lado oeste de la casa. Enseguida giraron a la izquierda, se perdieron detrás de una roca y reaparecieron a la derecha, ahora subiendo. Julia era la única de los tres que iba casi a gatas.
Fui al pueblo. Fui directamente al hotel donde se había hospedado Hernán. La dueña del hotel, una señora de largas uñas rojas con las que se rascó la nariz, una oreja y la cabeza, además del culo, me dijo que Hernán acababa de irse. Apenas salí me di cuenta de que, en caso de haberlo encontrado, no hubiera sabido qué decirle. Lo más probable era que el padre de mi hijo no fuera él, o estaría aún allí esperándola.
A mi regreso estaban los tres sentados a la mesa. Gloria armaba un cigarrillo. Julia observaba con atención el movimiento de sus dedos mientras le decía a Ítalo algo que terminaba con «…después de todo». Era evidente que se habían caído bien.
—Estamos tratando de convencerla de que se quede un día más —dijo Gloria.
Julia me miró.
—Es su casa —dije—, puede hacer lo que quiera.
Y lo que quería era irse. Después de almorzar la llevé al aeropuerto. En determinado momento, durante el viaje, le pregunté si estaba contenta y me dijo que no sabía, lo que no me sorprendió: para mí era clarísimo que sí, y que no lo reconocía delante de mí por pudor. También le pregunté quién era su…
—No lo conocés.
—¿Un compañero de elenco?
—No, no tiene nada que ver con la actuación.
—¿Otro psiquiatra?
Negó con la cabeza (una negación rápida en dos movimientos, o mejor dicho en uno y medio, ya que del segundo no volvió) y se quedó mirando afuera por la ventanilla. Las montañas estaban de mi lado, adelante y de mi lado. De su lado, en el valle, se sucedían plantaciones de álamos y de pinos y cultivos de manzanas, de peras y de flores. Pasamos por pequeños pueblos de una sola calle, muy separados uno del otro. Nos sumergimos en un túnel. Cruzamos un puente. Bordeamos un pequeño lago de agua transparente. Fuimos directo hacia una nube. Hicimos una S amplísima, enorme, durante la que el paisaje se desbarató: por un momento las montañas pasaron de su lado y el valle del mío.
¿Qué iba a hacer con mis cosas? Cualquiera de los dos pudo hacer esa pregunta, pero la hizo ella y lo resolvimos enseguida. Lo único que pedí fue que embale mis papeles y que el tipo no me use las medias. Me dijo que no iban a vivir juntos por el momento. Así como la letra A es negra para Rimbaud, la frase «por el momento» no dura más de un mes. Iba a necesitar ayuda y compañía. Se lo dije. Me respondió que no me preocupe: «por el momento» no necesitaba nada. (Sí, a lo sumo un mes). ¿Qué iba a hacer con la obra? «Seguir, por supuesto», dijo. Me pareció bien. Un minuto después me pareció mal. Con gusto me hubiera ofrecido a llevar al bebé en mi vientre con tal de que ella trabajara tranquila y el bebé no escuchara esos textos.
Con la excusa de echar nafta (no la necesitaba) paré en una estación de servicio. No estábamos lejos del aeropuerto: unos veinte kilómetros. El avión salía a las cinco y eran las tres. Julia dio una carrerita hasta el baño. «¡Estoy en el bar!», le grité. Era uno de esos bares a la antigua, con mozos que venían a atenderte. Me senté a una mesa y pedí café, pedí unos sándwiches, pedí una botella de agua, pedí un paquete de cigarrillos, pedí un chocolate, lo hubiera pedido todo y siempre por favor. ¿Por qué? Quién sabe. Hice tiempo echándole un vistazo al mundo en un diario abierto en la mesa vecina.
—Había una mujer completamente borracha en el baño… —dijo Julia sentándose.
—Fui yo el que no te acompañó —le dije.
Me miró extrañada.
—Con tu obra. Al principio no me di cuenta, porque empezó a irles bien de a poco, empezaron a agregar funciones poco a poco; después, cuando la semana estuvo completa, esperé que volvieran atrás como un elástico; y cuando fue evidente que eso no iba a ocurrir, ya no quise. Es la verdad. Volví a enojarme con la muerte de Kio… Tendría que haberme acoplado a tu ritmo. Era muy simple para mí; lo único que tenía que hacer era empezar y terminar mi día más tarde.
Julia no dijo nada. Quizá pensó: «Pobre doctorcito desamparado».
No me arrepentí de lo que acababa de decir (no era nada, después de todo), pero me llamó la atención haber dicho eso en lugar de lo que pensaba: que no habíamos dejado de querernos, que nos habíamos olvidado.
—Hum —dijo Julia—, qué buenas medialunas…
Era un sándwich tostado.
Media hora después ya estábamos en el aeropuerto. Habíamos llegado con tiempo de sobra, pero Julia prefirió embarcar enseguida.
Rolando se daba electricidad de la mano del loro. Ni bien entré me invitó a probar. (Ítalo se reía). Gloria me dijo que Julia era divina. Rolando insistió. Rolando siempre buscaba destacarse, y en eso ponía tanto la cabeza como el cuerpo; era notable que en tan poco tiempo hubiera pasado de ser un chico lleno de sospechas a ser un chico sospechoso. Rechacé la invitación. Tres veces rechacé la invitación. Después me serví un whisky y les dije que quería estar solo. Se fueron en bloque y sin chistar.
No bebí. Me cambié de ropa y me puse a trabajar en la cascada. Coloqué una buena cantidad de piedras por detrás del salto, hasta el atardecer. Seguí al día siguiente con la primera luz, y al siguiente. A media tarde el auto de Sara frenó de golpe al final del camino. No tuve mejor idea que esconderme detrás del chorro de agua.
Un minuto después Sara se asomó por un costado, a unos cinco metros de distancia.
—¿Enzo? —llamó.
Inclinada, con la cara vuelta hacia mí.
Tenía una revista en las manos.
Fingí estar haciendo algo en el agua, una acción ridícula, como si buscara algo en un placard recién abierto; me corregí enseguida y empecé a lavarme los brazos. Por supuesto, estaba completamente mojado, con el torso desnudo, short y zapatillas. Dije:
—¿Cómo le va? —y salí de atrás de la cascada.
—¿No se estaba escondiendo, verdad? —preguntó Sara.
—¿Escondiendo? —fue todo lo que me animé a decir.
—Salió la revista.
Julia estaba en la tapa. Traté de secarme una mano en el short empapado.
—Se la dejo acá —Sara dejó la revista en el suelo y le puso una piedrita encima—, estoy apuradísima, pero no quería demorarme en traerle un ejemplar. Espero que le guste. Bye, huyo. Después me la comenta ¿sí?
Y dio una extraña carrerita hacia el auto: de la cintura para arriba, corría; de la cintura para abajo iba paso a paso, calzada en zapatos de suela nuevos, cuidándose de resbalar.
El reportaje (Una noche con Julia Navarro), de seis páginas sin avisos publicitarios, estaba ilustrado con muchas fotos, y en todas aparecía ella, Sara.
Julia y Sara.
Julia, Sara y Hernán.
Julia, Sara y no sé quién.
Julia, Sara y el resto del elenco.
En el camarín, en la puerta del teatro, en un restaurante, sentadas a una mesa…
Di vuelta la página hacia atrás.
Di vuelta una página hacia atrás rogando que no fuera… El foco estaba en Julia y Sara (Sara muy sonriente, con un brazo sobre los hombros de Julia, en la vereda), pero no tuve que mirarlo dos veces para reconocer al hombre que estaba parado unos metros por detrás de ellas, serio, rígido, de saco y corbata, apenas oculto detrás de un poste de luz, con un librito en la mano.
Le dejé un mensaje a Julia avisándole que Borgestein había estado a metros de ella en la puerta del teatro. Si él (su amante) no la acompañaba cada noche al teatro y la esperaba a la salida, lo haría yo.
Corté y volé a la ciudad.
Fui con lo puesto. Llevaba la revista. Julia no conocía a Borgestein, nunca lo había visto. Las probabilidades de que Borgestein la atacara eran bajas, incluso en singular (me quería a mí); había ido al teatro para ver si me encontraba. ¿La había seguido para saber dónde vivía? Seguramente no. De lo contrario se hubiera instalado a esperarme frente a la que debía pensar que era todavía mi casa. Pero había una versión más desalentadora del mismo panorama: Borgestein sí la había seguido, sabía dónde vivía, se había instalado frente a mi casa, quizá durante semanas, sin encontrarme nunca; finalmente había leído en algún diario o revista que Julia y yo nos habíamos separado. Entonces había vuelto a vigilarla con la esperanza de que tarde o temprano Julia lo llevara hacia mí, o que yo fuera a su encuentro. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Cuánta frustración era capaz de tolerar Borgestein antes de decidirse a golpearme atacándola a ella? Si estaba al tanto de que Julia y yo nos habíamos separado, aún así ¿la atacaría?
Después de meses en la montaña, donde la soledad era menos estricta, caminé arriba y abajo por las calles del centro hasta que terminó la función. Llevaba puestos unos anteojos negros y un gorro de lana que compré en el aeropuerto, por lo que esperaba no ser reconocido por Borgestein si me lo cruzaba, y las únicas dos veces que vi mi reflejo (la primera, en el traje oscuro de un maniquí; la segunda, en los vidrios polarizados de una editorial religiosa frente al teatro) caí en una profunda sensación de sinsentido. Parecía un loco atrás de un loco.
Se me aceleró el corazón cuando llegué a la cuadra del teatro. Fui y vine varias veces por la vereda de enfrente, mirando a todo el mundo, espiando el interior de los bares y pizzerías y restaurantes; la tensión aumentó cuando se abrieron las puertas del teatro y la gente empezó a salir y a desparramarse en la calle como una chorreadura, y aún más cuando un grupo se plantó a esperar la salida de los actores. Borgestein no estaba por ninguna parte, pero todavía podía aparecer.
Primero salieron dos tipos jóvenes que parecían bailarines más que actores (los dos con pantalones muy ajustados, remeras musculosas y un bolso al hombro, llenos de vigor), a los que nadie prestó mucha atención; el que salió después debía tener un rol importante: el grupo lo rodeó con papelitos y lapiceras. Siguió Hernán, en compañía de una mujer, y los papelitos y lapiceras y ahora también cámaras fotográficas se desviaron hacia ellos, abandonando bruscamente al anterior; su vanidad debía tolerar que la escena se repita noche a noche, pero él no daba la impresión de haberlo asimilado: alzó un brazo saludando a sus compañeros, se alejó unos metros a paso rápido, se detuvo de golpe, fue hasta el cordón de la vereda, inquieto, levantó de nuevo el brazo (frente a un taxi que pasaba y que no frenó), bajó a la calle, siempre con el brazo en alto… parecía no terminar de acomodarse en la realidad, en su dimensión de estrella secundaria.
La salida de Julia no provocó el estallido que esperaba. Los admiradores varones no gritan por mujeres, y ellas se comportan ante sus ídolos femeninos con menos deseo que devoción. No obstante, Julia pasó un buen rato firmando autógrafos y fotografiándose con todos hasta que el grupo se dio por satisfecho. Entonces Julia caminó hasta un auto oscuro estacionado a metros de allí. Subió del lado del acompañante y el auto arrancó enseguida. No alcancé a ver quién manejaba.
De modo que cuando Julia vivía conmigo iba a cenar con sus compañeros de elenco después de cada función, y ahora no; ahora se iba con él. ¿Eso era lo que tendría que haber hecho yo, o lo que tendría que haber hecho ella? Los dos, imposible; lo único que conseguimos juntos fue dormir. Y, aún así, un embarazo.
Me quedé allí parado unos cuantos minutos más. Un hombre cerró con llave las puertas de vidrio del frente del teatro mientras otro pasaba un escobillón por el hall. Se apagaron algunas luces, se encendieron otras.
Disqué el número de Julia. No atendió. Le dejé un mensaje diciendo lo mismo que en el mensaje anterior. Corté y volví a llamar. Era importante que conociera la cara de Borgestein. Dije que esa misma tarde le había mandado con alguien del pueblo un ejemplar de la revista; la tendría allí al día siguiente. Yo iba a encargarme de la denuncia, pero sería bueno que también la hiciera ella y que además pidiera una protección, aparte de la que podía darle su… Volví a llamar. Esta vez no grabé nada.
Fui a mi consultorio. Por debajo de la puerta habían pasado decenas de facturas de impuestos. Habían cortado el teléfono, la luz y el gas. Levanté las persianas, que daban a un contrafrente con un cuadradito de pasto rodeado de cocheras, tapiales y montañas de cemento con un alto porcentaje de insomnes, y la luna entró apenas dos metros, apoyándose más en la pared que en el suelo, como con aprensión.
Me di una ducha de agua negra y dormí desnudo sobre la alfombra.
La locura y el tiempo muerto entre el despertar y la hora en que el mundo se pone en marcha son dos de los peores azotes que me ha tocado padecer, sin contar la muerte de Kio. La locura en forma de puñalada y su onda expansiva —el terror, la amenaza continua— y el tiempo inactivo, improductivo, inutilizable, digamos entre las seis y las diez de la mañana; yo, que me levanto cuando se levanta el sol, nunca supe muy bien qué hacer durante esas largas horas. En una época estudiaba, pero después… Fastidio, irritación. ¿Por qué tenía que esperar nada más y nada menos que cuatro horas para resolver cosas tan simples como pagar la luz, hacer una compra en un supermercado o poner el consultorio en alquiler? ¿Qué gana el banco, el agente inmobiliario, con este ordenamiento de la cotidianeidad, cuando sería muchísimo más descansado, y natural, incluso, empezar y terminar el día más temprano? Quería ver al director del hospital psiquiátrico donde había sido internado Borgestein, pero sabía que no iba a encontrarlo antes de las diez u once de la mañana, o aún más tarde. No había absolutamente nada que hacer. Me asomé al balcón y pensé con todas mis fuerzas: «¡Levántense, imbéciles, son la seis de la mañana!». Vacié los estantes de libros y los cajones del escritorio y, sabiendo que no iba a encontrar ningún lugar abierto donde comprar cajas para embalarlos, apilé todo en el suelo y salí a estirar un poco las piernas. Era increíble.
Caminé durante una hora allá y aquí hasta que encontré abierto un mercadito chino. Compré algo para comer y pedí que me regalaran unas cajas de cartón. De regreso en el consultorio, puse en las cajas los libros y los papeles. ¿Dónde podría conseguir a esa hora una cinta de embalar? En ninguna parte, por supuesto. Enseguida me encontré con un problema aún mayor: la casa de la cascada no tenía dirección. ¿Cómo iba a hacer para enviar las cajas? Se me ocurrió mandarlas a la inmobiliaria que me la había vendido. Podía averiguar la dirección llamando por teléfono, pero debía esperar a que abrieran, es decir unas tres horas. También podía averiguarla en Internet, pero no tenía computadora en el consultorio y ¿dónde iba a encontrar un locutorio o un cyber café abierto a esa hora?
Finalmente, no sé cómo, ni haciendo qué, la ansiedad empezó a ceder. A las nueve tomé un taxi y fui al hospital. El director no estaba. No solo no estaba en el hospital: no estaba en la ciudad. Me atendió la secretaria del subdirector, una mujer muy amable, disfónica y con una mano de cuatro dedos.
—Borgestein, sí, sí —dijo como soplando una flauta de caña—. Se escapó unas semanas atrás, pero fue recapturado enseguida. Está acá.
Me quedé helado.
Cuando conseguí reaccionar le mostré la foto de la revista y le dije que, si volvía a escaparse (ella negó con la cabeza, ahorrando voz, gesto al que yo respondí con una inclinación, también de la cabeza, como diciendo: «Si se escapó una vez, puede escaparse dos»), Julia y yo debíamos ser los primeros en saberlo, incluso antes que la policía.
—No va a ocurrir —dijo—, quédese tranquilo.
Pero era difícil quedarse tranquilo. Cruzamos unas palabras más (sobre el cuadro de Borgestein, sobre su tratamiento) y le pregunté si no hubiera preferido empezar su trabajo a las seis de la mañana y quedar libre para hacer lo que quisiera a partir de, digamos, las tres de la tarde. La secretaria alzó una ceja, asimilando la pregunta, y respondió que no, que eso que hacía era exactamente lo que quería hacer, y que… No lo sabía. No insistí. Le di la mano y salí del hospital con una sensación retrospectiva de inutilidad aún más grande que la que había sentido en las horas previas, pero aún así convencido de haber hecho lo correcto.
Compré cinta de embalar, sellé las cajas, averigüé la dirección de la inmobiliaria del pueblo y fui a la inmobiliaria del barrio, donde firmé una autorización de alquiler del consultorio y dejé un dinero para el envío de las cajas (la mayor parte era propina) y una copia de las llaves. Eran las once de la mañana; mi avión salía a las cinco de la tarde. Aunque ahora no hacía falta que le dejara la revista a Julia decidí hacerlo igual: tenía tiempo, una horrible cantidad de tiempo por delante.
A la una, calculando que el portero ya se había arrancado a sí mismo de la puerta para almorzar y dormir, fui a mi casa, a mi departamento, al departamento de Julia, puse la revista en un sobre con su nombre y la metí en el buzón. Me iba cuando sonó el celular. Era ella. Había escuchado los mensajes. Le dije que acababa de hablar al hospital y que Borgestein estaba de nuevo allí; podía quedarse tranquila. Me contradije: igual debía tener cuidado.
—Tu… sería bueno que él fuera a buscarte a la salida del teatro, de todos modos.
—¿No me decís que está otra vez internado?
—Conozco ese hospital. No hay nada más fácil que escaparse de ahí.
Le pregunté cómo estaba.
—Bien.
Fui más específico y le pregunté por su panza.
—Bien, bien.
En ese momento se oyó por detrás de ella el ruido de un sierra eléctrica. Parecía cortar metal. Claramente venía de allá, fuera donde fuere. Julia no estaba en casa.
Levanté la vista hacia el tercer piso; las persianas estaban bajas. Saqué mis llaves.
—Julia, me gustaría que atiendas cuando te llamo, puede ser importante —dije entrando al edificio—. Estaba preocupado…
«No funciona» decía un cartelito pegado a la puerta del ascensor. Podía entender el subrayado, pero ¿por qué las comillas?
—¿Fuiste al médico?
Sí —dijo—, está todo bien. ¿Cómo anda tu cascada?
Le conté lo que ya había hecho y lo que había empezado a hacer mientras subía por la escalera. Julia notó mi agitación y me preguntó si estaba en la montaña; le dije que sí. La sierra volvió a chillar. Cuando cesó le pregunté si estaba cortándose las uñas. No le hizo ninguna gracia, pero se rió. Su risa fue lo último que escuché con claridad. La sierra empezó a emitir un chillido continuo, sobre el que alzamos la voz para decir eh, cómo y qué. Nos despedimos gritando.
Silencio. El ruido quedó con Julia. Puse la llave en la cerradura y me inmovilicé, con la mente en blanco. Un largo pensamiento en blanco, una larga meditación blanca. Guardé las llaves y bajé por la escalera paso a paso.
Seguí caminando durante el vuelo, aunque mentalmente, y no me detuve hasta que el avión inclinó la trompa hacia abajo. Podría decir que el resto de los pasajeros y yo no habíamos recorrido la misma distancia. Pero es cierto que tampoco veníamos del mismo lugar, a pesar de haber salido juntos; yo venía de una vida pasada.
En el estacionamiento del aeropuerto encontré mi auto completamente enjabonado, cubierto de espuma. Uno de los dos chicos que se habían puesto a la tarea de lavarlo dijo cuando me vio llegar:
—Es a voluntad.
Esperé a que terminaran, les pagué el trabajo y salí a la ruta. Enseguida oscureció. Parecía mentira: al final de un viaje como ése, el auto era lo único que sacaba en limpio. Ni siquiera había alcanzado a ver la cara del nuevo amor de Julia. La idea de que una silueta (porque eso era lo que había visto, una silueta y sus dientes, demasiados dientes para no tener cara), se haría cargo de mi hijo se me volvió repentinamente intolerable, quizá porque había otra silueta en el auto de adelante, y otra en el auto de atrás, y en los que pasaban a mi lado en sentido contrario; puede ser: era de noche, la invasión de siluetas era lógica —una lógica de padres postizos—. Pero igual aceleré.
En menos de una hora había llegado al pueblo. En menos de cinco minutos lo atravesé de lado a lado. Las calles estaban desiertas.
Al amanecer del día siguiente, apenas me levanté, salí de la casa agitado, de malhumor, a tal punto que, ni bien atravesé la puerta, resoplé en lugar de aspirar. Ni miré el paisaje; incluso lo apantallé con una mano, como despreciándolo. Había un clarísimo olor a combustión en el aire. Por un momento creí que el motor de las montañas, durante toda la noche en marcha, me había llenado la casa de humo; enseguida me di cuenta de que el olor era un enigma demasiado espeso para resolver esa mañana y lo dejé pasar, y después me olvidé.
Fui acomodándome de nuevo (a la cascada, a mi sillón, a mis zapatillas destrozadas, al hábito de Gualicho), lentamente, como si hubiera vuelto de un largo viaje. Y mientras tanto pensaba en el reportaje que Sara le había hecho a Julia, leído muy por arriba en el vuelo de ida. Las preguntas, básicas (por el descubrimiento de la vocación y cosas por el estilo), daban lugar a ciertos recuerdos de Julia en los que yo también estaba; por ejemplo, que el mismo día de nuestra fiesta de bodas tuvo su primer ensayo. El director de la obra, un ex argentino radicado en Nueva York, estaba completamente convencido de que Julia se convertiría en la estrella de la obra y había peleado para imponerla por sobre otras actrices mucho más conocidas. Una serie de asuntos de producción que no viene al caso mencionar hacían imposible alterar el cronograma de ensayos (hubiera sido más fácil postergar la fiesta), así que esa noche Julia llegó cuando la cena ya había empezado. Se paró en la puerta y dijo en voz muy alta (pero a esto, como decía Borges, hay que escucharlo, no leerlo):
—¡Hola, mi amor! ¡Hola a todos! ¡Perdón por la demora! ¡Estaba cagando!
Hubo risas y algunos aplausos y un largo runrún de críticas y fruncimientos de nariz, pero a mí me encantó. Nunca la había visto tan feliz. Era la peor vestida y la más feliz. Vino a mi encuentro, me abrazó y me preguntó al oído:
—¿Se me fue la mano?
—Te amo —le dije.
—Te amo —me dijo.
—Te amo —dije.
—Te amo —dijo.
Fue así, pero supongo que éstas también son cosas para escuchar.
Por supuesto, Julia no contaba eso en el reportaje; se detenía justo cuando entraba a la fiesta. (Justo cuando en la fiesta abría la boca, en el reportaje dejaba de hablar).
«¿Te sorprendió el éxito de la obra?» era la pregunta siguiente. Hasta ese momento Julia había actuado en decenas de salas a las que no podía llamarse salas y con textos que no eran textos y puestas que no eran puestas, y otras veces en verdaderas obras, donde solía destacarse. Su nombre era un secreto que repetía mucha gente. Yo la conocí (y me enamoré de ella) cuando empezaba a dejar el área de lo experimental, un par de años después de la muerte de Kio; nos fuimos a vivir juntos cuando empezó a encarar obras sólidas y de prestigio, y nos casamos cuando llegó el teatro comercial. El resto es silencio, por lo menos para mí.
En el reportaje no me nombraba una sola vez. ¿Y por qué iba a hacerlo? Pero Sara se había encargado de contar, en un recuadrito del tamaño de una tarjeta de presentación, que yo vivía en una casa en tal y tal lugar («lo tenemos entre nosotros») y que mi única ocupación era amortiguar el salto de una cascada. La maldije.
Era imposible que una revista como esa llegara a manos de Borgestein, encerrado en un hospital psiquiátrico. Pero el periplo de las cosas que no pueden leerse puede muy bien concluir en un lugar donde nadie lee. La prueba de eso era que, apenas dos semanas después de la salida de la revista, empezaron a llegar a la casa cada vez más y más curiosos. En general no se acercaban demasiado, se mantenían a cierta distancia, mirando, señalando, pero a veces sí lo hacían y yo tenía que salir y decirles que estaban en propiedad privada y que por favor se fueran. Algunos tenían «suerte» y me encontraban colocando piedras detrás del chorro, o cargándolas en los brazos, o empujando la carretilla, y me sacaban fotos con sus camaritas digitales.
La mayoría de ellos, según Rolando, no era gente del pueblo sino de pueblos vecinos. A veces, cuando llegaban, casi siempre a primeras horas de la tarde, como dando un paseo después del almuerzo, en casa estaba Rolando, o Martín, o Ítalo, o los tres, y yo les pedía que echaran a los curiosos; a veces lo hacía Rolando, a veces Martín y a veces Ítalo: en eso me ayudaban. Rolando incluso lo disfrutaba. Ítalo decía que los curiosos debían pensar que el loco de la cascada era capaz de cambiar de cara y de edad, según el día.
Me vi obligado a poner un cartel al final del camino:
PROPIEDAD PRIVADA
NO PASAR
Funcionó. Pero aunque se detenían allí, frente al cartel, seguían estando demasiado cerca para mi gusto. Gualicho, que solía pararse sobre el cartel (yo había empezado a sacarlo de la casa para que no se pasara el día con la pata metida en el enchufe), los recibía con indiferencia, como un loro zen.
Una tarde Gualicho estaba parado en mitad del cartel cuando llegaron un hombre y una mujer (un señor y una señora, en realidad, los dos con pañuelos al cuello a pesar del calor) y él, mientras ella tomaba una foto de la cascada, tocó a Gualicho con un dedo. Y Gualicho se desplomó como una piedra.
Me acerqué corriendo. Agarré al loro entre las manos y levanté la cara hacia el señor.
—Lo mató —le dije.
—¿Yo? —dijo él, asustado.
Negó con la cabeza una y otra vez. Su esposa, cubriéndose la boca con la cámara, empezó a retroceder. Les pedí que se fueran. No hacía falta. Subieron al auto y partieron a toda velocidad, como si acabaran de rejuvenecer.
Me puse ropa seca y llevé a Gualicho, que vivía, a la veterinaria del pueblo. No entré corriendo, pero hubiera querido hacerlo. En la salita de espera había un perro sin raza sobre el regazo de un hombre sin pelo. Le dije que tenía una urgencia, mostrándole el loro inconsciente entre las manos. El hombre quedó un momento como petrificado, pero aceptó cederme su turno. Tuve que esperar todavía unos minutos (el hombre miraba al loro, el perro me miraba a mí) hasta que salió un chico con un gato. Después entré.
Al ver lo que traía, la veterinaria dijo en su jerga que se dedicaba a «pequeños», pero que nunca había llegado a tanto. Era muy bonita y, a pesar del contexto, olía bien. Examinó a Gualicho. Mientras tanto, le conté lo que hacía con el enchufe. Eso despertó su curiosidad, pero me dirigió una miradita de reproche.
—El plumaje está bien: las plumas no están separadas —dijo como instruyéndome, y nada más y nada menos que sobre los signos de salud y enfermedad en el mundo de las aves—. La piel ¿ves?, es tan fina que puede verse a través de ella —agregó dando vuelta al loro— y lo que veo no me gusta. Pero no sé qué es. Psitacosis no. Parece estar bien alimentado. Habría que hacerle un hemograma, y sería bueno hacerle también una placa. El problema es que…
—Tengo un amigo en el hospital —dije—. Martín.
—Lo conozco.
Fui a verlo. Martin se preocupó por el estado de su amigo Gualicho. Habló con alguien, que a su vez habló con alguien, y un tercer alguien le sacó una radiografía. Hicimos el mismo camino en dirección al hemograma. Cuando por fin tuve los resultados volví a la veterinaria.
La doctora estudió detenidamente la placa y el hemograma y dijo:
—Está totalmente quemado. Es como un pedazo de carbón con alas. Me extraña que siga vivo.
Unsen reapareció una tarde bochornosa (35 grados).
—¡Unsen! —le dije al misil, antes incluso de que bajara el conductor—. ¿Dónde te habías metido?
Había hecho un crucero. Un crucero por el Caribe. Aparentemente era un sueño que tenía desde chico. Estaba pálido. Había bajado en veinticinco puertos. Había tomado decenas de tragos exóticos con gente de lo más común. Había rechazado una propuesta homosexual, pero había tenido éxito con una señora de edad. Estaba muy contento, como si hubiera vuelto a la vida.
El silencio de la cascada le pareció increíble. Le pareció más increíble todavía que siguiese todo igual: la cascada era la misma; el volumen de agua, por el deshielo, era mayor, pero no hacía diferencia: la había vencido, y ahora le daba los toques finales (después de los que volveríamos a querernos). Sí, no había cambiado en lo más mínimo. El que parecía distinto era él. Tenso, serio, apagado, como siempre, pero ahora a conciencia; daba la impresión de alguien que se ha buscado a sí mismo y que se ha encontrado con otro, y ya sin ahorros.
No obstante insistió en mostrarse feliz y yo le creí; la verdad es que nunca lo había visto así. Estaba deprimido y alegre a la vez. Le pregunté por la señora de edad en el crucero; me contó unas fantasías. Y de pronto tuve la sensación de que Unsen iba a morir ese mismo día. No se lo dije. Le puse una mano en la espalda y lo invité a entrar.
Mientras Unsen caminaba hacia la casa noté que el vidrio de la ventana lo reflejaba partido en dos —la cabeza y el tronco a la izquierda, las piernas a la derecha—, en tanto que a mí me reflejaba al revés, con la cabeza y el tronco a la derecha y las piernas a la izquierda. Me adelanté cinco pasos y las dos mitades se unieron. Retrocedí un paso y empezaron a desfasarse. Un nuevo paso atrás y quedaron unidas por una S multicolor, como un manojo de cables de electricidad: la cabeza y el tronco a la derecha y las piernas a la izquierda. Avancé otra vez cinco pasos, seis, siete, y la cabeza y el tronco se desplazaron por fin hacia la izquierda y las piernas a la derecha. Entré.
Unsen estaba sentado a la mesa. Gualicho dormía apoyado en la taza.
—¿Entonces? —le dije.
—Bueno, qué se yo —respondió.
Ya que él no me preguntó a qué me refería con «entonces», me quedé mirándolo como si no supiera a qué se refería él con «qué se yo». Pero era evidente que se salía de la vaina por contarme algo.
Esto: se había puesto en contacto con su ex mujer. Habían hecho buena parte del crucero juntos. Los primeros días fueron fantásticos, después ella se empezó a quejar: el océano siempre planchado, la pileta siempre llena de viejos, las excursiones siempre en grupo y a paso de hormiga… Al décimo día, paseando por las calles de La Habana, la perdió de vista. Volvió al barco y se encerró en su camarote. Cuando se hizo el recuento de pasajeros antes de zarpar advirtieron su ausencia. Unsen dijo que estaba todo bien, que la dejaran, que se había ido por su propia voluntad; aunque ella no le había dicho nada, no tenía ninguna duda de eso. Por supuesto, el capitán debía asegurarse de que fuera verdad. Un oficial lo miró en silencio a los ojos durante unos segundos, como calibrando la posibilidad de un crimen. Dieron aviso a las autoridades locales y, en efecto, cuando la encontraron (apenas un par de horas después, en el aeropuerto, con un pasaje en la mano), ella confirmó la versión de Unsen. No sólo estaba viva, además quería volver inmediatamente a casa.
—No hay duda de que esa mujer no te convenía —le dije.
—Mi plan era comprarte de nuevo la propiedad. Con eso que hiciste en la cascada pensé que ella iba a querer volver. El lugar le encantaba. No podía creerlo cuando le dije que la cascada no hacía más ruido. Pero…
—… no era la cascada.
—No. Parece que era yo, nomás.
—O ella.
—O los dos. Hay parejas que no funcionan ni aunque se amen. Pero algo aprendí. Me llevó tiempo y me salió caro, pero algo aprendí (no dijo qué). Siento que me saqué un peso de encima. Casi te diría que ya la olvidé, lo que pasa es que no me acostumbro. ¿Vos podrás recetarme algo para levantar un poco el ánimo?
Al otro día lo llamé para ver si había acertado o si me había equivocado. Me había equivocado, por suerte: a Unsen no le había ocurrido nada malo. Incluso parecía sentirse bien. También Gualicho estaba mejor; en los últimos días había empezado a dosificarle la electricidad. Al principio tapé el enchufe con cinta, pero Gualicho la despegó con el pico; finalmente decidí dejar conectado el cargador durante la noche y a intervalos regulares durante el día, bajando considerablemente su número de dosis. Empezó a graznar, cosa que no hacía antes (con la vitalidad del enojo más que de la salud) y a dar pequeños vuelos de un lado a otro por la casa.
Una mañana me levanté y me encontré con que había dos loros en la cocina. Uno era Gualicho, lo reconocí enseguida; el otro quizá era un amigo, al que Gualicho quería convidar unos voltios. O tal vez era una lora, una novia, y la había traído por el mismo motivo, para impactarla. Quizá pensaba que la lora sería capaz de resolver el asunto del cargador, quién sabe. Sea como fuere, yo no podía permitirlo. Me acerqué a la lora, que se dejó agarrar sin oponer resistencia, y la saqué de la casa. Tenía ojos ámbar salpicados de azul y unas plumas amarillas en la cabeza. Era muy linda. Si yo hubiera sido un loro, me habría enamorado de ella. La impulsé hacia arriba. La lora voló describiendo una comba ascendente, como una sonrisa, y fue a posarse en la punta de una rama.
Entré para buscar a Gualicho. No estaba. Salí de nuevo y lo pesqué asomándose por el agujero encima de la canaleta. Sin duda era un agujero estrecho, porque le daba trabajo sacar el cuerpo. Nunca pude entender por qué usaba el agujero aun cuando tenía la puerta abierta. Debían gustarle las cosas difíciles. Finalmente terminó de pasar la cola y voló en desorden y sin puntería hasta una rama por encima de donde estaba la lora, que lo miró como preguntándole si bajaba, o si subía ella. Subió ella. Gualicho dio un pasito a la izquierda, y enseguida otro, hasta que sus cuerpos quedaron juntos. La lora se inflamó, se sacudió y volvió a desinflamarse. Gualicho le rascó la cabeza con el pico.
Me impresionaba saber que por adentro era negro.
A mediados del verano puse la última piedra debajo del salto. Pronto, aunque le llevara años terminarlo, el agua empezaría a pulir las aristas de las piedras, y el tobogán se iría cubriendo con un verdín oscuro, como con una tela… Ahora la cascada no hacía más ruido que una canilla abierta en una bañera.
Muchas de las cosas mudas habían recuperado su sonido poco a poco, sin sorpresa (un día, el crujido de las tablas del piso al caminar; otro, el plop al descorchar una botella), pero el espacio se abrió y amplió de golpe: si antes estaba como prensado por el ruido del agua, ahora escuchaba con toda claridad el grito de un chico llamando a alguien a lo lejos, el golpeteo de una persiana, el motor de un auto que se acerca o las voces de los curiosos detenidos frente al cartel de NO PASAR. Por suerte eran cada vez menos, y venían sólo los fines de semana.
De tanto en tanto alguna piedra se desprendía del tobogán y yo me calzaba otra vez las zapatillas y el short y volvía a colocarla en su lugar, pero el trabajo estaba definitivamente terminado. A veces me sentaba en el balcón a mirar la cascada y me parecía mentira que mi estadía en la casa se hubiera prolongado tanto. Recordaba, porque lo había olvidado, que mi propósito original había sido pasar una pocas semanas allí y que, capturado por un defecto del paisaje, por decirlo de alguna manera, había terminado derivando mis pacientes, alquilando el consultorio y perdiendo a mi mujer. Pero bastaba el desprendimiento de una sola piedra, ante el que sentía un extraño enojo, un fastidio feliz, para que lo olvidara todo otra vez. Me gustaba la casa, me gustaba el lugar, me gustaba el pueblo y, más que nada, me gustaba la vida que llevaba, una vida hecha de pequeños acontecimientos sin consecuencias… repleta de cabos sueltos…
Una mañana escuché una voz que decía:
—¡Más allá! ¡Más! ¡Un poco más!
No vi al que gritaba, pero sí al que obedecía: un hombre joven con una cámara de filmación montada sobre un trípode. Estaba a unos cincuenta metros de la casa, sobre una gran roca escarpada, moviéndose a la derecha y hacia arriba, según las indicaciones que le daba alguien fuera de mi vista.
—¡Ahí está bien! ¡Quédate ahí!
El joven acomodó como pudo el trípode en un terreno básicamente irregular, pero le llevó mucho tiempo acomodarse él mismo; no encontraba dónde apoyar los pies.
—¿Estamos? —repetía el otro, impaciente.
—¡Esperá, esperá un poquito! ¡Ahí está, listo, cuando quieras!
Por encima del salto, del ex salto, la cascada bajaba entre grandes bloques de rocas detrás de las que había una especie de hondonada, un terreno abierto, horizontal, rodeado de vegetación, que la cascada cruzaba en zigzag, formando una serie de mini cascadas, como si bajara por una escalera, multiplicándose. Era un lugar muy bonito, se diría que idílico, donde uno alzaba la vista y el cielo aparecía redondo, apoyado sobre rocas verdes, negras y rojas. Desde una de esas rocas la cámara apuntaba hacia abajo, hacia la hondonada, no hacia mi casa, a la izquierda, como temía.
—¡Acción!
Sí, filmaban una película. Subí. Aquel lugar no era de mi propiedad, desde luego, pero ellos, fueran quienes fuesen, no tenían por qué saberlo; pensaba decirles que terminaran pronto y se marcharan, amablemente. No quería que filmaran mi casa ni que se pasaran la mañana y quizá las mañanas siguientes gritando en los alrededores. Pero lo que encontré cuando llegué (el ascenso me llevó unos quince minutos, al cabo de los que entendí por fin el sentido de lo que había escuchado apenas empecé a subir: «¿Querés que lo mee?», en la voz de una mujer) me dejó mudo y sin reacción. Filmaban una película porno. Había un hombre apoyado de espaldas contra una roca; una mujer le hacía una fellatio. La mujer estaba completamente desnuda. El hombre también, excepto por unos gruesos borceguíes amarillos.
Aparte del que filmaba desde lo alto, un segundo camarógrafo se movía cámara en mano alrededor de los actores. A metros de la escena había dos hombres más: uno sentado en un banquito, siguiendo la acción a través de un monitor, y otro de pie a su lado con una bata celeste sobre los brazos. Fue éste el que me vio aparecer y codeó al que estaba sentado. El director (era el director) giró y al verme le hizo a los otros, que también me habían visto, un gesto en tirabuzón con una mano indicándoles que no se detengan. Después se levantó, le dio la bata al que estaba a su lado y vino a mi encuentro.
Le dije —señalando hacia abajo con el pulgar por encima de un hombro— que era el dueño de la casa.
—¿Hay chicos? ¿Tu señora…? —me preguntó. Hablaba rápido.
Dije que no y él me estrechó la mano.
—Encantado, Maximiliano Ventura. Mirá, te pido un favor, hace una hora que estamos acá y recién ahora se le está parando. Dame diez minutos y lo hablamos tranquilos, ¿está bien? Quedate si querés. Diez minutos: es lo único que te pido.
No supe qué decir.
Volvió junto al hombre sentado y desde allí le dijo al camarógrafo de altura:
—¡Tirame un plano desde allá! —ordenándole que se mueva unos metros a la derecha.
El camarógrafo cargó el trípode y se desplazó a duras penas mientras los actores cambiaban de posición: el hombre se puso de espaldas, apoyó las manos en la roca, abrió las piernas y paró la cola, y la mujer, siempre de rodillas, le metió la lengua entre las nalgas.
—Bien, Alfred, bien —le dijo el director.
Trataba de animarlo. El tal Alfred tenía unos cuarenta años y era un tipo musculoso: bíceps, tríceps, gemelos, pectorales, abductores, lo tenía todo, era un mapa del cuerpo humano, pero la erección no llegaba a definirse. La mujer, bastante más joven que él, le abría las nalgas con las manos y agitaba la cabeza contra su ano como en un trance. Estaba de rodillas sobre una manta, o sobre un mantel, pero aún así le dolían, y buscaba continuamente una posición más cómoda, apoyándose primero en una rodilla y después en la otra. En determinado momento intentó incorporarse y el mantel resbaló y su cara pasó por entre las piernas del hombre y golpeó contra la roca.
—¡Corte, corte! —gritó el director.
Y fue corriendo al encuentro de la actriz, que insultaba y se cubría la cara con las manos. El director la tomó de las muñecas y consiguió que lo dejara ver. Aparentemente no era nada.
—¡No es nada, no es nada! —dijo—. ¡Un minuto y seguimos!
El hombre que sostenía la bata también se acercó, y entre él y el segundo camarógrafo estudiaron el mentón de la actriz pasándosela de mano en mano mientras el director le decía algo al oído a Alfred, que enseguida vino a mi encuentro. A mitad de camino la erección desapareció por completo, afortunadamente.
—Hola —dijo Alfred y me dio la mano—. ¿Así que el dueño de la casa?
—¡Concentrado, Alfred, concentrado! —le pidió el director mientras mojaba en la cascada la punta de la bata para lavar la cara de su actriz.
Alfred dijo que sí con la cabeza y empezó a masturbarse. Le pregunté cómo era que el director hablaba en medio de la toma. Me dijo que después se doblaba todo.
—Hacemos esta escena y nos vamos —agregó—. Perdoná la invasión, pero la verdad es que el lugar es espectacular. ¿Vivís todo el año acá?
—Sí. ¿Cómo llegaron? No los vi pasar…
Sin dejar de masturbarse, con la mano libre señaló un punto en la vegetación y dijo:
—Hay un caminito…
Era obvio que habían evitado pasar por delante de mi casa. Le dije en tono muy serio que esperaba que no la hubieran filmado, ni que fueran a hacerlo.
—No, en ese sentido quedate tranquilo —dijo, y añadió cambiando de mano—: Te lo garantizo. Yo soy socio en la producción y me hago cargo. Lo único que usamos es este pedazo de paisaje. Lo demás, cero.
—¡Filmamos! —gritó el director batiendo palmas—. ¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Querido! —me dijo—, ¡hubo un pequeño accidente! ¡Dame un minuto más y estoy con vos!
—Bueno, a laburar… —murmuró Alfred.
Alcé la mano a modo de saludo para evitar que me diera la suya y cuando empezó a caminar hacia el set sonó mi teléfono. Era Julia. Di media vuelta y me fui. Julia acababa de hacerse una ecografía.
—No estamos cien por ciento seguros —dijo, y no supe si el plural se refería a ella y a su amante o a ella y a su médico—, pero… ¿estás ahí?
—Totalmente.
—Es mujer.
—¿Mujer?
—Nena. Es una nena.
Y me largué a llorar. Ya conmovido, mi llanto me conmovió todavía más. Así que apoyé los pies en el fondo y —aunque en ese momento bajaba por la ladera— me impulsé hacia arriba: le dije que quería elegir el nombre con ella. Sólo con ella. Sólo ella y yo. Estuvo de acuerdo.
En esa ocasión no nos dijimos nada más.
Entre mis amigos la finalización del trabajo en la cascada fue todo un acontecimiento, pero ni se les cruzó por la cabeza festejarlo. No sé qué hubiera ocurrido si les decía que iba a ser padre. Sara, en cambio, me invitó a cenar. Contenta porque me había gustado la revista (y más todavía porque le mentí diciéndole que a Julia también), organizó una cena en su casa a modo de agradecimiento por haberle conseguido el reportaje; la cascada le importaba un pito. Logré que se sintiera culpable por la invasión de curiosos (eso sí), pero no lo suficiente para satisfacer mi pedido de invitar también a Gloria, Martín, Rolando, Ítalo y Unsen. ¿Cómo? Me miró como si le hubiera hecho una proposición sin sentido.
Voy a resumir una noche horrible: sólo ella, su marido y yo.
Y no dejaban que me fuera. Todo era largo, lento y meticuloso. Largo el camino de entrada a la casa, lento el cogñac, meticuloso el diálogo. Largas las escopetas que me mostró su marido, lenta la cocción de la comida, meticulosa la descripción de su poder. Largo el tiempo entre un plato y otro, lenta la mucama que nos servía, meticuloso el interrogatorio al que me sometieron. Bastante más allá de la medianoche, cuando a largo, lento y meticuloso hubiera sido justo añadir también pastoso, conseguí ponerme de pie y, con una grosería («no doy más»), irme sin ofenderlos: en el fondo ellos también estaban agotados.
Llegué a casa lleno, borracho, vacío y harto a la vez. Creo que eran las tres de la mañana. Creo que escuché a Gualicho colgado de una rama. Pensé: «Está esperando que entre y saque la batería del enchufe». Me dije: «Le voy a dar el gusto». Así, entre lo que pensaba y lo que me decía, recorrí los cincuenta metros que me separaban de la casa.
No había alcanzado la puerta cuando de pronto una sombra se me echó desordenadamente encima. Lo reconocí por el olor. Tenía el olor de las psicosis paranoicas, el olor de las voces que le ordenaban matarme.
Pensé: «No puede ser».
Pero sí, era él.
Sobrio me hubiera vencido, pero borracho me acoplé armónicamente a su desorden y me lo quité de encima. Corrí montaña arriba.
Supe que me seguía porque era lógico que lo hiciera. Pero también porque de tanto en tanto lo escuchaba resoplar. Enseguida le saqué ventaja. Después de todo era mi montaña, y él estaba fuera de forma (no era más que un hombre de corbata con impulso asesino). Su estado físico, sin embargo, haciendo de lo lamentable una virtud, consiguió aterrarme con su perseverancia: le llevaba una ventaja importante y aún así no dejaba de escuchar sus movimientos. Subía, me buscaba, creía en su locura, no se daba por vencido.
La primera vez que miré hacia atrás lo vi tan cerca que se me heló la sangre. Venía a cuatro patas, como una fiera. Se empujaba hacia arriba con manos y pies y decía:
—Esperá… esperá…
Rodeé una roca del tamaño de una casa y bajé a la hondonada. La luz de la luna aparecía y desaparecía detrás de las nubes: la cascada aparecía y desaparecía a la luz de la luna. Intenté saltarla, pero no llegué al otro lado. Caí al agua, me levanté y corrí hacia mi derecha, hacia el lugar donde el camarógrafo había clavado su trípode días atrás. Una vez allí me escondí en la vegetación.
Borgestein llegó un minuto después. Me llamaba por mi nombre, mirando a su alrededor. Intuyó que yo estaba donde efectivamente estaba y empezó a cruzar la cascada paso a paso. Resbaló, cayó de espaldas en el agua, trató de levantarse y volvió a resbalar. A cada resbalón deseé que se rompiera la cabeza. Si antes se había puesto un sillón de sombrero, ahora se ponía de sombrero una cascada. Tanteé el suelo buscando una piedra. Quizá, con un poco de puntería, podía ser yo mismo quien le rompiera la cabeza, pero no encontré ninguna. Finalmente Borgestein salió gateando y empezó a subir. Me aparté. Creo que me vio. Salté sobre una larga serie de rocas, yendo adonde ellas me llevaban, y corrí hacia abajo por un plano inclinado, entre pinos, hasta que el terreno volvió a elevarse. Era como una V muy cerrada y no me sentí capaz de treparla, así que avancé por el vértice hasta que salí a un espacio abierto, desde donde se veía el pueblo a lo lejos. Bajé por la ladera, deteniéndome de tanto en tanto a escuchar. Nada, no se oía absolutamente nada, lo que me aterró: la sospecha de una emboscada, la sensación de algo inminente, me paralizó; apoyé la espalda contra un pino y me quedé allí hasta que recuperé el aire. Después seguí bajando. Llegué al camino, aunque lejos de la casa, en el sector donde el puma había atacado a la ciclista, lo crucé agachado para no recortarme contra el cielo y me dirigí a paso rápido hacia el pueblo. Borgestein ya no me seguía. Saqué el celular y vi que eran las seis de la mañana. Me costó creer que la persecución hubiera durado tres horas; tenía la sensación de que habían pasado minutos. Empezaba a amanecer.
Llegué a lo de Sara con el sol ya por encima del techo de su casa. El marido me abrió la puerta.
—¿Te atacó el puma?
Tenía la ropa en jirones y las manos ensangrentadas; seguramente me las había cortado al agarrarme del tronco de los pinos. Él ya se había duchado y perfumado, como todas las mañanas, pero Sara seguía durmiendo. La despertó. Sara (pantuflas celestes, camisón blanco) me lavó y desinfectó las manos mientras él elegía una escopeta y se llenaba los bolsillos de cartuchos. Quería encargarse personalmente, a solas. Me negué. Me sentía bien; aparte de las manos lastimadas, no tenía nada. Subimos al auto y enseguida estuvimos en mi casa. Durante el trayecto describí a mi atacante sin decir que lo conocía.
Hicimos el mismo recorrido que yo había hecho huyendo de Borgestein. Subimos, bajamos, inspeccionamos larga, lenta y meticulosamente cada lugar al que llegamos. El marido de Sara se agachaba de tanto en tanto a estudiar el suelo en busca de huellas, aunque a mí me pareció que simulaba, agotado. A veces se quedaba inmóvil, de pie, girando muy despacio la cabeza, con los ojos brillantes y las narinas tensas, como un robot.
En determinado momento creyó ver algo que se movía detrás de una mata y le apuntó cuidadosamente, como si le sobrara el tiempo. El sonido del disparo se multiplicó en una serie de ecos en abanico.
Fuimos hacia allí. No había nada. El perdigón, si es que era un perdigón, había abierto en la mata, espesa, un agujero enorme, limpio, dejando a lo largo de varios metros un reguero de hojas, espinas y ramitas trituradas.
Después de un par de horas de búsqueda bajamos hasta el camino y volvimos al auto. Puso la escopeta entre los dos asientos y me pidió que me apurara. Apenas si tuve tiempo de cambiarme de ropa.
Fuimos a la estación de ómnibus y a la comisaría, donde denuncié el ataque, y recorrimos el pueblo y sus alrededores calle por calle, pero ni rastros de Borgestein. Al mediodía me llevó de nuevo a casa. No tuvo que insistir para que aceptara la escopeta en préstamo. Me enseñó a cargarla. Hice unos disparos de prueba y por último se fue, prometiendo volver más tarde.
Gualicho no estaba. El cargador de la batería seguía conectado al enchufe.
Con la escopeta al alcance de la mano me di un baño; cuando terminé llamó Julia. Me dijo que había encontrado un mensaje del hospital psiquiátrico advirtiéndole que Borgestein se había vuelto a escapar. No podían comunicarse conmigo. El mensaje era de dos días atrás.
Le conté mi encuentro con él. Eso la inquietó. Era poco probable que Borgestein hubiera conseguido salir de la zona, atravesar el pueblo y viajar de regreso en tan poco tiempo, y sin que lo hubiéramos visto, pero aún así debía decirle a su amante que la acompañara al teatro y la esperara al salir. Agradeció mi preocupación, pero dijo estar mucho más preocupada por mí que por ella y me pidió que fuera para allá, que deje la casa por un tiempo. Ella estaba viviendo con su amante (no tuvo más remedio que decírmelo, aunque yo lo sabía), así que podía instalarme en su departamento.
No dijo «mi» departamento; dijo «en casa».
Pero no me moví de donde estaba, literalmente. ¿Qué significaba «en casa» para mí?
La idea de que Borgestein podía estar acechándome, oculto a metros de allí, quizá incluso pegado de espaldas a la pared, hizo que en los tres días siguientes no asomara afuera la nariz más que cuando llegaban mis amigos. Era cierto que ahora tenía una escopeta, pero no quería enfrentarme a la posibilidad de matarlo sin estar desesperado, como hubiera hecho cuando me perseguía en la montaña. El miedo no me daba más valor: sólo más miedo.
Una escopeta es algo difícil de maniobrar, por lo menos para mí; si Borgestein estaba apoyado de espaldas en la pared, esperándome, yo no alcanzaba ni a imaginar de qué manera salir sin que él se aferrara de pronto al caño y me desarmara, en caso de que yo saliera con la escopeta apuntada hacia adelante. Si salía con la escopeta apuntada hacia arriba o hacia abajo, no me creía lo suficientemente hábil y rápido para apuntarle antes de que él se me echara encima.
Desde el balcón podía ver el exterior norte de la casa. Desde una ventana, parte del ala éste. Pero nada (nada) del ala oeste y el ala sur. Borgestein podía estar allí, agazapado. Podía alejarse cuando veía que llegaba alguien y acercarse de nuevo cuando se iba. Su campo de visión desde ahí arriba era amplísimo, lo dominaba todo. Le sobraba tiempo para ir y venir.
Evidentemente quería matarme en lucha cuerpo a cuerpo, a menos que no hubiera podido conseguir un arma de fuego. De tener una, me habría disparado a través de la ventana, durante la noche, cuando yo prendía la luz. Pero ¿estaba realmente ahí, al acecho? Cociné, lavé mi plato, desayuné, leí, bebí (menos que nunca), abrí las cajas que me había traído el agente inmobiliario, tomé mate con Rolando, con Martín, con Ítalo y Gloria, almorcé con Unsen, hice el amor con la doctora veterinaria, que se dio una vueltita para ver cómo andaba el enfermo (afortunadamente para los dos, ni siquiera quedamos amigos), escuché los consejos del marido de Sara —incluso las acotaciones de ella— y en ningún momento dejé de tener la sensación de que Borgestein era testigo de todo. Calculando que Borgestein me escuchaba, hice (aunque en clave, para que sólo él y yo entendiéramos) algún cometario en su favor.
Por supuesto, yo no conocía los ruidos de los alrededores de la casa: el silenciamiento completo de la cascada, aunque gradual, era reciente, así que en la noche debía decirme una y otra vez (y confiar en lo que me decía): «Es un ciervo…», «es el viento…», «son los árboles…».
La preocupación policial por el ataque se había limitado al envío de dos agentes que parecían flotar en el interior de sus uniformes, flaquísimos. Uno de ellos me preguntó si conocía al atacante y el otro cómo era y si estaba armado. Les dije que tenía una navaja o un cuchillo. Después subieron por la ladera; a pesar de lo difícil que les resultaba el ascenso, iban charlando. Ya de regreso, uno de ellos tenía roto el pantalón a la altura de la rodilla y un gran raspón morado en la frente. El otro dijo que ante la menor duda o sospecha me comunique de inmediato y se fueron como vinieron, despacio.
Martín me ofreció un lugar en su casa. Unsen, para quien el hecho había sido un intento de robo (en eso coincidía con el marido de Sara), no tenía ninguna duda de que el tipo ya estaba lejos. Ítalo y Rolando, y a veces también Gloria, solían echarse en el pasto debajo de un árbol a escribir o a leer o simplemente a conversar, como si buscaran tranquilizarme mostrándose indiferentes al peligro.
Una tarde, tres días después del ataque, escuchamos los gritos de unos chicos que bajaban corriendo por la ladera. Eran un chico y una chica de alrededor de quince años, que probablemente habían subido en busca de un lugar donde tener sexo, con la excusa mínima de la aventura o la expedición. Me bastó escuchar sus gritos para darme cuenta de qué era lo que habían encontrado, pero también para entender que había cometido un error enorme al no decir de entrada que conocía a mi agresor.
Estaban muy asustados. La chica temblaba y se retorcía los dedos. El chico dijo, tal como yo temía, que habían tropezado con un muerto.
Llamé a la policía. Vinieron enseguida. Mientras subíamos me dije que, aún descubriendo las marcas de los golpes que Borgestein se había dado al resbalar en el agua, incluido por supuesto el golpe que lo había matado, una autopsia no arrojaría ninguna prueba concluyente en mi contra. Pero ¿por qué no había dicho que lo conocía, que había sido mi paciente y que ya me había atacado en otra oportunidad, meses atrás? ¿Por qué no había dicho que lo había matado en la persecución, en defensa propia? Tenía que encontrar una respuesta mejor que la verdad.
Entonces pasó algo inesperado, en tres tiempos. Primero: el muerto no era Borgestein; nunca antes lo había visto. Segundo: el cuerpo había sido parcialmente devorado. Tercero: esa misma tarde recibí un llamado del hospital psiquiátrico diciéndome que Borgestein estaba de nuevo allí. Acababa de entregarse. La secretaria del subdirector me dijo que, por lo visto, no le había ido nada bien en esta segunda fuga: estaba golpeado y se negaba a hablar.
Hablé yo. Hablé con el director. Le conté lo que había pasado. El director se quedó atónito. ¿Cómo hizo para llegar hasta allá?, me preguntó. Era una pregunta tonta y se corrigió: ¿cómo supo dónde encontrarlo?
Me aseguró que a partir de ese momento Borgestein tendría una vigilancia especial.
Apenas se divulgó la noticia de que el puma había matado a un hombre, el chorro de curiosos cesó. Para mí, sin embargo, aunque la cuadrilla municipal batió la zona durante toda la semana sin encontrarlo, el terror desapareció como por arte de magia.
Puse una silla frente a la casa. Puse una mesa de luz junto a la silla. Puse el termo y el mate y un vaso y una botella de whisky sobre la mesa y pasé allí un día completo pensando si era conveniente acercarme o no a los dos hombres que, apostados uno a cien metros de la casa y el otro a doscientos, vigilaban ocultos sus respectivos cebos: un cabrito y una liebre.
—¿Por qué no dos cabritos, o dos liebres? —le pregunté a Rolando, con la mirada a lo lejos. No los veía, pero conocía el punto exacto donde estaban.
Rolando se encogió de hombros y me alcanzó un mate.
—Si el puma pica —dijo—, va a ser a la noche, o muy temprano a la mañana. Cazan a esas horas. A esta hora no, a esta hora debe estar durmiendo.
A la tarde llegó Martín. Lo invité con un whisky. Tomamos varios, callados, mirando el paisaje y escuchando el rumor de la cascada. Cuando se fue hablé con Julia. Estaba preparándose para salir, así que fue una conversación más bien breve, pero la noté amable conmigo, incluso cariñosa. Aliviada por las noticias que le di, me contó que había almorzado con un grupo de amigas de la infancia, a las que hacía décadas que no veía, y que había sido un encuentro de lo más raro: no recordaba a nadie, no podía unir sus caras a sus nombres, pero ellas estaban al tanto de cada detalle de su vida.
Ni una palabra sobre el nombre de nuestra hija.
El relato del encuentro con sus amigas de la infancia, cuando cortamos, se me apareció de golpe como una pantalla desplegada adrede para cubrir el tiempo de la conversación; quizá en ese momento no estaba sola, y el cariño que yo había creído percibir no era real o no iba dirigido a mí sino que era una actuación destinada a mostrarle a su amante que entre nosotros, efectivamente, ya no había nada aparte de eso: cariño. Si no era fácil para mí pensar que otro hombre dormía abrazado a la panza donde crecía mi hija, tampoco debía ser fácil para él. No debían caerle nada bien mis llamados, y mucho menos todavía que Julia y yo barajáramos nombres para el bebé.
Lo deseché todo, pero ya lo había pensado. (Esa misma tarde Rolando me dijo: «Escribo algo que no me gusta y lo borro, pero me queda en la cabeza, y a veces con más fuerza que lo que escribo en su lugar». Era lo mismo).
Una tarde, días después, decidí ir hasta el cebo más cercano, el cabrito.
No era un cabrito, era un cervatillo; estaba sujeto a un árbol con una soga que le permitía moverse en un radio de cinco metros, suficiente para que pastara entretenido: lo habían premiado —desde su punto de vista, el punto de vista de un recién nacido— llevándolo a un lugar de pastos tiernos y tan altos que nadaba en ellos como un pez; comía y comía y muy de tanto en tanto alzaba la cabeza y bramaba contento. A diez metros de distancia un hombre de mediana edad lo vigilaba oculto detrás de una roca. Tenía un fusil al alcance de la mano. Sobre una lona en el suelo había una linterna, un termo, una taza, un paquete de té en saquitos, otro de galletas, una botella de agua, un calentador y varias cosas más, todas inservibles (un tenedor, una birome, una revista coreana). Pareció alegrarse de ver a alguien.
Cruzamos unas pocas palabras, pero alcancé a enterarme de un gran número de cosas: que no le pagaban (había una recompensa), que era difícil que el puma mordiera el anzuelo (tienen territorios grandes, de hasta cien kilómetros cuadrados), que lo rastreaban con una jauría de dogos (era lo mejor), que me conocía (sabía que yo era el marido de una actriz famosa, no recordaba su nombre), que el ciervo era suyo («¿no le da lástima?», «la miseria me da lástima»), que el chico de la liebre en la otra punta del espinel era su hijo (el mayor) y que el hombre al que había matado el puma semanas atrás no andaba bien de la cabeza. (Por lo visto esa noche el puma había tenido locos para elegir).
—Vaya yendo, amigo —dijo por último—. Que no lo agarre la noche. ¿No tiene miedo?
Le dije que sí, más que nada para no ofenderlo. Con el sacrificio que hacía.
Cuando ya me iba intentó chantajearme:
—Ve el trabajo que hago para cuidarlo a usted, ¿no?
—Mañana le traigo una plata.
Volví al otro día bien temprano. El hombre dormía de pie, con los ojos abiertos, apoyado de espaldas contra la roca. Le di un billete de 100, que recibió como parte del sueño, sin despabilarse del todo, y me fui pensando, pensando despacio, paso a paso, en el enorme derroche de paciencia que hacía el hombre por una recompensa. A la par de ese derroche, invertía en nervios, sofocándolos a presión; si ya «era difícil que el puma muerda el anzuelo», había que sumar horas y horas de tedio, horas vacías mirando al ciervito que se llenaba, soportando el frío de la noche, agobiado por el calor durante el día, sin más entretenimiento que una revista ilegible y cuidándose únicamente de la dirección del viento, para que el puma no lo olfateara: debía estar a punto de estallar.
Y en efecto: dos días después escuché por fin el bendito disparo.
Yo estaba sentado afuera, junto a la mesa de luz, tirándole besos a Gualicho, que después de una larga ausencia había vuelto para presentarme a su familia. Parado en una rama, entre él y su lora había dos loritos verdinegros. Temblaban; quizá era su primer día de vuelo. Gualicho se zambulló en el agujero por encima de la canaleta y fue a darse una dosis de corriente. La familia quedó afuera esperándolo. Silencio. La lora miraba hacia arriba, hacia las cumbres, resignada.
Gualicho salió un momento después y voló en zigzag hasta la rama. Se ubicó a la derecha de sus crías y quedó allí bamboleándose como un borracho hasta que logró recuperar el equilibrio. Entonces rascó con el pico la cabecita vaporosa del pichón que estaba a su lado, y la lora hizo lo mismo con el otro, y el mundo entero se mantuvo por unos segundos en paz y en armonía. En ese momento sonó el disparo.
Espantados, la lora y los pichones se lanzaron al vacío, rozaron el suelo con las patas y aleteando con desesperación, volaron por encima de la casa hasta perderse de vista. Gualicho los siguió con retraso, haciendo incluso una parada en el techo para recuperar el aliento. Yo corrí en dirección al hombre. Esperaba encontrar al puma muerto, pero el que estaba muerto era el ciervo.
El hombre, de pie, acodado a la ventanilla de una camioneta, hablaba con un muchacho de boina sentado al volante. El muchacho se rascaba la cabeza a través de la boina.
—¿Y? —le pregunté, todavía desde lejos.
—Lo cazaron los perros —respondió el hombre y escupió a un costado.
Se apartó de la camioneta, desató la soga y cargó en los brazos al ciervito muerto. Ya ni sangraba. Tenía los ojos abiertos. La boca chorreaba pasto y espuma.
Apenas llegué a su lado me dijo que lo había matado él, furioso con la noticia. «Toda la semana al pedo», agregó. Arrojó el cadáver en la chata y juntó sus cosas. Después hizo un disparo al aire para llamar al hijo y otro para avisarle que se iba y, efectivamente, sin esperarlo un solo minuto más, subió a la camioneta y se fue.
A comienzos del invierno nació R. Julia había elegido el nombre meses atrás sin ningún reparo de mi parte. Cuando me llamó para darme la noticia, R ya había cumplido un día.
Pensé en no ir y tomé el primer vuelo.
Llegué a la clínica diez minutos antes de que terminara el horario de visitas. Me incliné sobre la cama (creo que al entrar a la habitación le di la mano a un hombre en mangas de camisa, con zapatos morados) y besé a Julia en la frente. Enseguida una enfermera me condujo hasta la sala donde estaba R. Estaba en una incubadora. «No tiene nada importante», me dijo la enfermera. Un momento después alguien me indicó que debía irme.
Volví a la habitación de Julia y llamé suavemente a la puerta. El hombre de zapatos morados asomó la cabeza y al ver que era yo salió y cerró la puerta a sus espaldas. Me dio la mano. Dijo que se llamaba Andrea, dijo que Julia dormía y que R dejaría la incubadora de un momento a otro: tres nombres femeninos susurrados en un pasillo color crema; por un momento el pasillo fue lo único que vi.
—Bueno —dije—, cualquier cosa que necesiten…
—Por supuesto.
Salí de la clínica sintiéndome mucho más solo que cuando entré. No le había creído al hombre de zapatos morados cuando me dijo que Julia estaba dormida, así que una vez en la calle la llamé al celular. Atendió él. «Hola», dijo en voz baja, con la boca pegada al micrófono, como un psicópata (quizá incluso dado vuelta hacia las cortinas).
Pasé la noche en un hotel. Al día siguiente volví a la clínica. R, Julia y su pareja acababan de irse. Me informaron que R estaba perfectamente bien.
Intenté comunicarme con Julia dos veces más, la segunda desde el aeropuerto. Hice un tercer intento después del vuelo, mientras cruzaba el playón de estacionamiento, pero no conseguí hablar con ella hasta el otro día. R acababa de despertarse: la oí llorar. El día anterior la había visto, pero no había podido tocarla; ahora podía oírla, pero no la veía. No era un buen comienzo. Sin duda el padre iba a ser el otro. Y no necesariamente porque yo estuviera lejos. De haberme quedado en la ciudad, me hubiera convertido en un mendigo: ¿puedo verla un minuto? ¿Puedo llevarla a dar una vuelta a la manzana? ¿No? ¿Y hasta la esquina?
Me consolé diciéndome que R ya crecería y que entonces podría explicarle no sé qué, si la versión del no sé quién de zapatos morados le resultaba insuficiente. Pero la imagen de Julia recostada en la cama de la clínica, su extenuación, el olor de su felicidad…
La prensa dio la noticia del nacimiento de R, así que mis amigos se enteraron enseguida. Sabían, también por la prensa, que Julia estaba embarazada, pero nunca habían dicho una palabra al respecto, quizá para no lastimarme u ofenderme: daban por cierto que Julia estaba embarazada de otro y que ésa había sido la causa de nuestra ruptura. Aunque nunca les había dado ninguna señal de sentirme precisamente desdichado, debieron pensar que el nacimiento de R era un golpe demasiado grande para dejarme solo en un momento así. Tenían razón, pero estaban equivocados. Tuve que decirles que el hijo era mío para frenar la ola de compasión que se me vino encima. Eso pareció desconcertarlos. Me vi obligado a explicarles que Julia se había enamorado de otro, para que después de un rascado de cabeza general volviera todo a la normalidad. Nunca más hablaron de Julia, ni siquiera Sara; el último en nombrarla, al menos en mi presencia, fue su marido, cuando le llevé de vuelta la escopeta.
Y entonces, de pronto… Y entonces de pronto nada. Nevó. Dejó de nevar. Llegó el otoño.
Una tarde, a mi regreso del pueblo, donde había hecho unas compras, sorprendí a Rolando sentado a la mesa, rígido, pensativo, con el mentón apoyado en una mano; la otra mano estaba como desmayada sobre el manuscrito de lo que llevo narrado hasta aquí.
A mi costumbre de dejar la puerta sin llave se había sumado su costumbre de entrar sin llamar, así que no podía culparlo por eso, pero sí por haber leído mis papeles. Ante la posibilidad del enojo, sin embargo, opté por relajarme y me dejé caer sobre una silla, los pies rodeados de bolsas de almacén. En varios pasajes hablaba de él. Me sentí descubierto, más que invadido.
—No sabía que escribías…
Pensé decirle: «No escribo». Pero seguí callado, mirándolo. Él debió leerme la mente, porque clavó el dedo índice en el manuscrito y dijo:
—¿Y esto?
—Son notas. Eso no es escribir.
—Así que Borgestein… —dijo después de una pausa—. ¿Cómo no me dijiste que el autor de ese verso era tu asesino, tu paciente? Me dijiste que estaba muerto, y está vivo. Y yo hace meses que trabajo con eso.
Me alcanzó un cuaderno que sacó de su mochila. Lo abrí. En la primera página constaba el título: El camillero. Me sorprendí con el primer poema y salté con el segundo, al notar que lo que me había sorprendido en el primero se convertía con el segundo en leit motiv.
El primero empezaba así:
«Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero
me caí del andamio…».
El segundo, así:
«Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero
algo PUM en un ojo…».
Le dije que eso no era posible. Me dijo que ahora entendía que no, pero que hasta el momento en que leyó el manuscrito le había parecido que sí, por eso lo había hecho. Estaba desolado. Lo había construido todo a partir de ese verso. Todos los poemas empezaban así.
Se levantó, me dio la espalda, se retorció los dedos y, como si en el sonido de sus articulaciones hubiera encontrado un argumento, giró y dijo:
—Está internado…
—¿Y?
No, no funcionaba. Algo debió indicarle que, si quería conseguir un permiso para usar el verso, del que insistía en hacerme propietario, primero tenía que bombardearme a mí, atacar mi autoridad, mi ética, mi hombría, todo lo que pudiera encolumnarse detrás de mí, y, con buen o mal tino, decidió empezar por Julia y la bebé. ¿Cómo era posible que después del nacimiento de R yo siguiera acá? ¿Cómo era posible que dejara a R en manos de un desconocido, por más enamorada que estuviera Julia de él? Lo que era una estrategia pronto se convirtió en una preocupación sincera: empezó a dispararme datos por fuera del manuscrito.
Manejaba información que yo no había anotado. Por ejemplo, que Julia solía llamar —muy de tanto en tanto— para contarme los avances de R: las primeras sonrisas, el primer gateo, un cambio en el color del pelo…
—Julia dedicada exclusivamente a la crianza de R y vos acá cuidando a un loro.
—Tiene otro hombre.
—La dejaste porque un loro te clavó un cuchillo. Un loro, digo. Un loco. No te culpo: yo hubiera corrido a la par tuya. Pero no volviste más. La abandonaste. La dejaste durmiendo. Y embarazada. ¿Qué querías que hiciera ella? ¿Que renunciara a su carrera para seguirte? Dejó su carrera por tu hija. Hace como un año que no aparece en ninguna parte, no sale en ninguna revista. Yo ya ni me acordaba del apellido, lo recordé leyendo esto. Es increíble lo rápido que se olvidan algunas figuras…
Julia había dejado la obra tres meses antes del parto, cuando el volumen de su vientre ya hacía inverosímil al personaje. Reemplazada por una actriz de renombre, el número de espectadores, sin embargo, cayó en picada, hasta que una noche la obra salió de gira y no volvió. A Julia pareció importarle más bien poco; estaba en otra cosa, en otro estado. Tiempo después, en una oficina, hizo un intento por retomar su rol, pero los productores consideraron inconveniente la inversión. Uno de ellos mencionó incluso la vieja fórmula: «El cuarto de hora». Aunque no había podido leerlo, por la sencilla razón de que yo no lo había escrito, Rolando estaba al tanto de todas y cada una de estas cosas. Era muy extraño. Después de mencionarlas volvió a sentarse. Apoyó los brazos en la mesa y me miró fijo, en silencio, como a un miserable recién vencido.
Le sostuve la mirada.
—No me lo puedo sacar de la cabeza… —dijo por fin en tono agónico.
—Pero podrás sacarlo del cuaderno.
Se levantó y salió dando un portazo. En ese momento reapareció Gualicho.
Fue una alegría. Busqué con la vista a su hembra y a sus crías, pero había venido solo. Quizá las crías ya hacían vida independiente, y la lora también. ¿Por qué no? Los hijos ya eran grandes y ella todavía era joven. Le acaricié la cabecita con un dedo. «Ah, le dedicaría la vida a este loro», pensé. No sé qué pensó él, pero noté que tenía ganas de decirme algo. Estaba inquieto, lleno de energía. Y a la vez parecía cansado. Se apoyó en mi mano, de pie sobre la mesa, y fingió que se dormía. Un momento después aparté la mano. Gualicho cayó sobre un ala. Se había dormido de verdad.
Lo puse entre su lata y su taza y volví a mi mesa.
Empezaba a atardecer. Eran los primeros minutos de una paleta en la que predominaba el naranja; la luz parecía descolgarse desde un puñado de nubes planas, sin espesor, por encima de las que el cielo seguía limpio y azul. La cascada, razón de ser de la casa, recién descongelada, recién despierta, absorbía el naranja de la luz y lo transportaba sin ruido mientras el engranaje completo de montañas, valles y bosques, igualmente silencioso, mantenía inmóvil a la soledad en su lugar.
Esta pequeña observación me hizo acordar de un pequeño cuadro que Julia había pintado años atrás y que había colgado en la cabecera de la cama. Nunca antes ni después había pintado; el cuadro era toda una excepción. Recuerdo haberlo visto en algún momento durante la mudanza, recién desenvuelto, apoyado como al descuido sobre un mueble, todavía con un pedazo de cinta de embalar pegada al marco, y otra vez al abrir un cajón, meses después, y una vez más en la cocina, donde duró muy poco. El cuadro se había colado entre nosotros como algo natural.
Cambiaba de lugar, aparecía y desaparecía, pero nunca hablamos de él. Yo no le preguntaba de quién era ese cuadro y Julia no me decía que lo había pintado ella. Un día lo colgó en la cabecera de la cama. Recuerdo que me sorprendí al verlo, como si el cuadro se hubiera colgado solo. Y por primera vez se me ocurrió pensar que tal vez no lo había pintado Julia. El cuadro no estaba firmado. Quizá fuera un regalo. Pero ¿de quién? ¿Por qué Julia nunca lo había mencionado? Había una posibilidad más escandalosa todavía: quizá Julia creía que el cuadro era mío, que lo había pintado yo. Por supuesto, yo estaba seguro de no haber pintado nada en mi vida, pero no completamente seguro de no haberlo recibido de regalo. No hubiera sido la única vez que un paciente me obsequiaba algo, aparte de una puñalada. El motivo (una carrera de monos montados en cocodrilos alrededor de un lago) no parecía haber salido de la mente de Julia ni de la mía, ni ser acorde con la sensibilidad de ninguno de los dos.
En esa época empezábamos a dormir a destiempo, y, si bien el cuadro había encontrado un lugar, un lugar aparentemente definitivo, ya no tuvimos ocasión de hablar en persona sobre él. Era como un objeto perdido siempre a la vista. La intriga por su origen, que tal vez Julia compartía conmigo, aunque ella había decidido tomar cartas en el asunto, colgándolo, no llegaba nunca a las notas que nos dejábamos, referidas invariablemente a cosas de la más estricta cotidianeidad; ni siquiera como posdata.
La llamé. Le pregunté por R. Me dijo que estaba bien. Me dijo que hacía mucho tiempo que no llamaba.
—Llamaría todos los días, pero… ¿A quién se parece?
—A nadie por ahora. A otro bebé.
—Julia, ¿de quién es el cuadro que está colgado en la cabecera de la cama?
Hizo un silencio. Me pareció que la pregunta la había desconcertado.
—En casa, por supuesto —aclaré.
—Ah —dijo.
—¿Hay un cuadro en la cabecera de la cama de tu nueva casa?
Se rió, pero no dijo nada. Por lo visto sí, ahí también había un cuadro. Por un instante debió preguntarse cómo era posible que yo estuviera al tanto de eso.
—El cuadrito de los monos montados en cocodrilos… —dije.
—Sí, sí, ya sé. ¿Por qué lo preguntás?
—¿Lo pintaste vos?
—¿A qué viene todo esto?
—No sé, me acordé y…
—Tuvimos esta misma conversación hace… a ver, déjame pensar. ¿Dos años atrás?
—¿Habíamos hablado de esto?
—Creo que sí.
—¿No estás segura?
—¿Cuánto hace que pasó lo de Borgestein?
Pronuncié una eme mayúscula seguida por una larga hilera de emes minúsculas y al final dije:
—Un año, un poco más de un año.
—¿De verdad no te acordás? Estuviste un par de días en la cama. Sacaste el cuadro de la cabecera y lo apoyaste en un mueble. Lo habías colgado un par de semanas atrás.
—¿Yo?
—Sí. Dijiste que lo ponías en el mueble para mirarlo, porque en la cabecera no podías verlo. Me preguntaste quién lo había pintado y te lo dije.
—¿Quién?
—Kio —dijo Julia.
Le dolió decirlo y a mí me dolió escucharlo. Unos segundos después agregó:
—¿Puede ser que no me hayas entendido la letra?
—Puede ser. Sí, a lo mejor fue eso. Estaba mirando el atardecer y de golpe me acordé del cuadro, y no supe si lo habías pintado vos, o yo, o si me le había regalado alguien…
—Kio. Te lo regaló Kio —hizo una pausa—. ¡Estoy tan cansada de esa muerte!
Volvimos a hablar unas semanas después. Llamó ella. Ítalo, Gloria y Martín daban vueltas por la casa, así que me aparté para hablar a solas. Mientras Julia me contaba los avances de R, caminé distraídamente arriba y abajo hasta que llegué a una roca lisa como un vidrio, donde me senté. Desde ahí la casa no parecía más grande que un puño.
Entonces Julia dijo:
—Estoy mirando el cuadro.
Se había separado un par de días atrás y había vuelto a instalarse en su departamento. Su madre la ayudaba con R, pero además planeaba contratar a una niñera: le habían ofrecido una obra y tenía ganas de hacerla.
—¿Te gustaría venir a pasar un tiempo acá conmigo? —lo dije en un hilo de voz y me pareció que ella se sonreía en un hilo aún más delgado. Me pareció incluso que negaba con la cabeza—. La única vez que vi a R estaba en una incubadora, y dormida. Ella no me vio y yo no la toqué…
—¿Sabés lo que estás diciendo?
En ese momento vi a Martín que salía a paso rápido de la casa. Ítalo y Gloria estaban afuera. Martín les dijo algo. Ítalo y Gloria entraron a la casa y Martín se puso las manos a modo de megáfono sobre la boca y me llamó.
—Julia, tengo que cortar. Algo pasó. Te llamo después, ¿sí?
Fui al encuentro de Martín caminando todo lo rápido que pude. Le pregunté qué había pasado. Martín se limitó a hacer un gesto con la cabeza indicando el interior de la casa. Entré. Gualicho estaba sobre la mesa, literalmente dado vuelta, con las patas para arriba. Parecía una exageración. Gloria le rascaba el pecho con un dedo. Enseguida miré el enchufe: el cargador de la batería estaba conectado, así que no había sido eso.
—Tranquilo, está vivo —dijo Ítalo—. Pensamos que había muerto.
—¿Qué, no murió? —preguntó Martín.
—No —dijo Gloria—. Fue un desmayo. Debe haber sido un desmayo. No sé si los pájaros se desmayan…
Lo agarré en las manos y poco a poco empezó a reaccionar. Primero me clavó una uña en la mano derecha para ayudarse a girar y se apoyó sobre las patas; después alzó la cabeza, parpadeó, graznó y sacudió las plumas, inflamándose. Ahí estábamos otra vez.
—¿Alguien sabe cuánto tiempo vive un loro? —preguntó Gloria.
—Veinte o veinticinco años —le dije—. Según la veterinaria. Lo voy a llevar, quiero que lo vea.
—¿Viven más que los perros?
—¿Cuántos años tiene Gualicho?
—No sé. ¿Cómo saberlo?
—¿Últimamente metía mucho la pata en el enchufe? —quiso saber Martín en el camino.
—No, casi nunca.
—¿Está bien alimentado? —preguntó la doctora. Hacía cinco segundos que estábamos ahí.
—Frutas y semillas —dije.
Ítalo y Gloria seguían en casa. Sólo Martín me había acompañado.
La doctora y yo habíamos tenido un encontronazo sexual meses atrás y ahora ella se dirigía exclusivamente a Martín, aunque el responsable del loro era yo. Terminó de examinarlo sin encontrar nada raro. Quizá el loro actuaba. Dijo que algunos loros tenían la capacidad de actuar. ¿Lo decía por Julia? No la conocía. Era ridículo, así que le creí: Gualicho fingía.
En el camino de regreso llamó Julia, preocupada por la urgencia con la que había interrumpido nuestra charla una hora atrás. Le conté lo que había pasado; en ese momento oí el llanto de R. Esta vez fue Julia la que se vio obligada a cortar. Yo por Gualicho, ella por R. Había una desproporción enorme en todo el asunto. Incluso Martín pareció notarlo, mudo en el asiento de al lado.
Gualicho iba parado sobre mi hombro, con la vista fija en el camino.
—¿De qué vivís? —me preguntó Unsen una mañana.
Era una pregunta como cualquier otra, así que le respondí con toda sinceridad. Vivía del alquiler de un departamento. Un mes de alquiler me alcanzaba para vivir medio año, o más. Algo en ese dato le resultó ofensivo (lo vi), pero ¿qué le iba a hacer? «No tengo televisor ni computadora, no tengo teléfono de línea, tengo un generador eléctrico, hace meses que no pago mi obra social, anulé mi tarjeta de crédito, no tengo mucama, no pago alquiler, no voy a cenar afuera. Aparte de comida, tabaco y alcohol, gasto nada más que en nafta y celular. Estoy sano. Camino por la montaña (en ese momento el sol proyectó la sombra de las nubes sobre mi montaña, aunque también sobre las montañas vecinas) y últimamente escribo, tomo notas, registro un millón de cosas menores y, según la opinión corriente, «insignificantes».
Ahora mismo no recuerdo si se lo dije o lo pensé. Sea como fuere, la expresión ambidiestra de la cara de Unsen encajó igual de bien tanto en mi silencio como en mi respuesta. Se levantó con intención de decir algo (estábamos sentados a la mesa tomando mate) y, como un actor de reparto cuando llega su momento, puso la vida en resultar natural.
(Lamentablemente no recuerdo lo que dijo).
Entonces las vi por la ventana. Julia subía hacia la casa con R en brazos. A cincuenta metros de distancia, R parecía un punto rosa en brazos de un gran pompón azul.
—Viene alguien —dijo Unsen—, y creo que tu mujer lo trae en brazos.
—Unsen, acabás de hacer el comentario más inteligente que escuché en mi vida.
—¿Por? —dijo él riéndose.
Le presenté a mi hija. Apenas si le había dado un beso, un beso rápido, un beso ansioso, un beso feo, pero ahora que por fin la tenía en brazos lo único que quería era pavonearme un poco. Unsen se fue enseguida.
—Es una locura que hayas venido sin avisar. Podrías no haberme encontrado. Podría haber ido a buscarlas…
—Una hora de avión y una hora de ómnibus. No es nada. La pasamos de lo más bien mirando por la ventanilla. No dejó de señalar absolutamente nada.
R me agarró de la nariz y me tiró de espaldas al suelo. Milagrosamente, después de escarbar un poco debajo de mis párpados y detrás de mis labios, se quedó dormida sobre mi pecho. Estaba agotada. Julia dio vuelta una silla y se sentó frente a mí.
—Voy a necesitar comprar algunas cosas —dijo en un susurro.
Asentí como diciendo «ahora voy».
—No, voy yo, tengo ganas. Sería la primera vez en meses que estoy una hora a solas. Firmé el contrato —agregó—. El mes que viene empiezan los ensayos.
—¿Y R?
—Está mamá. También una niñera. No son muchas horas. También podrías estar vos…
—¿Y si la dejás un tiempo conmigo?
Lo dije en voz tan baja que tuve que repetirlo.
Julia se sonrió, pero siguió callada. Enderecé mentalmente la imagen de su sonrisa, que desde el suelo había visto en diagonal, y la miré mejor: una sonrisa triste. Y en el acto sentí que los dos, no sólo ella, esperábamos otra cosa de mí. Hubiera querido arrancarme la lengua. O mejor todavía: volver el tiempo atrás. ¿Era tarde para decir que sí? Julia se levantó y agarró las llaves del auto.
La llamé con un chistido; no quería molestar a R. Volvió a mi lado y alzó el mentón preguntándome qué. Le hice una seña indicándole que se agachara. Se inclinó todo lo que pudo. Me concentré en enviar la frase directo hacia su oído, como una flecha:
—¿Qué hago si se despierta?
Julia puso los ojos en blanco, dio media vuelta y se fue. Así que me quedé en el suelo con R dormida sobre mi pecho. Pensé en levantarme y no supe cómo. Calculé que, si me apoyaba en un codo, sosteniendo a R con el otro brazo, y encogía la pierna derecha, quizá encontraría una rugosidad en el piso donde afirmar el pie. Pero lo único que conseguí fue recordar el episodio de Borgestein con el sillón… En ese momento R dejó escapar un suspiro, como si me hubiera leído la mente y desaprobara el movimiento.
Gualicho se posó de pronto sobre ella y le cagó la espalda. Lo agarré y lo puse en el suelo; aparentemente conforme, se acurrucó junto a mi cuello (quizá buscando el hombro) y ronroneó como una fiera hasta quedarse dormido. R tenía puesto un saquito de lana rosa. Lo palpé, distribuyendo los dedos sobre su espalda como a una cuadrilla de inspección en un terreno minado (el anular fue el primero en enchastrarse) y quité la caca lo mejor que pude, limpiándome después la mano en la pata de una silla. Pasada una hora, cuando volvió Julia, seguíamos los tres en el suelo.
R se despertó apenas olió a su madre y empezó a llorar. Hizo dos cosas más: tomó la teta y vomitó sobre mi hombro. Después, mientras Julia descansaba un poco, la llevé a ver la cascada.
Estaba extraordinariamente silenciosa —siempre diferente y repetida—, a tal punto que cuando R estiró una mano y la tocó (me incliné con ella hacia adelante para que pudiera hacerlo) oí la variación del agua entre sus dedos, como si hubiera pulsado un arpa.