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Hace ya días que empezó diciembre, pero las acacias que veo desde mi ventana de Madrid todavía conservan casi todas las hojas. Me quedo mirando por la ventana la calle espaciosa, los coches pequeños, la gente que no va demasiado abrigada, y me acuerdo de lo que veía desde el ancho ventanal de mi apartamento de Manhattan, aunque se me confunden los diversos otoños de los que he regresado, se superponen en la memoria como transparencias de películas, esas películas en las que no se ve al fondo de las terrazas o los ventanales el Nueva York verdadero, sino una maqueta laboriosamente construida en un estudio de Hollywood. Me acuerdo de lo que he imaginado leyendo y lo que he visto en el cine, y de lo que ha estado de verdad delante de mis ojos, al otro lado del cristal junto al que me quedaba tanto tiempo sin hacer nada, hechizado, mirando. Las ventanas que hay al otro lado de mi calle en Madrid tienen visillos o cortinas echadas. Sé si hay alguien de noche, por las luces encendidas, pero muchos de los pisos están deshabitados, o pertenecen a oficinas en las que no queda nadie después de media tarde. Me acuerdo del ventanal de la Juilliard School, donde espiaba los ensayos de un silencioso quinteto de viento, y de las ventanas de otra casa y otro otoño, el apartamento bañado de noche por una luz rosada, por la que cruzaba una mujer de melena rubia y vestidos oscuros y ceñidos con un sigilo de pez en un acuario, la oficina en la que un hombre perezoso hablaba por teléfono reclinado contra el cristal, con los pies sobre una mesa llena de carpetas. Alguien, junto a la ventana de la planta baja, esperaba el ascensor, y yo lo veía subir luego piso tras piso, y anticipaba lo que iba a ocurrirle unos segundos después al hombre que hablaba por teléfono, cuando el que había venido a visitarlo salía del ascensor en el rellano y se dirigía hacia la puerta. Aún no había sonado el timbre, pero yo ya predecía el gesto del hombre al oírlo, y distinguía antes de que él la viera aparecer en la puerta la cara de su visitante. Al cabo de dos o tres semanas, después del regreso, Manhattan va cobrando una lejanía de lugar soñado, y a uno también le parece que soñó sus caminatas, la luz turbia de los anocheceres, el rojo y el oro de las copas de los árboles otoñales reflejado en el agua de los estanques de Central Park, diluyéndose en ella como manchas de óxido. Ahora, en las calles de Madrid, soy como el fantasma rezagado y sin sustancia de la parte de mí mismo que se quedó en la otra ciudad, tan lejana en los mapas, tan próxima en el tiempo, tan inmediata y asidua en el recuerdo, en la sensación de aturdimiento y extranjería que llevo conmigo y que no se alivia ni cuando han desaparecido los trastornos de sueño provocados por el viaje de vuelta. Qué hora es ahora mismo en Manhattan, cómo será la luz de la tarde, ya la noche cerrada, porque aquí son casi las once, las cinco allí, la noche siempre prematura, seguramente ya con viento helado de invierno, con abrigos y gorros en las aceras sombrías, a la luz frigorífica de los supermercados. En la esquina de Broadway y la 66 estará tocando baladas sentimentales de Judy Garland y fragmentos de himnos patrióticos el saxofonista negro que se apostaba allí todas las tardes, desganado y monótono, sacando de quicio con sus melodías siempre repetidas al quiosquero pakistaní, que siempre está demacrado de cansancio y de sueño, y que me dijo una vez que trabajaba dieciséis horas diarias. El mendigo cojo que agitaba su vaso de calderilla tan rítmicamente como unas maracas a la salida del metro en Columbus Circle estará mucho más abrigado, y la mujer flaca y de pelo blanco que se tambaleaba sobre unos tacones altos y viejos dando vueltas al pequeño jardín que rodea la estatua de Dante estará ahora más cerca del desfallecimiento irreparable, que parecía cernirse sobre ella cuando se quedaba apoyada contra una pared, con las rodillas flojas y los ojos entornados, con una expresión trágica de noches en vela y cansancio infinito. Por encima de las terrazas oscuras, recortadas como cartulina negra contra el cielo, se habrá encendido ya el letrero luminoso del hotel Empire, y los vendedores callejeros de libros que alinean sus tinglados en las aceras de Broadway y de Columbus Avenue habrán empezado a guardar en cajas de cartón sus maltratadas mercancías. En la calle Thomson, en el Village, grupos de jugadores silenciosos estudiarán la disposición de las piezas sobre los tableros en clubes y tiendas de ajedrez. Más abajo, alrededor de la gran oquedad rectangular donde estuvieron las Torres Gemelas, cercada por una valla metálica, iluminada como un inmenso estadio desierto, como un desmesurado estanque de hormigón, pequeñas mujeres orientales ofrecerán recordatorios del desastre en tenderetes alumbrados por lámparas de carburo: camisetas, pañuelos y bufandas con motivos patrióticos, banderas, alfileres de corbata y de solapa con las barras y estrellas, Torres Gemelas de plástico, de pasta sobredorada, de cristal, postales con las torres ardiendo, carteles con la cara de Bin Laden en el interior de una diana. En su casa del Bronx mi amigo Mark habrá vuelto del instituto y se habrá sentado en la mesa del comedor con los muebles y las fotos de sus padres a corregir ejercicios de los estudiantes, desanimado por la ignorancia que revelan casi todos ellos, por la torpeza en la escritura, descubriendo de vez en cuando un rasgo de talento casi innato en la redacción de un chico o de una chica que se han criado en la miseria, en el abandono y el desarraigo, y sin embargo tienen algo que merecerá la pena alentar, inteligencia y corazón, deseos de alcanzar una vida de la que fueron excluidos antes de nacer. Junto a las fotos familiares de Mark hay una de un chico cubano al que conoció en México, y del que está enamorado: cuenta los meses o las semanas que faltan para que venga a reunirse con él, tal como se han prometido, para que tenga en regla sus papeles de refugiado político y pueda viajar a Nueva York. En el Village Vanguard estará tocando el piano toda esta semana Hank Jones, y al otro extremo de la isla, en el St. Nick’s, Bill Saxton parará de tocar después de media hora sin que parezca que le falta el aliento y anunciará una de las novedades posibles de la noche, la actuación de un sobrino suyo que llega al club con una pinta desastrada de vagabundo rastafari, vestido con un chándal viejo y mugriento, llevando bajo el brazo una plancha de aglomerado y un par de zapatos negros al hombro. «Señoras y señores», dice Bill Saxton, impasible, «mi sobrino», y en lugar de devolver el micrófono a su soporte lo deja en el suelo. El sobrino se ha quitado mientras tanto las zapatillas de deporte y se ha puesto los zapatos negros, ha dejado sobre la tarima la plancha de aglomerado, que es tan desastrada como su indumentaria. El espacio que ocupan los músicos es muy reducido, de modo que el sobrino se sitúa entre ellos encogiéndose, rozándolos, como si hubiera entrado en un vagón de metro lleno de gente, y cuando empieza de nuevo la música da un salto y se pone a bailar sin apenas moverse, los codos pegados al cuerpo, los tacones y las suelas de los zapatos golpeando la tabla pequeña de aglomerado con la doble precaución de no salirse de ella y de no romperla. Pero baila con la misma gracia aérea que si estuviera sobre un escenario ancho y lacado de Broadway, incorporando el taconeo de sus pies a la corriente de la música como si él también tocara un instrumento, respondiendo a los golpes del batería, retándolo, reduciendo su percusión sobre el tablero hasta casi un murmullo, redoblándola como si lo acuciara la urgencia de salir huyendo, con una ligereza abandonada y mundana como la de Gene Kelly, con una rabia de pronto como la de los bailarines callejeros, y todo eso moviéndose apenas, casi estrujado por los músicos, dejándose llevar como por un solo intrincado de batería y por una caminata no en un escenario sino en las calles sucias y vibrantes de Harlem.