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No estoy allí, pero tampoco acabo de estar del todo aquí. Las presencias cercanas se me vuelven borrosas. Subo por las escaleras del metro a la agitación recobrada y cimarrona de la Gran Vía y me quedo parado sin saber del todo adónde voy. A las imágenes que tengo delante de los ojos se superponen las que me dicta la memoria, sucediéndose en ella como fragmentos alejados de sueños. Al caminar por Madrid me acuerdo de las estatuas de madera de hombres caminantes detrás de una vitrina en el Metropolitan, de las figuras delgadas y verticales de Giacometti, su consistencia de escoria, sus grandes pies minerales, y de algo que me dijo pensativamente mientras nos paseábamos por Tribeca el escultor Leiro, que el pedestal o la base de una figura es un problema muy serio, uno de los más graves que presenta el oficio de la escultura: él conocía a un escultor que lo había resuelto poniendo sus estatuas sobre lavadoras o lavavajillas en desuso, lo cual le parecía una solución nada desdeñable. Veo las ventanas iluminadas de Manhattan reflejándose en la corriente del East River, bajo el puente de Brooklyn, y una luna llena de Georgia O’Keeffe suspendida en el cielo azul oscuro sobre la cornisa afilada del Flatiron Building, junto al que pasaba cada día camino de mis horas alternas de conversación con Sylvia y con Larry, Sylvia con su cara todavía ilusionada por las posibilidades de la vida, de la literatura y de la música y su olor triste a pis de gato, Larry renegando quejumbrosamente de la caída de la bolsa y de la insustancialidad atolondrada de la periquita Jane, que le habrá dejado en la mano la señal de algún nuevo picotazo y ni siquiera se molestará en volar hacia su hombro cuando entre en casa. Tan lejos ya, recluidos en sus vidas solitarias que no volverán a cruzarse con la mía, sus caras esfumándose en el recuerdo como las caras de bronce de las esculturas de Juan Muñoz. Pero me acuerdo de algo más, una música, una orquesta que tocaba no sabíamos dónde, una noche, ya muy tarde, viernes o sábado, cuando volvíamos de cenar subiendo por la Novena Avenida. Perezosamente, abrazados, con una camaradería de pasar juntos mucho tiempo, con un gustoso mareo de cócteles y de vino tinto, mirando sobre los tejados, hacia el este, con un punto de vértigo, el resplandor de los rascacielos. Me quedaba rezagado y al mirarla caminar delante de mí me volvía a la memoria el primer viaje, los regresos al hotel en noches de primavera, la figura tan deseada perfilada por la forma de un vestido corto, de lino rojo, con la cremallera a la espalda, tan fácil de bajar. Entonces el tiempo corría tan rápido que no había instante de deseo o de compartida placidez que no contuviera un fondo de angustia. Ahora, esta noche de diez años después, el tiempo era un regalo tan demorado, tan lleno de dulzura sin motivo preciso, como la misma caminata, o como la música que empezamos a oír cuando nos acercamos a una iglesia de negras agujas y cresterías neogóticas, ya no muy lejos de Lincoln Square. Una orquesta con ricas sonoridades de big band estaba tocando Mood Indigo, y la canción tenía una desenvuelta elegancia, una melancolía a la vez íntima y lujosa como de otra época, llegada hasta nosotros desde una distancia que parecía la del pasado, y resonaba con claridad y dulzura en la amplitud desierta de la Novena Avenida. Una alta escalinata conducía a la entrada de la iglesia, y debajo de ella la música salía de la puerta entornada que daría a la cripta. La empujamos, cruzamos una cortina y delante de nosotros había un salón muy grande, de techo abovedado y bajo, y al fondo, más allá de unas pocas mesas y de un ancho espacio en el que bailaban algunas parejas, había un escenario sobre el que estaba la orquesta. Cada músico tenía delante un pupitre para el atril, y todos vestían esmóquines de elegancia un poco fantasiosa, con solapas doradas, con pajaritas amarillas sobre las camisas oscuras. Junto a la entrada había una mesa, y detrás de ella dos mujeres muy arregladas, con esa distinción con que se visten las mujeres negras las mañanas de domingo para ir a la iglesia. Nos íbamos a dar la vuelta, más bien amedrentados, con un malestar muy definido de intrusos, pero las dos mujeres, guapas, corpulentas, con el pelo cardado, nos sonrieron y con un gesto afable nos invitaron a pasar. «Son diez dólares cada uno, y se incluyen las bebidas». El baile era a beneficio de algo que no logré entender: pero había estado lloviendo mucho al principio de la noche, y la gente se había desanimado. Unas chicas igual de sonrientes y afables nos retiraron los abrigos, nos ofrecieron bebidas en vasos de plástico. Todo flotaba en un espacio demasiado grande, bajo una luz excesiva: la mesa de la entrada, las chicas del guardarropa, las pocas mesas ocupadas, la zona del baile, delante de la orquesta, el escenario donde los músicos tocaban.

Terminó Mood índigo y sin transición los músicos comenzaron a tocar algo mucho más rápido, I got rhythm, y las parejas que habían bailado abrazadas, con desenvoltura y formalidad, como en un salón de los años cuarenta, ahora se soltaron y rompieron a bailar con la destreza rapidísima de los tiempos vitales y dorados del swing, las mujeres moviendo rítmicamente las caderas bajo las faldas acampanadas, girando sobre los zapatos de punta fina y tacones altos, doblándose hacia atrás un instante sobre los brazos extendidos de los hombres y saltando de nuevo con una destreza de gimnastas o de patinadoras. Había en las mesas señoras mayores, gordas y solemnes, con florones en las pecheras y sombreros fantásticos, llevando el ritmo con los pies, haciendo oscilar apenas los hombros, con un compás perfecto. En la elegancia de los negros parece que gravita siempre la memoria de los agravios sufridos, de generaciones y siglos de un dolor redimido por la dignidad, fortalecido por una fe bíblica. De lejos, desde la entrada, nos había parecido que el público y los músicos eran jóvenes, por la viveza fresca del sonido, por las risas y las palmas rítmicas de fondo y la elasticidad de los pasos y los giros de baile. Ahora nos dábamos cuenta de que casi todo el mundo era mayor que nosotros y de que en la formalidad con que bailaban las parejas en las canciones lentas había algo de rigidez, un principio de envaramiento. La voz del cantante tenía una resonancia hueca de micrófono antiguo y de salón de baile con poco público. Incluso los aplausos parecía que sonaban muy lejos y mucho tiempo atrás. Si no tuviera quien comparte conmigo el recuerdo de esa noche, estaría seguro de haberla soñado.